COLUMNA DE OPINIÓN
Las batallas por la Constitución chilena
31.08.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
31.08.2020
El camino hacia una nueva Constitución ha sido mal enfocado por la clase política, argumenta el autor. Tanto por la derecha, con su énfasis en los aspectos de diseño constitucional, como por la aproximación narrativa de la izquierda. Advierte sobre tres escenarios que se deben evitar para que el debate constitucional no sea un diálogo de sordos.
En menos de dos meses, tendremos que decidir si dar o no inicio a un proceso destinado a reemplazar nuestra controvertida constitución. Y aunque el país se encamina a uno de los eventos políticos más trascendentes de su historia democrática, todo parece indicar que los diferentes grupos políticos están librando batallas muy diferentes con miras al proceso constituyente. Mientras la derecha se ha concentrado en definir la arquitectura constitucional más adecuada, en la izquierda sólo parecen interesarse en la retórica o simbología que subyace al proceso, y por eso han preferido enfocar sus esfuerzos en la lucha por constitucionalizar una narrativa política contestataria. Por eso unos y otros parecen hablar de cosas muy distintas al enfrentarse a este proceso.
Considerando los posibles escenarios que podrían seguirse de esta aproximación dicotómica al eventual proceso constituyente y que todavía se está a tiempo de enmendar el rumbo, estas líneas tienen por propósito advertir los riesgos que supone para una nueva constitución perseverar con estas estrategias. En la primera parte del texto se presentan las estrategias que los diversos grupos políticos han adoptado hasta la fecha con miras al proceso constituyente. En la segunda, se teorizan los posibles escenarios que podrían producirse en caso de perseverar en ellas y se enuncia porqué estas estrategias son problemáticas para enfrentar un eventual proceso constituyente.
Nuestra clase política ha perseverado en cuatro principales estrategias constitucionales. En primer lugar, desde la derecha el proceso constituyente ha sido abordado como si se tratara de un mero ejercicio pragmático de acomodar nuevas instituciones y reglas con aquellas cuya preservación vale la pena defender. Quienes en este sector abogan por una nueva constitución, reconocen la inviabilidad del actual sistema político y se esfuerzan en ofrecer propuestas que desde la tecnocracia perfeccionen la arquitectura constitucional chilena, pero salvando aquello que es propio de la tradición constitucional chilena y no merece ser demonizado (Fontaine y otros, 2018).
Sobresalen en este grupo intelectuales y políticos que si bien apoyan la posibilidad una futura constitución, niegan que deba comenzarse desde una hoja en blanco. Suelen reconocer además la importancia de que la constitución se limite únicamente a reglamentar el mínimo necesario para establecer las reglas básicas de una comunidad política (García, 2014; Larraín, 2014).
En contraposición, un grupo cada vez más numeroso de la derecha se opone a una nueva constitución. Agrupados bajo consignas como ‘rechazar para reformar’ o ‘no, gracias’, reconocen a regañadientes la necesidad de introducir cambios al texto constitucional, pero niegan que ellos sean de una envergadura que justifique un texto enteramente nuevo. Tal posición suele sustentarse en la legitimidad de ejercicio que la constitución actual habría supuestamente adquirido luego de tres décadas de vigencia bajo un régimen democrático y de una multiplicidad de reformas avaladas por todos los sectores políticos (Silva Bascuñán, 1997; Fernández, 2001; Alvarado, 2016), además del temor de ‘saltar al vacío’ que para políticos y académicos supondría abrazar el itinerario constituyente.
A favor o en contra, ambas posiciones coinciden en enfrentarse al proceso constituyente como si se tratara sólo de evaluar cuál es la arquitectura constitucional más conveniente para el país. Todas sus propuestas se presentan como si este fuese un debate desapasionado sobre reglas y diseño institucional, prefiriendo ocultar las matrices ideológicas que se encuentran implícitas en éstas. Esta estrategia, por lo demás, responde a una conducta característica de la mayoría de la derecha chilena de evitar abordar frontalmente discusiones ideológicas (Mansuy, 2016), un rasgo presente en este sector desde hace más de medio siglo (Soto y Garay, 2020), pero que se ha exacerbado vertiginosamente en los últimos años (Herrera, 2015).
