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Alejandro | 14.02.2020
En efecto, comprender esta violencia significa, en primer lugar, entender que hay violencia tanto en los actos de algunos manifestantes como en la conducta de las Fuerzas de Orden, sin prejuicio que –desde distintas posiciones– podamos llamar a la una o a la otra como o ‘un mal necesario’ y que, además, una se presente como legítima y necesaria para el orden público y la otra como una posibilidad de cambio social. (El “orden público” no se consigue con violencia, antes bien es al revés, porque él es el problema; pues según la ciudadanía, el “orden público” es violento, léase sueldos miserables, trabajos precarios, salud ineficiente, educación cara y e insuficiente, etc., a esto se oponen las manifestaciones, y lo hacen siempre de manera pacífica, siendo atacados por las fuerzas represivas, cumpliendo siempre un mandato desde el poder, es decir, el gobierno como agente de un sistema represor y abusivo. Cosa diferente, es que muy pequeños grupos se aprovechen oportunistamente y produzcan desmanes. Aunque es ya un lugar común encontrar agentes del Estado infiltrados provocándolos. Los sistemas represivos, que los autores justifican mendazmente, protegen este “orden público” entendido como statu quo, o el “estado de cosas”) Asimismo, ampliar nuestra comprensión de la violencia más allá de sus manifestaciones físicas y directas, requiere dar cuenta de formas psicológicas, indirectas, simbólicas e incluso sistémicas de violencia. En lo que sigue nos centraremos esencialmente en esta última categoría –la violencia sistémica– preguntándonos sobre el uso que hace la autora del concepto y el rendimiento y límites que puede tener aplicado a la situación actual de Chile. Con este fin, plantearemos que entender la violencia sistémica requiere, en primer lugar, distinguir dos tipos de violencia: –Violencia como fenómeno: por ejemplo, que alguien le pegue a otra persona, lo que constituye un hecho objetivamente observable. (Esta definición es un reduccionismo) –Violencia como resultado de una atribución social: en el caso anterior, decir que el golpe estaba o no justificado y que era deliberado o no, lo que constituye una interpretación subjetiva. (¿Y cuál es la “Violencia como resultado de una atribución social”?) Luego, es necesario distinguir entre violencia intencionada y no intencionada. Respecto de la primera distinción, es fácil ver que la violencia debe poder definirse de manera por lo menos parcialmente independiente respecto de la interpretación que se hace de ella en el contexto de su ejecución. De otra manera, existirían innumerables formas de violencia que pasarían desapercibidas por el mero hecho de no ser comprendidas como tales por los involucrados. (Debe necesariamente distinguirse las diversas formas de violencia, precisamente para comprenderlas plenamente y así poder superarlas) En este sentido, para que haya violencia no es necesario que los violentos o los violentados sean conscientes de ser ejecutores o víctimas de la violencia. (La violencia es un acto con INTENCIÓN, es decir, lo violento es una ACTITUD INTENCIONADA, por lo tanto es imprescindible la conciencia en el acto) La violencia contra las mujeres ha sido por mucho tiempo un ejemplo de aquello: baste pensar en el hombre que asume como normal golpear a su pareja o la mujer que comprende ese comportamiento como “merecido” (Arendt, 2009). (Mal el ejemplo. La violencia hacia la mujer deviene de una cultura agresora de género, el que un hombre golpee a una mujer, es propio de la cultura machista y patriarcal en la que se justifican esas agresiones) Lo mismo puede observarse en el caso de la violencia contra niños, contra grupos étnicos minoritarios y así sucesivamente. Slavoj Žižek (2009) avanza en esta dirección al sugerir que la violencia sistémica ocurre en el trasfondo de una normalización que, al presentar ciertos comportamientos como naturales, no reconoce su carácter de violencia. Claramente, el hecho que la violencia sea también el resultado de una construcción social puede conducirnos tanto a desestimar ciertos tipos de manifestaciones como violentas, como a atribuir violencia a una diversidad de posibles situaciones, sin que se vislumbre fácilmente un punto común que ponga a todos de acuerdo sobre lo que es efectivamente la violencia. Ejemplos de esto abundan. Desde determinadas posiciones se considera que “el quien baila pasa” sería un ejemplo no solo de violencia, sino de fascismo , esto es, de sistemática coartación de la libertad de otros; (Claramente se ve que los autores desconocen el significado político y social del concepto fascismo) o bien, que la misma violencia que vemos reflejada en las calles caracterizaría el diario vivir