COLUMNA DE OPINIÓN
¿Recaudaremos más (entre los que tienen más) con un impuesto al patrimonio?
29.07.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
29.07.2020
Francisco Saffie es uno de los autores de la norma general anti-elusión y firme partidario de hacer más redistributivo el sistema tributario. Puede resultar extraño, entonces, que no esté de acuerdo con el impuesto a los súper ricos que se empieza a discutir en el Congreso. Sus reparos son, por una parte, prácticos: los súper ricos no tienen su patrimonio marcado con banderitas: sin hacer trampas ni eludir, tienen a su disposición una red de instituciones internacionales que les permiten hacer invisible o indetectable su fortuna. Una ley chilena no va a cambiar eso y Saffie cree que sería mejor entonces hacer tributar más a la herencia o a las ganancias de capital. Más de fondo, Saffie estima que el mecanismo que se está usando para empujar este impuesto -una reforma constitucional- pone en cuestión al sistema político y la gobernabilidad del país.
(Nota de Transparencia: Francisco Saffie es socio a Bruzzone & González Abogados (B&G) y se desempeña en el área de Solución de Controversias y Política Tributaria).
Hoy muchos en Chile parecen estar apesadumbrados de lo que antes los hizo mostrar orgullo. Está en crisis el país que enterraba valores políticos como la igualdad y propuestas de transformaciones institucionales alejadas del respaldo ortodoxo –económico y jurídico– por la primacía del carácter “técnico” de las decisiones en el diseño de políticas sociales. La técnica parecía siempre justificar y dar razón a las políticas económicas ortodoxas. Eso ya no parece suficiente.
La presión por el abuso y malestar generados por la camisa de fuerza de lo “técnicamente correcto” y la imposibilidad de canalizar institucionalmente las demandas sociales, dieron paso al estallido social del 18 de octubre 2019. La desigualdad (encarnada entre otras diferencias por el bienestar de quienes pueden pagar por “servicios” de educación, salud, pensiones, vivienda y la precariedad en que viven muchos por la falta de solidaridad en la vejez, la falta de salud cuando no se puede pagar por ella, etc.), ha sido nuevamente puesta en evidencia por la crisis del Covid-19.
La presión y malestar generados por la camisa de fuerza de lo 'técnicamente correcto' y la imposibilidad de canalizar institucionalmente las demandas sociales, dieron paso a la crisis de octubre 2019.
Todo esto ha llevado a que hoy el péndulo esté en el opuesto: para avanzar en demandas respaldadas por valores de justicia, parece que lo técnico es completamente irrelevante. ¿Es esto un problema? ¿Hay espacio para la reflexión “técnica” al servicio de políticas basadas en la igualdad de la ciudadanía? ¿Tiene la izquierda (y si se quiere la centro-izquierda) que dejar de lado la realidad de los hechos institucionales para promover los valores políticos que defiende?
Confieso desde ya que me parece un error botar a la basura lo técnico. Es necesario rescatar la utilidad de la técnica y ponerla en el lugar que corresponde. La técnica debe estar al servicio de la política. La técnica es la forma de poner a trabajar los instrumentos que se necesitan para lograr ciertos fines (y ojalá de manera eficiente).
La economía es parte de esa realidad institucional (en ese sentido la economía es constituida por instituciones jurídicas). Cuando desconocemos esa realidad, corremos el riesgo de pensar en alternativas inviables. En otras palabras, no quiero decir que la realidad institucional no pueda modificarse, la pregunta es cómo. De lo contrario, ideas políticas importantes para el futuro, volverán a quedar relegadas.
En esta columna quiero abordar algunas de estas cuestiones revisando la propuesta de reforma constitucional que busca establecer un impuesto al patrimonio de los “súper ricos”.
La crisis sanitaria, social y económica que trajo el Covid-19 es dolorosa, profunda y muy grave. La necesaria protección de la vida generó –y continuará generando– consecuencias económicas que nos dejarán empobrecidos. Por ahora es un hecho que vivimos en un país más pobre, con caídas «monumentales» de la actividad económica en mayo y junio (y números peores para julio) que hacen siga abierta la pregunta por el financiamiento de las medidas de apoyo económico para personas y familias que se han acordado durante la crisis[1].
