COLUMNA DE OPINIÓN
Anomia ABC1
30.06.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
30.06.2020
Ni las donaciones de ventiladores mejoran la valoración social de los empresarios; ni las cajas que reparte el gobierno y algunos políticos generan lealtad electoral. El autor describe estas estrategias como rituales inútiles, que retratan a una elite incapaz de comprender la profundidad de la crisis actual. La insistencia en esos rituales hace que las personas intuyan “con o sin razón (para efectos prácticos, ¡ya no importa!) que la clase política está coludida con un sistema empresarial explotador y rancio, y con un sistema de medios que se presta a la mentira”, escribe el autor. Examinando las noticias que se comparten en Facebook, el artículo muestra que el rechazo a la elite y a la clase política se refleja también en que, post-18-O, los lectores parecen haberse fugado de los medios donde la elite habla y prefieren aquellos que recogen los reclamos del estallido de octubre.
Desde el “estallido” de Octubre nos hemos acostumbrado a escuchar y leer sobre la anomia. Todos ya más o menos sabemos qué denota ese concepto y a quién se le imputa el comportamiento anómico. Los anómicos son quienes presentan preferencias y comportamientos desajustados. Son fundamentalmente aquellos que rompen con las normas y los medios establecidos contribuyendo al desorden y al derrame de las instituciones y del estado de derecho. A los anómicos se los impugna desde la mesura que propicia la racionalidad, y se les explica que deben volver al redil del que se salieron. Por el bien propio, y sobre todo por el ajeno, deben recuperar la razonabilidad (¡de una vez por todas!).
Robert K. Merton, quien adaptó el concepto original de Emile Durkheim para entender la interacción entre estructura social y comportamiento individual, afirma que la anomia emerge cuando los fines de la acción social entran en contradicción con los medios socialmente aceptados para alcanzarlos. Así, la “rebelión” y la “innovación” constituyen tipos de adaptación anómica, que se configuran a partir de negar fines y medios socialmente aceptados (rebelión), o de intentar alcanzar los fines culturalmente validados, pero por medios alternativos (innovación).
El “desorden”, el desborde institucional, y la propia irrupción de la delincuencia como un mecanismo de “innovación” encuentran en esas dos categorías de Merton un marco interpretativo adecuado. Dicha interpretación también resulta consistente con una versión más literal y pedestre de la anomia como generadora de desorden social. Así, quien se espanta del desorden sale corriendo y grita: “¡Anomia!”
La anomia de la que se nos habla, pensando en rebelión o innovación, viene con sesgo de clase. En el sistema político, por ejemplo, no vemos innovación. Ni cuando Revolución Democrática se baja de la foto pero apoya el acuerdo, ni cuando los innovadores trasnochados inventan fórmulas posibles para evitar se cumpla el acuerdo constitucional.
Hubo un atisbo de innovación en las palabras más lúcidas que salieron del entorno presidencial ante la irrupción de los alienígenas: “vamos a tener que distribuir nuestros privilegios y compartir con los demás”. Pero se las subestimó raudamente y pasaron convenientemente al olvido. Tampoco vemos anomia cuando el Presidente sale a innovar proponiendo comisiones inconstitucionales para asegurar la “constitucionalidad” de mociones parlamentarias, y así pone en riesgo el acuerdo que tanto le costó conseguir a su Ministro de Hacienda. Pero ahí no vemos anomia, sino argumentos. En el peor de los casos, vemos malas estrategias de gobierno y de oposición. O delirios afiebrados de una primera dama asustada. La anomia está en otro lado.
Según Merton, sin embargo, innovación y rebelión no son sino dos tipos (entre cinco) de adaptación con que los individuos buscan lidiar con situaciones de cambio social asociados al resquebrajamiento de marcos de referencia socialmente hegemónicos. Entre otros mecanismos de adaptación posibles (el retraimiento o el conformismo), Merton identifica un tipo de adaptación ampliamente prevalente en el Chile actual: el ritualismo.
El ritualismo está en pensar que la legitimidad perdida se recupera hablando y discutiendo en los medios, cuando la gente está en otra. En pensar que el Presidente se salva, si logra convencer; sin entender que cuanto más intenta convencer, menos creíble se vuelve y más hunde a su gobierno.
