COLUMNA DE OPINIÓN
Transformaciones y continuidades: las sensibilidades de la derecha chilena
15.08.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
15.08.2020
El filósofo Hugo Herrera planteó que la renovación de la derecha requería dejar atrás el economicismo heredado de los Chicago-Boys: un predominio de lo técnico que hace daño pues no deja actuar a la política. Usando evidencia histórica y actual, los autores de esta columna sugieren que el análisis de Herrera instala una “dicotomía artificial”, pues el énfasis técnico ha estado presente a lo largo de la historia del sector y porque se trata de partidos que, por más que haya disidencia o intentos de nuevas narrativas, son en el fondo “uniformes”.
Uno de los rasgos que han resaltado los estudios dedicados a la derecha latinoamericana es su capacidad de influir en la agenda política para proteger sus intereses sin llegar a ocupar necesariamente posiciones formales de poder (Gibson 1992; Gibson 1996; Luna y Rovira 2014). Esta influencia fue la que ejerció la derecha chilena desde el retorno a la democracia. Logró consolidar su propio proyecto de sociedad gracias a un nuevo modelo de democracia “protegida” y un sistema socioeconómico que ella misma diseñó durante el periodo dictatorial (Garretón 2003; Joignant y Navia 2003; Siavelis 2009). Hasta su llegada la poder con la presidencia de Sebastián Piñera en 2010, la derecha chilena no tuvo más que adaptarse a las nuevas circunstancias políticas y negociar con una reinante coalición de centro-izquierda (la Concertación) que, como si fuese poco, perfeccionó el modelo socioeconómico diseñado durante el régimen militar (Fernández y Rumié 2020). Así, entre 1990 y 2010, no tuvo la necesidad de renovarse ni reposicionarse drásticamente desde el punto de vista político e ideológico, puesto que sentía que la batalla contra el progresismo en dichas áreas –sobre todo tras la caída del muro de Berlín y la desarticulación de la izquierda revolucionaria– ya estaba ganada en Chile y Occidente. La aceptación cuasi transversal de su modelo de sociedad le permitió así sumirse en el letargo intelectual (Mansuy 2016). Sin embargo, el sector estuvo dividido internamente entre los partidarios de conservar esa influencia sin llegar necesariamente al gobierno y los decididos a aumentar su capacidad representativa con el fin de controlar el Ejecutivo.
En la primera parte de esta columna, examinamos los efectos programáticos que tuvo para la derecha la conversión en una opción electoral mayoritaria y las resistencias internas que ello suscitó. Luego, abordamos la etapa de rearme ideológico del sector a partir de las movilizaciones de 2011 y la disputa en torno a la identidad de la derecha, la que puede verse ilustrada en la oposición entre una “derecha economicista” y una “derecha histórica y política”[1]. Recurriendo a esta distinción, el filósofo Hugo Herrera señala que el “Chicago-gremialismo” se habría enfocado demasiado en la racionalidad económica a la hora de entender los problemas de la sociedad, dejando de lado a la política. A partir de esta interpretación, Herrera contrapone a una derecha contemporánea “economicista”, una derecha histórica que no lo habría sido. Este argumento le permite revitalizar tradiciones pasadas de una derecha histórica y “política”, las cuales podrían ayudar a superar el “economicismo” presente del sector.
Si bien este planteamiento sienta las bases de un proyecto de renovación política en el sentido de una superación de las tesis economicistas, mostramos que instala al mismo tiempo una dicotomía artificial en una derecha mucho más uniforme de lo que se podría pensar. En una tercera parte, presentamos evidencias al respecto.
Durante las dos primeras décadas de la nueva democracia inaugurada en 1990, la derecha chilena se dedicó a defender el legado del régimen militar, sobre todo mediante documentos técnicos (lo cual se transformó en su raison d’être), y no experimentó una real necesidad de someter a un cuestionamiento profundo sus propias ideas socioeconómicas, políticas y morales. Es decir, un ideario constituido en gran medida a partir del llamado “Chicago-gremialismo” –en alusión a la convergencia entre el monetarismo de la Escuela de Chicago y la herencia del corporativismo católico tradicionalista de Jaime Guzmán– y las concepciones del mundo heredadas del periodo autoritario y la Guerra Fría. Estas ideas dieron origen a los dos principales partidos de la derecha chilena (la Unión Demócrata Independiente y Renovación Nacional) y a los primeros think tanks de derecha en Chile (el Centro de Estudios Públicos, Libertad y Desarrollo, la Fundación Jaime Guzmán y el Instituto Libertad).