Los principales actores políticos todavía están a tiempo de adoptar estrategias más propicias para enfrentar un escenario de política constitucional. De lo contrario, nuestro experimento constitucional bien podría tender a asemejarse a una guerra de guerrillas. Se ganarán y perderán pequeñas batallas, pero todos los posibles desenlaces que se avizoran invitan al pesimismo.
En el otro extremo del espectro político, existe un sector representado predominantemente por el Frente Amplio y el Partido Comunista que presenta el proceso constituyente como la consumación de una larga batalla moral en contra de arreglos institucionales contramayoritarios y excluyentes (Atria, 2013). Igualmente importante, estos arreglos institucionales son supuestamente defendidos por una elite económica y política que detenta privilegios al amparo de una constitución que, a pesar de sus múltiples reformas, continua manteniendo un ethos antidemocrático (Bassa y Fuster, 2013; Muñoz, 2016). De ahí que este proceso se enfrente desde un discurso político que propugna un profundo rechazo a la historia institucional reciente.
Como lo importante para ellos es la narrativa que nutre el proceso constituyente más que su eventual resultado, sus propuestas son vagas y ambiguas, y suelen presentarse como una respuesta a los vicios constitucionales que supuestamente han llevado a que la institucionalidad vigente genere una creciente ‘incomodidad constitucional’ entre los actores políticos (Busch, 2012). Un ejemplo de ello es la reciente entrevista a Fernando Atria en El Mercurio, en la que afirma que una nueva constitución debería corregir que los integrantes del Consejo del Banco Central no sean políticamente acusables, aún cuando la ley orgánica de dicha institución pareciera indicar que dicha posibilidad ya existe (arts. 15-17).
Ciertamente esta narrativa política se enmarca en el espíritu refundacional promovido con timidez por la izquierda durante el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet (Brünner, 2016). Por lo demás, esta estrategia constitucional bien puede explicarse en la tensa relación que históricamente ha existido entre los objetivos políticos perseguidos por los grupos más progresistas de la izquierda chilena y la institucionalidad vigente, la que muchas veces es vista por aquéllos como un obstáculo para la consecución de cambios sociales (Novoa, 1980).
Finalmente, la centroizquierda –encarnada en los partidos de la ex Nueva Mayoría– parece buscar deliberadamente marginarse a un rol secundario de la discusión constitucional. Avergonzada por la relación pragmática que tuvo con una constitución que no logró reformar lo suficiente, este sector ha rehuido de todo protagonismo al constatar que nada en su pasado supera el examen historiográfico jacobino que le han impuesto sus críticos de entonces y, sobre todo, las nuevas generaciones de izquierda (Atria, 2020; Colodro, 2020). Esto es especialmente dramático considerando que, de la mano de un destacado grupo de especialistas entre los que sobresalen Mario Fernández y Tomás Jordán, hace sólo dos años fueron capaces de articular una propuesta constitucional cuya autoría hoy prefieren desconocer. Su participación marginal en el proceso ha oscilado así entre valorar la importancia simbólica de este ritual participativo y procurar infructuosamente otorgarles justificación técnica a las proclamas de la izquierda más progresista.
Es probable que las estrategias constitucionales adoptadas por cada sector político no sorprendan. Puede que muchos ni siquiera consideren necesario detenerse en ellas. Después de todo, responden en gran medida a la forma como cada uno de estos grupos conciben la relación que existe entre el derecho y la política.