La adaptación ritualista es la de quien persiste en los medios socialmente aceptados, aún cuando, por dichos medios ya no se pueda alcanzar los fines culturalmente validados que persigue la acción. El burócrata que antepone el procedimiento formal ante el espíritu de la ley que está aplicando, constituye un ejemplo típico de reificación de las “formas” por sobre los contenidos.
En nuestra política, por supuesto, el ritualismo no es nuevo (ver columna Porqué la elite no puede entender lo que quiere la sociedad). Pero en el Chile post-estallido, el ritualismo cunde. Y es tan poco efectivo como la acción del burócrata que antepone el sello a la razón última que justifica su rol en el andamiaje institucional. Azorado por tanto exceso, estos días me puse a hacer una lista de rituales (por supuesto no exhaustiva) y a añadirle algunos argumentos sobre por qué cada ejemplo, ejecutado con tanta vehemencia como miopía, me parece tan desajustado. Un caso flagrante de ritualismo es el del “camorreo” entre la oposición y el gobierno, e intenté describirlo en esta otra nota (A la Deriva). Pero hay otros que me interesa analizar aquí.
Primero: ante la polarización social, ha surgido un radicalismo de centro. Son los fanáticos del diálogo y los acuerdos. Y en principio, estoy de acuerdo. Hace falta mucho diálogo, pero ese diálogo debe ocurrir entre los diferentes. Me temo que los que hemos hablado mucho todos estos años, debemos callar y escuchar un poco, porque nuestros diálogos son poco legítimos socialmente. Y como argumentó Noam Titelman, la “ultra” de centro también es peligrosa.
Ante un pacto necesario y que llega atrasado, que fue propiciado además por el Colegio Médico y por un grupo transversal de economistas que reaccionaron ante la inoperancia de la clase política, lo prudente sería guardarse, celebrarlo pa’callado, y asumir que no cabía otra opción que ceder y avanzar con la propuesta. No obstante, al pacto se lo celebra como una vuelta a la democracia de los acuerdos, como un retorno triunfal de la tecnocracia, como una vuelta a los 1990s. Y además del gobierno, ahí aparecen heraldos los presidentes de partido de oposición intentando subirse al carro y ganar algún puntito, con sendas entrevistas por Zoom hablando de lo que se logró y puntualizando cómo debe interpretarse el pacto por la ciudadanía y por el gobierno.
Segundo: cualquier acción pública o política, puede fácilmente terminar en el intercambio de epístolas que comunican la indignación de unos y otros. La polémica sobre las cajas de alimentos se llevó ríos de tinta. También lo hizo, la salida de Jaime Mañalich del Ministerio de Salud, a la que la sucedió un nutrido intercambio epistolar de quienes lo atacaban y lo defendían. Esos mismos días, un grupo de científicos lanzó una epístola cuestionando al Ministro Andrés Couve, a lo que otro grupo de científicos respondió prestándole ropa inmediatamente. Se escriben cartas, se juntan firmas, se envían a los medios, se organizan conversaciones sobre las cartas. Confieso que he pecado.
En retrospectiva, tanta energía dedicada a sentirse vindicados, a expresar un punto de vista que nos parece imprescindible pero muy probablemente solo logrará hacernos sentir que hicimos “algo”. ¿Cuántos de nosotros hemos firmado cartas que no hemos leído, sea por compromiso o por sentirnos parte de un colectivo que se siente moralmente superior? ¿Cuánta energía y capital intelectual hemos perdido en esos intercambios indignados y en gran medida inocuos? No es que la carta pública no tenga valor en sí. El problema es que cuantas más cartas se escriben y se firman, menos valen el instrumento y la propia firma.
Hubo un atisbo de innovación en las palabras más lúcidas que salieron del entorno presidencial ante la irrupción de los alienígenas: 'vamos a tener que distribuir nuestros privilegios y compartir con los demás'. Pero se las subestimó raudamente y pasaron convenientemente al olvido.
