COLUMNA DE OPINIÓN
Discursos anti-inmigración y su posición privilegiada en los medios: una amenaza a la convivencia
20.05.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
20.05.2020
La pandemia ha vuelto a poner ‘la migración como problema’ en los discursos públicos y medios de comunicación, plantea la autora de esta columna. Hoy se menciona a la población migrante al hablar de hacinamiento, enfermedad e Informalidad, situaciones que también afectan a chilenos, mientras sus contribuciones a la economía y la ciudad tienden a silenciarse. Siguiendo a Van Dijk, la autora recuerda que el prejuicio y la discriminación no son innatos, sino que se aprenden principalmente en el discurso público. Aquí es clave el rol de quienes pueden hacerse escuchar “sea en un matinal, noticiero o rueda de prensa ministerial”. Ellos “tienen el deber de estar a la altura de estos tiempos, siendo conscientes de que en sus manos hay una enorme responsabilidad y también una oportunidad”.
En medio de la pandemia, la migración vuelve a ocupar un lugar en la opinión pública. Durante el ‘estallido social’ y la crisis de gobernabilidad que lo acompañó, la figura de las personas migrantes perdió su habitual prominencia como ‘chivo expiatorio’ para explicar los males sociales y económicos del país. El popular lema ‘no son 30 pesos, son 30 años’ evidenció persistentes falencias estructurales, cotidianamente traducidas en problemas de calidad y acceso a la vivienda, educación, salud, previsión y empleo, y en una amplia sensación de mal trato e injusticia social. La moderación de la figura del migrante cedió paso a la responsabilización de otros actores más visibles. Los jóvenes, ‘la primera línea’, el ‘lumpen’ y el manifestante, fueron figuras relativamente abstractas que los medios y autoridades muchas veces presentaban de manera intercambiable para hablar de un supuesto ‘enemigo poderoso’ – un gesto reduccionista en sintonía con la criminalización de la protesta social.
Hoy, en un contexto global de crisis sanitaria, esta táctica estigmatizante se reconfigura. El foco gira selectivamente hacia aquellos (o más bien hacia algunos) ciudadanos y ciudadanas que faltarían a nuevas normas de civilidad, a saber, distanciamiento físico, disminución de la movilidad cotidiana, quedarse en casa y medidas de cuidado personal. Lo que Michaela Benson llama ‘el “buen ciudadano” en tiempos de pandemia’[1].
En la cobertura de los medios, centrada en la Región Metropolitana, comunicadores, ‘rostros’ y autoridades apuntan especialmente hacia quienes viven en comunas de menores ingresos, siendo menos sentenciosos ante las faltas cometidas en las zonas más acomodadas. Personas migrantes, particularmente aquellas racializadas y pobres, aparecen especialmente sujetas a estereotipos, formas de control social y sanción moral.
Por ejemplo, gran exposición mediática ha tenido el caso de dos cités donde hubo focos de contagio por COVID-19. Estos cités estaban ubicados en Quilicura y Estación Central, donde vive el mayor porcentaje de personas migrantes haitianas (INE y DEM 2019).
La población migrante tiene un nivel educacional y de empleabilidad superior al de la población chilena, no obstante, tiene una probabilidad mayor de emplearse en trabajos precarios e irregulares. Muchos de estos empleos demandan salir al espacio público.
Rápidamente cámaras de diferentes canales de televisión se aglomeraron en el lugar, recabando material sensacionalista para noticieros y matinales. Medios de prensa presentaban titulares que hablaban del brote del virus en una “comunidad de migrantes ‘haitianos”. No sería la primera ni la última ocasión en que se racializaría la ubicuidad del virus, presentando una suerte de fusión entre enfermedad, etnicidad y lugar. Tratamiento similar han tenido los campamentos, donde el 27,1% de los residentes son migrantes (MINVU 2019).
