COLUMNA DE OPINIÓN
Tribunales y el Estado de Derecho ¿Quién fija las reglas del juego?
30.06.2020
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
COLUMNA DE OPINIÓN
30.06.2020
Aunque haya vacíos legales, los tribunales tienen una obligación de brindar protección en situaciones que afectan los derechos humanos, explican las autoras. Eso implica, en la práctica, que hay circunstancias en que la ley no es cambiada en el Congreso, sino que los vacíos los llena un juez, en línea con la legislación de derechos humanos. Las autoras ahondan aquí en un debate que se inició a partir del fallo que le reconoce dos madres a un niño, pero está presente cada vez que las minorías son olvidadas por el Congreso cuando legisla. En esas circunstancias, los tribunales pueden actuar como un “contra poder o control dentro del Estado de Derecho”, estiman.
El reciente fallo dictado por la jueza Macarena Rebolledo Rojas, del Segundo Juzgado de Familia de Santiago, estableció los derechos filiativos de dos mujeres sobre su hijo nacido como consecuencia de un procedimiento de reproducción asistida y ordenó al Registro Civil que modificara la partida de nacimiento respectiva para hacer constar esa circunstancia. Esta decisión ha generado comentarios críticos y acusaciones por parte de columnas de opinión y cartas. Se ha dicho que hay una instrumentalización de los jueces por parte de un “activismo gay”, que la sentencia antes citada infringió el régimen filiativo legal y que estas y otras acciones constituyen una peligrosa erosión del Estado de derecho al ignorar la distribución constitucional de competencias (ver por ejemplo “Activismo gay e instrumentalización de jueces”, opinión de Hernán Corral, El Mercurio,10 junio, 2020; “Madre hay una sola”, opinión de José María Eyzaguirre, La Tercera, 27 de junio de 2020, y “Estado de derecho: ¿otra crisis que se suma?”, opinión de Hernán Corral, La Tercera, 19 de junio de 2020).
Lo acontecido con esta sentencia contrasta con la reacción producida a raíz de otra sentencia en la que, unos escasos días después, la Corte Suprema resolvió que el síndrome de Down no puede ser considerado como una patología, y ordenó a una ISAPRE cubrir los gastos de salud de un niño de cuatro años. Este fallo fue calificado, de manera general, como un hito histórico, aplaudido como un avance, y catalizó la dictación de la Circular N° 354 de la Superintendencia de Salud que instruye a las ISAPRES en el sentido de que “deben eliminar de la Declaración de Salud la consulta por Síndrome de Down, cardiopatías congénitas, labio leporino, entre otras” (Diario Uchile, 21 de junio 2020).
En términos jurídicos ambos casos no difieren demasiado. Ambos podrían ser reprochados mediante la objeción de la “judicialización” de materias sociales. Esta asume que ciertos temas (como la regulación de la familia y del derecho a la salud) corresponderían, por su propia naturaleza, a los poderes políticos y que los tribunales de justicia carecerían de competencia por su falta de legitimidad democrática para adoptar decisiones con contenido regulativo. En otras palabras, sería el Congreso quien tendría competencia, privativa y excluyente, para adoptar reglas generales, y a los tribunales solo les cabría aplicar estas reglas para solucionar conflictos concretos, no pudiendo crear nuevas reglas cuando no hay una que solucione claramente el conflicto.
Sin embargo, esa posición, propuesta en 1748 por Montesquieu mediante la fórmula “Les juges de la nation ne sont que la bouche qui prononce les paroles de la loi” (“los jueces de la nación son sólo la boca que pronuncia las palabras de la ley”), retrata sólo parcialmente el funcionamiento de los sistemas jurídicos contemporáneos, altamente constitucionalizados. De hecho, a menudo es invocada de manera selectiva, es decir, cuando la decisión judicial en cuestión no coincide con el resultado preferido por quien emite tal opinión.
La noción de Estado de derecho, desde el punto de vista constitucional, tiene sus orígenes conceptuales en el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789, adoptada por “los representantes del pueblo francés constituidos en Asamblea Nacional”, como consecuencia de la Revolución Francesa. Este artículo señala: “La sociedad en que la garantía de los derechos no está asegurada ni la separación de poderes determinada carece de Constitución”.
El teórico español, Elías Díaz (1966), destaca que en la noción de Estado de derecho coexisten, como requisitos esenciales, la separación de poderes, la protección y realización de los derechos y libertades fundamentales, la independencia judicial, el imperio de la ley y la legalidad de la Administración. El mismo autor advierte que el aprovechamiento interesado del prestigio de la fórmula del “imperio de la ley”, en favor de la conservación inamovible y la defensa irrestricta de un orden y una institucionalidad poco democrática, puede debilitar una dimensión fundamental del Estado de derecho, que se vincula a la efectiva realización material de los derechos humanos.
Así las cosas, en un Estado constitucional de derecho, como los desarrollados a partir de la segunda mitad del siglo XX en Occidente, la separación de poderes y la independencia judicial no tienen, entonces, el mismo significado que en el paradigma legicentrista decimonónico. En palabras de García-Calvo (2003), las y los jueces tienen “una doble vinculación a la Constitución y a la ley”, lo cual significa que se ha ampliado considerablemente su ámbito de decisión, en particular, por la incorporación de principios constitucionales en la forma de derechos fundamentales.
