COLUMNA DE OPINIÓN
La casa no es una escuela: propuestas de política educativa en tiempos de pandemia
08.04.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
08.04.2020
La educación en línea asume que todos tienen condiciones óptimas de conexión a internet, profesores con las capacidades suficientes y padres con tiempo. Pero no es así y presionar para que las familias eduquen en la casa puede traer más problemas que beneficios para el bienestar de los niños y niñas, plantean los autores de esta columna. Proponen medidas para que la política educativa responda adecuadamente al momento: postergar la decisión sobre las vacaciones escolares, suspender calificaciones y el Simce; ajustar los contenidos de la PSU; apostar por la televisión educativa. También recuerdan que la sobre exigencia a las familias por el rendimiento académico, deja a los niños expuestos a los “altos índices de violencia sicológica y física” que existen en Chile.
La crisis ocasionada por la pandemia del covid-19 ha afectado prácticamente todas las áreas de nuestra organización social, también la educación. Las medidas de aislamiento físico han forzado el cierre de escuelas y liceos en buena parte del planeta, incluyendo Chile. Según la Unesco, hoy más de 1.500 millones de niños y jóvenes en el mundo han sido obligados a dejar de asistir a la escuela. En Chile, de acuerdo a los datos del Censo 2017, en cerca de 2,5 millones de hogares (un 45% del total) viven niños, niñas y jóvenes. La educación ha llegado a ser una institución social medular en el funcionamiento cotidiano de la sociedad, no sólo de profesores y estudiantes, sino de sus familias, el trabajo y muchas otras actividades. En este inédito contexto, es importante reflexionar sobre cómo afrontar el proceso educativo y cómo conciliarlo con las otras áreas de la vida impactadas por la emergencia.
El impacto más obvio del cierre de escuelas es la interrupción de las clases presenciales, principal medio de operación del proceso educativo formal. Dado que este proceso se organiza secuencialmente en ciclos, grados, planes de estudio, unidades, objetivos y contenidos que aprender, la preocupación de familias, educadores y autoridades es inmediata: ocurrirá un severo atraso en el proceso educacional, atraso que de no remediarse tendrá un efecto hacia el futuro. Así, importantes esfuerzos se han gatillado a todo nivel para que los estudiantes “no paren de aprender” y se minimice el predecible retraso escolar. El currículum oficial aparece como un largo camino, que se ha hecho cuesta arriba, sinuoso y resbaladizo; la educación, como una carrera contra el tiempo y los demás (sí, estamos llenos de formas de competencia entre compañeros y escuelas). No hace falta mucha imaginación para conocer el resultado. Unos pocos han echado mano a la 4×4 y parecen enfrentar la situación con fluidez, mientras la mayoría avanza a tropezones improvisando soluciones; un importante grupo camina allá atrás, abajo, entre el barro y las quebradas.
Frente a esa desoladora imagen, es natural que las energías de quienes estamos comprometidos con la educación tiendan a concentrarse en cómo emular de la mejor forma la 4×4, para que la carrera no sea tan desigual. Para dejarlo claro: no podemos estar más de acuerdo con quienes buscan dotar de la mayor cantidad y mejor calidad de medios de enseñanza-aprendizaje para todos los estudiantes que no forman parte del grupo de privilegiados, es decir “ese 95% de abajo”. Sin embargo, creemos que la alteración de la vida en sociedad que la pandemia está produciendo es tan significativa, que debemos mirar con perspectiva hasta las cosas que damos por sentadas, como la educación formal. Quizás descubramos que ese impulso inicial por tratar que el proceso educativo 2020 se vea lo menos alterado posible no sea la mejor idea, e incluso pueda traernos algunos problemas que debiéramos evitar. De paso, puede que nos demos cuenta de la trampa que se esconde detrás de la imagen de la educación como una gran carrera fratricida y dejemos de correr, aunque sea por un tiempo.
