El desacople
30.07.2020
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30.07.2020
El autor de esta columna analiza una serie de hitos que en los últimos 15 años generaron lo que los sociólogos llaman “desacople”: el distanciamiento entre ciudadanos e instituciones políticas. La “revolución pingüina”, la irrupción de las redes sociales, las protestas autoconvocadas, el movimiento estudiantil de 2011 y el estallido social son, a su juicio, parte de esa cadena. “La buena noticia”, dice, es que en todas las mediciones la democracia sigue concitando alta adhesión: “La gente quiere más y mejor democracia, no menos”. Chile ha encontrado un camino para reducir el desacople, concluye: el plebiscito y proceso constitucional.
En algún momento entre el 2005 y 2010, sin que nadie se diera cuenta ni exista una fecha clavada en el calendario, la ciudadanía y la elite se soltaron de la mano y comenzaron un camino divergente que llevó al país a los grandes desencuentros institucionales que hoy se hacen evidentes. Un tiempo dominado por la pérdida de legitimidad, la falta de relato común y una desconfianza institucional extrema.
Los teóricos de la sociología lo denominan el “desacople”, un distanciamiento que aleja progresivamente a la ciudadanía de los partidos políticos y de las demás instituciones que naturalmente debieran acoger y procesar sus reivindicaciones.
Desde el regreso de la democracia hasta fines del sexenio de Ricardo Lagos, la característica central de la transición fue la alta gobernabilidad. Si bien hubo muchos desencuentros con el mundo militar, la conflictividad social fue baja y la política se movía con grandes acuerdos.
La gobernabilidad fue uno de los relatos centrales, junto con la “modernización”, del gobierno de Eduardo Frei. Se hicieron seminarios y cumbres latinoamericanas dedicadas a este concepto, visto como una panacea social, una herramienta indispensable para alcanzar el desarrollo. La idea central es que la gobernabilidad era consecuencia de la alta legitimidad de la democracia, por oposición al autoritarismo militar. Esta legitimidad dotaba a las instituciones y a los partidos de un alto nivel de confianza.
La fotografías de la época son nítidas para retratar el panorama: altos niveles de participación electoral, que se mantuvo en torno al 60% del padrón hasta el cambio al voto voluntario en 2012; niveles de confianza en los partidos políticos fluctuando entre 40 y 50%; un congreso que lograba exhibir una confianza en torno al 20-25%; presidentes cuyo nivel de aprobación casi nunca bajaba del 40%, salvo en el período final del gobierno de Frei, coincidente con la “crisis asiática”, y alta adhesión a un conjunto de valores y ritos dominantes, como que hay que cumplir la ley, obedecer a la justicia, asistir a misa y ver la Parada Militar por la TV.
Pero si miramos las encuestas como una película en lugar de como una fotografía veremos una abrupta caída de la confianza en las instituciones en torno a 2009-2010. Especialmente en las instituciones centrales para una democracia, como son los partidos políticos, el Congreso, la conducción del Gobierno y los tribunales de justicia. Los niveles de confianza caen fuerte en 2009-2010, se mantienen relativamente planos en niveles bajos durante casi toda la década, hasta que se registra un nuevo desplome a comienzos de 2019, llegando a los mínimos históricos que se registran hoy.
¿Qué pasó en el 2009, año que marca el inicio del desacople? ¿En qué parte del camino de la gobernabilidad comenzaron a separarse las rutas de los partidos y de los movimientos sociales? ¿Dónde se jodió Chile o dónde despertó Chile, según cual sea nuestra visión ideológica?
Si hubiera que fijar un hito, un evento específico que prefiguró el rumbo divergente de las personas versus los partidos y las instituciones, ese fue la “revolución pingüina” de 2006. Aquella fue la primera vez desde el fin de la dictadura que grandes grupos de chilenos salían masivamente a las calles a protestar. Con una gran diferencia: esta vez no había un gran arco iris de partidos detrás de esas protestas, como en los días del Sí y el No. Esta vez no estaban presentes los partidos.
Quienes lo vivimos como periodistas no nos dimos cuenta de que se estaba gestando un cambio de rumbo, sino que lo vimos como una anomalía que venía a ponerle color a la ya gastada y gris transición. Recuerdo como editor en el programa El Termómetro, de CHV, cuando decidimos hacer ese programa diario no desde el estudio sino desde el frontis del Liceo de Aplicación tomado por los estudiantes. La audiencia promedio saltó desde los seis puntos habituales hasta el doble.
El rating nos estaba diciendo algo que no supimos ver en su momento: había nacido una nueva manera de hacer política, radicalmente diferente al pasado, sin partidos, sin que el objetivo fuera llegar a un sillón del Congreso, sino en forma de estallido social, estudiantil, de carácter autónomo a las instituciones. Era una semilla que iba a eclosionar 13 años después en la Plaza de la Dignidad.
Por el lado de los partidos, especialmente de centro-izquierda, el desacople se produjo porque el sistema binominal y el envejecimiento del padrón electoral, entre otros factores, pavimentaron su camino al parlamento sin necesitar a los movimientos sociales
Un estudio reciente de Somma y Rozas (1), dos investigadores de la UC, muestra que el número y nivel de masividad de las protestas sociales en Chile registró un salto exponencial desde aproximadamente 2005 y no paró de crecer desde entonces.
