HÉCTOR GANA QUEDÓ CON HUNDIMIENTO CRANEAL Y PÉRDIDA PARCIAL DE VISIÓN:
Obrero que estuvo un mes en coma por lacrimógena: “Protesto por lo que nos falta, lo que nos quitan”
20.02.2020
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HÉCTOR GANA QUEDÓ CON HUNDIMIENTO CRANEAL Y PÉRDIDA PARCIAL DE VISIÓN:
20.02.2020
El joven trabajador y basquetbolista amateur es casi una sombra de lo que era hasta el 10 de diciembre. Ha perdido 30 kilos y le cuesta mantener el equilibrio al caminar. Tiene una hendidura en el cráneo y deben operarlo para reinstalarle el pedazo de hueso que los doctores le sacaron de la cabeza para salvarle la vida. La noche en que la adolescente Geraldine Alvarado fue golpeada por una lacrimógena, este obrero de la construcción sufrió lo mismo. Estuvo al borde de la muerte, pasó un mes en coma y despertó sin recuerdos. Los ha recuperado de a poco. Su biografía está marcada por el esfuerzo laboral, las carencias de la vida en una población y los cruces con carabineros: cinco veces ha sido acusado de maltrato de obra.
Lo primero fue el reflejo. O más bien, la corriente eléctrica que se produce por la fricción del objeto que no alcanza aún a rozar la piel, pero casi. Es un milisegundo que no da tiempo de correr o de agacharse, de esquivar de alguna forma, con alguna pirueta, el impacto que se presiente y se concreta.
El instante en que se mira de reojo la sombra del proyectil dura menos que un suspiro. Luego, llega el golpe. Desde el principio fue ineludible. Es feroz: una granada antigases en el lado derecho del cráneo que lo hunde y lo quiebra, que lo deforma como si en vez de hueso duro la cabeza fuera plasticina en manos de un niño rabioso.
Después, cuenta Héctor Gana Sandoval (35), viene la caída, la sensación de que el cuerpo es arena en un puño que se ha abierto y se escurre hacia el suelo sin que pueda ser contenida. Es como una demolición controlada: explosivos puestos en puntos estratégicos de un edificio para que la estructura se derrumbe sobre sí misma. Y así está Héctor la tarde del 10 de diciembre de 2019: desplomado en el suelo en la calle Ramón Corvalán, una cuadra al poniente de Plaza Baquedano. El rostro azotado sobre el cemento, la sangre cubriendo el cuello de su camisa, los gases que no lo dejan respirar.
– Es desvanecerse. Te desvaneces con la fuerza del golpe. Caí altiro, no te da para una reacción porque se te entumece todo. Cuando sentí el golpe, no sentí nada más, no sentí nada de mi cuerpo. Por eso yo creo que me caí, poh. Si me pegó y “paf”, se me fue todo.
Todo se fue por al menos un mes: los recuerdos, la conciencia, el instinto básico de inhalar y exhalar. La jornada en que Geraldine Alvarado (16) cayó en coma por una lacrimógena en la frente, Héctor también entró en ese estado. Estaban a pocos metros de distancia, el ataque fue casi simultáneo.
Él fue trasladado por rescatistas hacia el centro de atención clínica que se había instalado en el Cine Arte Alameda y derivado posteriormente al Hospital de Asistencia Pública, la ex Posta Central. Allí ingresó a las 20:57 con riesgo vital. Durante esa madrugada su abuelo paterno murió por una trombosis, prácticamente al mismo tiempo en que Héctor debió ser intubado de urgencia. En ese umbral, si es que lo hay, cree Héctor que ambos pudieron cruzarse y despedirse. Es más un sueño que una verdad revelada, aunque a él le hace sentido que en esos minutos en que perdía el pulso haya obtenido de quien lo crio un empujón a la vida.
Esa noche crítica estaba de turno el cirujano neurólogo Gonzalo Diocares.
