COLUMNA DE OPINIÓN
Debate constitucional y urgencias sociales
05.03.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
05.03.2020
Hay que llevar adelante reformas sociales que resuelvan las urgencias que han empujado a muchos chilenos y chilenas a salir a las calles desde el 18/O, sostiene el autor de esta columna. Si no se reacciona pronto corremos el riesgo de alimentar la desilusión popular y de las clases medias con democracia. Cree que es necesario un acuerdo nacional para abordar al menos seis áreas urgentes, entre ellas, pensiones (AFPs), salud (Fonasa-isapres) y niños vulnerables (Sename). Si el gobierno no de giro de timón hacia esos temas, “me temo que, pase lo que pase en el plebiscito de abril, habremos saltado igual del sartén a las brasas”, explica.
Un amigo de izquierda que vivió en la pobreza cuando niño me dijo una vez que, debido a mi clase social, mi posición política siempre había sido para mí un problema teórico, abstracto, no vinculado a la realidad material de las cosas. Y que, en cambio, él debía ser de izquierda por un asunto de supervivencia, de necesidad, de clase. Así, él estaba convencido de que la existencia política especulativa y deliberativa sólo tenía sentido para aquellos que tenían las necesidades básicas resueltas.
Nunca me pareció que mi amigo tuviera toda la razón, pero sí bastante de ella. Creo que él estaba equivocado en pensar que todos los pobres debían ser de izquierda, y también me parece que esa conclusión era producto de su vida especulativa como estudiante. Él había adquirido, retrospectivamente, la convicción intelectual de que la causa de la izquierda era realmente la causa de los pobres. Sin embargo, las objeciones históricas a tal proposición, ya terminado el siglo XX, eran demasiado tremendas y cuantiosas como para mirar hacia el lado. Lo único que le quedaba era un escape teórico: la idea de que la verdadera causa de la verdadera izquierda era la de los pobres. Una afirmación tan distante de la vida cotidiana y pragmática de quienes tienen menos como cualquier otra teoría salida del sillón del académico.
En lo que mi amigo estaba en lo correcto, me parece, es en la idea de que quienes vivimos con mayores niveles de seguridad material –seamos de izquierda o derecha- efectivamente abordamos los asuntos políticos de manera mucho más abstracta y especulativa. Por lo tanto, asignamos valores distintos a ciertos eventos, como las elecciones o, en el caso presente, a un eventual proceso constituyente. Y, también, tratamos muchas decisiones prácticas como si debieran ser dirimidas en el plano de los principios y no en el de las consecuencias.
La apuesta de muchos es que si se resuelve el problema de legitimidad institucional mediante una gran liturgia republicana de gran peso simbólico, las urgencias se harán menos urgentes. Es decir, muchos estarán dispuestos a seguir sufriendo por algún tiempo, pues habrá una renovación de la esperanza de un futuro mejor.
El problema de las personas enamoradas de sus teorías es que siempre están convencidas de que si sus resultados al entrar en contacto con la realidad son negativos o poco positivos, se debe a la falta de radicalidad o pureza con la que fueron implementadas. De ahí el peligro de los Chicago Boys originales –que terminaron llevando al país, ecuaciones y supuestos mediante, a una de las peores crisis económicas de su historia en 1982- y también de los anti-Chigago Boys de “El otro modelo”, que nos quieren convencer de que la salida a nuestros problemas es aplicar un “Anti-Ladrillo” con la misma vehemencia con que se aplicó en su momento el “Ladrillo”.
¿Qué tienen en común ambos grupos? Que se trata de “pulmones vírgenes” salidos de circuitos académicos que, en general, desprecian a los “señores políticos” por su tosquedad intelectual, y están convencidos de que podrían hacerlo mucho mejor que ellos, si tan sólo les pasaran el mando y pudieran aplicar sus teorías con toda la radicalidad que les gustaría.
Este problema de enamoramiento teórico puede ser disminuido mediante obligaciones de compromiso. Es decir, obligando al teórico a, como dicen los estadounidenses, “poner su dinero donde ponen su boca” o “arriesgar su propio pellejo”.
