COLUMNA DE OPINIÓN
Cuando el Estado no protege: las duras lecciones de la crisis de 1930
31.05.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
31.05.2020
Una gran cantidad de investigadores ha reclamado que la ayuda del gobierno para la pandemia no es suficiente. En esta columna, la historiadora Ángela Vergara reconstruye las vivencias de trabajadores y niños que, en los años 30, golpeados por la crisis económica y una epidemia de tifus, pasaron hambre y tuvieron que conformarse con migrar en vez de recibir los salarios que les adeudaban. Esta revisión de la historia del desempleo plantea fuertes dudas sobre si en estos 100 años ha mejorado la forma cómo la elite se relaciona con los grupos más vulnerables en Chile.
* Fuente fotografía de portada: Victoria, Octubre 1933. ARNAD, Dirección del Trabajo, Volumen 387.
La historia nos ayuda a comprender el presente y evitar, así, los errores del pasado. Pero también es cierto que, frente a la profundidad de los cambios culturales y tecnológicos, poco o casi nada tenemos en común con las generaciones previas. Entonces, más que recetas y datos precisos, lo que buscamos en el pasado es un sentido que nos ayude, como sociedad, a entender, interrogar, y sobrellevar un presente incierto.
Desde esta perspectiva, la historia social sobre el desempleo busca ir más allá de las grandes interpretaciones y cifras y adentrarse en la intensidad y diversidad de las experiencias cotidianas. Porque las crisis no son abstractas sino humanas; las cifras no son neutras, sino que las construyen los expertos; y las políticas de ayuda social dependen de cómo los funcionarios las interpreten y apliquen a la realidad. Por ello, un relato histórico que incorpore las vivencias y perspectivas de quienes vivieron un período de crisis nos permite establecer una empatía y conexión con el pasado, por más lejano que sea, y, a partir de ello, construir un sistema económico más humano y justo.
A comienzos de los años treinta, Chile sufrió los efectos de la depresión mundial. La historia es conocida: caída del sector exportador, paralización de las principales actividades económicas, crisis financiera, inestabilidad monetaria, y graves tensiones políticas y sociales. Al analizar los acontecimientos sociales con más detención, nos encontramos con miles de desplazados de las oficinas salitreras que deambulaban por los campos del sur y con una epidemia de tifus que hacía estragos entre los más pobres y desamparados. Mientras los hombres se iban a los lavaderos de oro o a la construcción de caminos, labores que no ofrecían más que un salario de subsistencia y una ración alimenticia miserable, las mujeres y los niños buscaban en los albergues y los centros de racionamiento alguna ayuda para sobrevivir. Sus nombres se pierden en los documentos, aparecen y vuelven a desaparecer, no los recuerda el diccionario biográfico de hombres (y algunas mujeres) ilustres. Los archivos solo nos entregan un fragmento de su existencia, un momento en el cual sus vidas llamaron la atención de las autoridades.
Como un huracán que asolaba todo a su paso, la depresión mundial de los años treinta avanzó con toda su fuerza devastadora a lo largo del país. Sus estragos se sintieron primero en el Norte Grande. Al cerrar las oficinas salitreras, los trabajadores bajaron de la pampa y se instalaron en los puertos a la espera de pasajes para embarcarse rumbo a Coquimbo o Valparaíso. Hacia 1931, la crisis había paralizado prácticamente todas las actividades económicas de las provincias del norte, y las autoridades temían el estallido social en los puertos de Iquique y Antofagasta. En septiembre de ese año, la Inspección del Trabajo informó que había más de 32.000 trabajadores salitreros cesantes. Más de 58.000 personas, entre ellas cerca de 11.000 mujeres y 18.000 niños, habían emigrado del Norte Grande[1]. Si bien las cifras dan cuenta de la inmensidad de la Gran Depresión y sus graves consecuencias económicas y sociales, las historias personales permiten vislumbrar el actuar de las autoridades públicas y las estrategias de sobrevivencia de la población.
Al igual que muchos funcionarios públicos, Paredes no solo se convirtió en un intermediario entre quienes solicitaban ayuda y el Estado, sino que su labor consistía en interpretar las necesidades de los solicitantes y decidir quien, como señalaba la visitadora social Adriana Izquierdo, ‘era digno de socorro'
En mayo de 1931, Robinson Paredes trabajaba como funcionario en la Secretaría de Bienestar Social de la Intendencia de Tarapacá en Iquique. Con los pocos recursos que contaba, intentaba ayudar a los cientos de cesantes que acudían a su oficina en busca de pasajes para viajar al sur, alimentos, o atención médica. El rancho fiscal, esa comida que distribuía la Intendencia a los más necesitados, no daba abasto. A partir de recursos públicos y donaciones privadas, Iquique distribuía más de 2,300 raciones diarias entre los más necesitados. El trabajo de Paredes consistía en recopilar datos, escribir cartas a sus superiores, buscar soluciones concretas. Al igual que muchos funcionarios públicos, Paredes no solo se convirtió en un intermediario entre quienes solicitaban ayuda y el Estado, sino que su labor consistía en interpretar las necesidades de los solicitantes y decidir quien, como señalaba la visitadora social Adriana Izquierdo, “era digno de socorro”[2].
