COLUMNA DE OPINIÓN
Repensar el Tribunal Constitucional
18.02.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
18.02.2020
Gane el apruebo o el rechazo, es probable que la constitución que surja necesite un guardián último. ¿Pero de qué tipo? ¿Uno como el actual TC, que puede zanjar los debates? En esta columna el autor presenta un marco teórico donde el TC no necesariamente cierra la discusión: sus pronunciamientos sirven para informar a jueces y parlamentarios. Para preservar la relevancia institucional del TC, el autor explora modelos donde jueces y parlamentarios que deciden no seguirla opinión del TC deben argumentar por qué.
En los últimos años, el Tribunal Constitucional (TC) ha sido fuertemente criticado por decisiones suyas en las que ha declarado que ciertos proyectos de ley son contrarios a la constitución. Se le ha tildado de “tercera cámara”, en parte porque se le critica ser un foro donde se han hecho valer posiciones políticas más que jurídicas. Recordemos que, en una ocasión, un ex presidente del TC fue públicamente agredido, y en las redes sociales se han escuchado descalificativos en contra de sus integrantes. ¿Por qué el TC genera este tipo de reacciones? Se argumenta que una causa es el efecto contramayoritario de sus decisiones, acentuado quizás por la afinidad política de algunos de sus integrantes. También se sostiene que el mecanismo de designación de los jueces del TC es abiertamente político, cuestión que influye indebidamente en las decisiones de dicho tribunal.
Sin embargo, es posible también pensar en otra causa, ligada al diseño institucional que la constitución le ha dado al TC. Se trata, en concreto, de haber perfilado al TC como una autoridad práctica en materia constitucional. En términos generales, tener autoridad práctica significa tener el poder para zanjar el debate en torno al curso de acción que la persona sujeta a la autoridad debe adoptar. Dicho de otro modo, consiste en tener el poder de cerrar la discusión sobre un asunto y generar en los actores correspondientes la obligación de obedecer la decisión adoptada.
En esta columna me propongo explicar, desde cierta tradición de la filosofía del derecho, qué significa que el TC sea una autoridad práctica en materia constitucional. Para ello tomo como fundamento la propia autoridad práctica que el derecho reclama tener. Luego sostendré que es posible pensar en un TC cuya autoridad no implique cerrar los debates en los que interviene, y que por lo mismo no genere en los actores correspondientes la obligación de obedecer sus sentencias. Bajo esta mirada, y en la medida en que el TC esté integrado por especialistas, su autoridad tendría por objeto informar fundadamente sobre la constitucionalidad de aquellas normas que se ponen bajo su conocimiento. Exploraré, en otras palabras, la posibilidad de pensar al TC como una autoridad teórica.
Una de las dificultades que tal propuesta experimentaría consiste en no menoscabar la relevancia institucional de los pronunciamientos del TC, a fin de no perfilar a dicho tribunal como un informante en derecho más. Por ello analizaré la opción de pensar al TC como una autoridad cuasi-práctica; esto es, como un intermedio entre autoridad práctica y teórica, con la consecuencia de que si bien las sentencias de dicho tribunal no serían obligatorias, generarían ciertas cargas argumentativas en quienes decidan no seguir tales decisiones.
Sitúese en el siguiente escenario: abril de 2020, se abre el conteo de votos del plebiscito de entrada, y gana la opción por una nueva constitución. La ciudadanía le otorga un mandato al órgano constituyente para que redacte y proponga un nuevo texto constitucional. Una de las preguntas más importantes que tal órgano debiera formularse es la siguiente: ¿qué pasará con el TC? Incluso si ganara el rechazo, y se decidiera reformar la constitución actual, una pregunta importante sería la relativa al futuro del TC.
Una primera tesis sobre la mesa: del hecho que tengamos una constitución no se sigue que debamos tener un TC. Consideremos, para ilustrar esta tesis, los países de tradición common law, como Inglaterra o Estados Unidos, donde el encargado de velar por el resguardo de la constitución no es un TC, sino que uno o más tribunales ordinarios, como un tribunal de primera instancia, una corte de apelaciones, o la corte suprema. La pregunta, entonces, no es por el nombre que el tribunal recibe, sino por la función que cumple. ¿Es posible que exista una constitución sin que exista, al mismo tiempo, un tribunal que sea su máximo guardián?