Como estrategias para enfrentarse a un proceso constituyente ellas son sin embargo problemáticas. Quienes las adoptan parecen comportarse como si sólo importara la respectiva batalla que ellos han decidido luchar: en el caso de la derecha, la obtención de una arquitectura constitucional que proporcione estabilidad institucional y macroeconómica; en la izquierda, impregnar la eventual constitución de una épica contestataria.
Parecen olvidar que, políticamente hablando, un proceso constituyente se asemeja mas bien a una guerra que se lucha simultáneamente en muchos frentes, por lo que predominar en uno de ellos puede ser muy costoso si se descuidan los restantes. En este sentido, la necesidad de diferenciar cualitativamente las discusiones constitucionales de aquellas que ordinariamente tienen lugar en política ha llevado a constitucionalistas a sugerir la importancia de hablar de una ‘política constitucional’ para enfatizar que estos procesos deben abordarse desde una perspectiva diferente a la que se le suele dar a la política ordinaria (Ackerman, 1991).
Aún a pesar de nuestra cercanía al plebiscito, la clase política parecería todavía no entender esta diferencia. Y este es precisamente uno de los aspectos más problemáticos del futuro proceso constituyente: por la forma en que cada uno de ellos concibe la relación entre política y derecho constitucional, no existe grupo alguno de la derecha o izquierda chilena que cuente con una estrategia propicia para desenvolverse exitosamente en política constitucional, puesto que ninguna de las propuestas constitucionales que se siguen de sus estrategias ofrecen una síntesis de los elementos técnicos y narrativos que una constitución requiere.
Es cierto que las constituciones son documentos sumamente técnicos y complejos sobre cuyas reglas se sustenta todo el sofisticado aparataje estatal. Esta complejidad hace que los errores de diseño sean muy costosos. En este sentido, el mal llamado parlamentarismo de facto que impera en nuestro país puede explicarse como la consecuencia de que la reforma electoral de 2015 tiene graves errores de diseño. Pero también es indiscutible que las constituciones cumplen una importante función simbólica (Jacobsohn, 2006; Baas, 1980). Sus reglas, el proceso de su escrituración y la simbología asociada a su dictación llevan implícitos aquellos valores que definen una identidad cultural y, lo que es más decisivo, reflejan en el imaginario colectivo el proyecto compartido que tenemos como sociedad (Loughlin, 2015). Las constituciones requieren así de una narrativa política, pero esta debe necesariamente traducirse en reglas concretas, coherentes y aplicables.
Volviendo al ejemplo de la reforma electoral, es indiscutible que la eliminación del sistema binominal es un suceso muy importante en la formación de nuestra imaginación constitucional, pero el costo de tal acontecimiento fue la introducción de reglas que están constantemente tensionando la arquitectura constitucional en su conjunto.
Ciertamente es imposible predecir la trayectoria que tendrían estas estrategias en caso de que se persevere en ellas durante la eventual convención constituyente. Sin embargo, teniendo en cuenta lo inapropiadas que ellas resultan para enfrentarse a un proceso de esta naturaleza, se auguran tres posibles escenarios.
El primero es el de una constitución construida como un conjunto sofisticado de reglas que se presentan como ideológicamente vacías. Este escenario ocurriría de prevalecer cualquiera de las propuestas de la derecha. La constitución resultante en este escenario es fruto de que las dos estrategias que predominan en los grupos de derecha adolecen del peor defecto que exhibe la constitución vigente: la ausencia de una narrativa que los actores políticos estén dispuestos a explicitar ante la ciudadanía para poder justificarle a ella el proyecto de sociedad incorporado en el texto constitucional. No es sorpresa que la mayoría de la derecha aspira a una constitución que le permita a la clase política administrar el Estado sin tener que defender las matrices ideológicas que subyacen a toda constitución.
