COLUMNA DE OPINIÓN
Las viejas respuestas no detendrán el racismo ni la violencia
03.08.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
03.08.2020
En el eje del último capítulo de violencia en la Araucanía está la huelga de hambre del machi Celestino Córdova, condenado a 18 años de presidio efectivo, por su participación en el incendio en el que murió el matrimonio Luchsinger-Mackay. El machi solicitó cumplir parte de su condena en el territorio indígena y ante la negativa de las autoridades, inició una huelga que ya lleva casi 90 días y que llevó a grupos mapuche a tomarse municipios e intendencias. “Es entendible que para la sociedad chilena sea difícil comprender la autoridad ancestral del Machi Celestino Córdova” explica la autora en este texto que boga por la comprensión y el diálogo intercultural y que advierte que las protestas continuarán.
¡El que no salta es mapuche! Así se escuchaba la noche del sábado 1 de agosto en las afueras de la Municipalidad de Curacautín, mientras Carabineros desalojaba a un grupo mapuche que se había tomado las instalaciones para visibilizar las demandas de 27 comuneros, entre ellos la autoridad ancestral del pueblo mapuche, el machi Celestino Córdova. Ese grito expresa el racismo estructural e institucional que aún existe en Chile y que algunos sectores defienden[1]. No se puede dar un milímetro al racismo. Se requieren acciones urgentes, los gestos ya no son suficientes.
El machi Celestino Córdova fue condenado a 18 años de presidio efectivo, acusado de haber participado en el incendio con resultado de muerte del matrimonio Luchsinger-Mackay en la madrugada del 4 de enero de 2013, en Vilcún, en la Región de la Araucanía. Sin desconocer los resultados de este juicio, su defensa ha pedido cambio de las medidas cautelares para cumplir al menos 6 meses de la pena que le resta en su rewe, en su territorio.
Tal como lo han expresado las voceras del machi en diferentes medios, Cristina Romo y Giovanna Tabilo, también se demanda la revisión de las medidas cautelares y de prisión de otros comuneros mapuche, especialmente en un contexto de pandemia[2].
Esta petición se sustenta en el artículo 10º del Convenio 169, pero también en lo señalado en la propia Constitución de la República en su artículo N.º 19, inciso 7), letra D), donde se indica que se asegura a todas las personas el derecho a la libertad personal y a la seguridad individual, donde “nadie puede ser arrestado o detenido, sujeto a prisión preventiva o preso, sino en su casa o en lugares públicos destinados a este objeto”. La situación de pandemia provocada por el COVID19, y ante el riesgo que esto supone para la salud del machi y de los demás presos mapuche, se convierte en otro atenuante aducido por la defensa.
Tal como lo ha expresado la defensa del machi Celestino Córdova en el recurso de amparo presentado[3], no estamos frente a una solicitud que vulnera la legislación actual, sino que busca su aplicación a la luz de los Pactos y Convenios Internacionales que el Estado de Chile ha ratificado y que permiten el legítimo ejercicio de los derechos de los pueblos indígenas.
Ante la falta de soluciones a su petición el machi se impuso una huelga de hambre que lleva ya 90 días. Esto pone en evidencia (una vez más) la fragilidad de nuestro sistema político, institucional y jurídico para dar cabida al ejercicio legítimo de derechos de quienes pertenecen a pueblos indígenas.
Son múltiples las dimensiones que nos han traído a este complejo momento. Y es bastante claro que sin voluntades políticas reales no podremos avanzar hacia un verdadero diálogo con medidas concretas, ejecutables y medibles, y con resultados que vayan propiciando cambios a nivel estructural. Factores como la incidencia del modelo económico y productivo en la tenencia y propiedad de territorios indígenas, la marginación de las culturas indígenas de los espacios de poder, la subalternación en la que han vivido estos pueblos frente a la institucionalidad hegemónica, entre otros, han configurado una enredada problemática de carácter sistémico, donde el Estado tiene la responsabilidad de contribuir a su solución. Sin embargo, quisiera reflexionar en torno a dos dimensiones que, a mi juicio, tienen incidencia directa en los hechos actuales.