Con menos ingresos por tributos (como consecuencia de una caída en la actividad económica) y mayor gasto público, existe discusión sobre las opciones para el financiamiento de esta diferencia. Parte se puede cubrir con una “redirección” del gasto. Esto supone revisar la eficiencia de los programas sociales –una de las tareas en la que está embarcado el gobierno (o lo que queda de éste) a través de la Dirección de Presupuestos[2]–; como eso parece ser insuficiente, muchos sostienen que se debería aumentar la deuda pública.
En caso del aumento de la deuda pública surge la pregunta: ¿Quién paga la cuenta? Porque más allá de discutir sobre la mantención y eficiencia del gasto público o el aumento de los niveles de deuda pública, en algún momento deberá pagarse la cuenta del gasto extra. Y por razones de justicia distributiva intergeneracional, parece mejor pagarla lo antes posible.
Aquí aparece la alternativa de una reforma tributaria que aumente la recaudación y disminuya las desigualdades mediante redistribución. No cabe duda de que así planteada, en abstracto, esta es una opción atractiva para cumplir esos dos objetivos. ¿Sigue siendo atractiva cuando revisamos las alternativas que se han propuesto para materializarla? Dos alternativas se han mencionado hasta ahora. Una consiste en establecer un impuesto por una sola vez a los súper ricos para financiar pensiones solidarias (y así no generar más deuda pública) con ocasión de la crisis generada por el Covid-19 [3]. Otra propuesta consiste en aumentar las tasas y revisar los tramos del impuesto a la renta; no necesariamente enfocado en los más ricos, sino que a todos los contribuyentes de ese impuesto[4].
No quiero decir que la realidad institucional no pueda modificarse, la pregunta es cómo. De lo contrario, ideas políticas importantes para el futuro, volverán a quedar relegadas.
El aumento de las tasas de los impuestos personales se basa en algunos análisis que comparan las tasas aplicables a las personas en Chile, con las que se aplican en países desarrollados. Se busca demostrar que las personas en Chile pagan menos impuestos que los que se pagaban en países desarrollados con el mismo PIB de Chile. No sólo los más ricos, sino la “clase media” en general.
Se considera además que el primer tramo de exención del impuesto a la renta de las personas es demasiado alto (porque cerca del 82% de los asalariados están en el tramo exento). Esta alternativa, entonces, supone disminuir el tramo exento y aumentar las tasas intermedias del impuesto a la renta (parece que la tasa sería suficientemente alta en el tramo superior del impuesto a la renta). El problema es que ese escenario se conforma con comparar tasas, pero no atiende a la estructura tributaria (qué impuestos existen y quiénes los pagan) y la base del impuesto a la renta (sobre qué se paga). Hacer una comparación de tasas sin considerar la estructura tributaria adolece de un problema metodológico (o un problema técnico si se quiere). En este caso particular, el error consiste en comparar sistemas tributarios desintegrados de impuesto a la renta con un sistema integrado como el chileno, lo que tiene efectos en la cantidad de contribuyentes de los ramos más altos del impuesto a la renta[5].
En resumen, si realmente queremos comparar el impuesto a la renta en Chile con el de los países desarrollados, es importante comparar las estructuras tributarias y no sólo las tasas. Esta discusión, que comenzó con la reforma tributaria de 2014 y todavía sigue pendiente, volverá a aparecer en los debates que lleven a una nueva constitución o en la próxima elección presidencial.
La discusión más urgente es la que se ha planteado con el denominado “impuesto a los súper ricos”, por una vez, pronta a discutirse en el congreso. Esta alternativa ha sido defendida por algunos académicos y cuenta con el apoyo de un grupo de diputados de diversos partidos políticos, quienes presentaron un proyecto de reforma constitucional para promover su creación.
El proyecto de reforma constitucional busca la creación de un «impuesto», «por una sola vez», al patrimonio de los “súper ricos”. Esto es, un impuesto sobre el «patrimonio bruto de las personas naturales con domicilio en Chile, titulares de bienes y derechos, en Chile o en el extranjero, al 31 de diciembre de 2019, equivalente a un valor igual o superior a veintidós millones de dólares americanos».
Según el artículo transitorio propuesto para ser incorporado a la constitución, lo que se recaude con este impuesto «será destinad[o] al financiamiento de una renta básica de emergencia». Finalmente, se establece un plazo para el pago de este impuesto «de treinta días corridos contados desde la publicación de la presente reforma constitucional».