de miles de chilenos que viven en zonas de sacrificio o en condiciones de escasez hídrica (“violento“, dicen ciertos carteles en la calle “es que se rieguen paltos con 80 litros de agua por día mientras otras familias no tienen agua para tomar“). Esta incertidumbre conceptual tiene consecuencias fáciles de notar: el gobierno puede poner énfasis en los saqueos y en las barricadas, sin prestar atención a la ejecutada por sus propias fuerzas del orden. Por su parte, los miembros de la “primera línea” pueden actuar violentamente contra Carabineros porque desde su perspectiva dicha violencia es una respuesta ante un actuar injustificado. Superar esta confusión requiere, en primer lugar, consensuar una comprensión de la violencia a nivel social que permita diferenciar con claridad entre comportamientos violentos y no violentos. (Se esperaba que los autores tuvieran claridad del paradigma desde donde realizarían este ya mediocre análisis) En este sentido, una posibilidad avanzada por Gerber, sugiere distinguir entre formas de violencia de acuerdo con a) su grado de intencionalidad por parte de quien la perpetra y (Repito, la violencia no tiene que ver con gradiualidad, tiene que ver con una actitud) b) Propensión a producir daños en quien la recibe. Si bien esta definición puede ayudar a delimitar el fenómeno, nos parece que en numerosas ocasiones, podría enturbiar, antes que esclarecer, este fenómeno. Partamos con el caso más simple, el de la violencia física. Es relativamente fácil aplicar dichos criterios y afirmar que aquella (La violencia) se expresa como el resultado de una intención llevada a cabo, respondiendo a un deseo, implícito o explícito de dañar a otras personas. La atribución del daño y la intencionalidad es simple en estos casos: el ejecutor de la violencia y la víctima son inmediatamente reconocibles, en tanto existe una apelación directa a la corporalidad del otro. Empujones o puñetazos, ataques con palos o lumas: el objetivo es manipular (Agredir, hacer daño, “manipular” es otra cosa) el cuerpo para conseguir un propósito, sea éste más igualdad, revolución, mantención de privilegios o la conservación del orden público. Sin embargo, profundizando un poco más en este plano, las cosas se complican: ¿cómo clasificar, por ejemplo, situaciones en las cuales quien ejerce la violencia afirma actuar por el bien de quien la recibe? (como hace un padre que justifica fustigar a su hijo para que aprenda; (Este ejemplo usado para reafirmar la pregunta, confirma lo retrógrado de los autores, es ya asumido mundialmente desde hace mucho, que la agresión física, en particular hacia un menor, no educa, o por mejor decir “educa a ser violento”) o la fuerza de Carabineros que legitima la violencia física, por la supuesta necesidad de defender a los transeúntes) (Lo mismo que lo anterior) ¿Cómo saber, en estos casos, la real intención de quien perpetra la violencia? ¿Y dónde poner el límite del daño? ¿Se requiere una mutilación permanente para hablar de violencia o basta con un moretón? ¿Y qué tal si se imparte un dolor que no deja marcas, o la amenaza de un dolor que nunca se realiza, pero igualmente produce miedo en quien es amenazado? Es precisamente para hacerse cargo de estas dificultades que, desde hace un tiempo, se vienen acumulando “tipologías” de violencia. No solo hay violencia física, sino también psicológica (en la cual se suspende el criterio de objetividad del daño para dar cabida a manifestaciones de aquel puramente mentales, psíquicas) y simbólica (en la cual se suspende el criterio de intencionalidad de dicho daño, (No, no se debe suspender el criterio de daño, de hecho el perjuicio – de cualquier forma – es mediante un acto violento que busca imponerse a quien la ejerce) para poner el acento en la existencia de una relación de dominación, consciente o no, entre las partes (Bourdieu, 2000)). La noción de “violencia sistémica” (Žižek, 2009) va en una línea similar: busca caracterizar situaciones en las cuales la violencia logra trascender la propia interacción entre violento y violentado para dar cuenta de efectos producidos sobre los segundos por un “sistema” que favorece ciertos grupos. (La violencia sistémica es aquella que es generada por el sistema o forma ideológica que vive de una sociedad, llevada a cabo por las estructuras de poder; en nuestro caso, impuesta a sangre y fuego por una dictadura cívico-militar) Pero el ejercicio de ponerle una “etiqueta” a la palabra violencia no soluciona de manera automática el problema original de cómo distinguir una situación violenta. (No se trata de “solucionar”, se trata de definir el concepto) En el caso de los efectos indeseables de los sistemas sociales, se vislumbran por lo menos dos alternativas: la primera, adoptada por