COLUMNA DE OPINIÓN
¿Cuánto hay que pagarle a un emperador desnudo?
26.06.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
26.06.2020
A fines de abril el Senado dejó en manos del Consejo de Alta Dirección Pública la tarea de fijar nuevos -y más bajos- sueldos parlamentarios y de los ministros de Estado. El organismo entregará su propuesta el próximo 30 de junio. Las nuevas dietas y salarios ministeriales regirán por un período transitorio, hasta que se fije un monto definitivo. En esta columna, el economista Pablo González propone tres criterios -eficiencia, justicia y legitimidad- para fijar un ingreso que sea consistente con la situación del país y “aceptable para las mayorías ciudadanas”. Estos criterios, sostiene el autor, permitirían fijar ingresos que consideren la distribución de ingresos de la población y establecer prácticas de castigo al clientelismo, a través de reducciones a la remuneración.
Una reciente reforma Constitucional delegó en el Consejo de Alta Dirección Pública (CADP) la reducción de las remuneraciones de las autoridades. Cualquiera sea la decisión, lloverán las críticas. A los más radicales siempre les parecerá poco y dirán que el CADP no fue independiente. A los conservadores probablemente les parecerá mucho y dirán que se han extralimitado en sus funciones. Y, además, se hizo con trampa, dirán los mal pensados; o, en el mejor de los casos, se dirá que contiene un error descomunal: la reforma exige que el sueldo de los parlamentarios sea igual al de los ministros de Estado, pero en el paquete se incluyó a subsecretarios y otras autoridades, sobre los que no había cuestionamiento.
El origen del problema son los sueldos y asignaciones de parlamentarios. Ya en 2014, distintos medios de comunicación llamaban la atención sobre los altos sueldos en noticias como: Democrática desigualdad: Diputados chilenos son los mejor pagados en los países de la OCDE. Esto, en un contexto en que la calidad de su trabajo es muy mal evaluada: los niveles de confianza en el Congreso han caído a un 3%, sólo superado por el 2% de los partidos políticos. Esto no se debe solo a las altas dietas, sino a una percepción de clientelismo y cooptación por grupos de poder, falta de efectividad y representatividad.
El Congreso no carece de sabiduría o astucia al haber sacado de su cancha el problema, aunque se reservaron las asignaciones parlamentarias, las cuales, al parecer, seguirán siendo individuales, perdiendo así la oportunidad de construir bienes comunes, como una mayor calidad de la legislación y capacidad de análisis de las políticas. Porque, si el uso de los recursos destinados a asignaciones fuese colectivo en lugar de individual, se podría, por ejemplo, robustecer la función de asesoría técnica en la discusión de los proyectos de ley; o en el control de los resultados del gasto público, fortaleciendo el balance de poderes. Ojalá el Congreso comprenda que haber sacado el tema de los sueldos fuera de su redil no soluciona el conflicto de fondo y que debe acometer medidas complementarias que limiten el clientelismo, mejoren la calidad de las legislaciones y disminuyan la captura por grupos de interés.
¿Cómo puede el CADP salir de este zapato chino? En este contexto, su decisión no puede ser un simple porcentaje de reducción. En democracia, las decisiones deben apelar a una cierta racionalidad y luego construir un relato que lo sustente (algo que se echa tanto de menos en estos días). Para esto se requieren tres cosas:
-Un firme soporte conceptual que identifique las razones para la remuneración de las autoridades sujetas a consideración;
-Considerar la evidencia comparada internacional, para conocer las soluciones a las que han llegado otros países similares o ejemplares;
-Un relato que combine ambas cuestiones y sea aceptable para las mayorías ciudadanas.
Una remuneración demasiado atractiva, demasiado sobre los costos de oportunidad, hace el cargo más atractivo para quienes tienen menor vocación intrínseca.
Por razones de espacio concentraré mi atención en lo primero, dado que ya hay suficientes antecedentes sobre lo segundo, y lo tercero excede los propósitos de esta columna, aunque es imprescindible que el CADP lo tenga en cuenta y utilice algún método para probar la recepción de distintas narrativas. Sugiero tres criterios en los que debería fundarse la recomendación de ADP: eficiencia, justicia y legitimidad.
Todos estos criterios debieran tener en cuenta las características del cargo y la situación del país.