El statu quo comenzó sin embargo a debilitarse a partir del llamado “agotamiento del pacto” (Fuentes 2012) y la consolidación democrática en la década de los 2000. La detención de Pinochet en Londres en 1998 dio también un impulso a los ánimos de renovación en la derecha, que permitieron a este sector desmarcarse en cierta medida del pasado autoritario (Angell y Pollack 2000; Fontaine 2000; Garretón 2000), lo que se expresó a través de la mayor moderación programática y capacidad de sintonizar con las demandas de la ciudadanía del candidato del sector a la presidencia en 1999, Joaquín Lavín (Rovira 2020). Dicha moderación, tendiente a ampliar las bases de apoyo de la derecha hacia los sectores medios y bajos, se mantuvo hasta el primer gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014), el cual dio continuidad al proceso de expansión de las políticas sociales y atribuciones estatales conducidas por los gobiernos de centro-izquierda (Fairfield y Garay 2017). Estos gobiernos realizaron en efecto correcciones al “modelo neoliberal”, aunque las reformas fueron “marginales” en 2000-2010 y “moderadas” en 2014-2016 (Antía 2018).
En la derecha, esta moderación fue interpretada como un deslizamiento hacia el centro y suscitó fuertes resistencias internas: se acusó en particular un desdibujamiento de la identidad del sector ante la incorporación discursiva de conceptos tales como desigualdad y abuso. En El regreso del modelo (2012: 15), Luis Larraín, entonces Director Ejecutivo de Libertad y Desarrollo, alertó por ejemplo sobre un eventual “punto de quiebre en la política chilena si un mal diagnóstico, pesimista y derrotista, nos lleva a transitar por un camino que eche por la borda gran parte de los logros que entre todos hemos conseguido en las últimas décadas”.
Esta situación de comodidad mostró finalmente señales de agotamiento tras el auge de las movilizaciones sociales en 2011 y la llegada al poder del gobierno progresista de la Nueva Mayoría en 2014, a raíz de lo cual la derecha (y en especial el “Chicago-gremialismo”) sintió amenazados sus intereses políticos, ideológicos y materiales. Fue de hecho a partir de estos hitos que se comenzó a señalar en diversos medios de comunicación masiva y libros de divulgación con orientación académica que la derecha chilena, su modelo de sociedad, así como sus principales ideas y prácticas estaban en crisis (Atria et al. 2013; Herrera 2014; Kaiser 2009; Mansuy 2016; Mayol 2013; Urbina y Ortúzar 2012).
En este contexto, aparecieron nuevas formaciones políticas tales como Evolución Política (Evópoli), creado en 2012 como una nueva propuesta liberal (Alenda, Le Foulon, Del Hoyo 2020). Recrudeció también la batalla de ideas durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, dando lugar, por un lado, a cuestionamientos a la “hegemonía neoliberal” (Atria et al. 2013) y, por otro, a la voluntad de asentar una hegemonía cultural basada en la defensa del modelo de desarrollo capitalista (Ortúzar et al. 2017). Estos planteamientos marcaron así el “regreso de la política”, lo que en la derecha se debió en gran medida al auge de una nueva generación de intelectuales ubicados en nuevos think tanks (la Fundación Para el Progreso, el Instituto de Estudios de la Sociedad u Horizontal) y formados en las Humanidades; ya no en las tradicionales disciplinas que habían contribuido a forjar a la derecha chilena durante el régimen militar.
Por último, tanto el estallido social de octubre de 2019 como la pandemia, al llevar al paroxismo las críticas al orden institucional y al modelo político-económico heredado de la dictadura, reactivaron las luchas por la hegemonía política e ideológica en la derecha. Ambos acontecimientos ocurrieron durante un gobierno que, a contrapelo de las demandas moderadas pero progresistas de la ciudadanía (mayor presencia del Estado en la economía y liberalismo moral en el marco de una economía de mercado), pareció revertir el acercamiento al centro que la derecha chilena venía experimentando (Rovira 2020). Esta coyuntura tuvo por efecto fortalecer la crítica al “Chicago-gremialismo” expresada a través de una añoranza por una “derecha histórica y política”[2]. En la siguiente sección, desmenuzamos estos argumentos puestos al servicio de un proyecto de renovación del sector.
