COLUMNA DE OPINIÓN
5 escenarios para un mundo post-pandemia
03.04.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
03.04.2020
¿Cómo será la sociedad del futuro, una vez que termine la pandemia? El autor de esta columna aborda esta pregunta desde los valores que orientan nuestra sociedad y como podrían modificarse. Sugiere, por ejemplo, que la salud pública se revalorizará por el trauma que dejará el coronavirus y porque el estado suele crecer después de crisis generalizadas. También, cree que habrá espacio para un Ingreso Básico Universal, donde el estado brinde una de protección universal. Eso podría transformar, aunque sin acabar, algunos de los elementos más asentados de la vida capitalista.
En tiempos de crisis como esta, es inevitable preguntarse cómo será la sociedad del futuro una vez que comencemos a ver la luz al final del túnel. Es también un ejercicio saludable intentar proyectar cómo creemos, podremos y sobre todo querremos reenfocar las instituciones con que organizamos nuestra vida en común. Desde la modernidad temprana, a inicios del siglo XIX, esa reflexión tiene un lugar destacado en la cultura popular a través de la ciencia ficción. La centralidad que la tecnología juega allí no es casualidad, puesto que en los últimos 200 años de la historia humana las transformaciones tecnológicas han estado en el centro de nuestras aspiraciones utópicas y miedos distópicos.
En este breve texto, me propongo explorar otra forma de imaginar del futuro. La llamo imaginación normativa porque busca reflexionar sobre los valores más fundamentales con que hemos de orientamos la vida en sociedad. Se trata tanto de imaginar cómo debiesen refundarse esos valores, así como cuáles son las instituciones que ofrecen mejores posibilidades de cumplirlos. Al abrirse a la imaginación, los valores pueden repensarse en relación con un futuro distinto e incierto. Al concentrarse en la dimensión institucional, surge el requerimiento de anclar esos ideales en procesos concretos y condicionantes objetivos, de forma tal de prefigurar escenarios que sean también plausibles. Esa es la razón por la que dejo de lado escenarios abiertamente distópicos como una guerra mundial bacteriológica, el surgimiento de nuevas formas de totalitarismo o una catástrofe ambiental generalizada. Me interesa reflexionar sobre cómo queremos vivir más no necesariamente cómo podríamos morir.
A continuación, entonces, ofrezco cinco escenarios posibles.
Esta es la primera pandemia genuinamente global de la historia de la humanidad. Y es también la primera pandemia donde contamos con un nivel de desarrollo científico que está en condiciones de tratar el virus y, en algún tiempo, incluso de curarlo. Al mismo tiempo, buena parte del mundo cuenta con sistemas de salud públicos que, en condiciones normales, podrían salvar un gran número de vidas. En otras palabras, parte de la crisis generada por el virus corona es la crisis de las expectativas que general el propio mundo moderno: eventos traumáticos como estos ya no son vistos como parte del ciclo natural de la existencia humana, sino que la acción conjunta del estado y la ciencia el debiese en principio ser suficiente para no tener que padecer crisis humanitarias de esta envergadura. Es esperable que estos valores recuperen su importancia en el debate público.
La guerra se ha usado recurrentemente durante estas semanas para intentar comparar la envergadura del estado de emergencia actual. Al respecto, la experiencia histórica de las guerras muestra dos cosas: primero, que los estados aumentan de tamaño durante crisis generalizadas y que, cuando ellas han finalizado, la reducción que se produce no los lleva de vuelta a su nivel inicial. Los estados son, como norma, más grandes y presentes en la sociedad después de situaciones como esta. La segunda lección es que el tipo de instituciones que se privilegia después de una crisis así refleja, para llamarlo de alguna manera, el “trauma generacional” principal de aquel momento. Debido a ambas lecciones, me parece esperable que la revalorización de la salud pública sea uno de los resultados de esta pandemia. Por lo demás, para el caso europeo esta es una lección análoga al desarrollo de la primera oleada de estados de bienestar al finalizar la segunda guerra mundial.
La certificación, en la forma de pasaportes, cédulas de identidad y permisos oficiales de todo tipo es una de las grandes innovaciones institucionales del siglo XX. Alojada principal mas no únicamente en los estados nacionales, esa certificación es también central para en la dimensión internacional actividades tan disímiles como el comercio, la agricultura, la educación, la ciencia o el deporte.