Durante el episodio en Quilicura, el intendente de Santiago señalaba ‘lo que ha sido más complejo es entenderse culturalmente con ellos [en referencia a migrantes haitianos/as]. Aquí no hay una mala voluntad de parte de nadie, sino que hay un entendimiento de lo que es la higiene…, lo que es el cuidado de la salud, lo que es ser portador de un virus como este. Fue complejo hacerlos entender.’ Sus palabras aludían a que varias personas rehusaban trasladarse a una residencia sanitaria por miedo a sufrir el robo de sus pertenencias en el cité y a ser deportados.
En diversas instancias vemos surgir un discurso que, aunque parece bien intencionado, es discriminatorio, pues degrada e infantiliza a las personas sin dar crédito a sus legítimas aprehensiones. Al explicar el foco de la enfermedad y prácticas de cuidado a partir de supuestas ‘diferencias culturales’, se sugiere que hay formas de ser y habitar la ciudad que son inherentes a la etnicidad y condición migrante –un discurso culturalista, que problematiza a quienes comparten una identificación étnica.
En el caso de Quilicura, enfatizando la otredad, el discurso de la autoridad omite que el problema radica en las trabas de acceso a la vivienda y en el hacinamiento propio de los cités; un tipo de residencia que, por lo demás, existe hace más de un siglo en Chile y es también habitado por chilenos/as.
Estas narrativas que reproducen prejuicios responsabilizando al ‘otro’ por problemas estructurales e históricos que afectan a ‘la patria’ pueden tener consecuencias nefastas en el tejido social, de por si frágil, en una sociedad crecientemente diversa donde además se avecinan nuevas precariedades e incertidumbres. Los estigmas y estereotipos pueden ser móvil de violencia y agresión; afectan nuestras disposiciones, generando formas de separación y cierre hacia lo diferente; motivan ofensas, humillaciones e incluso pueden poner en riesgo la vida de las personas. No olvidemos los trágicos desenlaces de las vidas de Monise Joseph y Joanne Florvil, entre otros.
Los discursos culturalistas suelen ser reproducidos por la ciudadanía, quienes recurren a ellos para explicar conflictos y tensiones, solidaridades y colaboraciones con otros, desconociendo procesos más amplios –relativos, por ejemplo, a cambios en la economía política local, legislaciones laborales y migratorias– que también afectan dinámicas de convivencia intercultural cotidiana y las formas de habitar la ciudad[2].
En Chile el 20,6% de los migrantes viven en situación de hacinamiento, lo que para la población nacida en Chile alcanza un 5,9% (CASEN 2017). Como han corroborado varias mediciones censales y reportes no-gubernamentales, la población migrante tiene un nivel educacional y de empleabilidad superior al de la población chilena, no obstante, tiene una probabilidad mayor de emplearse en trabajos precarios e irregulares[3]. Muchos de estos empleos demandan salir al espacio público. No hay sitio para el teletrabajo y los sueldos se generan día a día. Para muchas personas, ser “un ‘buen ciudadano’ en tiempos de pandemia” entra en conflicto con “ser un buen miembro de familia”. La responsabilidad de mantener y alimentar a los suyos implica necesariamente romper la cuarentena. Son estas complejas circunstancias, y no la migración per se, las que dificultan su cumplimiento (para personas tanto migrantes como chilenas).
En la cobertura de los medios, centrada en la Región Metropolitana, comunicadores, ‘rostros’ y autoridades apuntan especialmente hacia quienes viven en comunas de menores ingresos, siendo menos sentenciosos ante las faltas cometidas en las zonas más acomodadas.
Enfocando la migración a través del prisma del problema social, los relatos culturalistas conllevan un racismo encubierto. Aquí, la condición migrante se exacerba frente a hechos delictuales o situaciones que implican irregularidad, pobreza y enfermedad. En contraste, al hablar de las contribuciones sociales de las personas, o de situaciones mundanas o menos problemáticas, la condición migrante tiende a silenciarse.