Pero en 2006 todavía nuestras instituciones se veían sólidas, confiables y altamente valoradas en todas las encuestas. Podría decirse, haciendo una fácil metáfora con el coronavirus, que estábamos infectados, pero aún en la etapa asintomática.
Todavía vivíamos bajo el relato de los movimientos sociales como “aliados” de los partidos políticos, una especie de confluencia de intereses entre los movimientos en las calles y los partidos políticos, especialmente los de la izquierda del arco ideológico.
La incómoda verdad, que ni el sistema institucional ni los partidos supieron ver en ese momento, era que, lejos de una alianza, lo que estaba por ocurrir era un desacople estructural entre unos y otros.
Por el lado de los partidos, especialmente los de centro-izquierda, el desacople se produjo porque el sistema binominal y el envejecimiento del padrón electoral, entre otros factores, pavimentaron su camino al parlamento sin necesitar a los movimientos sociales. Por el otro lado, los movimientos nacieron en un contexto estudiantil de jóvenes y adolescentes que tenían escasos vínculos con la institucionalidad y no cargaban con la memoria histórica de la lucha partidista contra la dictadura.
En 2009 ocurren dos fenómenos que aceleran el proceso y lo hacen evidente a cualquier observador.
Uno de ellos es el llamado escándalo de las sedes comunales brujas, un mecanismo empleado por diversos diputados mediante el cual se desviaban dineros asignados por el Congreso para arrendar sedes comunales hacia los bolsillos o carteras de los y las congresistas, simulando contratos de arrendamiento de supuestas sedes que eran en realidad casas particulares de simpatizantes.
El otro fue el denominado “conflicto de intereses” del recién elegido Presidente Sebastián Piñera, quien fue Jefe del Estado y al mismo tiempo dueño de Colo Colo, de Chilevisión y socio relevante de LanChile, hasta que vendió sus acciones y las sometió a un fideicomiso ciego voluntario.
El efecto neto de ambos episodios fue una abrupta caída de la confianza en el Congreso, que bajó de 13% a 7% entre 2009 y 2011, y una baja de 47% a 37% en la proporción de chilenos que manifestaban simpatía o pertenencia a algún partido político en el mismo período, según las encuestas CEP.
Simultáneamente a nivel mundial estaban ocurriendo otros dos fenómenos que iban a desembocar en una ola de protestas inédita en gran parte del planeta. Uno de ellos era el advenimiento de la era de las redes sociales y la conectividad inalámbrica, que llevó la internet de los computadores a los teléfonos celulares. Y el otro fue la primera gran crisis del capitalismo global, expresada en la caída de gigantes bancarios en Estados Unidos, en 2008.
Mientras los partidos declinan, los movimientos sociales suman adherentes. Un dato que recoge la última encuesta del PNUD, de 2018: causas emergentes como la defensa del medio ambiente, de los animales o de los pueblos originarios suman adhesiones en torno al 60%.
El primero de esos fenómenos tuvo la fuerza como para viralizar y organizar protestas masivas en todo el norte de África, en lo que se conoce hoy como la “primavera árabe”: manifestaciones aparentemente sin partidos, coordinadas por celulares y gatilladas más por la indignación que por las consignas políticas.
El segundo de estos fenómenos, la primera crisis capitalista de la globalización, facilitó el surgimiento en buena parte de Europa y Estados Unidos del denominado movimiento de los “indignados”, que se tomaron lugares icónicos de las ciudades para protestar contra el sistema. Vimos así las acampadas de manifestantes en la Puerta del Sol, en Madrid, o en Wall Street, el corazón del sistema financiero de Nueva York. El 15 de octubre de 2011, el movimiento sacó patente mundial con una marcha simultánea en más de mil ciudades del planeta, convocando más de 10.000 manifestantes en las calles de Chile.
La confluencia de las redes sociales con la ocupación de un espacio público de manera autoconvocada, que fue una de las características de esa ola de protestas, creó lo que el sociólogo Manuel Castells llama “espacios de comunicación autónoma” (2), un sistema de presión social que no necesita de los partidos para lograr objetivos.
Estos son los nuevos “partidos políticos” de nuestra época: no buscan el poder, no tienen liderazgos que se conviertan en parlamentarios, no son financiados por una organización única, no tienen diarios ni programa, sino sólo un ideario de cambios que agrupa de manera inorgánica a dueñas de casa, estudiantes, jubilados, mujeres y oficinistas que se sienten discriminados o maltratados por el sistema y las instituciones.
El “desacople” estaba servido. Los movimientos sociales sirvieron de acelerante de la crisis de legitimidad.
Si bien son sólo una minoría estadística los que participan de marchas y protestas, resultan lo suficientemente numerosos y creativos como para visibilizar sus demandas, atraer los focos de la televisión, impulsar nuevos sentidos comunes compartidos por la mayoría y sepultar a los partidos en una nube de descrédito, como dinosaurios después de la caída del meteorito.