– Fue una jornada muy compleja. Primero tuvimos que operar a la menor de edad, Geraldine, que estaba con un cuadro muy complicado, y luego ingresó Héctor a pabellón que también estaba muy mal, con un golpe fuertísimo que le había hundido el cráneo. Profesionalmente, es muy desolador ver a dos personas con ese nivel de daño. Ambas operaciones fueron exitosas, aunque hubo mucha tensión. Se trabajó toda la noche para salvarles la vida.
Diocares cumplió su labor de forma impecable, pero el sábado 15 de febrero, sentado en el pasto a la sombra de un árbol, en su primera salida a la calle tras la agresión que sufrió, Héctor destaca otra cosa:
– Me ha tratado con dignidad.
***
Las hendiduras de la clavícula en la base del cuello –la “cintura escapular”– están marcadas más de lo normal y los dedos de las manos sobresalen cadavéricos en la piel escuálida. Los brazos son delgadísimos. Las piernas parecen dos hilos rígidos. En la garganta permanece la estría de dos centímetros, aún roja, de una traqueotomía. La cabeza protegida por un jockey negro esconde un foso en el lado derecho del cráneo de 10 centímetros de largo por cinco de ancho que se hunde de manera irregular.
La crisis social en Chile, desatada el 18 de octubre, ha dejado marcas en las calles, en el Metro, en algunos supermercados. Y en ciudadanos como Héctor, obrero de la construcción. En él lo que se ha destruido no es cuantificable: es algo en su anatomía, en su espíritu y en su futuro. Mide 1,85 metros. Pesaba 95 kilos y hoy apenas alcanza los 65.
Parte del hueso de su cráneo fue removido la madrugada del 11 de diciembre para que su cerebro recibiera oxígeno tras la contusión que provocó un hematoma subdural. Pudo quedar con daño neurológico, era probable, sin embargo luego de cuatro semanas en coma despertó con sus capacidades intelectuales intactas, aunque desorientado, sin memoria.
– Yo pasé Navidad y Año Nuevo en coma. Después desperté y al verme todo intubado no sabía qué pasaba y me saqué casi todas las cosas. De ahí me sedaron y desperté otra vez cuando me contaron que mi abuelo había fallecido el mismo día que yo entré a pabellón, y a la misma hora. Esa segunda vez estaba conmigo mi abuela. Me empezó a hablar que estuviera bien y ahí, al ver cómo estaba ella de triste, dimensioné realmente qué me había pasado.
– ¿Recordabas?
– Al principio, no. Sabía que había tenido un accidente. Llegó una amiga y no sabía quién era. Me decía “¿y, te acordai de mí?”. Y de ahí empezaron a volver los recuerdos de a poco. Incluso, para mi control, que fue el 5 de febrero pasado, ya me acordaba de todo.
– ¿Por ejemplo?
– No sé, poh. Yo andaba con dos mochilas, porque una se le había caído a un cabro. Lo seguí para devolvérsela, pero lo perdí entre la gente. Ahora esas cosas están en Investigaciones. Las mías también.
– ¿Y de cuando te golpeó la lacrimógena?
– De un reflejo, algo así como de reojo, y del golpe nomás. Me acuerdo que un cabro me está diciendo “no te durmai, no te durmai”.
***
En Tres Poniente con Silva Carvallo, Maipú, hay unas canchas de básquetbol en el bandejón central que separa el camino a la costa del retorno a Santiago. Allí Héctor solía encestar todas las tardes.
El sábado en que me recibe, no le reconozco. La fotografía de referencia que he visto de él es reciente, pero remite a un pasado que no se cuenta en semanas o meses: en ella sonríe y es de estructura media, se ve más joven, alegre. Esa imagen no calza con el hombre enjuto y frágil que me saluda. Es de un tiempo remoto o suspendido.