Es esperable entonces que la precaución por la salud estará en centro de una nueva forma de certificación. Al mismo tiempo, la experiencia de Corea del Sur en el manejo comparativamente exitoso de la crisis parece mostrar la importancia objetiva de monitorear tan detalla y rápidamente como sea posible, algunos indicadores individuales de salud. No creo que haya que esperar mucho, por ejemplo, para que nuestros teléfonos celulares tengan un termómetro incorporado – posiblemente no lo tienen ya simplemente porque no era una prioridad. Tampoco es descabellado que nuestros móviles cuenten con una app que mida en tiempo real algunos parámetros clave a definir médicamente y que se conecten en tiempo real a algún servicio para generar un pasaporte o salvoconducto que sea condición para acceder a conciertos, partidos de futbol, buses o aviones. Lo nuevo, en realidad, será cuan rápida será esta transición y cuan pronto nos acostumbraremos a presentar esos certificados como condición de acceso a múltiples actividades. De hecho, en el mundo del deporte de alta competencia algunas de estas medidas se implementan desde hace algún tiempo. Lo mismo sucede con pasaportes agropecuarios para animales, vegetales o alimentos.
En estas medidas, los estados serán capaces de avanzar más rápida y eficientemente en cuanto trabajen de forma coordinada y con la ayuda de los organismos internacionales relevantes. Como norma, estas organizaciones tienen ya un saber técnico, jurídico y práctico que podría permitir la implementación acelerada al menos de las medidas más urgentes. La administración responsable e independiente de esos datos será clave en la confianza que los ciudadanos tengan para “entregar” esa información. Y nuevamente allí el rol de organismos internacionales puede ser crucial.
La precariedad del mundo laboral del siglo XXI es una realidad conocida. Lo que esta crisis ha dejado en evidencia, para formularlo paradójicamente, es la precariedad de esa precariedad laboral: no solo son los empleos más desprotegidos en tiempos “normales”, son también los primeros que entran en crisis y los que quedan más expuestos a riesgos de salud física y mental. Para muchos de nosotros, la posibilidad de un teletrabajo y una tele-educación que nos entregue seguridad está construida sobre la base de la intensificación de la inseguridad de esa precariedad laboral.
Muchos países, aunque por ahora únicamente los que tienen más recursos, han decidido mantener en porcentajes muy altos – entre 75 y 80% – los ingresos promedio de trabajadores tanto contratados como independientes. Si bien el impacto principal de esta medida es por cierto económico, me parece que su señal normativa no debe pasarse por alto: cuando una economía “flexible” se promueve en nombre del “emprendimiento”, nadie debe quedar expuesto a perderlo todo debido a crisis generalizadas que no son de su responsabilidad.
La idea del Ingreso Básico Universal se viene discutiendo de fines de la década de los setenta del siglo pasado y poco a poco ha ido ganando adeptos. Es cierto que la evidencia de su implementación en pequeños programas no es concluyente, pero la implementación piloto de una idea que contradice uno de los elementos más asentados del modo de vida capitalista no puede compararse con el hecho concreto que partes significativas de la población se vean en la necesidad de comenzar a recibir sus ingresos directamente del estado. Así como están planteados ahora, esos programas estatales están diseñados únicamente para una situación de emergencia y los montos involucrados de esos subsidios bajarán. Pero la idea de que el estado debe mantener una red mínima de protección universal, respecto de la cual cada uno pueda hacer un uso ajustado a sus necesidades individuales, puede transformar profundamente la forma en que los ciudadanos entienden sus deberes y derechos para con el estado.
La idea de ingreso básico universal tiene, además, una característica altamente inusual. No sé de otra idea que cuente con partidarios (aunque también detractores) tanto en la izquierda como en la derecha: para los primeros se trata de establecer una red de protección general a todo evento; para los segundos un ingreso mínimo que garantice autonomía individual para desarrollar nuestras vidas en la forma que nos plazca. Algunos dirán que socialismo y capitalismo unidos, jamás serán vencidos
Simbólicamente al menos, el siglo XXI comenzó con el atentado a las torres gemelas en Nueva York en septiembre de 2001. Una predicción común en ese entonces era que las personas desarrollaríamos miedo a volar y que el ciclo expansivo de la aviación llegaría a su fin. Veinte años después, la tendencia fue de un crecimiento exponencial de los vuelos comerciales.