Buckler y Dolowitz (2009, 2012) señalan que los fenómenos de reposicionamiento ideológico tienden a conjugar las referencias al pasado para producir un sentido de continuidad, y la ruptura con el pasado. Para romper con las hebras ideológicas presentes, consideradas como “fallidas” u “obsoletas”, las posiciones ideológicas más “auténticas” son las que suelen ser rescatadas, pues al remitir a las raíces de un partido, constituyen una fuente de legitimación. En tal sentido, Herrera (2014) declara como “fallida” a la orientación economicista del “Chicago-gremialismo”, a la que presenta como “hegemónica en la dictadura y la transición”, cuando se trata de dar respuesta a los problemas políticos, sociales y económicos del Chile contemporáneo. Y, del mismo modo, ensalza y busca revitalizar (con el fin de legitimar una nueva narrativa para la derecha chilena) a otras tradiciones ideológicas –la nacional-popular y la socialcristiana– que efectivamente formaron parte de la historia política e intelectual de la derecha, pero sin alcanzar siempre a convertirse en “tradiciones de pensamiento” (Rémond 2005) debido a su carácter efímero, su falta de coherencia o identidad. Al menos dos aspectos hacen de esta lectura una construcción intelectual no siempre apegada a los hechos históricos: a) su abordaje del economicismo, del que la derecha histórica no estuvo exenta y que tampoco se mantuvo incólume desde la dictadura; b) la reivindicación de una tradición nacional-popular expresada a través de una derecha intelectual, cuya influencia en el sector tiende a ser sobredimensionada.
Con respecto al primer punto, muchos de los rasgos de la derecha “economicista” aparecen con anterioridad al periodo dictatorial. Los sectores proclives a un liberalismo económico más ortodoxo mantuvieron importantes grados de control sobre los Partidos Liberal y Conservador. Al interior del Partido Liberal, quienes estaban a favor del libre mercado y reacios a la intervención estatal llegaron incluso a recibir el mote de manchesterianos, en una alusión irónica a su apego a ideas asimilables a las del utilitarismo inglés. Por su parte, en el Partido Conservador, las tendencias proclives al liberalismo económico estuvieron representadas por el sector tradicionalista, entonces hegemónico. Estos grupos priorizaron la defensa de la propiedad privada y de intereses empresariales por sobre las políticas de intervención estatal contempladas por otros sectores en sus partidos, reflejando asimismo la predominancia de consideraciones económicas sobre otras relacionadas con el mantenimiento de la cohesión social. Por lo demás, ya desde mediados de la década de 1950, existieron esfuerzos de parte de algunos personeros de gremios empresariales y medios de comunicación, como El Mercurio, por dotar al liberalismo económico de directrices doctrinarias más sólidas y coherentes (Soto 2003; Correa 2005; Ortega 2015).
Del mismo modo, la apelación a argumentos de corte tecnocrático y economicista estuvo presente en la derecha del siglo XX, en particular en el contexto de algunas contiendas electorales. En dichas ocasiones, la derecha adhirió a un discurso antipartidista, promoviendo un programa de carácter tecnocrático empresarial, que veía en la experticia de los empresarios y en la gestión la solución a los problemas nacionales, en detrimento de la política. El llamado a la eficiencia y la crítica a la política partidista estuvieron así presentes en varias de las campañas de los abanderados del sector (la de Gustavo Ross, Arturo Matte Larraín y Jorge Alessandri). Alessandri –el principal líder con que la derecha disputó la presidencia en los largos años 60–, se caracterizó por su proyecto tecnocrático-empresarial. Si bien este no tuvo plena coincidencia con el proyecto de los Chicago Boys, cierta continuidad entre ambos puede ser observada, la cual no se agota en la política económica monetaria y sus principios ideológicos sino que se expande más bien a una racionalidad tecnocrática que privilegia en la toma de decisiones la legitimidad técnica y la experticia empresarial por sobre la política. Este aspecto resulta ser fundamental si lo que se busca es entender el lugar que el economicismo ha ocupado en la historia de la derecha chilena (Correa 2005; Valdivia 2008; Silva 2010).
