COLUMNA DE OPINIÓN
Entendiendo la complejidad de la violencia sistémica
13.02.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
13.02.2020
Desde el 18/O, el país de largas jornadas laborales, sueldos bajos y precios altos, dejó de ser visto como “normal” y empezó a ser denunciado como una realidad violenta por miles de chilenos. Esta columna de opinión ahonda en esa violencia sistémica. Los autores remarcan que, aunque hay grupos que se benefician con el actual modelo, esa violencia es más bien “resultado de una indiferencia generalizada”. Argumentan que esto la hace difícil de combatir, pues aún reemplazando a las actuales elites, probablemente ni el modelo ni la desigualdad desaparecerían: sólo cambiarían las caras.
Si algo hemos aprendido de este estallido social, es lo fácil que la violencia se transforma en un fenómeno generalizado. Pese a nuestro afán de presentarnos como seres racionales –que nos empuja a rehuir públicamente de la violencia y tacharla como algo periférico dentro de nuestras sociedades-, la violencia no tarda a aparecer cuando la crisis sacude las ilusiones y nos pone cara a cara con la experiencia de la vida desnuda, como la ha llamado Agamben (2005).
Por esta razón, apreciamos el esfuerzo de Mónica Gerber (ver columna en CIPER) en relevar la importancia de la violencia dentro del estallido social, y en afirmar que el adecuado entendimiento de su rol es un elemento central para la resolución de la situación actual. Concordamos con la autora en estos puntos y reconocemos la relevancia de rescatar la multiplicidad de caras y manifestaciones que la violencia puede tener en la sociedad, así como en la urgencia de distinguir con precisión entre sus distintas expresiones. Caso contrario, como sugiere el examen del debate público, se corre el riesgo de terminar convirtiendo (¡nuevamente!) a la violencia en un medio legítimo para alcanzar fines que ciertos grupos ven como válidos (véase Butler, 2006).
En efecto, comprender esta violencia significa, en primer lugar, entender que hay violencia tanto en los actos de algunos manifestantes como en la conducta de las Fuerzas de Orden, sin prejuicio que –desde distintas posiciones– podamos llamar a la una o a la otra como o ‘un mal necesario’ y que, además, una se presente como legítima y necesaria para el orden público y la otra como una posibilidad de cambio social.
Asimismo, ampliar nuestra comprensión de la violencia más allá de sus manifestaciones físicas y directas, requiere dar cuenta de formas psicológicas, indirectas, simbólicas e incluso sistémicas de violencia. En lo que sigue nos centraremos esencialmente en esta última categoría –la violencia sistémica– preguntándonos sobre el uso que hace la autora del concepto y el rendimiento y límites que puede tener aplicado a la situación actual de Chile.
Con este fin, plantearemos que entender la violencia sistémica requiere, en primer lugar, distinguir dos tipos de violencia:
–Violencia como fenómeno: por ejemplo, que alguien le pegue a otra persona, lo que constituye un hecho objetivamente observable.
–Violencia como resultado de una atribución social: en el caso anterior, decir que el golpe estaba o no justificado y que era deliberado o no, lo que constituye una interpretación subjetiva.
“La incertidumbre conceptual sobre qué es la violencia tiene consecuencias fáciles de notar: el gobierno puede poner énfasis en los saqueos, sin prestar atención a lo que ejecutan las fuerzas del orden. Por su parte, la 'primera línea' puede actuar violentamente contra Carabineros porque, desde su perspectiva, dicha violencia es una respuesta ante un actuar injustificado”
Luego, es necesario distinguir entre violencia intencionada y no intencionada.
Respecto de la primera distinción, es fácil ver que la violencia debe poder definirse de manera por lo menos parcialmente independiente respecto de la interpretación que se hace de ella en el contexto de su ejecución. De otra manera, existirían innumerables formas de violencia que pasarían desapercibidas por el mero hecho de no ser comprendidas como tales por los involucrados.
En este sentido, para que haya violencia no es necesario que los violentos o los violentados sean conscientes de ser ejecutores o víctimas de la violencia. La violencia contra las mujeres ha sido por mucho tiempo un ejemplo de aquello: baste pensar en el hombre que asume como normal golpear a su pareja o la mujer que comprende ese comportamiento como “merecido” (Arendt, 2009).