Tercero: las cajas con nombre de quien las envía, sea el de Piñera, el del Senador Harboe, o el de cualquier diputado o alcalde del oficialismo o la oposición. Esto sí que es ritualismo del bueno: esperar que esas cajas generen agradecimiento y lealtad electoral es no haber entendido nada, y es jugar con la dignidad y la inteligencia de gente desesperada que no tiene otra opción que aceptar esa caja. El político de cartón también parece pretender que como en el pasado, todos aceptemos la distribución de cajas sin averiguar a quién le llegaron y a quién no, a quién se las compraron y a qué precio, y con qué publicidad y marketing llegaron a la puerta de la casa. En el caso de quienes salieron a defender el ponerle su nombre a la ayuda también hubo innovación (ver aquí). Desde argumentos anclados en razones de probidad, esgrimidos por un diputado en Chillán (declaró haber puesto su foto “para que se sepan que son donadas”), a otros, como el esgrimido por el senador Harboe, en base a una genuina preocupación por la calidad del producto (declaró poner su nombre y cargo junto a las mascarillas para distinguirlas de otras de dudosa calidad). Eso sí, lo de la senadora Van Rysselberghe no califica como anomia. Refleja más bien la compulsión pasivo-agresiva a la que nos tienen acostumbrados varios personeros de la coalición oficialista
Cuarto: los ventiladores de la CPC. El equivalente a las cajas, pero más caros, logísticamente desafiantes (cuestión de alta geopolítica) y claves para salvar vidas. La política del patrón de fundo catolicón, haciendo caridad y salvándonos a todos. Aunque los ventiladores sirvan y nos saquen del apuro, la lógica Teletón está en crisis. Y de nuevo, alguien se preguntará: ¿descuentas impuestos con esa donación? ¿Será que hay tanta gente en la calle porque el chileno es desobediente, o será que las empresas están abusando de la declaración de esencialidad de sus servicios para intentar una reactivación encubierta? ¿El donante de ventiladores no es el mismo que argumenta a diestra y siniestra sobre la laxitud requerida en la declaración de esencialidad? Y luego van a la TV, operan como ministros de facto, y comienzan a hablar de “el re-enganche” para el crecimiento económico. Resultó ser además que el pacto fiscal venía con letra chica sobre la evaluación ambiental de nuevos proyectos. No tardará en aparecer quién se pregunte si los ventiladores tendrán algo que ver con la carretera hídrica. Cuesta entender que se sorprendan ante la indignación y que persistan en su ritualismo. Pero allí están, vociferando contra la anomia y demandando racionalidad.
Quinto: las operaciones en los medios. Mientras el Segundo Piso y el Ministro de Ciencia hunden a Mañalich en La Tercera (en el caso del ministro Couve después de haber puesto su cara, puesto y reputación para defender lo que parece indefendible), otros escriben sendas cartas y columnas ensalzándolo como héroe en El Mercurio. Tele13, por su parte, anuncia una reestructura de su panel de Mesa Central para encubrir lo obvio, y tras la reestructura, refuerza el panel con incorporaciones que vuelven evidente el sesgo y la intención de la operación.
Y por supuesto también están las conferencias de prensa y las cadenas presidenciales. Desbordan anomia: mientras llama al diálogo, a los acuerdos, a un Chile que debe ser como “una gran familia”, a la unidad que siempre nos saca adelante en los tiempos difíciles; ante la primera crítica, por más constructiva que esta sea, arrecian las acusaciones de odiosidad, de radicalidad, de falta de patriotismo. ¿Dónde está el ritualismo en todo esto? En seguir pensando que en una circunstancia como la que vive Chile hoy “gobernar es (principalmente) comunicar” y que lo importante es el mensaje y no los mensajeros ni los canales por los que se lo difunde.
El ritualismo está en pensar que la legitimidad perdida se recupera hablando y discutiendo en los medios. En pensar que el Presidente se salva, si logra convencer; sin entender que cuanto más intenta convencer, menos creíble se vuelve y más hunde a su gobierno.
¿Por qué son desajustadas las acciones ritualistas descritas arriba? Porque siguen haciendo lo que resultó en el pasado, aunque ya no funcione. El presidente de partido de oposición que compite con el Presidente de la República para anunciar los rasgos del acuerdo en una entrevista estéticamente similar no calcula que lo que la gente ve ahí (asumiendo que quien lo ve no cambia de canal inmediatamente) es a un personaje muy similar al Presidente. Y en vez de escuchar el discurso, el televidente observa la comodidad del entorno doméstico del personaje, los símbolos de estatus con que se rodea, y la distancia social que separa a unos y otros. Ante tanto ritualismo la ciudadanía ve un sistema político que ignora las condiciones de su existencia y que solo atina cuando se lo enrostran Bloomberg o el Washington Post. Y así, la ciudadanía intuye, con o sin razón (para efectos prácticos, ¡ya no importa!) que esa clase política está coludida con un sistema empresarial explotador y rancio, y con un sistema de medios que se presta a la mentira.