Consideremos primero las características del cargo en relación con las remuneraciones. El mercado muchas veces premia capacidades, habilidades y conocimientos que son altamente especializados y demandados. No pueden ser desempeñados por cualquiera: requieren no solo una larga formación y experiencia sino también, en la mayoría de los casos, una habilidad excepcional. Por obvias razones, la labor parlamentaria no debe ser remunerada por el mercado, sino debe ser aislada de estas influencias. Lo que se valora de un parlamentario es haber sido votado por la ciudadanía, o haber formado parte de una lista que obtuvo alta votación.
Esto no se conecta con la calidad que va a tener ese legislador en términos de su aporte a la deliberación; los acuerdos que promueva, sostenga o sabotee; o la calidad de sus indicaciones o conducción en el caso de las presidencias de comisiones. Esto último se podría intentar transparentar mucho mejor para el conocimiento de la ciudadanía, pero no parece posible ni deseable vincularlo con la remuneración de los congresistas, excepto en lo que sea absolutamente objetivo, como la asistencia a sesiones.
No obstante, el grueso del sueldo debería estar determinado por la calidad de la representación y esta calidad, lamentablemente, solo puede ser juzgada por los electores en la próxima elección. Dados los problemas asociados a la prolongación excesiva en el tiempo de la representación, es deseable que ese juicio se traspase al candidato de su partido o coalición, no necesariamente a su propia reelección personal. Una indemnización de salida para los parlamentarios que no renueven su cargo, que sea mayor para los que no vuelven a postular que para los que lo hacen y pierden la elección, es justificable para favorecer la rotación, que es algo que se ha evaluado como deseable y se ha expresado en una reciente ley.
Por otra parte, se espera que un congresista no represente solamente a sus electores, sino también el interés general e incluso tome en cuenta el bienestar de las generaciones que aún no han nacido. Esto podría estar reñido con intentar representar a electores particulares, y especialmente grupos de presión. Hay una confianza depositada en el representante electo, en su obrar ético, que tendrá presente el interés general, de la comunidad, concediéndose a lo más un cierto modelo mental del mundo para interpretarlo (ideología) que comparten sus electores. El juicio mayoritario, a juzgar por las cifras de confianza, es abrumadoramente negativo en este aspecto. Este juicio negativo sobre el desempeño colectivo del Congreso es una característica muy importante del contexto que debe ser tomado en cuenta para la fijación de remuneraciones, pero que no puede ser resuelto solo por un nivel, sino que requiere de otras reformas más profundas.
La remuneración de un representante no puede ser muy diferente a las del pueblo que representa. De lo contrario, se pierde contacto con esa realidad.
¿Qué sería pues lo legítimo, eficiente y justo?
Legítimo tiene que ver con el origen del cual emana la función que se retribuye, las características de ésta y que la renta sea proporcional a este origen y características. Tiene que tener una buena fundamentación y ser aceptable para la ciudadanía. Esto necesariamente remite a los otros dos criterios, pero en tanto sean bien explicados, comprendidos y aceptados.
Eficiencia tiene que ver con los incentivos que se generan. Remuneraciones altas atraen a personas con un mayor costo de oportunidad a desempeñar un cargo, pero no evitan que personas con un costo de oportunidad bajo las reciban. En general, es bueno que en la función pública abunden personas que están dispuestos a servir más allá del pago, pero esta consideración es más importante en algunas funciones que en otras: mientras más técnica sea la función, más necesaria será la competitividad con el sector privado. Mientras más alta la remuneración más necesaria también la posibilidad de despedir en caso de mal desempeño, lo que justifica que los especialistas sean contratados a honorarios.
Ninguna de estas razones para altas remuneraciones aplica al trabajo parlamentario. Por el contrario, se aspira a que quienes desempeñan esta función tengan alta vocación de servicio, capacidad de interpretar el interés general y un comportamiento ético intachable. De algún modo todo lo anterior parece, en el imaginario popular, reñido con el dinero. ¿Un resabio de las plutocracias donde los senadores podían desempeñar esta función sin cobrar (aunque podrían corromperse y extraer ingresos haciendo favores)?
En cualquier caso, no debiese ser el pago ni el interés personal lo atractivo de la función, sino el servicio a los demás y la dignidad de la representación. La posibilidad de corrupción no se evita con un sueldo desmedido; se evita al atraer a personas con vocación de servicio público que no están dispuestas a venderse por dinero (ni para el bolsillo ni para comprar votos), además de medidas complementarias que disuadan la corrupción y el clientelismo. Una remuneración demasiado atractiva, demasiado sobre los costos de oportunidad, hace el cargo más atractivo para quienes tienen menor vocación intrínseca.