Quienes vivimos con mayores niveles de seguridad material –seamos de izquierda o derecha- abordamos los asuntos políticos de manera mucho más abstracta y especulativa.
Es distinto teorizar sobre la conveniencia de “quitar patines” a los estudiantes cuando uno de los estudiantes afectados puede ser tu hijo. O debatir el presupuesto de salud cuando uno debe atenderse en el sistema estatal. O enfrentar una toma en la facultad cuando uno es parte del establishment académico que logró instalarse gracias a una toma anterior. En todos esos casos, y en muchos otros, el principismo y las teorías son moderadas por el interés personal. Este punto es tratado extensamente por Nicholas Taleb en su libro Skin in the Game, donde las emprende brutalmente en contra de todos los intelectuales de escritorio.
Sin embargo, el teórico de escritorio siempre puede responderle a Taleb que su deseo final es que todos nos subamos al mismo barco –diseñado por él mismo– pero no en el mismo orden (los últimos en subirse serán él mismo y su familia). Y también es un hecho de la realidad que cualquiera que tenga dinero y poder puede siempre, en cualquier lado –incluyendo la cárcel–, conseguir una mejor posición para sí mismo y para sus protegidos.
En todos los sistemas igualitarios hay algunos que son más iguales que otros (toda la gente adinerada que he conocido en el Reino Unido, por ejemplo, tiene seguros de salud privados para complementar la atención del Servicio Nacional de Salud, y la calidad de las escuelas públicas está fuertemente vinculada al barrio en que están ubicadas, estando las mejores en los barrios más caros). Es distinto arriesgar los callos que la piel de la cara. Luego este principio, aunque importante, no es una fórmula mágica: el que accede desde una posición de privilegio a arriesgar la piel siempre elegirá cuánta piel arriesga y cómo, y el que tiene mucha plata no arriesga tanto cuando pone un poco de ella ahí donde pone su boca. Y el costo de intentar forzar a todos a arriesgarlo todo es la supresión de la mayor parte de las libertades públicas y privadas, lo que normalmente conlleva el traspaso de todo el poder a una minoría gobernante. Es decir, a la desigualdad más extrema.
Esto nos lleva al punto central de esta columna, que es el problema de la nueva constitución.
El estallido social puso en relieve una serie de problemas institucionales de extrema gravedad, así como numerosas urgencias sociales vinculadas a ellos. Y la gran pregunta es cómo podemos lidiar con estos problemas en plazos que resulten aceptables.
La política, en muchos sentidos, es el arte de ganar tiempo comprometiendo la menor cantidad posible de recursos económicos (que siempre son escasos). Luego, no es raro que la respuesta del sistema político a la crisis haya sido un plebiscito constituyente. Efectivamente esa movida descomprimió la situación y permitió canalizar algunas críticas y discusiones. Pero, por otro lado, dejó en un segundo plano y a la espera muchas urgencias sociales.
La apuesta de muchos es que si se resuelve el problema de legitimidad institucional mediante una gran liturgia republicana de gran peso simbólico, las urgencias se harán menos urgentes. Es decir, muchos estarán dispuestos a seguir sufriendo por algún tiempo, pues habrá una renovación de la esperanza de un futuro mejor.
Mientras más intensidad política adquiera el asunto constitucional –y, en teoría, más legitimidad y tiempo le asegure a la autoridad- menos energía y capacidad habrá después de él para hacerse cargo de los problemas que le competen a esa autoridad. Esto, porque los ánimos serán exacerbados, las diferencias exageradas, los odios atizados y las disputas sobreideologizadas.
Esto no es del todo equivocado: es verdad que la relegitimación del orden permite a ese orden solicitar sacrificios colectivos, y también que un orden sin legitimidad carece de tiempo y, por lo tanto, es políticamente impotente. Sin embargo, es fácil que las élites que vivimos con pocas premuras asumamos sin más que el asunto constitucional es la madre de todas las batallas, en vez de una delicada pieza dentro de una estrategia de mayor alcance. Esto, por varias razones. Primero, porque el proceso le entrega una gran relevancia a la opinión ilustrada de miembros conspicuos de las élites: mi constitucionalista de Harvard y tres más. O el buen y puro ciudadano de élite del partido de “todxs” que excluye a los malos y los impuros. Y también abre la puerta para discutir todos los asuntos que alguien considere relevantes o quiera tratar de hacer públicamente relevantes.