Estos ejemplos permiten dar cuenta de que los sectores predominantes en la derecha, al menos hasta mediados de la década de 1960, no solo tuvieron rasgos economicistas, sino que se caracterizaron también por un escaso grado de intelectualización de sus concepciones y por una persistente desconfianza hacia las elaboraciones ideológicas más complejas. Asimismo, revelan claros elementos de continuidad entre rasgos del economicismo pre-dictadura militar y las ideas económico-tecnocráticas de los Chicago Boys, lo cual permite argüir que el economicismo en la derecha no es patrimonio único del “Chicago-gremialismo”. No obstante lo anterior, el economicismo tampoco ha sobrevivido incólume hasta el día de hoy pues, teniendo en cuenta todas las transformaciones del orden económico y político neoliberal que han tenido lugar desde 1990, existen grados de discontinuidad entre el “Chicago-gremialismo” originado en dictadura y su expresión actual.
Entre 1990 y 2010 la derecha no tuvo la necesidad de renovarse ni reposicionarse drásticamente desde el punto de vista político e ideológico, puesto que sentía que la batalla contra el progresismo en dichas áreas ¬–sobre todo tras la caída del muro de Berlín y la desarticulación de la izquierda revolucionaria¬– ya estaba ganada en Chile y Occidente.
En relación al segundo punto, con el fin de disputar la hegemonía de la visión economicista heredera del “Chicago-gremialismo” que estaría en crisis, Herrera (2014) ha buscado revitalizar dos corrientes críticas del liberalismo económico que no lograron ser hegemónicas en la historia de la derecha chilena: las tradiciones socialcristiana y nacional-popular. Aunque con baja capacidad de forjar un proyecto hegemónico (Alenda, Le Foulon, Suárez-Cao 2020), el socialcristianismo que representó a un ala del Partido Conservador y se mantuvo en él aun después de la escisión de la Falange (Pereira 1994), puede ser considerado como una “tradición de pensamiento” al interior de la derecha chilena. Cabe notar que incluso en el mundo liberal laico existieron grupos abiertos a alentar reformas en pro de la cohesión social. Este fue el caso del sector del Partido Liberal denominado como “doctrinario”, partidario de acercarse al centro político y a la vez proclive a cierto grado de reformismo e intervención estatal.
En cambio, la influencia de la corriente nacional-popular es más discutible. Si bien recientemente se ha reivindicado la obra de ciertos pensadores nacionalistas revisionistas del centenario (Guillermo Subercaseaux, Francisco Antonio Encina o Alberto Edwards) como parte del bagaje intelectual de la derecha, aquello debiese ser relativizado. En primer lugar, porque hacia el centenario no existía una derecha explícitamente constituida (Fernández y Rumié 2020). En segundo lugar, pues hacia inicios del siglo XX, el nacionalismo pasó a ser un elemento transversal a diversas corrientes políticas. Por último, cabe señalar que la corriente nacional-popular careció de representatividad política relevante. En la década de 1930, si bien emergieron nuevos partidos políticos de cariz nacionalista autoritario como Unión Republicana y Acción Nacional o el Partido Agrario, que recibió a sectores juveniles socialcristianos (Medina y Garay 2008), estos tuvieron un desempeño electoral discreto y una baja influencia en la derecha histórica. Se caracterizaron, además, al igual que el Partido Nacional fundado en 1966, por su ambigüedad ideológica. De hecho, en este último caso, los sectores nacionalistas adquirieron un mayor predominio, pero no lograron una hegemonía ideológica total en el partido, debiendo convivir con un conjunto de sensibilidades diversas provenientes de la derecha tradicional (Correa Sutil 2005: 50; Valdivia, 2008).
En suma, en los ejercicios intelectuales que persiguen la renovación ideológica, la historia cumple principalmente un rol de reforzamiento identitario que a menudo es nutrido por cierta “invención de la tradición”. En tal sentido, el contraste entre una derecha histórica de orientación política y una contemporánea presa del economicismo, así como la revitalización de tradiciones que no fueron dominantes en la derecha chilena, pueden ser vistos como un intento artificioso a la luz de un análisis apegado a los hechos históricos.
Lo cierto también es que más allá de esta “invención de la tradición”, han existido y existen diversas corrientes ideológicas en la derecha chilena. La encuesta que aplicamos entre 2015 y 2016 a cerca de 700 líderes de partidos y parlamentarios de Chile Vamos (Fondecyt Regular nº1151503)[3] permite poner en evidencia esa diversidad, pero también la actual relación de fuerzas en ella, junto con confirmar empíricamente que las convergencias entre las derechas son mayores de lo que uno podría suponer.
