MANIFESTANTES, CARABINEROS, RESCATISTAS, LOCATARIOS Y VECINOS
Retratos de la “Zona Cero” a tres meses del estallido: el cansancio asoma en la batalla sin tregua
22.01.2020
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MANIFESTANTES, CARABINEROS, RESCATISTAS, LOCATARIOS Y VECINOS
22.01.2020
Los enfrentamientos diarios entre Primera Línea y Carabineros se han convertido en una coreografía macabra donde sobran heridos y los espectadores se declaran agotados. El viernes 10 de enero CIPER recorrió el sector junto a una brigada de rescatistas y escuchó a los protagonistas de 90 días del estallido en la “Zona Cero”. Mientras los enfermeros realizan una labor voluntaria y extenuante, no todo es tan épico: la cerveza, la marihuana y las peleas internas, abundan. Vecinos y comerciantes que simpatizan con el movimiento admiten que están hartos. La “Primera Línea” está convencida de que la confrontación con Carabineros cambiará la historia. “No tienen nada que perder”, sentencia uno de los rescatistas.
El sonido metálico no cesa: un grupo de muchachos realiza la percusión en una cadencia de cuatro cuartos (tá – tá – tátá – tá) golpeando con sus manos, piedras, pedazos de concreto, de adoquines o de madera, sobre unas planchas de zinc que enmarcan el foso gigante de la construcción paralizada en la intersección de Arturo Burhle con Vicuña Mackenna, en Providencia. Transcurre casi una hora y los improvisados tambores de guerra -con un pulso similar a Every Breath You Take de The Police– se mantienen en el mismo tiempo hasta que, de pronto, se apresura a dos cuartos: tátá – tátá.
La masa de protestantes -cientos de personas- apostada en Vicuña Mackenna, una cuadra al sur de Plaza Baquedano, comienza a moverse azuzada por la aceleración del compás. Avanza unos metros en perpendicular hacia el poniente, a calle Carabineros de Chile, a enfrentarse con rocas y trozos de cemento a la fuerza policial que permanece escudada a casi una cuadra, alerta, tensa, pero inmóvil. El contingente está desplegado en línea en la esquina de Ramón Corvalán, a un costado del Parque San Borja, defendiendo un territorio emblemático para los uniformados: el monumento a sus mártires y la iglesia institucional San Francisco de Borja. Alrededor del personal de infantería, hay carros lanzaaguas (guanacos), vehículos provistos de gases (zorrillos) y buses de traslado.
Al ruido de fondo, se suma el sonido seco del disparo de lacrimógenas y balines de goma.
Los manifestantes y los efectivos policiales se acercan un par de metros, luego se repliegan a sus posiciones y se aproximan otra vez. La coreografía dura poco, no más de 15 minutos. Cuando termina, las planchas de zinc vuelven a retumbar de forma sostenida como si se buscara mantener la tensión para la próxima toma de un filme cuyo clímax está por llegar. Pero no todavía.
Son las 21:40 del viernes 10 de enero. Es una noche calurosa y la luna creciente resplandece en los alrededores de la Plaza Baquedano, rebautizada por los manifestantes como Plaza de la Dignidad. El reflejo casi no tiene competencia: a 84 días del 18 de octubre de 2019, las luminarias públicas funcionan a media máquina en el epicentro del estallido social, allí donde se han congregado marchas multitudinarias y donde la Intendencia Metropolitana ha desplegado más de mil uniformados en una estrategia de copamiento preventivo que resultó ser un fiasco.
En el sector algunas veredas han vuelto a ser de tierra, como las de pueblos interiores en los ‘90; un polvillo suspendido en el ambiente, el clorobenzilideno malononitrilo irrita las fosas nasales y los ojos; bares como La Terraza figuran cerrados, otros locales han sido vandalizados; cientos de ciudadanos están en las calles con linternas que emiten un láser verde que se apunta directo a los vehículos policiales; vendedores ambulantes figuran instalados en puntos estratégicos ofreciendo cerveza y otros productos; distintos equipos clínicos voluntarios operan en centros de atención médica instalados en la calle; y tres enfermeros de la brigada Cruces Negras, de un dispositivo que tiene su sede en el Teatro del Puente, en el Parque Forestal, se aprestan a atender heridos, justo en medio del caos.