Una segunda tesis: sí, es posible. Aunque muchos países tienen tribunales especiales u ordinarios cuya misión es resguardar las normas constitucionales, lo cierto es que, dependiendo del modo en que entendamos la constitución, tal misión puede ser innecesaria. La constitución, en efecto, puede ser entendida como un instrumento esencialmente político, o como un instrumento político y también jurídico.
Vista en modo esencialmente político, la constitución se presenta como una guía fundamental para nuestra acción política. Es un instrumento que, procurando ser fiel a nuestro desarrollo histórico, refleja también ciertos valores que consideramos esenciales para nuestra vida en comunidad ¿Qué normas serían importantes para una constitución de este tipo? Por ejemplo, aquellas que determinan el modo en que el estado se ha de relacionar con las personas (estado servicial, subsidiario, etc.). De igual manera, las normas que regulan aspectos básicos del correcto funcionamiento estatal (por ejemplo, las que distribuyen atribuciones específicas para cada poder del estado). Por último, las normas que consagran valores de alto contenido normativo, asociados a una determinada concepción del ser humano (por ejemplo, que todas las personas son iguales en dignidad y derechos).
Así, en tanto instrumento esencialmente político, las normas de la constitución ofrecen razones para la acción: esto es, consideraciones a favor o en contra de una determinada acción. Por ejemplo, si la constitución esencialmente política señalara que las personas nacen en igualdad de derechos, el legislador tendría entonces razones para dictar leyes que aseguren y no menoscaben tal igualdad. Son razones de especial envergadura, pues manifiestan acuerdos políticos en materias fundamentales. De ahí que no es correcto decir que una constitución esencialmente política es normativamente inútil, pues sí nos ofrece motivos para actuar de una determinada manera. Por otro lado, y como más adelante quedará claro, dado que las normas de una constitución de este tipo no reclaman ser obligatorias, parece innecesario entonces que exista un tribunal que vele por el cumplimiento de las mismas.
“En materia de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, si el juez decidiera finalmente no seguir el pronunciamiento del TC, es posible establecer mecanismos que exijan que dicho juez ofrezca razones suficientes que justifiquen su actuar, estableciéndose incluso sanciones para el caso de no hacerlo”
Es común, por otro lado, pensar que la idea de lo jurídico implica activar un mecanismo de coerción estatal para exigir el cumplimiento de determinadas normas. De ello se seguiría que, vista la constitución como un instrumento político y jurídico (segundo modo de entender la constitución), el cumplimiento de las normas constitucionales puede ser exigido mediante la coerción estatal. Pero lo anterior no es del todo cierto. Si bien hay autores que han intentado reducir lo jurídico a una amenaza de coerción (por ejemplo, Austin),[1] para una parte importante de la filosofía del derecho la idea de lo jurídico está más bien ligada a las razones para la acción que el derecho nos ofrece. Por ejemplo, la filosofía iusnaturalista de Tomas de Aquino distingue entre la fuerza directiva y coactiva del derecho,[2] y el positivismo jurídico de HLA Hart es enfático en destacar el valor que el aspecto interno de las reglas tiene como guía de nuestra propia acción.[3]
Pero esta conclusión (a saber, que el valor de lo jurídico está ligado a las razones para la acción que el derecho nos ofrece, y no a la coerción estatal) es problemática a la luz de nuestro análisis de la naturaleza política de la constitución. Pues si dijimos que una constitución esencialmente política ya ofrece razones para la acción, ¿qué añade entonces decir que la constitución, vista ahora en clave política y jurídica, también nos ofrece razones para la acción? Para entender el carácter distintivo de las razones para la acción que el derecho nos ofrece (y evitar así colapsar el lado jurídico de la constitución en su cara política) sugiero que atendamos a la filosofía del derecho y del razonamiento práctico de Joseph Raz.