Gerber y por el propio Žižek, es justamente afirmar que la violencia sistémica ocurre en presencia de los dos criterios anteriormente examinados de daño e intencionalidad. Sin embargo, y en contra de lo que afirma la propia Gerber, eso conduce tendencialmente a reducir la violencia sistémica a un grupo relativamente restringido de situaciones, en las cuales el daño es visible y la intencionalidad es atribuible. Seguramente, entran en esa categoría las discriminaciones sistemáticas e institucionalizadas por razones raciales, de género, religiosas, políticas, etc., pero no tan fácilmente desigualdades e injusticias que vemos frente a nuestros ojos todos los días, en las cuales el culpable no es tan directamente identificable ni la relación entre causa y efecto plenamente comprobable como, por ejemplo, la organización del sistema educativo chileno o, a nivel global, el cambio climático y sus efectos en la población. (¡Por supuesto que el culpable de esa violencia está directamente identificado, es el Estado y sus estructuras represivas!, y hay una definida relación causa/efecto absolutamente demostrable) Como consecuencia, la noción de violencia sistémica se convierte en una crítica generalizada, sin destinatarios claros, vehículo de rabia y justificación de venganza, pero no un principio operativo de conducta o de justicia. En el mejor de los casos, esto lleva a peticiones de principios pero, llevado a sus últimas consecuencias, puede resultar en una forma de justificar la violencia revolucionaria como respuesta a la violencia sistémica (van der Linden, 2012). Por otra parte, subrayar la importancia de la intencionalidad confunde su relevancia en la violencia sistémica. (Al contrario, la define y destaca) En efecto, si bien la intención puede resultar más o menos clara en los casos de violencia física y psicológica, la situación es considerablemente más compleja en la violencia sistémica. (Es exactamente lo mismo, llevado a un nivel macro social) En el caso del estallido social chileno, por ejemplo, existe un reclamo contra la violencia sistémica, enunciado en la forma de “modelo”, pero ella no tiene un destinatario claro que, digamos, pueda ser debidamente juzgado y luego la crisis pueda encontrar un rápido punto final. (¡Por supuesto que tiene un destinatario, es el gobierno y sus instituciones represivas! Como agente cristalizado del poder del sistema social imperante. Y se está buscando juzgarlo en las personar que detentan liderazgos gubernamentales, policíacos y militares) Ciertamente, esto no implica que la violencia sistémica no exista; por el contrario, como podemos ver en fenómenos de discriminación socioeconómica, de género y étnica, entre otros, ella se encuentra altamente presente en nuestra sociedad. Sin embargo, esta forma de violencia, en virtud de su carácter generalizado, no puede explicarse a cabalidad a partir de la intención ni mucho menos a la acción de un sujeto o comunidad particular. Más bien, precisamente en tanto sistémica, no se guía por criterios humanitarios, sino solo por su estricta lógica autorreferencial, sea ésta la acumulación de dinero, la administración del poder o la explotación de recursos naturales (Obviamente que éste sistema se aleja de lo humanitario, para plasmar lo utilitario, consumista y económiicista.) (O (Luhmann, 1989). Visto desde esta perspectiva, la violencia sistémica debiese entenderse como el resultado de una indiferencia generalizada, (E intencionada, claramente) antes que como el producto de la intención de un grupo por hacer daño a los demás. Por supuesto, esto no implica que algunos actores no se vean más beneficiados que otros: los hombres con poder político y económico generalmente poseen más posibilidades de acción en la sociedad actual. Sin embargo, resulta difícil pensar que esto es el resultado de un “arquitecto” que diseña un sistema que discrimina mujeres y pobres para su beneficio. (Para los autores, con un claro sesgo ideológico, les es “difícil pensar” que esto está cuidadosamente “diseñado”, no verlo es pueril) Por el contrario, se trata más bien de una estructura –en el sentido de Baecker (2007) – en que algunos actores tienen “automáticamente” una posición privilegiada, con independencia de sus intenciones, mientras otros deben redoblar sus esfuerzos, más allá de las capacidades que posean, para alcanzar esas posiciones. (Ello es justamente lo que fundamenta el estallido social) Por supuesto, se podría objetar que tanto el sistema político-jurídico de Chile (concretado en la Constitución) como su sistema económico no son resultados espontáneos y emergentes, sino que tienen autores precisamente identificables (Jaime Guzmán, y la Escuela de Chicago, respectivamente), y deben interpretarse como diseños explícitos