La primera dimensión relevante es de carácter estructural. Lo que tanto el machi Celestino Córdova como el resto de los presos mapuche está demandando son cambios a las reglas del juego. En ese sentido, las lógicas del Estado-nación y su consecuente expresión jurídica se convierten en una causal histórica. No han existido avances concretos en el reconocimiento efectivo de los derechos específicos de los pueblos indígenas: no existe un Estado plurinacional, no se ha hecho un reconocimiento constitucional a los pueblos indígenas, no existen instancias de representación política, no hay espacios de formulación de políticas públicas indígenas, no se han adecuado las normas jurídicas y prácticas que evidencien las particularidades sociales y culturales de estos pueblos, no se reconoce su derecho consuetudinario ni sus derechos colectivos, entre otros.
Estos cambios estructurales requieren tiempo, y el proceso constituyente es la oportunidad para ello. El reconocimiento de un Estado plurinacional, el avance hacia mayores niveles de autonomía y libre determinación y un reconocimiento constitucional que legitime la introducción de reformas al sistema político y jurídico actual, conforman la base de elementos que deben ser recogidos en una nueva Constitución para Chile. Todo ello debe ir de la mano del reconocimiento de derechos culturales, económicos y lingüísticos, entre otros, para los pueblos indígenas de manera que podamos asegurar la transmisión de nuestra cultura, especialmente en espacios públicos y de ejercicio del poder.
Pero las demandas actuales son urgentes, y no pueden esperar a que estos procesos ocurran. La salida está en que haya voluntad política de parte del Estado de aplicar los pactos y Convenios Internacionales que él mismo ha ratificado. Estos convenios debieron haber tenido un correlato en la generación de adecuaciones en diferentes espacios. Si eso hubiera sucedido, podrían haber minimizado la emergencia de medidas extremas como la huelga de hambre.
Las exigencias que están detrás de esta medida no buscan una aplicación discrecional de la ley, sino que se haga efectiva la aplicación del Convenio 169 de la OIT, ratificado por Chile en 2008, y que en su artículo 10º señala que “cuando se impongan sanciones penales previstas por la legislación general a miembros de dichos pueblos deberán tenerse en cuenta sus características económicas, sociales y culturales”. Además, que “deberá darse la preferencia a tipos de sanción distintos del encarcelamiento”.
Esto no es favoritismo ni discrecionalidad penal. No se está desconociendo el proceso judicial al que fue sometido el machi, sino abrirse a formas interculturales de actuación, de generación y aplicación de normas y sanciones. Esto está contenido en la Declaración de Derechos de Pueblos Indígenas de la Asamblea General de Naciones Unidas, el Pacto Internacional de derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo OIT. Por lo tanto, esta primera dimensión puede ser resuelta desde la voluntad de todos los actores involucrados por generar instancias de diálogo reales, pero con soluciones concretas y aplicables en lo inmediato. Sin duda que, entre otros elementos, la falta de comprensión intercultural incide en el sesgo con el que se aplican las leyes o se explican las actuaciones y demandas de los pueblos indígenas.
Es comprensible que para la sociedad chilena sea difícil entender la autoridad ancestral del machi Celestino Córdova, porque no se adquiere ni se certifica por instituciones formales, sino que responde al conocimiento, a la cultura y representatividad del pueblo mapuche. El rewe, para cualquier autoridad religiosa mapuche y principalmente para un machi, “significa el punto donde él se relaciona con los espíritus tutelares que le dan la energía y la fuerza. Es el punto que señala el territorio donde él tiene su fuerza»[4]. El machi cumple una labor importante en su territorio, resguardando los equilibrios materiales e inmateriales y contribuyendo a su bienestar. El rol de machi no se escoge, es una responsabilidad que se asigna de forma ancestral y a la cual se está obligado. De lo contrario, se sufre de padecimientos físicos y espirituales.