“¡Tengan cuidado, hay un hoyo inmenso sin una tapa un poco más allá, no queremos más muertos!”, alerta una desconocida en alusión a la caída fatal de Mauricio Fredes (33) en un pozo de 1,80 metros de profundidad en Irene Morales el 27 de diciembre.
Carros de bomberos se dirigen hacia una barricada cuyas llamas amenazan a la sucursal del Hotel Principado de Asturias que no ha sido quemada. La otra, la del Parque Bustamante, figura maltrecha por el incendio del 23 de octubre. La multitud se abre sin resistir para dar paso a los vehículos de emergencia.
En un instante, una molotov da contra un guanaco y flamea, por poco rato, sobre el techo del móvil. Hay un aplauso prolongado. Un coro espontáneo vitorea: “Muerte a la yuta”, “pacos culiaos”.
A lo lejos una cumbia suena reiteradamente por un parlante: “Ya van a ver, las balas que nos tiraron van a volver”, pero lo único que “vuelve” por los aires hacia los uniformados son fragmentos de adoquines que dos adolescentes “pirquinean” con precisión profesional al lado de la parrillada La Hacienda y que rara vez dan con el blanco. Casi siempre, caen en mitad del vuelo y aterrizan sin estrépito en la tierra: tá, tá.
– ¡Me duele, por la chucha!
Un veinteañero se queja por un impacto en la pierna de una esfera de goma negra de dos centímetros de diámetro disparada por Carabineros. Tiene las extremidades gruesas y usa pantalones pitillo.
Ha llegado cojeando hasta el equipo Cruces Negras que dirige el enfermero reanimador Michael Díaz (“Micha”, 31 años) y que integran esa tarde sus colegas Martín Figueroa (30) y Gonzalo Ortíz (“Sato”, 31). El grupo lo completa Jesús, el escudero que debe proteger de los proyectiles policiales a sus compañeros cuando atienden a alguien. Solo por esa tarde Jesús reemplazará al actor Ariel Mateluna (30), conocido por su rol en Machuca.
Lucen cascos mineros, máscaras full face (o en su defecto, antiparras y filtradores antigases), chalecos antibalas o armaduras de ciclistas, canilleras de fútbol, protectores de codos. Portan escudos de metal, un dispensador con leche de magnesio (para contrarrestar el gas lacrimógeno) y una mochila con sueros, apósitos, gasas, desinfectantes, guantes quirúrgicos. Cuando todo comenzó, hace tres meses, sólo llevaban una mascarilla de tela. En ese entonces no preveían que iban a estar por semanas en el centro de un “campo de batalla”.
Cuando después de un minuto, Sato logra levantar la tela del pantalón del muchacho, que sigue lamentándose, se ve sólo un círculo muy rojo en la tibia.
– Ponte hielo y ya. Te va a molestar bastante, se va a poner negro-, advierte el enfermero.
La lesión es mínima y es muy probable que no quede en la memoria de los voluntarios. Vendrán dos más con la misma dolencia y se irán con un diagnóstico parecido.
Otras historias, en cambio, se escapan del olvido. El lunes 28 de octubre, en el Paseo Bulnes, frente a La Moneda, la cuadrilla, que aún no ocupaba el teatro en que hoy se cobija, socorrió a Ariel Flores (24), un estudiante de Ingeniería en Gestión, de la comuna de El Bosque, que recibió varios perdigones en el rostro.
– Fue el mismo día en que una colega enfermera que estaba protestando (Natalia Aravena, 24) también perdió el ojo. Fue cuático porque ese día que lo atendimos le limpiamos con suero un poquito y se notaban los pedazos de ojo reventado. Se le rompió el cigomático, la órbita ocular, entonces ni siquiera había que esperar a que le hicieran algún diagnóstico, si se le había salido el ojo. Lo tuvimos que llevar de Bulnes a un punto de atención en calle Londres. Le vendamos los dos ojos igual, por seguridad, y lo llevamos así.
Sato dice que el paciente con trauma severo primero siente el dolor y después experimenta el shock. El tiempo trae luego otras miserias: las lesiones muchas veces arrastran infecciones, deformidades, cicatrices. Por eso cubrirle a Ariel ambos párpados no fue sólo un acto profesional. Fue instalar también, en esos primeros minutos, cuando aún no se dimensiona lo que viene, “una pizca de esperanza”, agrega Martín sentado en una escalinata, mientras descansa un rato del traslado de una estudiante que convulsionó en la protesta. La llevaron al Teatro del Puente.