Emilio Valdivia Rojas fue uno de los que llegó a la Secretaría de Bienestar Social. Paredes anotó los datos: casado, cinco hijos, empleado de bahía en el puerto, cesante desde 1929. No había trabajo en el puerto, los ahorros nunca existieron, la comida era poca y la familia debía cinco meses de arriendo. Don Emilio quería irse a Tocopilla, donde los parientes de su mujer los recibirían. Se acercó a la Intendencia con esperanza de conseguir pasajes para él y su familia. Sus pertenencias se reducían a diez bultos.
Al igual que Emilio Valdivia, muchos otros buscaron en la Intendencia algo de ayuda. Berta Campos estaba sola con su hijo de 2 años. El marido se había ido, y ahora vivía de allegada, sin trabajo y sin familia. No se sabe cómo llegó a Iquique, quizás siguió a ese marido que después la abandonó. En pocas palabras le explicó a Paredes que sería mejor volver a Valparaíso y encontrar “ayuda entre los suyos”. A Rosa Flores de Pallauta el marido también se “le fue sin saber a dónde”. Sola, con una hermana de 11 años y tres hijos de 5, 3 y 1 año, quería partir a Santiago, donde unos familiares la podrían recibir. Robinson Paredes escribió al director de la Inspección del Trabajo, relató con detalle los casos, y Emilio Paredes, Berta Campos, y Rosa Flores se unieron a los miles de desplazados por la crisis[3].
Los efectos de la crisis se sintieron hasta en los más escondidos rincones del país. Al colapso del mercado internacional se unía la actitud de empresarios, quienes utilizaban todo tipo de artimañas para evadir sus responsabilidades. Cerca de la estación de ferrocarriles El Yeso, en Copiapó, había una pequeña mina de cobre, la Elisa de Bordos. Trabajaban 43 personas, quienes vivían con sus familias en un mísero campamento. Menos de 50 kilómetros los separaban de Copiapó, pero el aislamiento era prácticamente total. La caída del precio internacional del cobre reduciría la producción nacional a menos de la mitad y casi dos tercios de los trabajadores mineros quedarían sin empleo[4]. Frente a un escenario económico incierto, el administrador anunció el cierre de la mina y se devolvió a Copiapó. Nadie sabía qué hacer. La empresa les debía varios meses de salario. Si se iban, las esperanzas de recobrar algo de ese dinero eran aún más mínimas. Al llegar al lugar, Arturo Oyarzún Blest, funcionario del trabajo en la Intendencia de Atacama, se encontró con un escenario extremo, temió lo peor: que todos se murieran de hambre. Levantó un acta, se comunicó con el Intendente, envió un oficio al Juez del Trabajo, consiguió fondos para trasladarlos. Algunos se fueron, otros se quedaron, esperando que las cosas mejorasen. Solo nos quedan los nombres, el número de bultos, la destinación: Francisco Lizama, 55 años, herrero, casado con Antonia Maldonado, cuatro hijos, tres bultos, partieron a Copiapó; Lucas Dorador, 40 años minero, casado con Rosario Godoy, seis hijos, diez bultos, destinación Los Loros; Telésforo Patiño, 18 años, minero; Vicente Castro, 43 años, minero, casado con Juana Ortiz, 8 hijos, decidió quedarse en el campamento y esperar. Oyarzún anotó todo y se fue. Hasta ahí llega lo que sabemos de esos hombres y esas mujeres, quienes al igual que muchos otros pasaron a engrosar las estadísticas de cesantía[5].
Los efectos de la crisis se sintieron hasta en los más escondidos rincones del país. Al colapso del mercado internacional se unía la actitud de empresarios, quienes utilizaban todo tipo de artimañas para evadir sus responsabilidades.
La crisis duró años. En 1933, las autoridades creían que los pobres se habían acostumbrado a vivir de la caridad, del rancho, del albergue. Ya no eran desempleados, decían algunos, sino “cesantes voluntarios”, mendigos profesionales, indigentes que nunca volverían a trabajar. El gobierno de Arturo Alessandri ordenó desalojar los albergues, mandar la gente a trabajar a los lavaderos de oro, a la construcción de caminos, lejos, donde no molestaran, donde su pobreza y su hambre no estorbaran la reconstrucción de la República.