Comencemos por una constatación simple pero contundente. El proceso educacional formal es de muy largo plazo y afortunadamente Chile cuenta con la capacidad para garantizar universalmente el derecho a la educación por 13 años, y posee tasas de retención escolar muy altas. Es decir, aún si esto fuese una carrera, no sería un sprint de 100 metros planos, sino una larga maratón. Además, Chile tiene un régimen de jornada escolar completa, totalizando 1.444 horas anuales de educación en básica y 1.596 en media, una de las más extendidas en el mundo. Todo lo anterior implica que hay tiempo. Por lo pronto, hay tiempo más que suficiente para compensar cualquier “atraso” que esta interrupción pudiera producir. Hay que mirar la educación con más perspectiva: nada escrito en el curriculum es tan urgente de aprender como para estresarse y estresar a los niños; ni para obsesionarse por cumplir metas y plazos. El modo ultra detallado en que planificamos contenidos semana a semana, día a día, simplemente no aplica para los tiempos excepcionales que vivimos. Los adultos y autoridades debemos transmitir confianza a los niños y jóvenes, no histeria ni angustia.
Además, dado que tampoco sabemos cuánto se prolongará esta situación de confinamiento total o relativo, es importante tomarla con tranquilidad, sin saturar las capacidades ni exacerbar los ánimos. A ambos lados del proceso educacional, docentes y familias están haciendo enormes esfuerzos para acomodar su vida cotidiana y personal al nuevo, desconocido y tensionante escenario. Si la vida cotidiana está desarmada, si no se asienta, si es un caos, todo el resto del edificio personal y social tiembla, la salud mental y la convivencia familiar tambalean y, por cierto, cualquier intento de proceso de “enseñanza-aprendizaje” es sólo una ilusión, pudiendo convertirse en pesadilla. Si la investigación ha mostrado de sobra que el “clima socioemocional” en el aula es tan importante para enseñar y aprender, ¡imagínese su relevancia en el living-comedor en momentos como el que estamos viviendo!
El modo ultra detallado en que planificamos contenidos semana a semana, día a día, simplemente no aplica para los tiempos excepcionales que vivimos. Los adultos y autoridades debemos transmitir confianza a los niños y jóvenes, no angustia.
En definitiva, lo más importante en este período, luego del cuidado de la salud, es asegurar el bienestar sicológico, emocional y social de los niños y sus familias. Creemos que toda decisión relacionada con la educación formal debiera supeditarse a ese objetivo esencial, por lo demás, condición indispensable para que el propio aprendizaje tenga alguna chance de ocurrir. Si alguna decisión educacional pone en riesgo este propósito de cuidar el bienestar sicosocial y emocional de los niños, debiera revisarse. Si bien la educación es muy importante para las personas, en momentos en que el barco da bandazos y amenaza con naufragar, debemos volver a lo que constituye su esencia para liberarnos de lo prescindible: la educación es un proceso en que los adultos intentamos proveer oportunidades significativas de desarrollo y aprendizaje a los niños y jóvenes en condiciones de respeto, dignidad y equidad.
Nada de lo que hemos dicho implica que debamos abandonar temporalmente el esfuerzo por la educación, pero sí que debemos saber calibrarlo.
En efecto, en ese espíritu, por cierto que es importante intentar mantener procesos de aprendizaje para los estudiantes; de hecho, sostener el proceso educacional puede contribuir también al bienestar emocional y sicosocial de los niños, al dotar de propósito y significado algunas actividades; al ayudar a estructurar su cotidianeidad, y al sostener en ellos una continuidad con su “vida anterior”, su normalidad. Mantener vivo el proceso educativo también puede dar un sentido colectivo a la vida recluida de los niños, si éste les permite comunicarse de alguna forma con sus profesores y compañeros. Bien implementada, la educación en emergencias provee un enorme soporte social y subjetivo; por cierto, también puede permitir aprender muchas cosas significativas. Nuestro temor es que, mal llevada, mal orientada, puede ser una fuente adicional de tensión, estrés, frustración, e incluso conflicto y mal trato. Ciertamente, encontrar el equilibrio entre ambos propósitos no es nada fácil y dada la poca experiencia y evidencia acumulada, debemos confiar en nuestro buen criterio y -sobre todo- en lo que vayan reportando familias, estudiantes y docentes. Empatía es lo que más se necesita para contribuir a mejorar y no a empeorar la inestable y delicada situación. La rigidez y la arrogancia sobran.
