COLUMNA DE OPINIÓN
La heterosexualidad como norma en la jurisprudencia del TC
11.06.2020
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
COLUMNA DE OPINIÓN
11.06.2020
“No es primera vez que el Tribunal Constitucional se pronuncia sobre la relación entre heterosexualidad y matrimonio. (…) su último voto de mayoría se suma a un ya abultado grupo de decisiones relacionadas con cuestiones de género que, lamentablemente, descansan en una pasmosa pobreza argumental” dice la autora de esta columna. Explica que aunque quienes participaron del voto de mayoría no explicitan su posición ideológica, esta se trasunta en el fallo: afirman que el matrimonio es la forma jurídica recomendada para formar familia y que el matrimonio constituye un “orden público matrimonial, cuyas reglas son esenciales y obligatorias para todos los habitantes de la República”.
Probablemente para nadie fue una sorpresa que el Tribunal Constitucional (TC) rechazara, en una sentencia dictada hace pocos días (STC Rol 7774-2019), una acción de inaplicabilidad relacionada con el matrimonio igualitario. Esta acción buscaba que fueran declaradas inconstitucionales dos normas que limitan el reconocimiento pleno en Chile de matrimonios homosexuales celebrados en el extranjero: el art. 12 inciso final de la ley 20.830; y el art. 80, inc. 1º de la ley 19.947 en lo referido a la frase “siempre que se trate de la unión entre un hombre y una mujer”.
Aunque no sorprende, dicha sentencia causó escándalo, entre otras cosas, porque en ella el TC termina implícitamente equiparando las uniones homosexuales a otra clase de vínculos que califica de intolerables, tales como “los matrimonios polígamos en países musulmanes, o el matrimonio de niños de países africanos, o aquellos convenidos por los padres en la sociedad japonesa, y las bodas masivas de parejas que se celebran en la secta moon, en Corea del Sur, entre otros” (c. 22º);
Probablemente muchas personas no se sientan ni defraudades ni escandalizadas por el contenido de esas afirmaciones, o no tengan sencillamente muchas expectativas respecto del TC. Pero, en mi opinión, hay en esta polémica una dimensión objetiva de de defraudación de expectativas. Estas últimas son, más bien, abstractas e institucionales, es decir, se relacionan con las funciones de la jurisdicción constitucional más que con una confianza en la calidad de las decisiones del actual TC. La jurisdicción constitucional está llamada a satisfacer grandes desafíos derivados de las competencias especiales atribuidas a los tribunales constitucionales en los sistemas jurídicos. Estos órganos están pensados para operar como verdaderas bisagras que permitan articular de manera aceitada los mandatos constitucionales con las normas de la política ordinaria (leyes, en general), de manera de garantizar que en los procesos de regulación de los derechos fundamentales estos sean preservados como verdaderos “triunfos frente a la mayoría”, tomando prestada la célebre fórmula de Ronald Dworkin.
En consecuencia, aunque es evidente que dentro de una determinada comunidad jurídica habrá siempre discrepancia sobre uno o varios elementos de una sentencia constitucional, lo que se espera de un TC es que sus discursos (al fin y al cabo, las sentencias son, en buena medida, discursos) honren la confianza que se deposita en estos órganos y estén a la altura de las delicadas funciones que se le han encomendado. Cabe recordar, además, que en estas sentencias constitucionales no solo se juega la validez de las normas jurídicas sometidas a controles de constitucionalidad, sino la legitimidad misma de esta clase de tribunales.
De ahí que no solo importe, a la larga, lo que dice el TC sino cómo lo hace, es decir, cuál es el estándar argumental de sus sentencias.
El voto de mayoría de esta sentencia se suma a un ya abultado grupo de decisiones relacionadas con cuestiones de género que, lamentablemente, descansan en una pasmosa pobreza argumental.
Entiendo por cuestiones de género aquellas que se refieren a la construcción social de los roles masculino y femenino; y aquellas vinculadas a las manifestaciones erótico-afectivas de las personas. Así, quedan comprendidos en este grupo de sentencias las que contienen discursos relacionados con los derechos de las mujeres (por ejemplo, la sentencia sobre píldora del día después o STC 740-2007 y las dos sentencias sobre aborto en tres causales y objeción de conciencia, es decir, los roles N° 3729(3751)-17 y N° 5572-18-CDS / 5650-18-CDS, entre otras); y aquellas que se vinculan con la (hétero/homo) sexualidad (por ejemplo, la STCNº 1683-10, relativa al art. 365 del Código Penal que regula la sodomía). Algunas de estas sentencias se inscriben directa o indirectamente en discusiones constitucionales relativas al régimen jurídico-familiar.
Según Judith Butler, los discursos sobre la dualidad sexual contribuyen a construir una norma social (la heteronormatividad) que determina, en la práctica, aquello que es legítimo y aquello que no lo es; y, por extensión, lo que puede protegerse jurídicamente y lo que no.
Hace décadas, el feminismo viene sosteniendo que el régimen jurídico sobre la familia ha formado parte de una red de dispositivos destinados a estabilizar el sistema sexo-género. A esta crítica se ha sumado con fuerza la denuncia formulada por la teoría queer (una elaboración teórica sobre las disidencias sexuales) que apunta al carácter performativo de los discursos sociales (incluidos los jurídicos).