Lo mismo puede observarse en el caso de la violencia contra niños, contra grupos étnicos minoritarios y así sucesivamente. Slavoj Žižek (2009) avanza en esta dirección al sugerir que la violencia sistémica ocurre en el trasfondo de una normalización que, al presentar ciertos comportamientos como naturales, no reconoce su carácter de violencia.
Claramente, el hecho que la violencia sea también el resultado de una construcción social puede conducirnos tanto a desestimar ciertos tipos de manifestaciones como violentas, como a atribuir violencia a una diversidad de posibles situaciones, sin que se vislumbre fácilmente un punto común que ponga a todos de acuerdo sobre lo que es efectivamente la violencia. Ejemplos de esto abundan. Desde determinadas posiciones se considera que «el quien baila pasa» sería un ejemplo no solo de violencia, sino de fascismo, esto es, de sistemática coartación de la libertad de otros; o bien, que la misma violencia que vemos reflejada en las calles caracterizaría el diario vivir de miles de chilenos que viven en zonas de sacrificio o en condiciones de escasez hídrica («violento«, dicen ciertos carteles en la calle «es que se rieguen paltos con 80 litros de agua por día mientras otras familias no tienen agua para tomar«).
Esta incertidumbre conceptual tiene consecuencias fáciles de notar: el gobierno puede poner énfasis en los saqueos y en las barricadas, sin prestar atención a la ejecutada por sus propias fuerzas del orden. Por su parte, los miembros de la “primera línea” pueden actuar violentamente contra Carabineros porque desde su perspectiva dicha violencia es una respuesta ante un actuar injustificado.
“La sociedad moderna es demasiado compleja y dinámica para contar con una cúspide unificada, una jerarquía de mando capaz de ‘arquitectar’ y luego mantener la estructura de un país entero. Sin duda, hay quien sabrá aprovechar esta complejidad para recortarse un espacio de ventaja, pero esto ocurre al margen de los sistemas, y no como mecanismo propio de aquellos”
Superar esta confusión requiere, en primer lugar, consensuar una comprensión de la violencia a nivel social que permita diferenciar con claridad entre comportamientos violentos y no violentos.
En este sentido, una posibilidad avanzada por Gerber, sugiere distinguir entre formas de violencia de acuerdo con a) su grado de intencionalidad por parte de quien la perpetra y b) su propensión a producir daños en quien la recibe. Si bien esta definición puede ayudar a delimitar el fenómeno, nos parece que en numerosas ocasiones, podría enturbiar, antes que esclarecer, este fenómeno.
Partamos con el caso más simple, el de la violencia física.
Es relativamente fácil aplicar dichos criterios y afirmar que aquella se expresa como el resultado de una intención llevada a cabo, respondiendo a un deseo, implícito o explícito de dañar a otras personas. La atribución del daño y la intencionalidad es simple en estos casos: el ejecutor de la violencia y la víctima son inmediatamente reconocibles, en tanto existe una apelación directa a la corporalidad del otro. Empujones o puñetazos, ataques con palos o lumas: el objetivo es manipular el cuerpo para conseguir un propósito, sea éste más igualdad, revolución, mantención de privilegios o la conservación del orden público.
Sin embargo, profundizando un poco más en este plano, las cosas se complican: ¿cómo clasificar, por ejemplo, situaciones en las cuales quien ejerce la violencia afirma actuar por el bien de quien la recibe? (como hace un padre que justifica fustigar a su hijo para que aprenda; o la fuerza de Carabineros que legitima la violencia física, por la supuesta necesidad de defender a los transeúntes) ¿Cómo saber, en estos casos, la real intención de quien perpetra la violencia? ¿Y dónde poner el límite del daño? ¿Se requiere una mutilación permanente para hablar de violencia o basta con un moretón? ¿Y qué tal si se imparte un dolor que no deja marcas, o la amenaza de un dolor que nunca se realiza, pero igualmente produce miedo en quien es amenazado?
Es precisamente para hacerse cargo de estas dificultades que, desde hace un tiempo, se vienen acumulando «tipologías» de violencia. No solo hay violencia física, sino también psicológica (en la cual se suspende el criterio de objetividad del daño para dar cabida a manifestaciones de aquel puramente mentales, psíquicas) y simbólica (en la cual se suspende el criterio de intencionalidad de dicho daño, para poner el acento en la existencia de una relación de dominación, consciente o no, entre las partes (Bourdieu, 2000)).
