Entre la ficción y la realidad: la gratificación en Chile como respuesta a la crisis
03.09.2020
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03.09.2020
(*) El autor de esta carta enviada a CIPER es abogado (Universidad de Talca)
Ya sean las feromonas, aullidos o el canto de las ballenas, todos los animales tienen un sistema de comunicación; con el que se alertan de peligro, se indican la ubicación del alimento o se organizan para cazar o defenderse. Sin embargo, un lenguaje rudimentario no puede organizar grandes empresas, menos construir una civilización. Por ejemplo, los chimpancés, mamíferos con lenguaje bastante evolucionado, no pueden asociarse en grupo mayores a los 100 individuos. Lo que le permitió al homo sapiens cruzar el umbral crítico de la evolución seguramente fue el surgimiento de la ficción, la capacidad cognitiva que nos diferencia del resto de los mamíferos. El historiador Yuval Noah Harari, quien destaca esta evolución cognitiva, señala que un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes.
El personaje de Russel Crowe en la célebre película “Capitán de Mar y Guerra” le preguntaba a su médico a bordo, ¿por qué los hombres a su mando no se amotinaban pese a que los superaban en número y eran más rudos y fuertes? La respuesta, continuo el sabio capitán, ante el silencio de su interlocutor, es que la tripulación cree que nosotros sabemos a dónde vamos.
Cualquier forma de cooperación humana a gran escala, ya sea un Estado moderno, una S.A., una Iglesia o una tripulación, está establecida sobre mitos comunes que solo existen en el imaginario colectivo de una muchedumbre. Harari comprende con agudeza la fragilidad de nuestra superioridad como especie: “La gente entiende fácilmente que los primitivos cimienten su orden social mediante creencias en fantasmas y espíritus, y que se reúnan cada luna llena para bailar alrededor de una hoguera. Lo que no conseguimos apreciar es que nuestras instituciones modernas funcionan exactamente de la misma forma”[1].
Quizás la ficción que más ha moldeado la historia desde su invención, junto al Estado Nación, es el de la empresa moderna, la sociedad de responsabilidad limitada en sus distintas variantes. Pocas personas individualmente consideradas podrían asumir el riesgo que implica una inversión a gran escala; la posibilidad de limitar el riesgo individual y separar la propiedad de la gestión, fueron la tecnología organizativa por la cual se hizo carne la modernización capitalista en todo el mundo. Es curioso que uno de los primeros en reconocer la capacidad transformadora de las sociedades y su importancia para el capitalismo moderno fue Karl Marx, quien llego a considerarlas “la producción capitalista en su máximo desarrollo”, a diferencia de muchos de sus contemporáneos defensores del libre mercado, como el mismísimo Adam Smith, quien no concebía que alguien administrara honestamente lo ajeno, ni justo que se limitará el patrimonio afecto a los acreedores. Debido a esto, en la primera etapa del capitalismo, solo empresas titánicas de interés nacional justificaron el empleo de una sociedad de responsabilidad limitada, como la colonización de ultramar, encargada a la Compañía Británica de las Indias Orientales.[2]
El capitalismo post soviético sin lugar a duda ha tenido como protagonista a las sociedades, existiendo algunas de un tamaño colosal, como las grandes corporaciones trasnacionales. Sin embargo, está asentada ficción tambalea cuando de golpe la realidad se impone, la historia renace y nos encontramos como humanidad, de nuevo, arrojada al mundo. El terror de una recesión como la vivida en el 29 del siglo pasado ha puesto de manifiesto que ciertas empresas no solo importan a sus dueños, sino que son estructuras que se enredan en la sociedad y de la cual dependen trabajadores y otros emprendimientos de menor tamaño. Por lo mismo, su destino, en circunstancias como las actuales, se vuelve una cuestión pública. En Francia el ministro de Finanzas anunció al inicio de la crisis sanitaria que rescatará a grandes empresas “incluso nacionalizando si es necesario”. Lo mismo adelantó su colega de Alemania, quien ya rescató a Lufthansa, convirtiéndose en el mayor accionista de la empresa, con un 20% de las acciones.