Según Judith Butler, los discursos sobre la dualidad sexual conciben la heterosexualidad como una esencia y más que describir una realidad preexistente, contribuyen a construir una norma social (la heteronormatividad) que determina, en la práctica, aquello que es legítimo y aquello que no lo es; y, por extensión, lo que puede protegerse jurídicamente y lo que no.
No es primera vez que el TC se pronuncia sobre la relación entre heterosexualidad y matrimonio. En una sentencia de 2011 (STC Rol Nº 1881), rechazó una acción de inaplicabilidad contra el art. 102 del Código Civil que establece que el matrimonio es un contrato solemne entre un hombre y una mujer. En dicha ocasión —en la que también una de las controversias se refería a la inscripción de un matrimonio homosexual celebrado en el extranjero— el TC suministró dos grupos de argumentos, los que terminaron, incluso no dialogando entre sí, configurando una mayoría por el rechazo. El primer grupo de argumentos, de carácter procedimental, arguyó que no cabía pronunciarse sobre el fondo del asunto porque, en realidad, se estaba impugnando un régimen completo de disposiciones legales cuya modificación, en su caso, correspondía al poder legislativo. El segundo grupo de argumentos se refirió al fondo del asunto y postuló que la diferenciación entre parejas heterosexuales y homosexuales se basaba en una (presunta) función eminentemente reproductiva del matrimonio, lo que le imprimía a esta institución una configuración necesariamente heterosexual.
La filósofa argentina Diana Maffia (1994) ha observado que tras la exaltación de la función reproductiva del matrimonio en estos debates se esconden no solo propósitos simbólicos sino también económicos: “la sexualidad restringida a fines reproductivos —dice Maffia— señala roles claros entre los sexos y un tipo definido de conformación familiar que facilita la preservación de determinadas estructuras económicas. Nada le va mejor a la propiedad privada que la familia nuclear monogámica y la heterosexualidad compulsiva”.
En esta última sentencia el TC, en su opinión de mayoría, asumió una posición de fondo para descartar la impugnación. La disidencia, en contraste, (conformada por su presidenta, la ministra Brahm, por la ministra Silva Gallinato, y por los ministros García y Pozo), sostuvo la tesis opuesta y estuvo por acoger la acción.
Lo que ha sido especialmente llamativo en esta última sentencia del TC, más que la existencia de una discrepancia interna entre sus integrantes es la manifiesta ramplonería del voto de mayoría. Este voto llega a sostener, en su considerando 24º que “no puede hablarse de discriminación por la categoría sospechosa de orientación sexual, ya que la diferencia no radica en si se trata de personas homosexuales o heterosexuales, sino en que la institución matrimonial en Chile es una unión entre hombre y una mujer, por lo que una persona homosexual puede contraer matrimonio en Chile si lo hace con una persona de sexo opuesto”. Esta afirmación equivale a sostener que la imposibilidad de acceder a los derechos que confiere el matrimonio se produce como consecuencia de la decisión de una persona de no sujetarse a la heteronormatividad (pudiendo/debiendo hacerlo), y no a resultas de la decisión legislativa que solo permite que las parejas heterosexuales puedan acceder al régimen matrimonial.
Para tratar de justificar tan curiosa afirmación la opinión mayoritaria recurre constantemente a la falacia de petición de principios, es decir, defiende una determinada conclusión (no existe discriminación) mediante un raciocinio que lleva implícita, como premisa, la conclusión que debiera ser argumentada por el TC. La estructura del razonamiento es la siguiente: las personas homosexuales son diferentes a las personas heterosexuales (a menos que se comporten como estas últimas); por tanto, está legitimado que el matrimonio diferencie (trate peor) a las personas homosexuales en relación con las heterosexuales.
Mención aparte merecen los votos de los ministros Aróstica y Vásquez. Estos se permiten, en un giro esperpéntico y casi como si quisieran hacer gala de una absoluta impunidad interpretativa, afirmar que la Convención Americana de Derechos Humanos debe ser comprendida como alineadas con la tesis que ellos defienden.
Este tipo de maniobra busca evadir un pronunciamiento directo sobre la pregunta central de la controversia jurídico-constitucional. Esta consiste, precisamente, en determinar si hay diferencias que puedan reputarse legítimas/razonables entre uniones heterosexuales y uniones homosexuales y, en su caso, cuáles serían.
El voto de mayoría también niega que las disposiciones impugnadas afecten la dignidad y del derecho a la identidad del hijo de las recurrentes, debido a la falta de reconocimiento jurídico del vínculo filiativo entre la pareja homosexual y el menor. c. 32º). En esta parte, el fallo no solo contrasta con su disidencia, sino también con una reciente sentencia dictada por la jueza del segundo juzgado de familia de Santiago, Macarena Rebolledo, en que se advierte que “la ley de acuerdo de unión civil no cubre la totalidad de los aspectos identitarios y relacionales del niño, en circunstancias que debe garantizarse su derecho a acceder a un estatuto filiativo respecto de aquel conviviente civil que contribuyendo significativamente a su crianza y educación desee constituir formalmente tal relación familiar”. Sobre esta base la jueza ordenó inscribir al niño, reconociendo jurídicamente la filiación homoparental (RIT C-10028-2019, dictada el 08 de junio de 2020).