Para Raz,[4] del lenguaje que el derecho y las autoridades estatales emplean (por ejemplo: “usted debe pagar tal impuesto”) podemos inferir que el derecho necesariamente reclama autoridad para regular determinadas conductas. Ahora, reclamar autoridad es distinto que tenerla. Según Raz, el derecho siempre reclama tener autoridad, pero puede que no siempre la tenga. Ello va a depender, en último término, de si el derecho ha actuado justificadamente o no. Por ejemplo, si una ley exigiera que determinadas personas tuvieran que pagar más impuestos que otras sólo en razón de su raza, habría argumentos suficientes como para sostener que tal acto estaría desprovisto de autoridad, pues no habría justificación alguna que autorice semejante legislación.[5] Consideraciones de este tipo motivan a Raz a sostener que no existe una obligación general de obedecer el derecho; pues siempre está abierta la posibilidad de que el derecho actúe injustificadamente.[6] Pero de la eventualidad que el derecho actúe injustificadamente no se sigue que éste no reclame tener autoridad.[7]
Ahora, ¿qué significa reclamar autoridad? Significa, para Raz, reclamar el poder para dar a ciertas personas razones protegidas para la acción. Cuando una amiga le sugiere a usted que coma algo antes de ir a la fiesta, pues es probable que allá la comida se acabe pronto, usted tiene una razón para la acción de primer orden. Tiene usted una razón para alimentarse ahora, en atención a que es probable que la comida se acabe luego. Sin embargo, nada de lo anterior implica que usted no pueda tomar una decisión alternativa, como por ejemplo no alimentarse y preferir llegar lo más temprano posible a la fiesta.
En cambio, las autoridades prácticas se distinguen porque pueden dar una razón de primer orden, reforzada por una razón excluyente. Una razón excluyente es una razón para no actuar sobre motivos que vayan en contra de la razón de primer orden que la autoridad le ha dado. Por ejemplo, si su jefe le dice “quiero que estés mañana a las 8:00 am en la oficina”, su jefe le está diciendo, implícitamente, “no tomes ninguna decisión que implique no llegar mañana a las 8:00 am”. Raz denomina esta combinación de razones una razón protegida para la acción. Las autoridades prácticas, según Raz, se caracterizan por tener el poder para dar este tipo de razones, las que generan obligaciones en sus destinatarios. El derecho, dice Raz, reclama ser una autoridad práctica; reclama, esto es, tener el poder para dar razones protegidas y generar obligaciones.
Así las cosas, podemos sugerir que, bajo una lectura política y jurídica de la constitución, este instrumento reclama dar razones protegidas para la acción. La constitución, dicho de otro modo, reclama que sus normas generan una obligación de actuar en conformidad con ellas. Fíjese en el lenguaje que utiliza el inciso segundo del artículo 6 de la constitución actual: “Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo”. Vista en clave jurídica, entonces, la constitución reclama que usted tiene una obligación de actuar en conformidad a sus preceptos, cuestión que implica no tomar decisiones que vayan en contra de éstos. Si, en cambio, la constitución fuera vista únicamente como instrumento político, tal reclamo de obligación no existiría.
“En el caso del control preventivo de las leyes, es también posible que los pronunciamientos del TC no cierren el debate respecto de si un determinado precepto es o no constitucional, pero para ello podría exigirse la concurrencia de un número importante de diputados y senadores”
Por consiguiente, en tanto instrumento esencialmente político, la constitución es guía orientadora de nuestra acción política. En tanto instrumento político y jurídico, la constitución reclama guiar con autoridad práctica tal acción. A continuación, intentaré ver en qué medida la idea de una constitución política y jurídica implica tener un tribunal facultado para exigir el cumplimiento de los preceptos constitucionales.
Una tercera tesis. Del hecho que una constitución tenga carácter político y jurídico no se sigue que sus normas sean reclamables ante tribunales. En efecto, del análisis ofrecido sólo se desprende que las normas constitucionales proveen razones protegidas para la acción. Son normas que reclaman ser obligatorias, en el sentido de que exigen que no adoptemos cursos de acción contrarios a las razones que nos ofrece la propia constitución. Pero del hecho de tener una obligación, bajo estos términos, no se sigue que deba existir un órgano con autoridad práctica para exigir el cumplimiento de la misma obligación. Para ilustrar esta tesis, consideremos el caso de las promesas.
Para una tradición importante de la filosofía de las promesas, el acto de prometer es un caso paradigmático del ejercicio de un poder normativo para adquirir una obligación.[8] Si yo le prometo a usted que la pasaré a buscar mañana a las 9:00 am, yo asumo una razón protegida para la acción: una razón de primer orden para actuar más una razón excluyente que me exige no tomar decisiones que frustren el objeto de mi promesa. Pero de ahí no se sigue que, en caso de incumplimiento de mi promesa, pueda usted acudir ante un tercero (como un policía) para exigir dicho cumplimiento. Para que el cumplimiento de las promesas pueda exigirse por medio de un tercero se requiere de una justificación adicional. Decir que una promesa obliga sólo en la medida que exista un tercero facultado para exigir su cumplimiento sería un profundo error, que desconocería además la capacidad de las personas para guiar su acción por medio de razones protegidas. Pues bien, algo semejante sucede con el derecho y los tribunales.