Dicha narrativa es tremendamente facilista y poco original, pero no por ello inocente e inofensiva. A partir de la generación de prejuicios y estigmas, puede ser tremendamente dañina. Su poder radica en actuar por omisión, primero, enfatizando ‘diferencias culturales’ para explicar la falta de civilidad y responsabilidad de ‘los otros’, ocultando las debilidades de un sistema discriminatorio y desigual. Segundo, este es un discurso que destaca diferencias, separaciones y tensiones, omitiendo problemas y situaciones de desplazamiento y exclusión social que, cabe señalar, son compartidas por gran parte de la ciudadanía. Además, es una mirada que actúa negando la heterogeneidad de posiciones, roles e identidades de los y las migrantes en el país; heterogeneidad que, no obstante su omisión, se torna evidente en esta crisis sanitaria.
Llama la atención que en un país compulsivamente centrado en el rol de la economía para el bienestar y donde prima una lógica instrumental de reconocimiento social, no se mencione el rol que las y los migrantes han tenido para el funcionamiento de la economía, la salud y la ciudad, en general y en particular durante esta crisis. Servicios de distribución y entrega de alimentos, labores en agricultura, limpieza y cuidado de personas, descansan significativamente en su fuerza de trabajo. Su rol en municipios, organizaciones de la sociedad civil y educativas es crecientemente visible. En el sector salud, el 17,3% de los médicos en Chile son migrantes, llegando a un 40% en atención primaria[4]. Esto además de otras labores hospitalarias, incluyendo auxiliares y facilitadores interculturales, no han tenido notoriedad alguna.
Reconocer esta pluralidad contribuye a mitigar representaciones culturalistas que, erróneamente, presentan a las ‘comunidades migrantes’ como entidades homogéneas, invariables y herméticas; colectividades supuestamente cerradas incluso a su entorno social inmediato, con el cual (sin estar exento de tensiones) conviven día a día.
Visibilizar esta heterogeneidad es crucial también para avanzar hacia reconocernos con (y no simplemente reconocer a) ‘otros’, en virtud de similares y diferentes posiciones, y de nuestra mutua imbricación en redes y relaciones, las que son establecidas entorno a (y más allá de) categorías culturales –lo que está en juego es el reconocimiento de nuestra humanidad completa[5]. Por cierto esto es algo complejo de alcanzar, pero es especialmente difícil cuando los medios privilegian representaciones problemáticas de la migración. Dificultades aparte, visibilizar esta complejidad constituye un buen punto de partida para identificar interdependencias mutuas, derechos y compromisos compartidos. Además, desautoriza visiones dicotómicas que distinguen a quienes sufren discriminación de quienes no, a migrantes precarios de no precarios, a quienes ‘toman ventaja’ y quienes contribuyen, a problemáticas migrantes y chilenas. La realidad es muchísimo menos categórica y más compleja, y en ella el reconocimiento a nuestra integridad como personas y el derecho a una vida digna son metas comunes a todos.
Al explicar el foco de la enfermedad y prácticas de cuidado a partir de supuestas ‘diferencias culturales’, se sugiere que hay formas de ser y habitar la ciudad que son inherentes a la etnicidad y condición migrante –un discurso culturalista, que problematiza a quienes comparten una identificación étnica.
Los contextos de ‘crisis’ son definidos en relación con las grandes transformaciones que forjan y las posibilidades que abren hacia el futuro. Gómez-Crespo y Torres muestran que las crisis pueden tener efectos disímiles y ambivalentes en contextos multiculturales[6]. Por una parte, las crisis han demostrado constituir una oportunidad para reconfigurar los lazos sociales, a través de nuevas formas de solidaridad, civilidad y vecindad, las que se tornan necesarias cuando la incertidumbre es progresiva y compartida[7]. Por otra parte, nuevos conflictos y tensiones entre ‘locales’ y migrantes también han de tener lugar, particularmente cuando los segundos son culpados por los problemas estructurales de las sociedades de acogida. Así, construir una sociedad menos prejuiciada es construir una sociedad más sana, que potencialmente puede salir más fortalecida de esta crisis. Por el contrario, reproducir estigmas y estereotipos pone en riesgo el futuro de la convivencia en un contexto crecientemente complejo.