En cambio, la labor de un subsecretario es mucho más fácil de trazar en el mercado, pues es equivalente a la gerencia de una empresa de tamaño mediano a grande dependiendo de la cartera. Un ministro ejerce ambos tipos de funciones. Es altamente valorable, tanto su mirada estratégica, liderazgo y conocimiento del sector, como su habilidad política y de comunicación.
Sería absurdo, como se ha sugerido, fijar la renta como un múltiplo del salario mínimo, que es una variable de política que debiese determinar el interés general de la sociedad y no el interés particular de los parlamentarios, puesto que el salario mínimo es controlado por el propio Congreso.
Justicia tiene que ver con el contexto. La remuneración de un representante no puede ser muy diferente a las del pueblo que representa. De lo contrario, se pierde contacto con esa realidad. A menos que se acepte que es la élite la que debe representar, y no los ciudadanos comunes, pero en ese caso no se requeriría remuneración sino buenos controles a la corrupción. Como no queremos una plutocracia, una remuneración muy baja tampoco es aconsejable, pues disuade de participar a aquellos sobresalientes candidatos potenciales que no son miembros de la elite económica, pues podrían acceder a alternativas mejor remuneradas. Revierte así a un problema de eficiencia, de calidad de la representación, que entraría en conflicto con el criterio de justicia.
Probablemente el dato más relevante del contexto es que la remuneración mediana es cercana a los cuatrocientos mil pesos. La renta de un representante podría fijarse en un múltiplo de la renta mediana, y no estirarse más allá de lo que las mayorías consideren justo, de lo contrario se arriesgaría la percepción de justicia y con ello la legitimidad. ¿Qué tan alto debe ser ese múltiplo? Otro dato relevante del contexto es la distribución de ingresos, ya que, como se dijo, la remuneración debe ser suficientemente atractiva como para que personas excepcionales que dependan de su sueldo puedan optar por este camino. Una referencia para esto podría ser el punto de corte de los grupos de mayores rentas del trabajo, como P95 (el punto de corte del 5% de más altos ingresos), para fijar límites razonables a ese múltiplo.
Sería absurdo, como se ha sugerido, fijar la renta como un múltiplo del salario mínimo, que es una variable de política que debiese determinar el interés general de la sociedad y no el interés particular de los parlamentarios, puesto que el salario mínimo es controlado por el propio Congreso. Ineficiente, poco legítimo, eventualmente injusto.
Legitimidad y justicia requieren considerar cómo han resuelto el tema otros países y comparar. Todo esto permitirá justificar bien una decisión, que deberá ser muy bien “contada”. Pero esto es imposible de elaborar con la ley actual, que obliga a la igualdad de remuneración de ministros y congresistas. No hay ninguna razón para ello, pues su sustento emana de fuentes distintas. Ni siquiera entre diputados y senadores debiese ser igual. La ley debe ser cambiada.
Si no es posible resolver a tiempo este amarre, se puede intentar diferenciar. La renta parlamentaria podría recoger sanciones al clientelismo. Por ejemplo, el parlamentario que intenta colocar a uno de sus operadores en el Estado podría ser denunciado anónimamente a una comisión que podrá, una vez comprobado el hecho, no sólo amonestar por el daño que produce al funcionamiento del Estado y el debilitamiento de la democracia, sino también castigarlo en su remuneración.
Si la remuneración total de los parlamentarios debe igualar la de un ministro, puede serlo en términos totales, pero solo si van a todas las sesiones de comisión, todas las votaciones, etc.; en caso contrario, cada ausencia podría ameritar un descuento importante.
Y si la remuneración total de los parlamentarios debe igualar la de un ministro, puede serlo en términos totales, pero solo si van a todas las sesiones de comisión, todas las votaciones, etc.; en caso contrario, cada ausencia podría ameritar un descuento importante. Un sistema de este tipo no es aconsejable, pues no son un buen indicador de la labor parlamentaria. Lo deseable es cambiar la ley.
En su propuesta, el CADP no debe olvidar la crisis que nos ha llevado hasta aquí. Y todos debiésemos recordar que la decisión de reducción de remuneraciones no reemplaza la necesidad de modernizar y relegitimar el Congreso. Los emperadores andan desnudos, y la insistencia de seguir andando sin ropa, a plena vista de todos, contándose el cuento entre ellos, nos tiene al borde del abismo.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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