Mientras el gobierno anunciaba sus medidas de austeridad económica y control social que garantizarían el pronto retorno a la normalidad, Jorge Sepúlveda, Inspector del Trabajo en la ciudad de Victoria, provincia de Cautín, se encontró con un vagón de ferrocarril lleno de niños. Venían de Valparaíso, entre los cesantes desalojados del Albergue Aduana. Eran quince menores, de entre 10 y 15 años. Sepúlveda anotó sus nombres, les preguntó de dónde eran, los fotografió. Segundo Oscar Moreno solo tenía 10 años, su padre, le comentó al Inspector, vivía en Las Zorras en Valparaíso. Sepúlveda apuntó “raquítico”. Oscar Parker Henríquez, 12 años, originario del cerro Las Perdices, “es un chico tan pequeño y tan raquítico que inspira lástima”. Manuel y Guillermo eran hermanos, tenían 13 y 14 años, su padre vivía en el Cerro Barón. Nadie logró explicar cómo y porqué los menores habían viajado solos de Valparaíso a Victoria en un tren de cesantes destinado a los lavaderos de oro. Los residentes de Victoria comenzaron a rumorear que eran delincuentes, “arañas de puerto” los llamaron, mientras que los encargados insistían, quizás para evadir sus responsabilidades, en que eran cesantes. Por su parte, los menores reclamaban que no eran vagos ni albergados, sino que habían sido detenidos en las inmediaciones del albergue y obligados a viajar al sur. Después de un tiempo, sus historias desaparecen de los registros[6].
La crisis duró años. En 1933, las autoridades creían que los pobres se habían acostumbrado a vivir de la caridad, del rancho, del albergue. Ya no eran desempleados, decían algunos, sino “cesantes voluntarios”, mendigos profesionales, indigentes que nunca volverían a trabajar. El gobierno de Arturo Alessandri ordenó desalojar los albergues, mandar la gente a trabajar a los lavaderos de oro, a la construcción de caminos, lejos, donde no molestaran, donde su pobreza y su hambre no estorbaran la reconstrucción de la República.
En diciembre de 1932, la Inspección del Trabajo informó que había 120.000 personas cesantes inscritas en sus registros, aunque reconocía que la cifra real era probablemente de más de 180.000 trabajadores cesantes[7]. En un país con una población activa cercana a 1.2 millones, la tasa de desempleo, dirían los expertos, era aproximadamente entre un 10 a 12 por ciento. Sin embargo, las cifras y la estadística reflejan una forma determinada de ver, entender, e interpretar la realidad. Bajo su aura de saber científico y preciso, se esconden definiciones excluyentes. Berta Campos no aparece en la estadística. Nunca había trabajado formalmente, ni tampoco los quince niños que llegaron a Victoria. A comienzos de 1933, el gobierno estimó necesario definir con precisión el estado de cesantía: “se entenderá al obrero o empleado que se encontrare sin trabajo por motivos ajenos a su voluntad, que careciere en absoluto de recursos propios”. Además, el cesante no podía negarse a “aceptar el trabajo que se le ofreciere, ni le abandonare sin causa justificada”[8]. Esta definición, como las que fueron surgiendo con los años, excluía una amplia gama de trabajos y experiencias, establecía formas de control social y determinaba quien podía acceder a los servicios sociales.
La mirada asustada de los niños llevados a Victoria, así como las experiencias de quienes se vieron forzados a migrar, nos recuerda la importancia de ponerle nombres, rostros, personas a las crisis. Si hay algo que nos enseña la historia social del desempleo, es la necesidad de construir un sistema de políticas sociales no desde las grandes cifras sino con y para todas las personas, sin exclusión.
** La autora agradece a Alberto Harambour por sus comentarios.
[1] Revista del Trabajo, Agosto-Septiembre 1931.
[2] Adriana Izquierdo, “Como se organizó la ayuda a los cesantes y la participación que en ella correspondió a la Escuela de Servicio Social Elvira Matte Cruchaga,” tesis, Escuela de Servicio Social Elvira Matte Cruchaga, 1932.
[3] Esta historia fue reconstruida a partir de documentos encontrados en el fondo de la Dirección del Trabajo, año 1931, volumen 244.
[4] César Fuenzalida, ¿Hemos vencido la crisis? Santiago, Imprenta Nascimento, 1934.
[5] Esta historia fue reconstruida a partir de documentos encontrados en el fondo de la Dirección del Trabajo, 1931, volumen 244.
[6] Esta historia fue reconstruida a partir de cartas encontradas en el fondo de la Dirección del Trabajo, año 1933, volúmenes 387 y 443.
[7] Barómetro Económico, 6 de diciembre de 1932.
[8] Revista del Trabajo, febrero – marzo de 1933.
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