“En el caso del estallido social chileno, por ejemplo, existe un reclamo contra la violencia sistémica, enunciado en la forma de 'modelo', pero ella no tiene un destinatario claro que, digamos, pueda ser debidamente juzgado y luego la crisis pueda encontrar un rápido punto final”
La noción de «violencia sistémica» (Žižek, 2009) va en una línea similar: busca caracterizar situaciones en las cuales la violencia logra trascender la propia interacción entre violento y violentado para dar cuenta de efectos producidos sobre los segundos por un «sistema» que favorece ciertos grupos.
Pero el ejercicio de ponerle una «etiqueta» a la palabra violencia no soluciona de manera automática el problema original de cómo distinguir una situación violenta. En el caso de los efectos indeseables de los sistemas sociales, se vislumbran por lo menos dos alternativas: la primera, adoptada por Gerber y por el propio Žižek, es justamente afirmar que la violencia sistémica ocurre en presencia de los dos criterios anteriormente examinados de daño e intencionalidad. Sin embargo, y en contra de lo que afirma la propia Gerber, eso conduce tendencialmente a reducir la violencia sistémica a un grupo relativamente restringido de situaciones, en las cuales el daño es visible y la intencionalidad es atribuible.
Seguramente, entran en esa categoría las discriminaciones sistemáticas e institucionalizadas por razones raciales, de género, religiosas, políticas, etc., pero no tan fácilmente desigualdades e injusticias que vemos frente a nuestros ojos todos los días, en las cuales el culpable no es tan directamente identificable ni la relación entre causa y efecto plenamente comprobable como, por ejemplo, la organización del sistema educativo chileno o, a nivel global, el cambio climático y sus efectos en la población.
Como consecuencia, la noción de violencia sistémica se convierte en una crítica generalizada, sin destinatarios claros, vehículo de rabia y justificación de venganza, pero no un principio operativo de conducta o de justicia. En el mejor de los casos, esto lleva a peticiones de principios pero, llevado a sus últimas consecuencias, puede resultar en una forma de justificar la violencia revolucionaria como respuesta a la violencia sistémica (van der Linden, 2012).
Por otra parte, subrayar la importancia de la intencionalidad confunde su relevancia en la violencia sistémica. En efecto, si bien la intención puede resultar más o menos clara en los casos de violencia física y psicológica, la situación es considerablemente más compleja en la violencia sistémica. En el caso del estallido social chileno, por ejemplo, existe un reclamo contra la violencia sistémica, enunciado en la forma de “modelo”, pero ella no tiene un destinatario claro que, digamos, pueda ser debidamente juzgado y luego la crisis pueda encontrar un rápido punto final.
“La violencia sistémica debiese entenderse como el resultado de una indiferencia generalizada, antes que como el producto de la intención de un grupo de actores por hacer daño a los demás. Esto no implica que algunos grupos no se vean más beneficiados que otros. Sin embargo, resulta difícil pensar que esto es el resultado de un 'arquitecto' que diseñe un sistema que discrimine mujeres y pobres para su beneficio”
Ciertamente, esto no implica que la violencia sistémica no exista; por el contrario, como podemos ver en fenómenos de discriminación socioeconómica, de género y étnica, entre otros, ella se encuentra altamente presente en nuestra sociedad. Sin embargo, esta forma de violencia, en virtud de su carácter generalizado, no puede explicarse a cabalidad a partir de la intención ni mucho menos a la acción de un sujeto o comunidad particular. Más bien, precisamente en tanto sistémica, no se guía por criterios humanitarios, sino solo por su estricta lógica autorreferencial, sea ésta la acumulación de dinero, la administración del poder o la explotación de recursos naturales (Luhmann, 1989).