Nuestra encuesta a las dirigencias de Chile Vamos entrega varios hallazgos. Primero, permite comprobar la predominancia de una visión “subsidiaria” sobre el rol Estado (55,5%), concebido como un agente residual principalmente destinado a suplir las deficiencias del mercado mediante políticas de focalización del gasto público (a esta se suma un 13% de dirigentes rotulados como “ultra-liberales” o libertarios por rechazar cualquier tipo de injerencia del Estado en la economía). Segundo, revela al mismo tiempo la existencia de un tercio (31,5%) de dirigentes favorables a aumentar la carga tributaria personal para financiar políticas del ámbito de la protección social, dando cuenta de una derecha que llamamos “solidaria” por estar dispuesta a socializar un cierto número de gastos. Mario Desbordes y Manuel José Ossandón en RN pero también Joaquín Lavín en la UDI, entre otros alcaldes del sector, podrían ser considerados como representantes de esa derecha solidaria. Esta consolidó su proyecto político contra-hegemónico apoyándose en cierta “invención de la tradición”, pero sobre todo a raíz de los desafíos que tanto el “estallido social” como la crisis del Covid-19 suponen para el Estado. En este respecto, los usos polémicos de categorías tales como derecha “social” o “nacional-popular”, en el marco de disputas internas tendientes a imponer tanto una definición legítima de “la” derecha así como a sus representantes más idóneos, confirmó la pertinencia de abordar aquellos posicionamientos como “sensibilidades” político-ideológicas distintas de tendencias institucionalizadas o facciones con adscripciones individuales coherentes. Siguiendo a Ansart, las sensibilidades no son “un conjunto permanente de actitudes y de reacciones afectivas con contornos definitivos” sino “lugares de emprendimientos conflictivos y rivalidades cotidianas” (Ansart 1982: 152). Cabe además subrayar que esta complejización de “la identidad” de la derecha chilena contemporánea implica ciertos cruces, como por ejemplo que los más ortodoxos en lo económico (o libertarios) no lo sean necesariamente en el ámbito moral; o que los más progresistas en cuanto a políticas redistributivas (o solidarios) puedan ser ortodoxos en su adhesión a ciertos valores.
Lo llamativo es que esta diversidad de sensibilidades, no obstante, esconde también sólidos denominadores comunes. Primero, los mínimos comunes se expresan en la defensa de la economía de mercado y un liberalismo cultural, que tiene como piedra de tope la legalización del aborto. Segundo, descubrimos que las tres sensibilidades mencionadas se distribuyen en la misma proporción en los principales partidos de Chile Vamos, lo que no hace radicar en un partido particular el potencial progresista presente en la coalición, ni concentra objetivamente la posibilidad de disidencias en un solo partido. Esta fluctúa más bien en función de la coyuntura sociopolítica, la correlación de fuerzas al interior de la coalición y la disposición de determinados liderazgos o grupos a encarnar un proyecto político planteado como una alternativa a la hegemonía subsidiaria.
En síntesis, tanto la revisión de ciertos procesos históricos como los resultados de nuestra encuesta a las dirigencias de Chile Vamos, invitan a cuestionar la existencia de una división maniquea entre dos tipos de derechas, así como la sobredimensión de una derecha chilena nacionalista. En primer lugar, debido a los varios matices identitarios que alberga el sector, matices que develan que el nacionalismo no es ni fue sumamente relevante en la derecha en cuanto tradición de pensamiento capaz de ejercer influencia. En segundo lugar, ante la dificultad de asociar exclusivamente al economicismo a la derecha originada en el régimen militar y suponer la conservación intacta en el tiempo del “Chicago-gremialismo”. En tercer lugar, porque la derecha chilena, a pesar de su diversidad y complejidad, mantiene una notable uniformidad.
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[1]La Tercera, 24 de junio del 2020. «Dos derechas», por Hugo Herrera. y CIPER Chile, 4 de julio del 2020. «Derecha economicista y centroderecha política en Chile»
[2] La Tercera, 24 de junio del 2020. «Dos derechas», por Hugo Herrera.
[3] Para mayores detalles sobre la metodología empleada, véase Le Foulon et al. (2020).
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