Héctor está ahí porque sus vecinos han organizado un campeonato de básquetbol para reunirle fondos. Es el tercer evento que se hace para ayudarlo a financiar su recuperación. Hay en un rincón del campo una parrilla en la que se hicieron choripanes. A las cinco de la tarde, cuando nos encontramos, sólo permanece el olor de los embutidos, aunque quedan bebidas Fruna y cervezas a la venta.
Lo acompañan su hermana, amigos y su hijo (10) que juega con un skate. Todos se mueven, van y vienen, mientras él permanece tranquilo sobre el césped. Durante dos años, Héctor no podrá volver a su rutina normal. No debe hacer esfuerzos. El deporte y la labor física le están vedados. Héctor renunciará a saltar para tratar de que el balón entre en la canasta. Lo que no puede hacer, porque no tiene recursos, es dejar de trabajar.
– Quiero vender ropa de segunda en la feria porque tengo hartos conocidos que ayudan. Tenía una plata guardada para darme vuelta. No puedo dejar de generar lucas, tengo un hijo. Antes me la pasaba acá, en esta cancha. Jugábamos allá (indica la losa del campo deportivo). Iba a ver a mi hijo. Tampoco tenía mucho tiempo. Trabajo en el centro, por 10 de julio, cerca de Vicuña Mackenna.
– Bien lejos de acá.
– Siempre he trabajado para allá porque pagan mejor, así es que a pegarse el pique no más, poh.
Héctor es maipucino. Vivió primero en la Villa Pehuén. Hoy reside en El Sol con su mamá que es guardia de seguridad. Hace cuatro años falleció su padre. Estudió un periodo Administración de Empresas en el colegio polivalente Profesor Guillermo González Heinrich en Providencia y terminó cuarto medio en el liceo de adultos San Luis de Pudahuel.
Desde joven, se dedicó a la construcción. Partió como ayudante de carpintero. Le gustaba, cuenta, pero tuvo un accidente:
– Me cayó una telescópica, es como un fierro, en la cabeza, cerca de la oreja. Fue el 2005. Alguien hizo mal la pega porque eso va con un enganche y soltaron uno y cayeron en hilera. Y me cayó una a mí.
– ¿Qué daño te dejó?
– El doctor igual me dijo “esta huevá te podría haber partido”. Como andaba con un casco, se resbaló y me pegó en el cuello. Solo me dejó un raspado. Después me hicieron un escáner y todo eso y estaba bien. Quedé con miedo de trabajar en lo mismo, así que hablé con mi jefe para que me pasara a otra cosa más liviana y ahí me dijo: “Ya, entonces vas a empezar a trabajar en el trazado”. De ahí, aprendí esa pega. Es interpretar los planos.
Catorce años después, sin un casco protector, Héctor no pudo eludir el zarpazo. El diagnóstico que figura en la querella por homicidio frustrado que presentó el Instituto Nacional de Derechos Humanos consigna que presenta hoy hundimiento craneal.
***
– Tienes antecedentes por agresión a carabineros, cinco en total. ¿Qué pasó?
– Que toda mi vida he sido de población.
– ¿Me podrías contar?
Héctor está con un pantalón de buzo gris y una polera violeta. Arranca con una mano un puñado de pasto y luego relata.
– Yo tenía 18, 20 años. Con unos amigos organizábamos fiestas de Navidad y Año Nuevo para la gente de la villa, y yo tenía la tornamesa. Yo vivía en la Pehuén, una villa que es súper piola. Iba de vuelta a mi casa con mi regalo de amigo secreto que era un barco, así con hilos, con mis vinilos, cosas en el bolso. Los chiquillos me dijeron si me iban a dejar. Yo dije “pa’ qué”. Iba abriendo la puerta de mi casa y llega una patrulla. “¿De dónde te robaste esas huevás?”. Me pegaron un lumazo, me tiraron las cosas al suelo. Alcancé a entrar a mi casa y fueron a sacarme a la fuerza. Después me hicieron un recorrido por todas las comisarías que están aquí… En el papel sale que yo le pegué al paco. Ese huevón se ensució con mi sangre. Mi pareja fue a romper los vidrios de la comisaría porque sabía lo que me estaban haciendo los huevones.