Pero ‘el prejuicio y la discriminación no son innatos,’ como señalaba Van Dijk, ‘sino aprendidos, y se aprenden principalmente del discurso público’[8]. Ser consciente de aquello es crucial en tiempos de incertidumbre, cuando la confianza en el otro se torna particularmente frágil y ambivalente. Más aún, esto es crítico en un contexto de ‘distanciamiento social’, donde se limita el contacto físico interpersonal que, potencialmente, puede contribuir a la mitigación de prejuicios.
En el caso de Quilicura, enfatizando la otredad, el discurso de la autoridad omite que el problema radica en las trabas de acceso a la vivienda y en el hacinamiento propio de los cités; un tipo de residencia que, por lo demás, existe hace más de un siglo en Chile y es también habitado por chilenos/as.
La forma en que la migración es presentada en Chile en los medios ha de tener un rol en como las personas la comprendan y se relacionen con ella[9]. Los discursos masivos acerca de la migración han de tener eco en las opiniones y actitudes cotidianas que estarán a la base de las prácticas sociales de exclusión y discriminación del mañana.
Es oportuno que los medios incorporen voces menos ‘oficiales’, incluyendo voces de organizaciones migrantes, pro-migrantes y de la sociedad civil, las que no solo saben de exclusiones y precariedades, sino también de la capacidad de actuar, organizarse y tejer nuevas solidaridades. Por lo pronto, quienes tienen el privilegio de hacerse escuchar ampliamente – sea en un matinal, noticiero o rueda de prensa ministerial – tienen el deber de estar a la altura de estos tiempos, siendo conscientes de que en sus manos hay una enorme responsabilidad y también una oportunidad.
[1]Benson, B. (2019). “A ‘Good Citizen’ for pandemic times”. Discovery and Society. Disponible aquí.
[2] Ramírez, C., & Stefoni, C. (2019). Contested and interdependent appropriation of space in a multicultural commercial neighbourhood of Santiago, Chile. Identities, 1-20.
Chan, C., Ramírez, C., &Stefoni, C. (2019). Negotiating precarious labour relations: Dynamics of vulnerability and reciprocity between Chinese employers and their migrant workers in Santiago, Chile. Ethnic and Racial Studies, 42(9), 1456-1475.
[3] Ver por ejemplo último reporte del Servicio Jesuita Migrante, SJM (2020). Migración en Chile. Anuario 2019, un análisis multisectorial. Santiago, Chile. Disponible aquí.
[4]Según datos del MINSAL publicados por el COLMED:Disponible aquí.
[5]Noble, G. (2009). Everyday Cosmopolitanism and the Labour of Intercultural Community. En A. Wise & S. Velayutham (Eds.), Everyday multiculturalism (pp. 46-65). Palgrave Macmillan.
[6]Gómez-Crespo, P., & Torres, F. (2020). Convivencia y barrios multiculturales: Conflicto y cohesión en contextos de crisis. Cuadernos Manuel Giménez Abad, 7, 28-44.
[7] Algo que también hemos constatado en contextos interétnicos permeados por una sensación de inseguridad – ej.: Ramírez, C., & Chan, C. (2018). Making community under shared conditions of insecurity: The negotiation of ethnic borders in a multicultural commercial neighbourhood in Santiago, Chile. Journal of Ethnic and Migration Studies, 1-18.
[8]Van Dijk, T. (2006) ‘Discurso de las élites y racismo institucional’ in M. Lario (ed) Medios de comunicaciôn e inmigración. Murcia: CAM-Obra Social, pp. 15–34.
[9]Como propone el trabajo en curso de la investigadora Anna Ivanova “El tratamiento informativo de los inmigrantes en la prensa nacional escrita actual (2015-2019) y su impacto en la opinión pública” (FONDECYT Nº 11180178).
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