Permitiendo la acumulación de enormes capitales, las sociedades comerciales han permitido el avance en la capacidad productiva de la humanidad, justamente por haber ofrecido una salida fácil a los accionistas y haber reducido con ello el riesgo que conlleva la inversión a gran escala.[3] Pero es justamente esa salida fácil lo que hace que los accionistas no sean tan confiables como garantes del futuro a largo plazo de una empresa, sobre todo en circunstancias adversas. Por eso la mayoría de los países ricos, no anglosajones, han intentado reducir la influencia del accionariado mediante una serie de estrategias destinadas a propiciar una comunidad de intereses a largo plazo. En muchos países, el gobierno retiene la propiedad de una parte considerable de empresas estratégicas, sea de manera directa, como Renault en Francia y Volkswagen en Alemania, o indirectamente, a través de bancos públicos como en Corea del Sur. En algunos países, los trabajadores, más orientados al largo plazo que muchos accionistas, participan en la gestión de la empresa por la vía de una representación oficial en los órganos directivos. En Suecia, Dinamarca, Noruega y Austria, por ejemplo, los trabajadores cuentan con un tercio de los cupos del directorio. [4] En Alemania, donde las sociedades tienen un directorio y un consejo de supervisión, los trabajadores pueden nombrar a la mitad de los miembros de este consejo.[5]
Si Europa puede anunciar la compra de grandes empresas es porque por décadas han sido dueños o socios de esas empresas, cuyo destino entienden estrechamente ligado al desarrollo de su país. La pregunta no es sí rescatar a ciertas empresas, debido a las consecuencias nefastas que pudiese desencadenar, sino que cómo hacerlo. Un ejemplo de cómo no debe hacerse, es lo ocurrido en Chile para la crisis económica de 1982, en donde todos los chilenos, por medio del Fisco, fuimos avales de la deuda externa privada de los grandes grupos económicos financiando un dólar preferencial.
En octubre del 2019 Chile vivió un estallido social sin precedentes. Durante días vimos como cientos de ciudadanos se descolgaban del contrato social, de la ficción llamada República de Chile. Los mitos comunes que sustentaban sus instrumentos de orden y seguridad quedaron inútiles ante una ciudadanía que los ridiculizaba. Especialmente en una democracia, el poder no debe entenderse solo en términos negativos: “excluye”, “reprime”, “censura”. Lo que realmente da estabilidad al poder e induce a tolerarlo, es el hecho de que no actúa solamente como una potencia que dice NO, sino que también suscita placeres, forma saberes y difunde discursos. Cultiva la ficción sobre la cual se construye.
Sin lugar a duda, nuestra república atraviesa un periodo histórico, en el que tendrá que enfrentar una crisis económica sin precedentes; mientras la ficción, que le da sustento al orden social, se ha vuelto incertidumbre. El proceso constituyente es una vía para religar a los ciudadanos, para devolverle credibilidad a la política; pero ni eso será suficiente para superar estos tiempos oscuros, sino existe la convicción de seducir y conmover a un pueblo colérico. Sólo se podrá exigir el sacrificio de los ciudadanos, necesario para que las naciones superen la adversidad, sí en verdad la ciudadanía siente que vive en una comunidad unida por el amor, que justifique y se nutra del sacrificio reciproco. Eso debe entenderlo también la “empresa”: la opinión pública solo estará de acuerdo con rescatarla, sí siente que está ayudando a una comunidad de intereses, que no se agota en el accionariado. En este orden de ideas, la forma en que esas empresas traten a sus trabajadores será clave, no solo para sí mismas, sino que para la preservación de nuestra ya mellada cohesión social.
Entonces, ¿cómo lograr en Chile proteger las estructuras productivas, de las que depende la economía, de una forma eficiente y legitima? Por supuesto, el Estado debe aprobar un programa de rescate ambicioso. En este sentido, el ministro de Hacienda, Ignacio Briones, declaró hace poco que “cualquier apoyo no será un regalo, es una toma de riesgo que hace el Estado y debe ser remunerado de acuerdo al riesgo y ser visto caso a caso”, apuntando en el sentido correcto a nuestro entender, al alejarse de la solución implementada en dictadura. Sin embargo, producto de las muchas necesidades que debe cubrir el Estado y de la dificultad de escoger a las empresas adecuadas, por tener que ser estratégicas y viables simultáneamente, es que estas ayudas solo podrán estar dirigidas a las empresas de mayor relevancia en la economía nacional. Pero qué hacer con una gran cantidad de pequeñas, medianas y grandes empresas que no alcanzarán a cumplir los requisitos para las ayudas directas del Estado, pero que son las principales fuentes de trabajo del país.
Una de las estrategias seguidas por el Gobierno en este ámbito, fue la plasmada en la Ley de Protección del Empleo, la cual permite a los empleadores utilizar el seguro de cesantía de los trabajadores para pagar los sueldos, sin terminar la relación laboral. Pero dicha ley tiene una finalidad muy específica y no está pensada para largos periodos de tiempo. En el derecho chileno tenemos una figura bastante particular, que uno entendería que no encaja en un modelo abiertamente neoliberal como el nuestro: el de la gratificación legal. La gratificación puede definirse como la participación de los trabajadores en las utilidades de la empresa para la cual prestan servicios. Por lo mismo, es un monto variable, sensible a como le vaya a la empresa respectiva. Sin embargo, dentro de la forma en que la legislación chilena regula la gratificación, encontramos dos modalidades: la expresada en el artículo 47° del Código del Trabajo que corresponde a un 30% de las utilidades líquidas de la empresa (una gratificación propiamente tal) y la modalidad establecida en el artículo 50° que establece que la gratificación será equivalente al 25% de la remuneración mensual con un tope anual establecido por ley. Es decir, la ley junto con definir la gratificación como la participación de los trabajadores en las utilidades, da una opción para desnaturalizar su espíritu, transformándola en un bono de productividad más. Según estudios de la Fundación Sol, casi el 70% de los trabajadores que recibe gratificación en Chile lo hace mediante esta segunda modalidad, siendo solo un 8% el que participa efectivamente de las utilidades de la empresa.[6] La legislación nacional permite que los trabajadores negocien porcentajes de participación incluso superiores al 30 % de las utilidades; aunque en la práctica ni siquiera acceden a este.