Resulta fundamental que las autoridades políticas y judiciales se eduquen al respecto, conozcan a los pueblos indígenas y generen un diálogo más allá de identificarlos como terroristas o violentistas. Sólo de esa manera se avanzará hacia una sociedad intercultural. Es necesario adecuar la legislación interna, la educación a las personas involucradas respecto de los derechos indígenas, la participación efectiva de pueblos indígenas en las instancias de diáloso, la generación y aplicación de protocolos específicos.
Recordemos que desde el año 2018 se está exigiendo una modificación al Reglamento de Establecimientos Penitenciarios N°518 para que asegure el cumplimiento de los derechos penitenciarios de los pueblos indígenas. En ese momento el Ministro de Justicia Hernán Larraín señalaba que existía el compromiso del Ministerio de Justicia para hacer las modificaciones necesarias para asegurar el cumplimiento de estos derechos: «Es importante poder enfrentar cómo incorporar dentro de las normas que regulan los establecimientos penitenciarios del país situaciones que afectan a personas que sean de pueblos indígenas o ancestrales, cuyas características probablemente no han estado correctamente recogidas en las reglas vigentes”[5]. Sin embargo, a la fecha esto no ha ocurrido, por lo que no resulta fácil establecer pilares de confianza, más aún cuando se emiten declaraciones por parte de autoridades políticas que no dan cuenta de una voluntad real de cambio, o de un diálogo sin vetos.
Resulta fundamental que las autoridades políticas y judiciales se eduquen al respecto, conozcan a los pueblos indígenas y generen un diálogo más allá de identificarlos como terroristas o violentistas. Sólo de esa manera se avanzará hacia una sociedad intercultural.
Una segunda dimensión de análisis se relaciona con la causa de la emergencia de diferentes estrategias de movilización de las comunidades indígenas. Estas pueden ser identificadas como parte de los movimientos campesinos en Latinoamérica de la década de los 50 y que en los 90 dieron un salto hacia la esfera política. En este contexto es relevante el levantamiento zapatista en Chiapas que definió una agenda que iba más allá de la reivindicación de derechos económicos, sociales y culturales y se defiende una agenda de derechos políticos (Le Bot, 2009). En el caso de Chile, se pueden identificar organizaciones como el Consejo de Todas las Tierras, la Coordinadora Arauco Malleco-CAM, la Alianza Territorial Mapuche, y otras que surgieron en el último tiempo, como la organización “Resistencia Mapuche Lavkenche” o “Weichan Auka Mapu”, han configurado un nuevo escenario de relaciones con el Estado.
Sin embargo, también han surgido estrategias impulsadas por las propias comunidades para reclamar la restitución de sus tierras. El Estado, por su parte, ha respondido con políticas de militarización en comunidades y territorios ancestrales, una mayor inversión en estrategias de control territorial por medio de la fuerza y el uso de leyes especiales como la Ley Antiterrorista Nº 18.314 [6] o a la Ley de Seguridad del Estado Nº 12.927 [7]. Lejos de contribuir a una mejor convivencia o a aplacar acciones de fuerza por parte de integrantes de diferentes comunidades mapuche, esto ha generado un círculo vicioso que ha servido para institucionalizar y legitimar estas políticas.
Las palabras que el recientemente nombrado ministro del Interior, Víctor Pérez, en su visita a la Región de la Araucanía, dan cuenta de ello, cuando señala que en la región “operan grupos con capacidad militar, con financiamiento, con capacidad operativa y logística que están decididos a que no exista paz ni tranquilidad”, y que “mientras exista una violencia tan desatada, que genera miedo o temor a las personas, difícilmente se va a poder construir una mesa de diálogo”.
Estas palabras nos hacen recordar a un enfoque de políticas que no dio resultado en el pasado. Ya a fines de 1990, durante el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle comenzaron las primeras denuncias por “abuso de fuerza” por parte de Carabineros a familias mapuche[8]. El aumento de contingente en territorios ancestrales se sustentó en la idea defendida por el gobierno respecto del apoyo de grupos terroristas nacionales e internacionales que no sólo daban entrenamiento a los comuneros mapuche, sino que también apoyarían con financiamiento su causa (Figueroa, 2014).