La intuición parece indicar que se trata de una gran solución[6]. Con una sola herramienta se resolvería parte del problema de la desigualdad en la distribución de la riqueza en Chile y, además, se podrían «allegar recursos al fisco equivalentes a US$ 6.500 millones»[7] para «financiar una renta básica de emergencia» (asumo que eso explica la obligación de pagar este nuevo impuesto en 30 días desde que se publique la posible reforma a la constitución).
La simpleza del razonamiento y la solución, sin embargo, tienen un atractivo engañoso. El péndulo osciló demasiado porque los valores políticos y las ideas no bastan con justificarlas con argumentos de justicia, si queremos materializarlas, no podemos desconocer la forma en que pueden hacerse. Existe una realidad institucional que limita, pero no impide, las posibilidades de acción. En lo que sigue revisaré algunos problemas de esta idea y en particular de la propuesta de reforma constitucional que se presentó, distinguiendo entre aquellos problemas que son aparentes y los que son reales.
Enfrentemos el mayor problema aparente, el de la inconstitucionalidad del impuesto al patrimonio.
Algunos dirán que se trata de un proyecto inconstitucional y darán varios motivos (sin querer por mi parte, agotar las posibilidades con estos ejemplos), tales como: (i) el proyecto va en contra de la iniciativa exclusiva del presidente de la república; (ii) la constitución no permite los impuestos al patrimonio; y, (iii) es un impuesto de afectación, los que están prohibidos en la constitución[8].
Se sumarán quienes dirán que se trata de una elusión o incluso evasión de la constitución porque todas esas reglas constitucionales se evitan con establecer el impuesto mediante la reforma constitucional.
Como se ve, es un caso similar al del retiro del 10% de la AFP. Algunos argumentarán, sin embargo, que es un caso más grave porque mediante esta reforma constitucional, a diferencia de lo que ocurrió en el caso del retiro del 10%, se modifica de manera estructural el orden de gobierno constitucional.
La crisis sanitaria y económica que trajo el Covid-19 es grave. La necesaria protección de la vida generó –y continuará generando– consecuencias económicas que nos dejarán empobrecidos.
Todos esos problemas desaparecen cuando se revisa la relación entre constitución y ley. Siempre es posible modificar la constitución cumpliendo los requisitos que el propio constituyente establece para ese fin. En este caso, al igual que en el del retiro de los fondos previsionales, una modificación a la constitución mediante el establecimiento de un artículo transitorio sólo necesita cumplir los requisitos legales-constitucionales para ser válido. Se trata de una modificación de la constitución y, por tanto, sólo formalmente sujeta a un procedimiento y sustantivamente abierta a la decisión moral o política (por oposición a limitada substantivamente por el derecho) del poder constituyente derivado. No hay, por decirlo de otro modo, una voluntad del legislador que nos provea de sustancia para interpretar cuál debería ser el contenido permitido de una reforma constitucional de este tipo o limitaciones para aplicar el derecho (a pesar de su rango constitucional).
La discusión relevante en este punto no es legal, sino de la dimensión política de la constitución: ¿nos interesa respetar el valor (jurídico) de una constitución o estamos dispuestos a incluir cualquier “ley” en la constitución? ¿Queremos regular por reformas constitucionales todo tipo de materias en lugar de hacerlo por ley? En ese caso, ¿de qué sirve una constitución? Cambiar los impuestos y las pensiones por esta vía debilita no solo la constitución sino el sistema político chileno y la gobernabilidad del país.
Esas preguntas, importantes como son, no corresponde sean resueltas por el derecho. No es una pregunta sobre el derecho positivo chileno sino de teoría constitucional o política. Eso es parte de lo que se está discutiendo desorganizadamente en Chile a falta de mecanismos institucionalizados. Estamos a menos de 100 días del plebiscito sobre la constitución y parece claro el inmenso valor que tiene ese evento para que el pueblo soberano responda la pregunta de si aprueba o rechaza la actual constitución. Es de esperar que el proceso constituyente provea además las estructuras para darle forma a esa discusión, en el caso más probable de que se apruebe el cambio constitucional.
Quedan pendientes los verdaderos problemas, los que no se resuelven siquiera con cambios constitucionales, sino que dicen relación con la realidad institucional que se ha construido a lo largo de los años a nivel global. Por decirlo de otra manera, los problemas que representan las realidades institucionales necesitan más que una reforma constitucional para su solución porque escapan a las posibilidades de acción del Estado soberano Westfaliano.