Mi hipótesis es que la actual pandemia pondrá fin a ese ciclo por un conjunto de razones. La primera es que la conciencia “verde” respecto de los costos ambientales de los vuelos ya había comenzado a crecer. La segunda es que si bien el atentado terrorista de 2001 fue traumático, para la gran mayoría de los futuros pasajeros fue un evento que solo observaron por TV. Esta pandemia, en cambio, nos ha afectado en lo más personal y de múltiples maneras. Tercero, las técnicas de reuniones a distancia estaban en su primerísima infancia en ese entonces: eran los inicios de la telefonía IP y servicios de comunicación por internet, como Skype, simplemente no existían.
Dependiendo de cuanto demore la salida de la recesión económica mundial producto del virus corona, mi impresión es que el turismo recuperará parte importante de su dinamismo. El último medio siglo lo ha construido en un imaginario aspiracional y de realización personal muy profundo. Junto con ello, los jóvenes seguirán viajando para conocer el mundo y los estudiantes continuarán sus intercambios. Pero los viajes de negocios, así como las conferencias académicas que pueden llevarse a cabo por vía remota, lo harán de manera creciente. Para esos grupos, el estatus simbólico de los viajes internacionales viene bajando mientras que los riesgos e incomodidades de embarcarse volverán a subir.
Posiblemente, para muchos una dimensión fundamental de la experiencia de las cuarentenas globales será el no pasar horas desplazándose por la ciudad. Los costos individuales y sociales de esos viajes son conocidos y el estrés que generan lo es también. Lo nuevo será tal vez la internalización subjetiva del alivio asociado al no tener que embarcarse diariamente en estas odiseas cotidianas semana. Para quienes tienen esta opción, y por cierto hay millones de puestos de trabajo que sí dependen de desplazamientos físicos, la tentación de una transformación del mundo laboral en la dirección del teletrabajo es muy tentadora.
Las tecnologías que debiesen permitir la transición al teletrabajo están ahí. A estas alturas ya no son nuevas y para la gran mayoría de los usuarios no resultan especialmente difíciles de dominar incluso cuando no las conocen. Muchos habrán tenido sus primeras experiencias on-line con médicos, terapeutas y posiblemente otras que pertenecen al dominio de la vida privada. Incluso el problema de calidad de la conectividad en los hogares no debiese ser tan complejo de superar.
Así y todo, creo que debemos ser más cautos a la hora de proyectar la rapidez con que se expandirán estas transformaciones. Lo más evidente, me parece, es que nuestros hogares no están preparados para el teletrabajo ni la teleeducación. El precio de las propiedades en las ciudades nos ha reducido a todos y los espacios en que de hecho habitamos con suerte son suficientes para las tareas para las que sí fueron diseñados. Difícilmente podrán soportar, por ejemplo, familias de tres o cuatro miembros, trabajando o educándose a distancia al mismo tiempo.
En trabajos, colegios y universidades, los cambios culturales no han transitado aun para hacer uso más integral de las posibilidades tecnológicas que están a la mano. En el caso de la educación, la entrega de contenidos, las formas de aprendizaje, el uso del tiempo autónomo, la disponibilidad inmediata son todas prácticas que van rezagadas de la facilidad de acceso y uso de estas nuevas tecnologías. En el caso de los espacios de trabajo, algo similar sucede con las tareas grupales, las evaluaciones de desempeño o el ejercicio de la autoridad. Para muchos, la escuela y el lugar de trabajo son los espacios más importantes de sus interacciones diarias, son los lugares donde desarrollan los vínculos emocionales e interpersonales más significativos. Si el trabajo y la escuela han devenido en espacios sociales tan significativos durante los últimos 150 años, ello es porque son siempre, también, más que un empleo y una forma de instrucción. Son lugares de sociabilidad en el sentido más amplio de la expresión: amistad, aprendizaje, pertenencia, amor y odio.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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