– ¿Por qué te acusaron de andar robando? ¿Por prejuicio, por tu vestimenta?
– Obvio, poh. Mira, suena cliché la huevá, pero yo creo que estaban drogados, si uno sabe cuándo alguien está duro, enervado. No tenían razón para haberme pegado, si estaba abriendo la puerta de mi casa. Estaban todos mis familiares haciendo un asado. Ellos querían pegar nomás, pegarle a alguien, y ahí estaba yo entrando con mis cosas. Esas huevás me salieron cualquier plata y me las rompieron y nunca me pagaron.
– Ese es un episodio. Son cinco.
– Una vez defendí a mi hermano, al que agarraron por nada. También me sacaron la chucha… hubo dos años que me tocó pelúo, me tenían de casero. Yo estaba mal, no quería ni salir para la calle.
La relación de Héctor con la policía está cruzada por una palabra: rabia. La arrastra hace más de una década y ahora, famélico, convaleciente, esa leche agria endurece sus gestos, se proyecta como una sombra.
***
La inflamación cerebral aún comprime un nervio que permite la dilatación de la pupila. Héctor no puede enfocar con el ojo derecho por lo que le cuesta mantener el equilibrio al caminar. El 11 de marzo deberá ingresar otra vez a pabellón para una craneoplastía: el hueso removido, que fue guardado en la ex Posta Central, debe volver a su sitio. Es una intervención de menor complejidad que la primera, pero de alto riesgo. Puede sufrir infecciones, sangrados, fístulas (un derrame) de líquido cefalorraquídeo.
– Es peligrosa. Yo le pregunté al doctor qué tanto, pensando en que quizás entre y no salga. Me dijo “ya pasamos lo peor”. Yo tenía un “forado” y estaba fragmentado, así que tuvieron que sacármelo (el hueso) porque no podían repararlo en ese momento.
– ¿Por qué estabas protestando ese día?
– Porque hay que llegar a ese punto para que nos escuchen. No debería ser así. Me saco la chucha todos los días trabajando para recibir una mierda de plata para que más encima te roben, te maltraten y finalmente te humillen.
– ¿Así te has sentido?
– Sí, de partida con mi abuelo me di cuenta que la atención de la salud pública es una mierda. Lo trataron mal, más encima recibiendo una pensión como el forro, y yo veía eso, si prácticamente era mi papá. Y nosotros en la construcción también estamos así, no tenemos nada que nos avale. Sufrimos tratos súper indignos, faenas precarias. Puta, son varios motivos, y también por la rabia que tengo con los huevones, es tanto lo que han hecho ellos y nunca pagan nada, siempre se lavan las manos. Me cae mal el Piñera, siempre me ha caído mal.
Hace unos días, habló por teléfono con Geraldine Alvarado, la adolescente que también se recupera del golpe de una lacrimógena, sobre las penas comunes, la cólera compartida, el miedo a lo que vendrá.
Con el ojo que puede, Héctor dice que pasa las tardes de “los días buenos” leyendo La Conjura, el libro de Mónica González. En los momentos malos, siente que unas manos inmensas le presionan la cabeza intentando que reviente y, entonces, para dejar atrás el dolor, trata de dormir.
Ahora es Héctor el que pregunta:
– ¿Tú has vivido en una población?
– No.
– Ah… Yo protesto por lo que veo acá en mi población, lo que nos falta, lo que nos quitan. Yo creo en la gente de acá y no en los políticos de arriba.
Héctor se levanta con dificultad para volver a su casa. Su hermana lo ayuda. En la cancha queda olvidado un póster que convocaba al evento deportivo solidario. En el afiche está su rostro antiguo, su cara de antes. Tiene un aire lejano a ese hombre, el que era hasta el 10 de diciembre, cuando de reojo vio venir el objeto que hizo estallar su vida.