Los problemas de aplicación son los verdaderos problemas con los que un impuesto al patrimonio como el propuesto tiene que lidiar. Es en esta dimensión que el impuesto propuesto es técnicamente deficiente, porque no creará un instrumento capaz de hacer la tarea que se quiere que haga. Entre estos problemas podemos distinguir problemas que tienen solución de aquellos que no, al menos mientras el mundo siga con la organización institucional que tiene. Partamos por enunciar los que pueden tener solución, dentro de los que incluiré los tradicionales argumentos económicos contra un impuesto al patrimonio neto (como es el propuesto).
Los argumentos económicos que comúnmente se dan contra este tipo de impuesto son 3 y todos dicen relación con su poca eficiencia[9]: (i) son un desincentivo para ahorrar e invertir, porque obligarían a quienes emprenden a disminuir su propiedad en las inversiones que desarrollan (de esa manera no se aplicaría el impuesto sobre esos bienes); (ii) existirían instrumentos que generan menos distorsión, como por ejemplo gravar las rentas del capital, en lugar del capital neto; y (iii) los problemas que existen en la implementación de este impuesto, en especial la dificultad de hacer una avaluación de los activos que se incluyen como capital neto y las muchas formas de “esconder” el capital.
Quienes han estado apoyando la idea, particularmente desde el mundo económico como, por ejemplo, a nivel chileno López y Sturla[10], han hecho un esfuerzo por responder a estas consideraciones. Según han afirmado, estos tres problemas podrían resolverse con la forma en que se establecería el impuesto en Chile[11].
Así, según ellos, los desincentivos no serían muchos porque se trataría de un impuesto que se aplica por una sola vez; la distorsión sería menor porque se aplicaría a personas naturales y no a personas jurídicas o empresas; y los problemas de avaluación podrían resolverse recurriendo a rankings como el Forbes o los informes de riqueza mundial preparados por Credit Suisse o el del Boston Consulting Group.
Es un hecho que vivimos en un país más pobre, con caídas 'monumentales' de la actividad económica en junio y números peores para julio que hacen siga abierta la pregunta por el financiamiento de las medidas de apoyo económico para personas y familias que se han acordado durante la crisis.
Todavía faltaría resolver problemas de los que no se han hecho cargo –hasta ahora– quienes proponen la idea y que tampoco resuelve el proyecto de reforma constitucional. Una de las ideas básicas de la dimensión democrática del principio según el cual los impuestos deben determinarse por ley (y no por la sola voluntad de la administración o de los particulares) es que los contribuyentes puedan determinar por sí mismos el impuesto que deben. Un proyecto como el propuesto echa por la borda esa idea porque no permite determinar el impuesto. ¿Sobre qué se aplica la tasa? ¿Un 2,5% sobre el dólar superior a los 22 millones de dólares o sobre el monto total de quienes tienen más de 22 millones dólares? ¿Cómo se determina quienes “tienen” un patrimonio superior a 22 millones dólares? ¿Qué tipo de posición jurídica debe tener quién se considera dueño de un patrimonio equivalente a ese monto? ¿Se podrán descontar las deudas? ¿Si es que se puede, todas o algunas?
Por otra parte, existe un problema conceptual. Tal como un préstamo no es lo mismo que un subsidio (y sabemos las consecuencias políticas que tiene un error como ese), un “impuesto por una sola vez” no es un impuesto, menos si tiene un fin determinado. A lo más es una contribución o una tasa, que se exige para financiar un gasto particular. Pero esto deja de manifiesto un problema: ¿Cuál sería el beneficio o servicio que recibirían quienes pagan esa contribución o tasa, respectivamente? Supone asumir una visión del Estado y de los tributos por la que vale la pena preguntarse o al menos discutir.
No se trata entonces de un problema de justicia, como de manera torcida preguntan López y Sturla cuando dicen: «¿Alguien podría poner en duda la justicia de solicitar a estos individuos de inmensa riqueza una contribución significativa para financiar el apoyo a los millones de chilenas y chilenos más vulnerables, a quienes esta crisis amenaza su sobrevivencia? Y no por caridad, si no que por la necesaria reciprocidad que permita una convivencia social sin riesgos de llegar a un escenario caótico».
No es necesario discutir sobre la justicia de un impuesto como este cuando el problema es uno de viabilidad técnica.
¿Por qué no mejorar y asegurar la aplicación del impuesto a las herencias? ¿Por qué no discutir sobre los impuestos aplicables a las ganancias de capital en Chile?