En efecto, el derecho, tal como el caso de las promesas, es capaz en principio de guiar la acción mediante razones protegidas sin necesidad de que exista una autoridad práctica facultada para exigir el cumplimiento de sus normas. Pues es perfectamente posible pensar en un sistema jurídico cuyas normas permitan a las personas guiar su acción por medio de razones protegidas sin necesidad de tribunales que exijan el cumplimiento de tales resultados. Por ello dice Fernando Atria, criticando a Scott Shapiro, que “es un error profundo entender que es una obviedad que todo sistema jurídico tiene jueces”.[9] De igual modo, es también un error pensar que toda constitución que tenga carácter político y jurídico deba tener un tribunal que vele por el cumplimiento de sus normas. Para ello se requiere, como ya se dijo, de una justificación adicional. Intentemos analizar tal justificación.
Es sabido que en derecho los tribunales generalmente declaran, aplican o crean normas. Decir que un tribunal declara normas consiste en asignarle a dicho tribunal una función epistémica: ante dudas, decir qué es lo que tales normas ya establecen. Afirmar que un tribunal aplica normas significa asignarle una función adjudicativa: resolver conflictos mediante la aplicación de normas pre-existentes al caso concreto, a través de la generación de una norma particular. Por último, sostener que un tribunal crea normas significa atribuirle una función cuasi-legislativa: conferirle el poder para crear normas de general aplicación, que estén llamadas a resolver futuros conflictos jurídicos.
A su vez, los tribunales generalmente ejercen cada una de estas atribuciones con autoridad práctica: esto es, dando razones protegidas para la acción. Así, cuando un tribunal declara el contenido ya existente de ciertas normas lo hace con miras a que un tercero adopte el curso de acción prescrito por la norma, y excluya de su actuar interpretaciones contrarias a las del propio tribunal. Cuando un tribunal aplica normas, lo hace con miras a resolver el conflicto jurídico con efecto de cosa juzgada, creando derechos y obligaciones para las partes. Por último, cuando un tribunal crea normas (de general aplicación, como en los países con precedente vinculante), lo hace también para que terceros actúen sobre la base de tales normas y excluyan de su actuar normas contrarias a las que emanan de su autoridad. Los tribunales, al igual que el derecho, reclaman ser autoridades prácticas.
Por lo tanto, cuando se dice que el TC es una autoridad práctica en materia constitucional, lo que se está diciendo es que las sentencias por las cuales dicho tribunal declara, aplica o crea normas ofrecen razones protegidas para la acción. Son sentencias cuyo efecto es zanjar el debate en torno a las materias respectivas, obligando a los actores correspondientes a obedecer tales decisiones. Para ilustrar cómo el TC cierra el debate, atendamos al artículo 94 de la constitución actual: “Contra las resoluciones del Tribunal Constitucional no procederá recurso alguno…”; y luego el mismo artículo agrega: “Las disposiciones que el Tribunal declare inconstitucionales no podrán convertirse en ley…”.
La pregunta, entonces, por la justificación adicional que permita tener un TC como guardián último de la constitución, implica preguntarnos si queremos que exista un tribunal cuyas sentencias tengan por efecto cerrar el debate en torno a lo que la constitución establece. En la próxima sección me propongo ofrecer una lectura alternativa a perfilar al TC únicamente como una autoridad práctica en materia constitucional.
Existen, además de autoridades prácticas, autoridades teóricas. Estas nos dan razones para creer que un postulado es verdadero por el hecho de ser afirmado por la autoridad.[10] Cuando voy al médico porque estoy enfermo tengo razones para creer que, por el conocimiento que tal profesional tiene, sus indicaciones para mejorarme son correctas. Cuando una experta en economía me dice que es muy probable que el precio del dólar varíe, de modo que debiera considerar no invertir en un determinado negocio, tengo razones para creer que lo que ella me dice es cierto. Las autoridades teóricas, a diferencia de las prácticas, no cierran el debate en torno a un determinado curso de acción. Ellas nos ofrecen, por así decirlo, buenos consejos, pero en caso alguno tales consejos generan obligaciones, pues en definitiva tengo libertad para actuar o no sobre las razones que la autoridad teórica me ha dado.