Reconociendo entonces que es deseable apoyar a las familias para organizar procesos de aprendizaje en los hogares, pero al mismo tiempo que eso debe hacerse en base a una visión como la que acabamos de esbozar, a continuación proponemos algunas ideas y criterios. Lo hacemos con el ánimo de alimentar una conversación social sobre cómo mejor organizar este extraordinario tiempo.
A ambos lados del proceso educacional, docentes y familias están haciendo enormes esfuerzos para acomodar su vida cotidiana y personal al nuevo, desconocido y tensionante escenario. Si la vida cotidiana está desarmada, si no se asienta, si es un caos, todo el resto del edificio personal y social tiembla, la salud mental y la convivencia familiar tambalean y, por cierto, cualquier intento de proceso de ‘enseñanza-aprendizaje’ es sólo una ilusión, pudiendo convertirse en pesadilla.
Lo primero es evitar una actitud rígida y monolítica, abriéndose a aprender en este complejo momento. A pesar de que nuestro país ha enfrentado variadas catástrofes, es poco el conocimiento que hemos sistematizado sobre “educación en tiempos de crisis”. Nos haría bien aprender de las experiencias y conocimientos acumulados, por ejemplo, por Unicef y Unesco, que han dedicado parte de su trabajo a entender y gestionar la educación en emergencias y catástrofes alrededor del mundo.
También debemos atender el conocimiento preliminar[1] que comienza a elaborarse en torno a los países que nos precedieron en el desarrollo de la pandemia y que muestra, por ejemplo, que la continuidad del proceso educativo formal (por la vía on line, como está ocurriendo en Chile) enfrenta numerosas barreras: infraestructura tecnológica, capacidades docentes, apoyo en el hogar; y que éstas pueden terminar amplificando las brechas de aprendizaje, por lo que es razonable no descansar solo en esa estrategia (ver Zhang et al., 2020). Como muestra este reciente reporte, el mundo recién está aprendiendo cómo hacerlo (Reimers & Schleicher, 2020), igual que Chile. No queda otra, entonces, que ser flexibles; revisar permanentemente las decisiones; estar atentos al cambio de situaciones, escuchar a las personas, ser sensibles a la realidad. Por cierto, también aceptar soluciones diferentes para territorios y contextos variados.
Así, parece deseable y razonable distribuir materiales y desarrollar actividades en línea, pero creemos que no es momento de contarse historias. La educación en línea no se improvisa[2]. Lo que logremos hacer será bueno, pero insuficiente, pues muchos docentes no tienen habilidades, condiciones o recursos para hacerlo satisfactoriamente. ¿Será un buen momento para ponerlos bajo esta presión a aprender, peleando con los tutoriales y las conexiones? Quizás no. Tal vez sus esfuerzos son mejor invertidos en lo que saben hacer, o en lo que nadie puede hacer por ellos: llamar a sus alumnos para ver cómo están, monitorear sus condiciones y necesidades, darles retroalimentación en tareas y actividades.
La reciente experiencia de China también muestra esto: que no es razonable pedir a cada profesor replicar sus cursos online o en videos, sino apoyarles con recursos de colegas más equipados para ese propósito, y pedirles en cambio que ellos ayuden a sus alumnos a sacar provecho de dicho material. Excelente si un profesor puede desarrollar algunas horas de clases en línea, pero la verdad es que hoy hace más sentido invertir la energía ahí donde son irremplazables: acompañar a sus alumnos de un modo cercano, individualizado, con un llamado por teléfono, con un intercambio de emails o wasaps; revisando sus progresos, escuchando, respondiendo sus dudas, aconsejando.
Hay que asumir que por el lado de las familias, los hogares y los estudiantes, las cosas tampoco están fáciles. En lo material, no todos tienen internet, no todos computadores, no todos un espacio, tiempo y tranquilidad, no todos un adulto que los guíe en el trabajo escolar. Esta es la razón más importante para entender por qué no se pueden poner todos y ni siquiera los más valiosos huevos en la canasta virtual de la web. Por cierto, está muy bien organizar los recursos informáticos y online, y enseñar cómo explotarlos: son millones, muchos son de alta calidad, ¡hay que usarlos! Pero no podemos descansar en ellos ni menos asumir que son el estándar. El estándar de lo que hacemos es lo que damos a los menos privilegiados que, en este caso, no nos engañemos, no son solo los pobres de una escuela rural aislada: las condiciones óptimas que asume la “educación online” se dan para una minoría de los niños y niñas que viven en Chile (según la última encuesta de acceso y uso de internet de la Subtel (2017), menos de la mitad de los hogares en Chile cuenta con una conexión fija a internet, que como hemos dicho es sólo el piso: ¿está disponible el computador, hay un espacio tranquilo para estudiar?) .