Quizá entonces, se haya exagerado en la «simplicidad» con la que se presentó el proyecto y sea hora de complejizarlo de forma de dar respuestas a estos problemas.
Pero hay un asunto que merece mayor consideración y se plantea bastante más difícil de resolver. Se trata de la realidad institucional con la que nos toca lidiar en el mundo actual.
La economía política nos obliga a preguntarnos por la forma en que las instituciones económicas dependen de las decisiones políticas y las relaciones sociales. Como dijo Polanyi en “La Gran Transformación”, es un error creer que la economía se autorregula y está dislocada de las fuerzas políticas y sociales. El mito de la técnica y su mala reputación viene de la ideología a la que sirvió: la idea que el sistema económico y el tipo de racionalidad que requiere de las personas esa comprensión del sistema económico, existe como un hecho bruto, vale decir, con independencia de nuestras decisiones.
Por las mismas razones anteriores, no puede desconocerse entonces la realidad institucional en que habitamos (más allá si estamos de acuerdo con que exista en la forma en que existe). En el proyecto de reforma constitucional que busca establecer el impuesto a los “súper ricos” todo esto se observa en la idea que podemos cobrar impuestos sin importar dónde se encuentren los activos o asumiendo que el ranking Forbes o el del Credit Suisse o el del Boston Consulting Group, dan cuenta de la realidad.
En un mundo en que el capital se mueve libremente (lo que es un hecho institucional), no es sólo que el capital saldrá arrancando de Chile, sino que incluso si sale, será difícil determinar quiénes son las personas naturales dueñas de esos patrimonios.
Por ejemplo, hace ya algunos años, un estudio demostró que el ranking Forbes[12] incluso subestima la riqueza de quienes aparecen en sus listados.
¿Por qué ocurre eso? Porque la realidad institucional en la que está Chile (y cualquier otro país) depende de las decisiones y las instituciones que otros países diseñaron. Esos otros son el resto de los países a los que se les reconoce soberanía para diseñar instituciones jurídicas y económicas. En un mundo en que el capital se mueve libremente (lo que es un hecho institucional), no es sólo que el capital saldrá arrancando de Chile, sino que incluso si sale, será difícil determinar quiénes son las personas naturales dueñas de esos patrimonios[13].
Si se crea el impuesto en la forma que se propone quizá nos demos cuenta de que muchas de las personas que creemos “súper ricos” no son dueños directos de los bienes y riqueza que les atribuyen los rankings. Jurídicamente y amparados por un sistema legal que Chile no puede cambiar, esos supuestos “súper ricos” no existirán legalmente. Entonces, en lugar de ser un argumento a favor, es un problema que estos impuestos estén dirigidos exclusivamente a las «fortunas personales de estos pocos individuos y no a las empresas» como promueven López y Sturla.
Lo que quiero destacar con esto es que no se trata de un problema de elusión, ni un problema que sea un error proponerlo. El problema es más grave: necesitamos coordinación a nivel global para crear estructuras institucionales que permitan modificar la posición de privilegio en que se encuentra el capital a nivel global. Pero eso requiere de una reflexión y cambio institucional del que todavía parece el mundo estar lejos[14].
Por ahora parecen haber mejores alternativas para grabar el patrimonio de las personas. En lugar de un impuesto al patrimonio neto a nivel global, quizá podemos partir por revisar y mejorar los impuestos que gravan las transferencias o las transmisiones de patrimonio. En especial aquellos impuestos que efectivamente buscan disminuir la desigualdad intergeneracional injustificada. Por ejemplo, ¿por qué no mejorar y asegurar la aplicación del impuesto a las herencias?[15] ¿Por qué no discutir sobre los impuestos aplicables a las ganancias de capital en Chile?
Un impuesto que funcione de manera adecuada para lograr los objetivos buscados, de manera de dar cuenta de las necesidades políticas y de las formas de gobierno que nos hemos dado, logrará detener la percepción hasta ahora reinante que deja entregada a la derecha la primacía del uso de la técnica y consideraciones tales como la eficiencia. La izquierda debe mostrar cómo esos conceptos son parte de sus ideas. Si como algunos han sostenido el momento político y económico justificaría este impuesto –“es ahora o nunca”, dicen– o incluso porque sería bueno “ponerlo en discusión”, me parece necesario, entonces, hacerlo bien. No vaya a ser que se pierda la oportunidad.