Es importante tener presente que la falta de una explicitación de la posición ideológica de los ministros del TC que suscriben el voto de mayoría en relación con las uniones homosexuales no debe ser confundida con una posición aséptica ni técnica al respecto. Antes bien, la lectura conjunta de los considerandos 15º y 23º del fallo del TC trasunta bien el subtexto de género. Se señala que el matrimonio es “la forma jurídica recomendada para formar familia” (énfasis agregado), y que este constituye un “orden público matrimonial, cuyas reglas son esenciales y obligatorias para todos los habitantes de la República”. Así, el voto de mayoría transforma en una esencia con caracteres performativos, una institución—el matrimonio nuclear, heterosexual— que no es más que una expresión social histórica; y, por tanto, dinámica.
El profesor Corral, en una columna publicada recientemente, ha sostenido que el TC rechazó el requerimiento con “buenas razones”. En su opinión, de no fijarse reglas de orden público que limiten el reconocimiento de vínculos contraídos en el extranjero habría que reconocer como matrimonio todas las uniones que gocen de ese estatuto en leyes foráneas. Sin embargo, no es esa la cuestión controvertida. De hecho, nadie ha cuestionado que cada estado tenga competencia para regular la familia y, en particular, el matrimonio (dicho sea de paso, esto ocurre con cualquier materia objeto de regulación jurídica a nivel territorial). No cabe duda de que el matrimonio puede ser configurado jurídicamente (que no es lo mismo que regulado legalmente), precisamente para adecuarse a la evolución de las concepciones de familia y para actualizar las funciones sociales de esta institución en el marco de nuevas dinámicas relacionales.
La cuestión discutida en este proceso constitucional es otra: ¿si en el ejercicio de esas competencias estatales de regulación, el legislador está facultado a utilizar un factor sospechoso de discriminación (la orientación sexual) para fundar sobre este una diferenciación que limita los derechos de quienes integran un grupo familiar, sin aportar argumentos justificativos susceptibles de ser considerados razonables, es decir, que puedan ser validados intersubjetivamente?
La cuestión discutida en este proceso constitucional es otra: ¿si en el ejercicio de esas competencias estatales de regulación, el legislador está facultado a utilizar un factor sospechoso de discriminación (la orientación sexual) para fundar sobre este una diferenciación que limita los derechos de quienes integran un grupo familiar, sin aportar argumentos justificativos susceptibles de ser considerados razonables, es decir, que puedan ser validados intersubjetivamente? En contra de lo que sostiene Corral en la mencionada columna, me parece obvio que la determinación jurídico-constitucional de si existe o no una discriminación en materia de familia no puede depender únicamente del concepto legal de matrimonio, porque eso equivale a decir que el legislador nunca podría discriminar o que este no está obligado a justificar la razonabilidad de sus decisiones.
Salta a la vista, de la simple lectura del art. 19 Nº 2 de la constitución, que el legislador está sujeto a una exigencia de razonabilidad al establecer diferenciaciones. En su parte pertinente, dicha norma señala: “ni la ley ni autoridad alguna podrán establecer diferencias arbitrarias”.
Creo que el voto de mayoría del fallo del TC no logra ofrecer este tipo de razones, las que —según expliqué— deben satisfacer un alto estándar de calidad argumental, entre otras cosas, debido a su tosquedad analítica y a una evidente falta de instrumental conceptual apropiado para abordar esta cuestión.
Mención aparte merecen los votos individuales de los ministros Aróstica y Vásquez, quienes concurren también al fallo de mayoría. Estos se permiten, en un giro esperpéntico y casi como si quisieran hacer gala de una absoluta impunidad interpretativa, afirmar que la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH) y la Convención para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer (CEDAW) deben ser comprendidas como alineadas con la tesis que ellos defienden. Tal aseveración, completamente incompatible con los presupuestos de género de la CEDAW, es también inconsistente con la abultada jurisprudencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre la orientación sexual, que se inaugura con el caso Atala Riffo e hijas vs Chile. Tampoco considera una reciente opinión consultiva de la misma Corte (OC-24, de 24 de noviembre de 2017) en la que esta señala explícitamente, a propósito de los estándares interamericanos sobre la orientación sexual, que la obligación internacional de los estados bajo la CADH, trasciende las cuestiones vinculadas únicamente a derechos patrimoniales y se proyecta a todos los derechos humanos internacionalmente reconocidos, así como a los derechos y obligaciones reconocidos en el derecho interno de cada estado, que surgen de los vínculos familiares de parejas heterosexuales. De ahí que la Corte haya llamado, en esta opinión consultiva, a los estados de la región americana a revisar sus legislaciones en materia de protección familiar de uniones homosexuales.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cinco centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD), el Centro de Investigación en Comunicación, Literatura y Observación Social (CICLOS) de la Universidad Diego Portales y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.