A casi tres meses de la crisis que tiene al Presidente Sebastián Piñera con un 6% de aprobación, según la encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP), Martín está convencido de que si no estuviera la veintena de organizaciones que entregan ayuda clínica a los manifestantes, habría más muertos y heridos graves con mal pronóstico. Según el último reporte del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), ha habido 3.649 lesionados, 405 de ellos por heridas oculares, de los cuales 372 presentan trauma y 33 estallido o pérdida de la visión. Martín ha atendido al menos a cinco de esos casos.
Él estaba de vacaciones en Argentina y retornó la noche del 18/10 en cuanto dimensionó lo que estaba pasando. Al día siguiente, recorría con Micha los núcleos críticos de la “Zona Cero”.
– La primera persona con trauma que recibí fue acá cerca de la pileta (apunta a la Fuente Alemana del Parque Forestal). Gritaron “médico, médico”. Voy y se había desmayado una persona. El caballero después reaccionó y me decía “no puedo ver”. Un paco le había pegado una patada en la cabeza. Tuve que pedir (cuello) cervical y ayuda para trasladarlo. Se lo llevó el SAMU. Eso fue en la semana uno. Después empezamos a movernos con más cosas. Cuando comenzaron a disparar perdigones, improvisamos escudos. Antes de que le pusiéramos focos a nuestros cascos, los pacos avanzaban y les daba lo mismo a quién disparaban. Nos hacían un corralito. Yo he atendido por lo menos cinco traumas oculares.
A mediados de noviembre, recuerda, debió auxiliar a una universitaria a la que los carabineros le habían pegado tantos lumazos que le rompieron la vejiga. La muchacha figuraba resguardada en un edificio céntrico, orinada y en pánico. No podía ver, porque también le destrozaron los lentes. El 10 de diciembre, Martín fue parte del piquete que ayudó a Geraldine Alvarado, la adolescente que recibió una lacrimógena en la frente que la tuvo en coma y en riesgo vital (vea aquí el reportaje “El estallido vital de Geraldine: el duro despertar de la menor que quedó en coma por una lacrimógena”). El enfermero relata que ha visto pasar cerca de su rostro balines y granadas antigases. Pero no ha dejado de cumplir con este segundo trabajo, voluntario, sin seguros ni horarios, después de su jornada habitual en el Instituto de Neurocirugía.
– Se trata de consecuencia, creo yo. Nosotros tenemos casi todos 30 años: en 2006 fuimos la “generación pingüina”; en 2011 estábamos en la U. Siempre quisimos cambiar este país culiao. Casi todos hemos empezado a hacerlo en nuestras pegas, por ejemplo yo soy dirigente sindical, mi amigo también y el otro también, ¿cachai?
“¡Vienen los pacos, pónganse las mascarillas! ¡Muévanse oh, si viene un guanaco!”, grita un actor que colabora con el piquete. Martín está cansado y a pesar de la alerta se levanta lento para entrar al teatro.
– Esto hay que hacerlo nomás, poh. No me lo cuestiono tanto. Hay que estar acá. Si yo no hubiese tenido estudios, si no hubiera podido entrar a la universidad pública, probablemente estaría con los cabros ahí (indica a chicos que hacen barricadas a unos metros), sin nada que perder, poh. Casi todos los de Primera Línea no tienen nada que perder: ya les cagaron la vida. Tuvieron una educación de mierda, vienen del Sename (Servicio Nacional de Menores), ¿qué se les puede ofrecer? Una pega de mierda, una jubilación de mierda.
Javier (22) es parte de la Primera Línea. Está en una banca del Parque Forestal y minutos antes de partir a cumplir su rutina -es viernes, pero podría ser un martes o un jueves y ahí estaría-, detalla la estratificación que tiene para los grupos que abundan en los alrededores de la Plaza de la Dignidad. Están los que, junto a él, se enfrentan a Carabineros con lo que esté al alcance; los de la “segunda”, que se dedican a apagar lacrimógenas; los de la “tercera”, que prestan atención clínica; los de la “cuarta”, que se quedan horas apuntando con los láser para obstruir a la fuerza pública.