Es decir: las urgencias sociales no serán necesariamente las urgencias ni las prioridades del debate constitucional.
Segundo, porque lograr el efecto simbólico deseado exige cierto dramatismo: para que todos sientan que “Chile empezó de nuevo” es necesario un momento de gran tensión y catarsis. Esto, sin embargo, incentiva un nivel de disputa agotador y agresivo, luego del cual probablemente queden pocas energías políticas para asumir responsablemente los desafíos que vienen hacia adelante, que exigen amplios niveles de acuerdo y colaboración.
La agresividad retórica y física alcanzada durante los últimos días entre quienes se identifican a favor y en contra de iniciar un proceso constituyente es reflejo de esta pérdida de perspectiva, sentido de comunidad y conciencia de un destino compartido. Indignas peleas callejeras son la contracara chabacana del encandilamiento académico que produce el asunto constitucional. Y hay pocas mezclas más tóxicas que la de abstracciones teóricas y pandillas de matones animados por teorías conspirativas.
Bien puede ser, entonces, que la comunidad política chilena emerja de todo esto más quebrada y perdida que nunca, con expectativas infladísimas y al debe en una serie de compromisos.
En este sentido, pareciera que los dos objetivos principales del debate constituyente estuvieran en tensión: mientras más energías políticas se inviertan en la disputa constitucional, menos quedarán para abordar después, una vez zanjada esa disputa, las urgencias sociales. Es decir, mientras más intensidad política adquiera el asunto constitucional –y, en teoría, más legitimidad y tiempo le asegure a la autoridad- menos energía y capacidad habrá después de él para hacerse cargo de los problemas que le competen a esa autoridad. Esto, porque los ánimos serán exacerbados, las diferencias exageradas, los odios atizados y las disputas sobreideologizadas. Bien puede ser, entonces, que la comunidad política chilena emerja de todo esto más quebrada y perdida que nunca, con expectativas infladísimas y al debe en una serie de compromisos.
¿Cómo evitar ese escenario? Creo que es muy importante que las élites políticas democráticas (de los comunistas y anti-comunistas no podemos esperar ni siquiera nada) de todo el espectro lleguen a un acuerdo respecto a cuáles son las prioridades políticas que deben ser abordadas con urgencia. Y que discutan cuáles serían los mecanismos para abordar esas urgencias tanto en un escenario de aprobación como de rechazo de una nueva constitución. De este modo, el debate constitucional es puesto al servicio de esas necesidades, y es la solución de esas necesidades –y no el símbolo constitucional- el horizonte de sentido que legitimará al nuevo orden político y permitirá ganar el tiempo necesario.
El pragmatismo y la prudencia son los únicos remedios que nos pueden alejar ahora, a todos, del atolladero que significaría la desilusión popular definitiva con la democracia y el auge de liderazgos autoritarios e irresponsables.
En otras palabras, en vez de permitir que la sociedad se hunda en una cacería de chivos expiatorios condimentada por abstracciones ideológicas, nuestras élites pueden llamarnos a la reunión en torno a las víctimas concretas de nuestro orden compartido. En ese escenario, en vez de buscar víctimas propiciatorias entre nosotros, el llamado es a realizar un sacrificio conjunto por ir en ayuda de las víctimas. Así pasamos de la lógica de la “primera línea” a la dinámica de la Teletón. De la violencia sacrificial paranoica a la comunión universal.
Si los demócratas de todo el espectro le dan más prioridad al debate constitucional que a las urgencias sociales, el resultado probable es la radicalización y elitización de la discusión, la dispersión de las energías políticas moderadas y el encumbramiento de los extremistas de ambos bandos. Y ese es uno de los peores escenarios imaginables.