Atendido el énfasis narrativo en la estrategia de la izquierda, esta supuesta neutralidad ideológica seguramente sólo prolongaría el debate constitucional por años. Mientras que los tecnicismos constitucionales suelen ser patrimonio de una reducida elite política y jurídica, las constituciones sólo se erigen en parte de la identidad cultural cuando la ciudadanía -o, al menos, parte importante de ella– incorpora en su imaginario colectivo las narrativas políticas que subyacen a esta. Es así difícil que cualquier propuesta constitucional de la derecha tenga éxito en el largo plazo si la mayoría de sus líderes rehúyen de la posibilidad que nuestra constitución –presente o futura– tenga una profunda dimensión cultural.
En el segundo escenario, que se produciría de prevalecer la izquierda más extrema, tenemos como constitución resultante un texto quimérico dotado de un poderoso relato, pero que no provee los mecanismos o arreglos institucionales necesarios para asegurar gobernabilidad. Este posible resultado surge de considerar el desafío todavía mayor que tendrá ante sí la izquierda en caso de prevalecer en el proceso constituyente: la carencia de un proyecto constitucional concreto en el que materializar su narrativa. Por ejemplo, no se quiere entre estos grupos una constitución con un contenido reducido, pero también se rechaza el empoderamiento de instituciones contramayoritarias como los tribunales (Ruiz y Arellano, 2020). ¿Cómo solucionar entonces el que las constituciones con generosos contenidos sociales suelen empoderar fuertemente a los tribunales como actores políticos?
Por años este sector ha construido un discurso político sumamente atractivo para una ciudadanía crecientemente insatisfecha con su clase política y empresarial, pero sin preocuparse de cómo darle viabilidad institucional. Este énfasis en un discurso narrativo por sobre su concreción en un adecuado diseño institucional explica las inconsistencias de las que adolecen varias de las propuestas de estos grupos progresistas.
Poco o nada pareciera colaborar la centroizquierda en subsanar esta grave carencia, ante su temor de ser menospreciada por los sectores progresistas. Ellos parecieran no entender la paradoja de esta inacción: si decidieran ser protagonistas de este proceso, bien podría la centroizquierda redimirse constitucionalmente ante sus críticos.
El tercer escenario a evitar es el de una constitución disfuncional cuya justificación narrativa no se refleje en –o, todavía peor, colisione con– las reglas constitucionales que finalmente sean promulgadas. Las reglas electorales existentes dificultan seriamente que cualquiera de los sectores políticos pueda alcanzar las mayorías necesarias para hacer predominar su estrategia en todos los frentes de la discusión constitucional. A esta fragmentación política se suma un populismo transversal a casi toda la clase política y una creciente polarización de nuestra sociedad. Estos fenómenos obstaculizan seriamente un clima de negociaciones, abdicaciones mutuas y acuerdos que se requiere para la adopción de un texto constitucional, o al menos de uno que permita encauzar la acción política de grupos muy disimiles bajo un marco de entendimiento mutuo. Este escenario podría entonces materializarse si, no existiendo un vencedor claro en la elección de los miembros de la eventual convención constituyente, los principales grupos políticos deciden atenerse a su estrategia constitucional a fin vencer en sus respectivas batallas, con el consiguiente resultado de poder proclamarse –al menos parcialmente– vencedor de la que probablemente será la lucha política más importante en décadas.
Aún a pesar de que todo en el horizonte cercano indica que las estrategias descritas podrían llevarnos a escenarios constitucionales indeseables, los principales actores políticos todavía están a tiempo de adoptar estrategias más propicias para enfrentar un escenario de política constitucional. De lo contrario, nuestro experimento constitucional bien podría tender a asemejarse a una guerra de guerrillas. Se ganarán y perderán pequeñas batallas, pero todos los posibles desenlaces que se avizoran invitan al pesimismo. Y es que lamentablemente ya sabemos como suelen terminar este tipo de conflictos bélicos: mientras los generales se aplauden a sí mismos, una multitud de soldados caídos y heridos serán quienes deberán pagar por los costos de esos aplausos.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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