Fue el propio gobierno quien comenzó a defender la tesis de la infiltración, donde fuentes de seguridad demostrarían que en estos hechos estarían implicados movimientos terroristas como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y el Ejercito Guerrillero del Pueblo (EGP), ambos “incrustados en una ONG internacional denominada Xeg-Xeg que postulaba la reivindicación del Pueblo Mapuche”[9].
En ese contexto, la justicia ordenó detener a 10 comuneros mapuche, los que fueron sentenciados a 3 años de prisión bajo la Ley de Seguridad del Estado, generando la desaprobación de algunos sectores que denunciaban ya en esos años la discriminación y falta de criterio del gobierno por aplicar una Ley de este tipo para resolver el conflicto con las comunidades. Desde entonces los diferentes gobiernos sostuvieron la política de judicializar las demandas de las comunidades sin avanzar hacia cambios institucionales, jurídicos y políticos.
Las manifestaciones que hemos visto estas últimas semanas, y que han resultado en la toma de diferentes municipios e intendencias, demuestran que las movilizaciones de las comunidades mapuche continuarán si no hay una respuesta efectiva a las demandas planteadas. Los gritos racistas y la fuerza utilizada en el desalojo de la Municipalidad de Curacautín la noche del sábado 1 de agosto no pueden ser la respuesta. No podemos estar repitiendo los mismos errores, aplicando las mismas políticas, desconociendo los derechos de los pueblos indígenas.
Hoy gran parte de las expectativas están puestas en el proceso constituyente: en la posibilidad histórica de instalar las demandas y propuestas de los pueblos indígenas, en cuanto naciones preexistentes, pero también en cuanto actores relevantes de una sociedad que no ha cedido espacios de poder para participar de manera efectiva.
Es evidente que el entorno ha cambiado, que la composición de nuestra sociedad es distinta, y se ha avanzado en el reconocimiento de derechos que han servido como punto de apalancamiento para que los pueblos indígenas hagamos exigible el derecho a participar. Sin embargo, el marco en el cual esto debe materializarse no ha variado, o lo ha hecho a un ritmo que no responde a la velocidad con la que se han producido estos cambios.
Y eso genera una tensión adicional, pues debemos ser capaces de pensar “fuera de la caja”. Esto implica, encontrar arreglos de convivencia que permitan dar cabida a la pluralidad de naciones que, aún después de mas de 200 años de políticas asimilacioncitas, continúan exigiendo existir y convivir según sus propias definiciones.
Si bien la relación entre el Estado y los pueblos indígenas es de larga data, gran parte de la agenda política actual en este tema está marcada por los límites que caracterizaron el retorno a la democracia en 1990 y que les dificultaron a estos pueblos el asumir el protagonismo político de su propio destino (Figueroa, 2014).
Los cambios producidos en el entorno, la apertura de canales de participación y comunicación hacia los niveles políticos, junto con la dinámica generada por la entrada de nuevos actores al proceso de decisión política, parecieron iniciar nuevos enfoques en torno a las políticas públicas indígenas. Sin embargo, ello no ha ocurrido, y las expectativas fueron decantando en situaciones como las actuales: aumento de movilizaciones en diferentes sectores, principalmente en territorios ancestrales, emergencia de estrategias no institucionales para posicionar las demandas, recursos extremos como las huelgas de hambre para movilizar agendas, entre otros.
Pero este análisis no puede basarse en parámetros simplistas, pues esas situaciones y las estrategias utilizadas se dan en un contexto de asimetría de poder, donde los recursos de los que disponen los pueblos indígenas a través de sus movimientos y mecanismos de actuación son limitados, frente a la fuerza del Estado y su capacidad política e institucional de definir las reglas del juego.