Sostengo que, en ciertas materias, es perfectamente posible que el TC se perfile como una autoridad teórica más bien que práctica, asumiendo, claro está, que los integrantes de dicho tribunal son expertos al menos en derecho constitucional. Lo que ello supondría, en pocas palabras, es que los pronunciamientos de dicho tribunal ofrecerían razones suficientes como para creer que sus opiniones son correctas, pero en caso alguno cerrarían el debate en torno a lo que la constitución establece. Así, en materia de inaplicabilidad por inconstitucionalidad (art. 93 N° 6 de la constitución), el tribunal que conoce de la gestión pendiente tendría razones de peso para creer que lo dicho por el TC es cierto, pero en último término dicho tribunal se encontraría libre para decidir si ha de actuar o no sobre las razones que el TC le ha dado. En materia de control preventivo de leyes (art. 93 N° 1 de la constitución), el legislador tendría también razones suficientes como para creer que un determinado pronunciamiento del TC es acertado, pero no por ello se vería impedido de optar por un curso de acción alternativo. En ambos casos, el TC se perfilaría como una autoridad teórica sobre lo que las normas de la constitución establecen, cuestión que implicaría reconocer que sus pronunciamientos, si bien tienen un componente técnico relevante, no cerrarían el debate necesariamente.
Claro, una objeción importante salta a la vista. Si el TC es una autoridad teórica, ¿qué lo diferenciaría entonces de las opiniones emitidas por expertos y expertas en derecho constitucional? ¿No sería, pues, bajo esta propuesta, el TC un informante en derecho más, y no un tribunal?
Esta objeción es por supuesto válida, pero a mi juicio establece un escenario más radical del necesario. En efecto, es posible buscar un intermedio entre autoridad teórica y práctica (lo que podríamos denominar autoridad cuasi-práctica) y la literatura en filosofía del derecho ha intentado ofrecer algunas propuestas. Por ejemplo, Andrei Marmor, en su trabajo ‘Soft Law, Authoritative Advice and Non-Binding Agreements’,[11] se esfuerza por entender a las autoridades cuasi-prácticas como agentes cuyos pronunciamientos invierten ciertas cargas argumentativas. Por ejemplo: si su jefa le sugiere a usted que sería una buena idea ir a la reunión con corbata, usted no tiene una razón protegida para la acción, en tanto fue una sugerencia que no generó obligación alguna. Pero de ahí no se sigue que usted tenga libertad absoluta para desestimar lo sugerido por su superiora. Para Marmor, usted se encontraría en una situación intermedia, donde desestimar la sugerencia de su jefa implicaría tener que ofrecer razones (a veces de peso) que le permitan justificar por qué ha procedido de ese modo. En otras palabras, usted aún le debe cierta deferencia a lo aconsejado por su superiora.
Visto entonces como autoridad cuasi-práctica, el papel que ejercería el TC se distinguiría de las opiniones de expertos en derecho constitucional. La forma como se ha de materializar la inversión de las cargas argumentativas puede variar dependiendo de la atribución específica de que se trate. Por ejemplo, en materia de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, si el juez del fondo decidiera finalmente no seguir el pronunciamiento del TC, es posible establecer mecanismos que exijan que dicho juez ofrezca razones suficientes que justifiquen su actuar, estableciéndose incluso sanciones para el caso de no hacerlo. En el caso del control preventivo de las leyes, es también posible que los pronunciamientos del TC no cierren el debate respecto de si un determinado precepto es o no constitucional, pero para ello podría exigirse la concurrencia de un número importante de diputados y senadores, quienes normalmente tendrán que justificar tal actuar ante la ciudadanía. En fin, por la relevancia de los argumentos en juego, es posible buscar ciertos mecanismos que permitan al TC ser una autoridad teórica o cuasi-práctica en materia constitucional. Este podría ser el caso del control preventivo de las leyes, donde existen argumentos suficientes como para que el legislador ostente un grado importante de deferencia. En efecto, recordemos que los proyectos de ley que el TC controla preventivamente son interpretativos de la constitución u orgánicos constitucionales. Se trata, entonces, de una voluntad reforzada de legislador, pues los quórums que la constitución exige para aprobar tales proyectos son más demandantes que los exigidos para aprobar proyectos de ley simple o de quórum calificado (cf., art 66 de la constitución).