Afortunadamente, Chile tiene varios recursos alternativos a la educación en línea: televisión educativa, textos de estudio universales, una red de distribución de materiales y guías. Al final del día, el aprendizaje no requiere tanta parafernalia: un buen programa de televisión educativa, claras orientaciones para el uso del texto escolar que está en la casa, una desafiante guía de trabajo, un interesante libro, tienen enorme potencial. No nos vaya a ocurrir que por intentar pasarnos a la hipermodernidad tecnológica de enmarañadas sesiones de clases en línea en salas virtuales, complejas plataformas y múltiples aplicaciones, nos autoengañemos en una mímica confusa y perdamos la oportunidad de aprender y enseñar.
Más sistémicamente, todos debiéramos ayudar a los docentes y escuelas a enfocarse en lo esencial, lo importante y lo posible, y aliviarles la carga material y sicológica. Obviamente que en estas condiciones no se va cubrir todo el currículum y que hay materias más abordables que otras. Por cierto, debiéramos aprovechar la oportunidad para aprender otras cosas que son importantes y que quizás ni siquiera están en el plan de estudio. Autoridades, académicos, profesores, y comunidad debiéramos contribuir con ideas sobre esto, sobre qué es lo más importante y posible de enseñar en estas circunstancias. Por ejemplo, reflexionar sobre cuestiones de civilidad, de solidaridad, sobre la vida social; estudiar la salud y sus cuidados, los virus, enfermedades, las epidemias, la historia de estos sucesos; comprender la globalización, la interconexión y cómo nos afecta; apreciar la solidaridad intergeneracional, el valor del bien común, en fin, mil asuntos que están soplando en el viento, ¿cómo conversarlos, cómo estudiarlos, cómo aprender de ellos, cómo conectarlos con la experiencia individual y colectiva que estamos teniendo?
Es el tiempo de ver películas y documentales; es tiempo de leer, escuchar música, dibujar y pintar, escribir, relajarse, conversar, hacer ejercicio en espacios pequeños; es el tiempo de priorizar lo que demasiado a menudo postergamos en la escuela y en la vida contemporáneas. ¿Qué no tendremos formas de evaluarlo, de supervisarlo? Bueno, siempre es buen momento para poner las cosas en su lugar: rendir un test y obtener un puntaje no es el fin del proceso de aprendizaje.
Por último, para que todo lo anterior sea viable, las autoridades educacionales podrían colaborar mucho, por ejemplo:
Si bien la educación es muy importante para las personas, en momentos en que el barco da bandazos y amenaza con naufragar, debemos volver a lo que constituye su esencia para liberarnos de lo prescindible: la educación es un proceso en que los adultos intentamos proveer oportunidades de desarrollo a los niños y jóvenes en condiciones de respeto, dignidad y equidad.
Igualmente importante que las medidas que tomemos en las próximas semanas en el ámbito educacional, serán las que tendremos que adoptar una vez superada la emergencia. Un buen criterio para enfrentar ese período futuro será recapitular algunos aprendizajes que esta crisis nos está recordando. Nos ha recordado, por ejemplo, la relevancia de la escuela como institución social, lo difícil que es la profesión docente, y que los aprendizajes son solo posibles cuando existen los apoyos y condiciones necesarias. También nos ha recordado que la educación no debiera transformarse en el sinsentido de una carrera fraticida por indicadores y métricas de rendimiento.
Por último, nos ha recordado que el mayor desafío educacional chileno es proveer oportunidades de aprendizaje integral, relevantes y significativas para todos los niños y niñas, con independencia de su origen o condición social. Nunca cobró más sentido la idea de proveer a todos “una educación para la vida”; pero el confinamiento obligado también nos recuerda que la educación es parte de la vida.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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