Sin duda que los gobiernos tienen la legitimidad de utilizar los recursos del Estado para llevar adelante sus programas de gobiernos. Sin embargo, tienen la responsabilidad política, jurídica y ética de utilizarlos en la búsqueda del bien común. El artículo 1º de nuestra Constitución señala que “El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”. Si bien su redacción es restrictiva en torno a lo que podemos entender por “comunidad nacional” (cuestión que deberá ser reflexionada y discutida en el proceso constituyente para representar a las naciones que habitamos este territorio y promover nuestra participación efectiva), permite poner en el centro del debate el concepto de bien común. Un bien común que, dados los elementos que hemos señalado y que hacen compleja la convivencia actual, ya no puede ser definido de manera unilateral, homogénea y hegemónica, sino que requiere de una reconceptualización a la luz de los requerimientos que impone un nuevo marco de derechos humanos y de derechos específicos para los pueblos indígenas. El mundo ha cambiado y Chile sigue existiendo en un contexto de gobernanza limitada, donde son aquellos actores que siempre han detentado el poder quienes no están dispuestos a propiciar cambios reales en las estructuras, entregando mínimos espacios para el acomodo cultural y limitando iniciativas que provengan de los propios pueblos indígenas (Hale, 2006). De esa forma, aspiraciones legítimas por transformar la distribución social de los recursos o por promover el surgimiento de nuevos y/o mayores acuerdos políticos para sustentar dichas transformaciones se ven intencionalmente restringidos.
Es hora de actuar. Si no existe un Estado intercultural, plurinacional, se seguirán repitiendo estas situaciones, porque los derechos específicos de los pueblos indígenas no son reconocidos. Educarnos es fundamental para ello. Chile se encuentra frente a una oportunidad histórica de pensar, con mirada de futuro, cuál es la sociedad que queremos construir. Pero no podemos esperar sólo a este proceso. Debemos comenzar desde ahora a recorrer el camino de la interculturalidad, de la convivencia basada en el reconocimiento de estos “otros” invisibilizado, desconocido e incomprendido por siglos, que son los pueblos indígenas. No pierdo las esperanzas de que estemos a la altura.
Figueroa Huencho, Verónica (2014). Formulación de políticas públicas indígenas en Chile. Santiago: Editorial Universitaria.
Hale, Charles (2006) Más que un Indio (More Than an Indian): Racial Ambivalence and Neoliberal Multiculturalism in Guatemala. Santa Fe, New México: School of American Research Press.
Le Bot, Yvon (2009. La gran revuelta indígena. Océano, México.
[1] CIPER Chile, 20 de junio del 2020. «Racismo estructural en Chile: expresiones institucionales de la discriminación contra los pueblos indígenas»
[2] Araucanía Diario, 16 de junio del 2020. «Comunidad demanda que Machi Celestino Córdova cumpla condena en su rehue»
[4] La Tercera, 27 de julio del 2020. «Así es el rewe, el altar mapuche que Celestino Córdova insistió en visitar»
[5] Universidad de Chile. «U. de Chile y Colegio Médico entregaron propuesta a ministro de Justicia para garantizar derechos penitenciarios de pueblos indígenas»
[6] Promulgada en 1984, y que determina las conductas terroristas y las penas que se aplicarán a quienes produzcan en la población o una parte de ella el temor justificado de ser víctima de delitos.
[7] Promulgada en 1975, y que establece y tipifica los delitos de mayor gravedad que atentan contra la soberanía, el orden público, la seguridad interna y externa del país, entre otros, y que supone la aplicación de penas mayores.
[8] Esto se reseña en el Informe “Impacto Social de la Violencia y Represión en comunidades Mapuche de Malleco, 1997-2005, desde la perspectiva de los afectados/as”. Eduardo Mella, David Núñez y Tania Solar, 2006. En este informe se recogen los efectos que tuvieron los primeros allanamientos producto de las investigaciones en torno a los atentados ocurridos en Lumaco en diciembre de 1997.
[9] La Segunda, 5 de diciembre de 1997
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