La izquierda y el desafío del desarrollo: una respuesta a Sebastián Edwards
21.08.2020
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21.08.2020
(*) Los autores de esta carta son José Miguel Ahumada, profesor asistente Instituto Estudios Internacionales de la Universidad de Chile, y Nicolás Grau, profesor asistente Departamento de Economía de la Universidad de Chile.
En su columna “‘Buenismo’, enfermedad infantil del izquierdismo” –publicada en El Mercurio del jueves 20 de agosto–, el destacado economista Sebastián Edwards ha hecho un conjunto diverso de críticas a prácticas e ideas del Frente Amplio y de la izquierda en general. Más allá de los discutibles méritos de cada una de estas críticas, en esta columna nos interesa centrarnos en su último punto, en el que señala que el desarrollo económico de un país no se ve afectado por su matriz productiva, ni tampoco por el nivel de complejidad de lo que se produce. Para sostener aquello da un par de ejemplos: Australia y Nueva Zelandia.
Un primer asunto es señalar que, más allá de los ejemplos, existe una regularidad empírica en que el grueso de los países con trayectorias de crecimiento económico destacable lo han hecho sobre la base de producir cosas cada vez más complejas y haciendo transiciones productivas con un fuerte desarrollo industrial. Aquello puede ser hoy un asunto olvidado por algunos economistas, pero era evidente ya desde Alexander Hamilton y sus políticas de estímulo a la manufactura en Estados Unidos durante el siglo XIX; pasando por Japón y Suecia desde principios del siglo XX, al desarrollar complejos industriales para sostener el ritmo de crecimiento en el largo plazo, y Finlandia y Corea del Sur desde la segunda mitad del siglo, que apostaron a pasar de exportar celulosa y pescado a especializarse en sectores electrónicos y automotrices, respectivamente. China y su “Made in China 2025” o India con “Make in India” apuntan a ese mismo objetivo: estimular el desarrollo industrial como base para un crecimiento sostenido.
Y es que, parafraseando a Mark Twain, la historia del desarrollo no se repite, pero rima.
Ahora bien, es cierto que hay casos que han sido dinámicos a partir de sectores extractivos (basta ver Noruega). Sin embargo, lo han hecho a partir de un armazón público que, vía amplios fondos soberanos y activa injerencia estatal para promover encadenamientos productivos con el tejido local, han sostenido una macroeconomía estable, generado industrias y servicios de ingeniería local en torno a esos sectores y evitado así economías de enclave (como, por lo demás, sí sucede con el cobre chileno).
Así visto, la regularidad es un hecho de la causa del que, por cierto, el profesor Edwards debe estar al tanto. Centrarse en ejemplos atípicos para defender caminos al desarrollo es sumamente peligroso. Sin ir más lejos, hasta hace algunos años Chile era considerado por la intelectualidad proclive al neoliberalismo como un caso exitoso de trayectoria al desarrollo, mientras que hoy pareciera ser más evidente considerarlo, al decir de Aníbal Pinto, como otro caso de desarrollo frustrado.
¿Por qué sucede esta regularidad? Aquello es más debatible, pero hay pistas en la columna de Edwards. Por ejemplo, el profesor señala que la educación y la productividad son claves en el desarrollo, y no podemos sino que estar de acuerdo. Lo que no compartimos, y que supone implícitamente su análisis, es que las cosas que produce un país y su estrategia de desarrollo, no tendrían ningún efecto en la inversión que tal país hace en educación o en su productividad. En cambio, la lógica, y también la economía política, hacen pensar que si la elite económica de un país tiene altas rentabilidades sin necesidad de complejizar sus procesos productivos o acceder a una mano de obra más calificada, existirá una baja probabilidad de que en ese país se logren los acuerdos sociales y fiscales necesarios para aumentar la inversión en educación y productividad.
Un segundo asunto es que el profesor Edwards implícitamente homologa crecimiento económico con desarrollo. Este supuesto también tiene consecuencias en su análisis. La forma en que ha crecido Chile ha sido sumamente destructiva con el medio ambiente y generadora de una tensión socioambiental extrema, en que en una misma localidad, a un lado de la cerca pueden haber miles de paltas de exportación, y al otro lado gente que no tiene agua potable para su consumo diario.
También ha sido una estrategia que perpetua desigualdades de ingreso (la que no ha disminuido si uno mira los datos correctos), de productividades (entre conglomerados exportadores y pequeñas empresas) y de poder (entre capital y trabajo). Todo ello hace que, aunque el país aumente su PIB (cada vez menor, por cierto), la calidad de vida de las personas no vaya aumentando al mismo ritmo. Es decir, el país crece (o crecía), pero no íbamos camino a ser un país desarrollado. ¿Qué tiene que ver esto con el debate anterior? Pues bien, sucede que las estrategias de desarrollo basadas en recursos naturales suelen ser muy depredadoras del medio ambiente y concentradoras de la propiedad, lo que reproduce la desigualdad de ingresos y poder. En buenas cuentas, se puede crecer (en el corto plazo) con el extractivismo, pero no desarrollarse.
Por último, un debate a nuestro juicio más interesante es cómo lograr esa transformación productiva y aumentos de complejidad económica. ¿Cómo hacer que Chile deje el experimento neoliberal y se suba al carro del desarrollo productivo y social? A nuestro juicio, y probablemente a diferencia de lo que piensa el profesor Edwards, el estallido social es una gran oportunidad para aquello, toda vez que ahora sí es posible rediscutir un contrato social donde exista un mayor balance de poderes, más democracia, más sustentabilidad y más desarrollo económico. La ciudadanía movilizada hace inviable que las ventajas comparativas de Chile sigan siendo el pagar bajos salarios, la nula protección social y la destrucción del medio ambiente. Y eso no es solo una excelente noticia en sí misma, sino que pondrá los incentivos correctos en el sistema económico hacia mayor productividad e innovación. Así fue en la historia de muchos países en el conflictivo siglo XX y no tendría por qué ser distinto para nosotros.