El Estado constitucional de derecho les impone a juezas y jueces un deber de control consistente en evitar que se vulneren los derechos humanos, tanto por la acción de privados como de órganos públicos. En el ejercicio de este deber tienen prohibido inhibirse bajo pretexto de ausencia de solución legislativa específica.
Estos principios iusfundamentales, consagrados en la Constitución y en los tratados internacionales, deben ser respetados, promovidos y garantizados por todos los órganos estatales y por los privados, como dicen los arts. 5 y 6 de la Constitución chilena del 80. En consecuencia, el lugar central que ocupa la Constitución exige, como lo ha destacado Ibáñez (2003), entender que la judicatura está dotada de una cierta dimensión de contrapoder o control dentro del Estado de derecho y que su competencia configura una esfera de acción mayor dada, primordialmente, por la obligación de proteger los derechos fundamentales, los que son dinámicos y expansivos.
Con mayor razón, el margen de acción de los tribunales es amplio cuando existe una laguna, es decir, una situación no explícitamente prevista por el legislador que, además, afecta derechos fundamentales. Conviene recordar que, en la primera sentencia antes citada, la jueza Rebolledo sostuvo que el legislador chileno había regulado solo parcialmente la situación de niños o niñas nacidos de técnicas de fertilización in vitro en lo referente a su filiación, dado que el art. 182 del Código Civil—única norma legal que se refiere a esta materia— asume que las parejas que se someten a dicha técnica son siempre parejas heterosexuales, en circunstancias que, en la práctica, también lo hacen las parejas homosexuales, como ocurrió en el caso sometido a su decisión. La jueza observó que la falta de regulación completa de esta situación implicaba una vulneración de los derechos fundamentales de las dos mujeres y de su hijo común, establecidos en la Constitución y en tratados internacionales ratificados por Chile.
En suma, el Estado constitucional de derecho les impone a juezas y jueces un deber de control consistente en evitar que se vulneren los derechos humanos, tanto por la acción de privados como de órganos públicos. En el ejercicio de este deber tienen prohibido inhibirse bajo pretexto de ausencia de solución legislativa específica. No por casualidad, el artículo 76 inciso 2º de la Constitución chilena establece explícitamente que, reclamada la intervención del poder judicial “en forma legal y en negocios de su competencia, no podrá excusarse de ejercer su autoridad, ni aun por falta de ley que resuelva la contienda o asunto sometidos a su decisión”. Todas estas reglas dirigidas a la judicatura otorgan a la función judicial un papel preponderante en la configuración del derecho vigente, que va más allá de la mera aplicación formal de las leyes, característica de los ordenamientos jurídicos decimonónicos.
Por último, es importante también transparentar que en la actualidad los tribunales de justicia se han transformado en un actor clave en la resolución de problemas sociales que afectan a las personas y grupos que carecen de poder social ante la falta de respuesta legislativa. En una democracia no es infrecuente que el Congreso represente los intereses de la mayoría desatendiendo la regulación de cuestiones que afectan derechos de las minorías, sea por desidia, inercia, o falta de voluntad política, lo cual termina convalidando y perpetuando injusticias sociales. Las democracias contemporáneas, sin embargo, valoran y defienden también las oportunidades que permiten que las voces de las minorías sean escuchadas. Como lo ilustran el fallo del Segundo Juzgado de Familia de Santiago referido a los derechos de las familias homoparentales, y la sentencia de la Corte Suprema sobre los derechos de las personas en situación de discapacidad en relación con las prestaciones de salud, el proceso judicial abre un canal adicional para que minorías sin poder social puedan recibir respuestas a cuestiones no resueltas sistemáticamente por la política.
Los tribunales representan muchas veces la única posibilidad de incorporar de manera efectiva la entrada adicional de esas voces en el proceso institucional. Philip Pettit (1999) destaca este punto dentro del ideal de una democracia contestataria: es muy posible que quienes “toman las decisiones en el poder legislativo o en la administración tengan el incentivo y la oportunidad de pasar por alto los intereses de una cierta minoría. Pero es poco probable que la institución de control tenga la misma oportunidad y el mismo incentivo”. La cuestión es, por tanto, de la mayor importancia desde el punto de vista democrático: el proceso judicial abre un canal de contestación (impugnación) para las personas a quienes de otro modo se les niega la oportunidad de hacer oír su voz. Esto quedó en evidencia, en particular, luego de la sentencia de la Corte Suprema antes referida. Ella, como ya se advirtió, detonó una respuesta inmediata de la institucionalidad administrativa que bien podría haberse adoptado previamente, atendidas las competencias de la Superintendencia respectiva, sin necesidad de que interviniese una sentencia judicial.
Por supuesto, sería deseable que el Congreso, advertido de la falta de regulación de la situación de niñas y niños, nacidos mediante la utilización de técnicas de fertilización asistida por parte de parejas homosexuales, supliera expresamente este vacío legal de modo de brindar protección a los derechos fundamentales de esas niñas y niños. Mientras esto no suceda, las juezas y jueces tienen la responsabilidad judicial de aplicar todas las reglas en juego de manera de evitar que se eternice una injusticia social. Esta intervención es acorde con el requisito de garantía de los derechos fundamentales del Estado de derecho y, por tanto, desde esta perspectiva no tiene nada de disruptivo. El escándalo suscitado por el fallo del tribunal de familia no involucra una merma de esta construcción jurídica, sino que pone de manifiesto un problema político y de justicia social: la falta de representación legislativa adecuada de los derechos de algunos grupos sociales.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cinco centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD), el Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social (CICLOS) de la Universidad Diego Portales y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.