Ante la polarización social, ha surgido un radicalismo de centro. Son los fanáticos del diálogo y los acuerdos. Y en principio, estoy de acuerdo. Hace falta mucho diálogo, pero ese diálogo debe ocurrir entre los diferentes.
Pero hay dos razones adicionales por las que estos dispositivos ya no funcionan. La primera tiene que ver con los límites de la capacidad estatal y de las políticas públicas que diseña e implementa el estado. Si bien tras el estallido esos límites quedaron al descubierto, parece que no nos enteramos. Mientras debatimos semanas sobre los paquetes de ayuda, las cajas, los créditos, y el empleo informal, en algunos territorios, las bandas de crimen organizado llegaron mucho antes que el estado a cubrir necesidades de la población, adelantándose no solo en el reparto de cajas, sino también en la instrumentación de políticas de micro-crédito y de inserción laboral bien efectivas.
A cuenta de un reporte más sistemático en base a una investigación de terreno aún en curso, nuestra evidencia preliminar indica que en los últimos meses, el cierre de las fronteras, así como el recrudecimiento de allanamientos policiales en ciertas poblaciones, han agudizado dos fenómenos que se asocian a la “disputa territorial” entre clanes narco. Dicha disputa se ha visto reflejada por su parte, en un aparente incremento de la violencia y la criminalidad durante la pandemia. Por un lado, la lucha por los depósitos de droga (cada vez más escasa) y bajo el asedio policial y el de las bandas rivales. Por otro, la competencia por abrir nuevos canales de venta.
En este contexto, clanes en disputa han buscado reducir sus depósitos, escondiendo pequeñas cantidades de droga en hogares, a los que se les brinda ayuda económica y social a cambio de guardar la mercadería. A su vez, ante la desesperación por la falta de empleo, algunas organizaciones ofrecen sueldos muy razonables a quienes estén dispuestos a gestionar un nuevo punto de distribución. Esto último no solo permite diversificar la oferta y ampliar el territorio, sino contar con locales no identificados como sospechosos hasta el momento.
En suma, seguimos diseñando políticas públicas para un país imaginario, desde un estado que presumimos más fuerte y más capaz que el que realmente tenemos. Y para una economía legal cuyos contornos son menos comprehensivos de lo que pensamos.
La segunda razón por la que los dispositivos usuales ya no funcionan tiene que ver con la comunicación política y los medios. Epístolas, operaciones comunicacionales, celebraciones de pactos y acuerdo, los discursos que acompañan cada llegada de una partida de ventiladores a Pudahuel, circulan en medios que han perdido relevancia y legitimidad social en los últimos meses. Los medios tradicionales son cámaras de eco de una elite que no logra calibrar su desconexión, porque dicha conexión es también, la de sus medios. El Gráfico que se muestra a continuación está basado en los posteos que dos medios realizan en Facebook semanalmente y muestra la proporción entre el número de posteos y el número de “shares” y “likes” que corresponde a cada medio desde antes del estallido de octubre hasta nuestros días.[1]
En este caso, se comparan las tendencias correspondientes a La Tercera y a Prensa OPAL-Chile. Las figuras de abajo muestran las noticias más compartidas en marzo, abril y junio. Nótese el carácter de las noticias más populares en uno y otro medio. Aunque La Tercera postea muchas más noticias en Facebook que OPAL-Chile, sus noticias son significativamente menos compartidas. La tendencia es especialmente marcada luego del “estallido social” de 2019. A su vez, el tipo de noticia compartido por usuarios desde las páginas de ambos medios es bien diferente. En suma, tras el estallido, quienes comparten noticias en Facebook parecen haberse fugado desde los medios tradicionales a medios alternativos que enfatizan en su línea editorial el quiebre político y social que se evidenció en octubre pasado.
¿El donante de ventiladores no es el mismo que argumenta a diestra y siniestra sobre la laxitud requerida en la declaración de esencialidad?