dirigidos a favorecer a una minoría a costa de la mayoría. Este tipo de diagnósticos, que han gozado de mucha popularidad desde los principios del estallido, subrayan correctamente que la desigualdad en este país se debe, al menos en parte, a una insistente concentración de distintos tipos de capital -político y económico, por ejemplo- en la mano de unos pocos, que aprovechan justamente esa conmistión de roles para mantener sus propios privilegios. Pero cabe evitar el error de confundir esta perduración parasitaria de lógicas de estratificación con la lógica propia de la sociedad moderna: esta es demasiado compleja, demasiado dinámica para contar con una cúspide unificada, una jerarquía de mando capaz de “arquitectar” y luego mantener la estructura de un país entero. (¿El que el 1% de los chilenos gane más que el 70% de ¿No es un indicador de una “cúspide” que diseña y mantiene una férrea estructura de poder?) Sin duda, hay quien sabrá aprovechar esta complejidad para recortarse un espacio de ventaja, pero esto ocurre al margen de los sistemas, y no como mecanismo propio de aquellos. (Por supuesto que están, los conocemos, son las siete familias o grupos económicos más poderosos de Chile y que en realidad, son los dueños del país) El “modelo chileno” bien puede beneficiar a unos sobre otros, y es incluso plausible que alguno de sus “autores” lo hayan generado justamente pensando en este fin. Pero lo que sostiene su “violencia” hoy (que es el punto del texto) no es -si es que alguna vez lo fue- la capacidad de unos pocos de aprovecharse de él, sino su indiferencia por los efectos que produce sobre la mayoría. (Claro que tienen la capacidad, y además, esta “indiferencia” es calculada e intencionada) Esta indiferencia es a menudo mucho más dañina (¡más violenta!) que una que surja de la intención. Y, lo más importante: producto de esta indiferencia ya no hay “reyes” que derrocar para que se acabe el modelo: si hoy le cortáramos la cabeza a todas las élites (en una cruda reminiscencia del lado más obscuro de la Revolución Francesa) el modelo no desaparecería, ni lo haría la desigualdad. Sólo cambiaría su cara. (La experiencia de la revolución francesa demostró que sí se produjo un cambio, de sociedad feudal a sociedad burguesa) Este cambio de foco –de la intencionalidad a la indiferencia– no será quizás de gusto de todos, ya que siempre es de ayuda, por lo menos para la tranquilidad del espíritu, acusar culpables y defender victimarios por la vía de la reflexión (Cioran, 2016). Pero esto es, argumentamos, un paso necesario para poder avanzar seriamente hacia un Chile más justo, un Chile en el cual no sólo estemos libre de violencias y abusos explícitos –ya sea físicos, psicológicos, simbólicos o sistémicos– sino también, colectivamente comprometidos para ahuyentar la indiferencia y hacernos cargo del bien común, de la igualdad, y de la dignidad de todos y todas las chilenas. Problemas complejos requieren soluciones acordes. (Los autores caen en el eufemismo torpe de decir que el “problema” es la indiferencia, cosa que es apenas de nivel terciario. El problema es el sistema, que se cristaliza en una constitución retrógrada ye inequitativa y que hoy, gracias al movimiento social se está por cambiarla)
Eliad | 13.02.2020
La fuerza pública ejercida por el estado es un instrumento que se utiliza cuando ya se agota las las acciones normales y civilmente correctas. Acá el estado se impone o hace valer lo estipulado el contrato social y el estricto apego a lo acordado en dicho contrato. Por otro lado e la constitución es el contato social principal, el cual también es el freno al estado para que actue inquisitivamente y pase sobre los derechos fundamentales, y normas de esta fuerza pública. El ejecutivo y el ministerio del interior dentro de sus variadas funciones , entre ellas es el orden y seguridad interno/exterior del Estado, por intermedio de las FF.AA y de Orden. Estas subordinas a este, poder del estado , el cual debe velar que actuar de estas fuerza lo hagan fielmente al ordenamiento juridico vigente, a la cabeza de autoridades idóneas y con bastante experiencia para no pasar por lo mismo del 18/O. Donde el mal ASESORAMIENTO y actuacións del Ministerio del Interior, y la malas interpretaciones las herramientas constitucionales que tiene el presidente, y que no se supo actuar adecuadamente ante el gran estallido social. Por tanto, la fuerza pública queda en la delgada línea roja en su efectividad ante situaciones de estallido social, sino hay autoridad idóneas a la cabeza de las instituciones encargadas y supe vigilar a esa fuerza del estado y poner los derechos y garantías constitucionales de la cuidadania como las del pasado 18/0/19.
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