Por todo lo anterior, me parece que es necesario un acuerdo amplio entre las fuerzas políticas, tal como aquel alcanzado para dar inicio al debate constitucional, respecto a cuáles son los objetivos principales a los que debe orientarse la discusión pública. Cuáles son, en otras palabras, las prioridades sociales que el país debe enfrentar, y respecto a las cuales el orden constitucional –sea cual sea- debe ser instrumental.
¿Cuáles son estas prioridades? Es claro que los cuatro grupos que ya no pueden seguir esperando son los adultos mayores, los enfermos graves, los presos y los niños vulnerables. Uno podría simplificar el tema diciendo “AFPs, Fonasa-isapres, cárceles y sename”, y sin duda todas estas instituciones deben ser reformadas, pero no hay que perder de vista que los desafíos de la previsión, la salud, el orden público y la infancia exceden con mucho el ámbito de influencia de cada uno de estos organismos. También, me parece, es necesario poner sobre la mesa el debate respecto a la familia trabajadora chilena: unidades domésticas sobrecargadas de funciones y responsabilidades, atomizadas y faltas de tiempo, recursos y espacio, colapsan día a día. Y el colapso de este “núcleo fundamental de la sociedad” significa un efecto dominó que ni el Estado de bienestar más millonario y eficiente podrá luego contener.
Finalmente, como sexta y última prioridad, me parece que la reforma del Estado debe ocupar un lugar central en nuestro debate. Esto, porque se cruza de manera fundamental con las otras cinco prioridades: es evidente que el aparato administrativo está llamado en el futuro a ocupar un rol de mayor relevancia en distintos ámbitos. Pero también es claro que en la situación actual en que se encuentran muchas de sus áreas, este traspaso de responsabilidades resultaría, en el mejor de los casos, inútil. Alcanzar un acuerdo y un programa de modernización que vaya más allá de quien gane o pierda las elecciones es, entonces, una necesidad apremiante.
La llamada “agenda social” no debería ser tratada como “aquello que veremos una vez que zanjemos el asunto constitucional”, sino como el tema principal y el horizonte pragmático de dicho debate.
Muchos actores políticos parecen no entender que lo que está en juego hoy no es si tendremos una constitución o gobiernos ladeados hacia la izquierda o la derecha, sino la legitimidad misma del orden democrático, y que esa legitimidad pasa más por su capacidad para orientarse a resultados pragmáticos en el plano de ciertas necesidades y aspiraciones concretas, que por simbolismos ideológicos.
El pragmatismo y la prudencia son los únicos remedios que nos pueden alejar ahora, a todos, del atolladero que significaría la desilusión popular definitiva con la democracia y el auge de liderazgos autoritarios e irresponsables. Y dicha prudencia y pragmatismo deben traducirse en un nuevo horizonte político compartido por la mayoría de los chilenos que haga compatibles las libertades públicas y la prosperidad económica, con los anhelos de bienestar y seguridad de las nuevas clases medias. Ese acuerdo transversal no surgirá de la nada, y no puede asumirse que el nuevo orden constitucional cumpla esa función por defecto. Perfectamente podría no hacerlo.
En suma, creo que la llamada “agenda social” no debería ser tratada como “aquello que veremos una vez que zanjemos el asunto constitucional”, sino como el tema principal y el horizonte pragmático de dicho debate. La pregunta por el orden constitucional no debe ser cómo plasmamos en un papel todos nuestros sueños e ilusiones, sino cómo ciertos cambios específicos en la regulación (que pueden obtenerse por vía de reforma a la actual constitución o por un cambio constitucional completo) podrían permitirnos alcanzar ciertos objetivos pragmáticos en el ámbito de la política social. Objetivos cuya importancia viene dada por su conexión con las urgencias sociales respecto a las cuales la paciencia ciudadana se encuentra agotada.
Si nuestra clase política, partiendo por el ejecutivo, no es capaz de dar este giro de timón, me temo que, pase lo que pase en el plebiscito de abril, habremos saltado igual del sartén a las brasas.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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