¿Significa, lo anterior, que todo tribunal es susceptible de ser una autoridad teórica o cuasi-práctica? Del análisis ofrecido en la segunda parte de esta columna se desprende que sí, que en principio es posible. ¿Es deseable? No necesariamente. Existen ciertas materias en las cuales es aconsejable que exista una autoridad práctica facultada para zanjar el debate, como ocurre en ciertos asuntos civiles y penales, donde hay un valor innegable en el efecto de cosa juzgada que adquieren las sentencias judiciales. Sin embargo, por la importancia que las normas constitucionales tienen para el país, y por el hecho de que el contenido normativo de las mismas admite estar constantemente en discusión, establecer un tribunal con autoridad exclusivamente práctica para cerrar el debate, incluso por sobre la voluntad reforzada del legislador, no parece ser la opción más aconsejable. Al menos no sin ofrecer mecanismos que permitan a los actores relevantes tener la oportunidad de optar por cursos de acción alternativos. Y ello podría materializarse, como ya se dijo, perfilando al TC como una autoridad cuasi-práctica en materia constitucional.
El propósito de esta columna ha sido ofrecer un marco teórico que permita pensar la autoridad del TC de un modo distinto a la que actualmente tiene. A su vez, ello podría ayudar a mitigar el fuerte descontento político que existe en contra de las decisiones de este tribunal. Sin embargo, definir el tipo de autoridad que finalmente debiera tener el TC exige considerar un número importante de variables en juego. Por ejemplo, es indispensable contar con la experiencia comparada, analizar el efecto de las sentencias del TC en nuestro propio ordenamiento jurídico (tanto por vía de inaplicabilidad como de control preventivo de leyes), recabar datos empíricos, y sopesar diversos argumentos de tipo teórico-normativos. Pero al menos desde un punto de vista teórico, la puerta está abierta para que el TC ejerza distintos tipos de autoridad según la competencia específica de que se trate, permitiendo a los actores involucrados optar fundadamente por cursos de acción alternativos.
*El autor agradece los valiosos comentarios de Ignacia Azócar, Mauricio Garetto, Donald Bello, Francisco Errázuriz, Manuel González, y Crescente Molina.
[1] J Austin, The Province of Jurisprudence Determined [1832] en W Rumble (ed) (CUP, 1995), Lecture I.
[2] Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 96, a. 5
[3] HLA Hart, The Concept of Law [1961] (3a ed, Clarendon, 2012) 88-91.
[4] A continuación resumo algunos de los trabajos de Raz que son importantes para el contenido de esta columna. En relación a cómo es posible inferir la autoridad que el derecho reclama a partir del lenguaje empleado por las autoridades estatales, véase Ethics in the Public Domain (OUP, 1993) 1994, 215-216. En relación a la autoridad que el derecho reclama en general, véase ibid, 210-237, The Authority of Law (2a ed., OUP, 2009) 28-33, The Morality of Freedom (Clarendon, 1986) 23-62, y Between Authority and Interpretation (OUP, 2009) 99-102, 126-165. Sobre los distintos tipos de razones para la acción, véase Practical Reasons and Norms [1975] (OUP, 1999) 35-45.
[5] Véase, al respecto, Raz, The Morality of Freedom, ibid, 53-57. Para Raz, el problema de la justificación de la autoridad está ligado al papel mediador que la autoridad cumple. En síntesis: si mediante la obediencia de las directivas de la autoridad, el destinatario cumple con las razones que le son aplicables de mejor manera a que si lo hiciera sin tales directivas, la autoridad se encuentra justificada.
[6] Véase, al respecto, J Raz, The Authority of Law, ibid, 233-249, y para una discusión S Perry ‘Law and Obligation’ (2005) 50 The American Journal of Jurisprudence 263.
[7] Véase, al respecto, J Raz, Ethics in the Public Domain, ibid, 215-220, y para una excelente elaboración de la tesis de Raz, J Gardner, Law as a Leap of Faith (OUP, 2012) 125-132.
[8] Para una introducción, véase HLA Hart, ibid, 43-44.
[9] F. Atria, La forma del derecho (Marcial Pons, 2016) 90-91.
[10] Para una excelente discusión, véase G Lamond, ‘Persuasive Authority in the Law’ (2010), XVII Harvard Review of Philosophy 16, 18-23.
[11] A Marmor, ‘Soft Law, Authoritative Advice and Non-Binding Agreements’ (2019), 39 Oxford Journal of Legal Studies 507-525.
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