Mientras tanto, los ratings de programas políticos en medios tradicionales como Mesa Central o Estado Nacional, por los que circula la clase política tradicional son ínfimos. Según el Top Ten Diario de rating (http://www.kantaribopemedia.cl) ninguno de los dos programas logró posicionarse en el top-10 de ningún domingo de abril, mayo, y junio de 2020, siendo que otros programas que compiten en su misma franja horaria sí lo logran frecuentemente. Por otra parte, le propongo un experimento: haga una búsqueda en Twitter con el hashtag #MesaCentral y la palabra “panelistas”. Seguramente podrá constatar cuán efectiva ha sido la “reestructura” del panel de ese programa a ojos de los despiadados usuarios de esa red social. Si quiere hacer otro experimento, busque las reacciones que genera cada domingo la publicación de la (tan valorada en Palacio) Encuesta CADEM-Plaza Pública. Los números y los juicios hablan por si mismos.
Estos dos factores contextuales (la irrupción de lo ilegal y el cambio respecto al consumo de medios) reflejan un fenómeno más general. En Chile, el significado de lo que es legítimo y lo que no lo es está cambiando. El ritualista, es aquel que no logra comprenderlo, y persiste caprichosamente en su acción. ¿Recuerda la campaña de Piñera I y su proyección del candidato como un empresario exitoso que venía a poner su talento para los negocios al servicio del país, instaurando el gobierno de los mejores? Luego del escándalo de La Polar, y de ahí en adelante, la valoración social del empresario en Chile se invirtió. Nadie renta políticamente hoy de ser empresario. ¿Recuerda cuánto daño le hicieron a Piñera II las acusaciones sobre su pasado oscuro en los negocios? Ninguno. En ese momento, la valencia era otra: Piñera venía a recuperar el crecimiento luego de un gobierno que “había exagerado” las reformas. No importaba cuántas denuncias y aristas se insinuaban, la pintura del candidato no se rayaba. Las sociedades funcionan así.
La lista de adaptaciones ritualistas, además de quedarse corta, está normativamente sesgada. Y es natural: en buena medida todo depende de quien le de significado a la anomia, y desde qué marco normativo lo haga. Escuche por ejemplo “La Chusma Inconsciente”, canción grabada en 2017 por Evelyn Cornejo. Seguramente unos veremos allí signos de “desajuste” asociados a un descontento desmedido respecto a todo lo bueno que ha pasado en estas últimas décadas en Chile, mientras otros encontraremos llamados más que justificados a la “rebelión” y a la “innovación”. Unos ven a un gobierno que tiene el poder pero perdió la autoridad legítima, y explican así su búsqueda de piso en un espiral represivo que lo hace sentirse artificialmente fuerte. Mientras, otros ven al mismo gobierno asediado ante tanta odiosidad y polarización, justo cuando está haciendo lo imposible por salvarnos de la calamidad que se nos vino encima.
El problema que nos aqueja es que mientras unos recurren en el ritualismo, otros se indignan y reaccionan ante dicho ritualismo con innovación y rebelión. Y así, la acción de unos dispara y refuerza la de los otros. El ritualismo de la clase política es un gatopardismo invertido: hacer lo mismo para que todo se vaya a la cresta. Y cuanto más innovación y rebelión se antepone al sistema político, más ritualismo terminan generando sus actores.
Entender esta lógica es fundamental para poder operar sobre sus consecuencias. Dicha comprensión requiere, como tantas otras cosas en Chile, intentar morigerar los sesgos de clase. Si asociamos la anomia al infantilismo (o fragor adolescente) de quienes innovan y se rebelan, o “al de la gallada” que no entiende e igual sale a la calle. Si acusamos a quienes intentan hacer sentido, analíticamente del fenómeno, de estar presos del “buenismo” y de haber claudicado del análisis serio, sopesado, y empalagosamente ilustrado de la realidad social, estamos fregados. Mientras imputemos la anomia a los pobres, y no la veamos en nosotros mismos, estamos jodidos. Ante tanto ritualismo, solo queda una respuesta: “El anómico eres tú”.
[1]Agradezco a Sergio Toro el haberme referido este hallazgo, así como el haber procesado los datos que aquí se incluyen. El análisis se inscribe en el proyecto en desarrollo en el contexto del Instituto Milenio Fundamentos de los Datos, sobre el impacto político de Facebook en Chile. Dicho proyecto otorga acceso a datos de uso de Facebook en Chile, a través del consorcio Social Science One financiado por el Social Science Research Council de EEUU.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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