Visto desde esta perspectiva, la violencia sistémica debiese entenderse como el resultado de una indiferencia generalizada, antes que como el producto de la intención de un grupo por hacer daño a los demás. Por supuesto, esto no implica que algunos actores no se vean más beneficiados que otros: los hombres con poder político y económico generalmente poseen más posibilidades de acción en la sociedad actual. Sin embargo, resulta difícil pensar que esto es el resultado de un “arquitecto” que diseña un sistema que discrimina mujeres y pobres para su beneficio. Por el contrario, se trata más bien de una estructura –en el sentido de Baecker (2007)– en que algunos actores tienen “automáticamente” una posición privilegiada, con independencia de sus intenciones, mientras otros deben redoblar sus esfuerzos, más allá de las capacidades que posean, para alcanzar esas posiciones.
Por supuesto, se podría objetar que tanto el sistema político-jurídico de Chile (concretado en la Constitución) como su sistema económico no son resultados espontáneos y emergentes, sino que tienen autores precisamente identificables (Jaime Guzmán, y la Escuela de Chicago, respectivamente), y deben interpretarse como diseños explícitos dirigidos a favorecer a una minoría a costa de la mayoría. Este tipo de diagnósticos, que han gozado de mucha popularidad desde los principios del estallido, subrayan correctamente que la desigualdad en este país se debe, al menos en parte, a una insistente concentración de distintos tipos de capital -político y económico, por ejemplo- en la mano de unos pocos, que aprovechan justamente esa conmistión de roles para mantener sus propios privilegios.
Pero cabe evitar el error de confundir esta perduración parasitaria de lógicas de estratificación con la lógica propia de la sociedad moderna: esta es demasiado compleja, demasiado dinámica para contar con una cúspide unificada, una jerarquía de mando capaz de «arquitectar» y luego mantener la estructura de un país entero. Sin duda, hay quien sabrá aprovechar esta complejidad para recortarse un espacio de ventaja, pero esto ocurre al margen de los sistemas, y no como mecanismo propio de aquellos. El «modelo chileno» bien puede beneficiar a unos sobre otros, y es incluso plausible que alguno de sus «autores» lo hayan generado justamente pensando en este fin. Pero lo que sostiene su «violencia» hoy (que es el punto del texto) no es -si es que alguna vez lo fue- la capacidad de unos pocos de aprovecharse de él, sino su indiferencia por los efectos que produce sobre la mayoría. Esta indiferencia es a menudo mucho más dañina (¡más violenta!) que una que surja de la intención. Y, lo más importante: producto de esta indiferencia ya no hay «reyes» que derrocar para que se acabe el modelo: si hoy le cortáramos la cabeza a todas las élites (en una cruda reminiscencia del lado más obscuro de la Revolución Francesa) el modelo no desaparecería, ni lo haría la desigualdad. Sólo cambiaría su cara.
Este cambio de foco –de la intencionalidad a la indiferencia– no será quizás de gusto de todos, ya que siempre es de ayuda, por lo menos para la tranquilidad del espíritu, acusar culpables y defender victimarios por la vía de la reflexión (Cioran, 2016). Pero esto es, argumentamos, un paso necesario para poder avanzar seriamente hacia un Chile más justo, un Chile en el cual no sólo estemos libre de violencias y abusos explícitos –ya sea físicos, psicológicos, simbólicos o sistémicos– sino también, colectivamente comprometidos para ahuyentar la indiferencia y hacernos cargo del bien común, de la igualdad, y de la dignidad de todos y todas las chilenas. Problemas complejos requieren soluciones acordes.
Agamben, G. (2005). Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-textos.
Arendt, H. (2009). La condición humana. Buenos Aires: Paidós
Baecker, D. (2007). The Network Synthesis of Social Action I: Towards a Sociological Theory of Next Society. Cybernetics & Human Knowing: a Journal of Second-Order Cybernetics, Autopoiesis, and Cyber-Semiotics, 14(4), 9–42.
Bourdieu, P. (2000).La dominación masculina. Barcelona: Anagrama
Butler, J. (2006). Precarious life: The powers of mourning and violence. London: Verso.
Cioran, E.M. (2014). Breviario de podredumbre. Barcelona: Taurus.
Luhmann, N. (1989). Ecological Communication. Chicago: The University of Chicago Press.
Van der Linden, H. (2012). On the violence of systemic violence: A critique of Slavoj Žižek, Radical Philosophy Review, 15(1), 33-51
Žižek, S. (2009). Sobre la violencia: seis reflexiones marginales. Barcelona: Ediciones Paidós.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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