[1] La Tercera, 1 de julio del 2020. «Briones califica caída en la actividad económica de mayo como monumental y advierte que junio sería aún peor». A eso se debe sumar que quizá sea necesario en el futuro cercano financiar cambios institucionales derivados del reconocimiento de derechos sociales producto de la discusión constitucional, lo que tenderá a generar presión para aumentar el gasto público. Asumo que el gasto prometido por el gobierno y acordado con la oposición se ejecute. Hasta ahora, según cifras de la Contraloría, el gasto efectivo ha sido menor.
[2] Emol, 13 de enero del 2020. «Los detalles y miembros de la comisión que asesorará a Briones para afinar la eficiencia y transparencia del gasto fiscal».
[3] Esta alternativa fue propuesta en Ciper por Ramón López y Gino Sturla: CIPER, 6 de mayo del 2020. » Los ricos, los súper ricos y el financiamiento de la crisis».
[4] Esta es una alternativa por la que optarían economistas que parecen representar ideas políticas distintas, como por ejemplo: Radio Pauta, 23 de enero del 2020. «Valente: más impuestos a la clase media para avanzar en Estado de bienestar».
[5] Esto fue lo que trató de hacer la reforma tributaria del año 2014 durante el gobierno de la Presidenta Bachelet y lo que se eliminó, no del todo pero en gran parte, con la reforma tributaria de febrero de 2020 por el gobierno del Presidente Piñera.
[6] El Mostrador, 22 de julio del 2020. «Foro de Desarrollo Justo y Sostenible manifestó la necesidad de imponer un impuesto al patrimonio»
[7] Proyecto de reforma constitucional que “crea un impuesto transitorio al patrimonio de las grandes fortunas en Chile” presentado por un grupo de diputados el 1 de junio de 2020. Disponible aquí., última visita (20 de julio de 2020).
[8] La constitución chilena establece en el artículo 63, Nº 14, que son materias de ley aquellas que según la constitución son de iniciativa exclusiva del Presidente de la República. El artículo 65, Nº 1, establece la iniciativa exclusiva del Presidente de la República para «imponer, suprimir, reducir o condonar tributos de cualquier clase o naturaleza, establecer exenciones o modificar los existentes, y determinar su forma, proporcionalidad o progresión». Algunos argumentan, erradamente a mi juicio, que la constitución no permite impuestos al patrimonio porque el artículo 19, Nº 20, establece «la igual repartición de los tributos en proporción a las rentas o en la progresión o forma que fije la ley, y la igual repartición de las cargas públicas». El argumento sería que la constitución habla de tributos a las «rentas», lo que no incluye el patrimonio (desconociendo que un impuesto al patrimonio grava la renta del capital). El mismo artículo 19, Nº 20, establece el principio de no afectación de los tributos al señalar: «los tributos que se recauden, cualquiera que sea su naturaleza, ingresarán al patrimonio de la Nación y no podrán estar afectos a un destino determinado» (con la excepción de fines propios de la defensa nacional o de tributos con clara identificación regional o local que se destinen para el financiamiento de obras de desarrollo). Todos estos aspectos forman parte del orden económico constitucional que entrega al Presidente de la República el control de las finanzas públicas.
[9] Véase por todos Disponible aquí.
[10] CIPER, 6 de mayo del 2020. » Los ricos, los súper ricos y el financiamiento de la crisis» y Universidad de Chile, Facultad de Economía y Negocios, mayo del 2020. «Hiper Fortunas y Súper Ricos: ¿Por qué un Impuesto al Patrimonio hace sentido?», por Ramón E. López y Gino Sturla.. No hago referencia a la literatura que trata este tema para otras realidades como, por ejemplo, el trabajo de Zucman.
[11] CIPER, 6 de mayo del 2020. » Los ricos, los súper ricos y el financiamiento de la crisis»
[13] Como afirmo en el párrafo siguiente: esto no se resuelve pidiendo información. La información que las personas estén obligadas a dar será de aquella que sean propietarios en términos técnico-jurídicos.
[14] Una alternativa sobre la que se trabaja es el proyecto ICRICT. Véase aquí.
[15] Recordemos que muchos “progresistas” propusieron su derogación. CEP Chile, 2012. «El impuesto a las herencias como una institución de justicia», por Francisco Saffie.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cinco centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD), el Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social (CICLOS) de la Universidad Diego Portales y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.