El Frente Amplio es, en este esquema, una anomalía. Si bien surge del famoso “invierno universitario” de 2011, que impulsó la educación gratuita y el “no al lucro”, es hijo del descrédito de los partidos de izquierda y su objetivo ha sido hasta ahora más bien acumular fuerzas y ayudar a reconfigurar la democracia antes que ejercer el gobierno. Muchos de sus líderes son parlamentarios, pero tienen muy presente que su rol es como el de los músicos del Titanic, tocando sus violines a bordo de un barco institucional que se hunde. Por eso son los impulsores de la reducción de las dietas parlamentarias y del límite a la reelección de autoridades, dos iniciativas que muestran su pertenencia más afuera que adentro de la institucionalidad.
Las fuerzas sociales, políticas y hasta tecnológicas que están detrás de este desacople entre la ciudadanía y las elites políticas son mucho más profundas que las disputas entre la izquierda y la derecha o entre diferentes instituciones. Cuando los partidos se vuelven irrelevantes a ojos de la gente, se cae el pilar básico de la democracia representativa.
Una pregunta incómoda que pocos partidos se hacen es por qué la desconfianza hacia las instituciones de la democracia persiste y se agudiza pese a la avalancha de cambios que el sistema se ha recetado desde el 2011. Entre ellas pueden citarse la nueva ley de financiamiento de partidos políticos, el voto voluntario, la ley de cuotas, el fin del binominal, la ley de transparencia, ley de lobby y un sinnúmero de reformas hasta llegar al reciente fin de la reelección indefinida. Sin embargo, ninguna ha impedido que tanto los partidos en su conjunto como el propio Congreso registren niveles de confianza en torno al 3%, cifras que se encuentran dentro del margen de error de las encuestas que los miden (3).
Una serie de cinco encuestas hechas por el PNUD en Chile con altos estándares metodológicos midió el estado de salud de las instituciones chilenas entre 2008 y 2018. Sus resultados muestran la progresión de la falta de legitimidad y la pérdida de confianza con la misma morbosa precisión con la que las curvas del contagio muestran como avanza la enfermedad en nuestras ciudades.
Una pregunta incómoda que pocos partidos se hacen es por qué la desconfianza persiste y se agudiza pese a la avalancha de cambios que el sistema se ha recetado desde el 2011 (como la nueva ley de financiamiento de partidos, el voto voluntario, la ley de cuotas y el fin del binominal).
La afirmación de que en los partidos políticos hay “mucha corrupción” saltó de 41% al 69% en esos diez años. Lo mismo respecto a los tribunales de justicia: los que piensan que allí hay “mucha corrupción” pasaron de 28% a 57%. La idea de que el Congreso cumple bien o muy bien su función principal, que es representar los intereses de las personas, cayó de 35 a 18%. Y el acuerdo con la frase de que la justicia “siempre favorece a los poderosos” subió de 69% a 80% en la década.
Raya para la suma, lo que ciudadanía comenzó a pensar de las instituciones es que son instrumentos de la elite para mantener la desigualdad.
En palabras del PNUD, “existe una percepción, más o menos generalizada, de que se vive bajo la influencia de una elite socioeconómica cerrada, que se autorreproduce protegiendo sus privilegios y que atenta, por lo tanto, contra el ideal meritocrático que también se ha consolidado como principio normativo en la sociedad chilena”
Por ello, no resulta extraño que la identificación con algún partido político, cualquiera, haya caído de 46% en 2009 a 14% en la última encuesta CEP de 2019. Y, como consecuencia, la participación electoral pasó de 60% en las municipales de 2008 al 36% en las municipales de 2016.
Mientras los partidos declinan, los movimientos sociales suman y suman adherentes. Un dato sintomático que recoge la última encuesta del PNUD, de 2018: causas emergentes como la defensa del medio ambiente, de los animales o de los pueblos originarios suman adhesiones en torno al 60% de la población, contra apenas un 30% que respalda una causa tradicional de la república como es la defensa de la patria.
La buena noticia es que, en todas las mediciones, el valor de la democracia sigue concitando en Chile una alta adhesión, en torno al 60%. La gente quiere más y mejor democracia, no menos.
La historia muestra que los momentos de grandes desacoples de la ciudadanía con las instituciones se resuelven con revoluciones, del tipo de la revolución francesa y rusa, o con autoritarismos extremos, del tipo del fascismo europeo o de las dictaduras militares en Latinoamérica.
Chile encontró, sin embargo, un camino institucional para reducir el desacople y aumentar la confianza en las instituciones: el plebiscito y proceso constitucional. Se trata de un proceso con altas garantías de legitimidad por considerar un plebiscito de entrada y otro de salida, además de permitir una revisión democrática completa de la Constitución, partiendo de una “hoja en blanco”.
La ciudadanía requiere percibir que vive en una sociedad inclusiva y justa para volver a confiar en las instituciones.
Si el camino constitucional se recorre con sabiduría ciudadana y talento político, podríamos entrar en un nuevo ciclo de legitimidad institucional que permita recuperar la gobernabilidad y la confianza ciudadana.