En este sentido, los trabajadores podrían soportar una disminución de sus remuneraciones actuales producto de la crisis sanitaria y el Estado organizar un plan de rescate ambicioso, sí las empresas tienen también la visión de compartir sus utilidades; así, los trabajadores quizá acepten el sacrificio, sí sienten que este será recompensado. No está claro si existen las condiciones para que el dialogo social necesario para que se den estos arreglos institucionales existan. Al parecer, no. La cogestión nórdica, pero también su versión alemana, fue posible por la potente movilización sindical de los trabajadores, así como por la fuerte vinculación política entre este movimiento y partidos políticos de izquierda con representación parlamentaria. Ambas situaciones no se dan en el Chile actual. Pero sí nuestra apabullada elite política y empresarial entiende la importancia de mantener el orden social, como dice entenderlo, sí el movimiento sindical logra articularse política y socialmente de alguna forma, este dialogo en el mundo del trabajo puede servir de sustento para que el nuevo pacto constitucional sea exitoso. Para que la ficción de una comunidad política unida por un horizonte moral común tengo algún sustento en la realidad y no solo luces de artificio.
De esta manera, puede que no sólo tengamos una nueva herramienta para poder enfrentar como país la crisis económica que se cierne, sino que además permitirá explorar nuevas formas de propiedad y gestión para un mundo en constante cambio, cimentando las bases para que un verdadero acuerdo social pueda sanar las heridas que evidenció octubre. Piketty, en su último libro, señala que durante el siglo XIX y hasta la primera guerra mundial, la Belle Époque del capitalismo, la ideología dominante veneraba los derechos de propiedad. Posteriormente, desde la I Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín, la oposición bipolar entre el comunismo soviético y el capitalismo estadounidense condicionó todo el debate sobre las diferentes formas de propiedad, lo cual para Piketty, llevó al anquilosamiento de la discusión: había que estar a favor de la extensión indefinida de la propiedad estatal o a favor de la sociedad anónima como solución a todos los problemas. Esto ayuda a explicar por qué enfoques alternativos como la cogestión sueca o alemana no se haya explorado en el mundo lo suficiente, ni se hayan hecho parte de la agenda progresista como la salud o educación pública. La caída de la Unión Soviética abrió un nuevo periodo de fe ilimitada en la propiedad privada cuyo recorrido empieza a mostrar serios signos de agotamiento.[7] La economía centralmente planificada fue un fracaso, pero esto no significa que debamos dejar de pensar en el poder, la propiedad y su rol social, pues, existen formas alternativas de entenderlos.
Es hora de volver a pensar verdaderamente en estas cuestiones, buscando nuevos enfoques de autogestión, viables y sustentables, participativos e innovadores, que den sustento ideológico y político a nuestra querida ficción llamada Chile en plena crisis sanitaria, económica y climática.
[1] Yoval Noah Harari. Spiens.
[2] 23 cosas que no te cuentan del capitalismo. Ha – Joon Chang.
[3] Aunque es una situación poco común en un país como Chile, empresarios como Steve Jobs o Jeff Bezos no alcanzaron a tener más de un 20 % de la propiedad de Apple y Amazon, respectivamente. Sobre todo en el capitalismo anglosajón, aunque no exclusivamente, la propiedad de las grandes corporaciones se encuentra muy atomizada.
[4] En Alemania los representantes de los trabajadores cuentan con la mitad de los puestos en el consejo de supervisión, pero los accionistas pueden nombrar a todos los miembros del directorio, que es la estructura de dirección operativa de la empresa. En el caso de Suecia, la ley prevé un tercio de los puestos en el consejo de administración para los trabajadores de todas las empresas con más de 25 empleados. En el caso de las empresas suecas, el consejo de administración es único, por lo que esta representación minoritaria puede suponer tener, en la práctica, un control operativo más importante del que otorga la paridad en los consejos de supervisión alemanes (más alejados de la gestión real de la empresa que los consejos de administración suecos). En Dinamarca y en Noruega, los empleados tienen derecho un tercio de los puestos en empresas con más de 35 y 30 empleados, respectivamente. En Austria, la proporción es un tercio, pero la norma sólo afecta a las empresas de más de 300 empleados, limitando así considerablemente el ámbito de aplicación
[6] Caracterización y propuesta de cambio al Sistema de Gratificaciones en Chile. Fundación Sol. Disponible aquí.
[7] Capital e idología. Thomas Piketty. Pp 560 – 600.