– Y después está la gente como usted.
– ¿Como yo?
– Sí, poh. Los que vienen, están un rato… Los que no se arriesgan, los “asegurados”.
En cada frente hay subdivisiones. Es diferente ser “asegurado” que “sapo”. O sólo desviar las granadas o además “pirquinear” los adoquines.
En la “primera”, precisa, se distingue a los barristas y los chicos del Sename como los más aguerridos, porque sólo se ponen una polera como capucha y van al frente. Entre manifestantes y rescatistas se repite, sin evidencia clara, que varios de los muchachos y chicas que realizan la “resistencia” diaria estuvieron en el nefasto sistema estatal de protección a los niños vulnerables.
El resto usa alguna protección, como Javier y su amigo Rodrigo (26) que portan antiparras. Y aunque la cerveza abunda en la “primera”, ellos dicen que solo toman “pura agüita”. En una jornada dura -como la del viernes 10- en la “Zona Cero” son parte del paisaje los chicos bebiendo, fumando marihuana y orinando en la vía pública o hacia el Mapocho. No todo es tan épico como lo pintan los protagonistas. También se suceden las peleas sin razón aparente.
Un hombre dirige el tránsito a las 19:00 con un chaleco amarillo en una esquina sin semáforo. Discute con un joven, se involucran otros “Primera Línea” y se arma una trifulca. Los muchachos lo persiguen -a ratos le dan alcance y llueven manotazos-, mientras corre por Avenida Andrés Bello hacia el poniente. En la carrera, baja la intensidad del conflicto. Entonces alguien la revive: “Es un paco infiltrado”, acusa sin pruebas. Las palabras funcionan como bencina en una fogata. Se suma más gente. El agredido dimensiona el riesgo y aumenta la velocidad hasta que desaparece. A las 23:40, como si se tratara de un deja vu, se repite la escena con un nuevo protagonista que usa polera y arranca más lento. Él termina en el suelo recibiendo un enjambre de patadas.
En ese tipo de incidentes los rescatistas no se involucran. Una vez uno de ellos intervino y terminó con un golpe en la mandíbula. Aunque en las calles las reglas no están escritas, se aprenden rápido: hoy nadie se mete. Javier comenta que si hay encontrones, no pasan de ser eso: bravuconadas.
– Yo estuve acá desde el principio, eso pasa, pero queda ahí. Yo fui uno de los primeros a los que le llegaron perdigones, ¿me entiende? Cuatro me pegaron en la espalda y me dolía, pero aquí estamos.
De inicios tempranos, Javier sabe: a los 12 años comenzó a trabajar para ayudar en el presupuesto familiar; a los 20, fue padre con su novia adolescente (según la Casen de 2017, si a nivel país la pobreza multidimensional es de 20,7%, para las mamás entre 12 y 19 años la cifra llega al 50,3%); a los 22, está de punto fijo en un combate de final incierto.
Se traslada diariamente desde Pudahuel a Santiago Centro. Lo hace en micro con un “permiso, tío, buenas tardes”, porque, explica, es respetuoso. Hace seis meses está cesante y se mantiene a “puros pololitos”. Antes trabajaba como operador multifuncional de una empresa, es decir, bodeguero. Pero “cortaron gente y después pasó lo del estallido y no he podido encontrar”.
– Igual estoy buscando pega ahora y no hay nada. A mi hija trato de darle lo que le corresponde, pero no me alcanza, poh.
En la vida de Javier, eso es una constante: el dinero nunca alcanza, ni en su infancia, ni ahora. No ha pasado hambre, aclara, pero ha estado cerca de esa angustia.
– Mi papá tiene octavo básico. Se ha sacado la cresta por nosotros. Mi mamá empezó a estudiar hace poco para sacar su cartón (de cuarto medio). Vivimos con mi hermana chica, pero ha llegado gente a la casa como allegados, entonces no alcanza. Creo que acá todos los chilenos estamos peleando por lo mismo. No he podido estudiar por plata, no tengo las herramientas. Salí de un colegio técnico y eso es lo que, por lo menos a mí, más me duele.
Javier está convencido de que la confrontación con Carabineros (hacer barricadas, lanzar piedras y arrancar del chorro de agua, los gases, los disparos; hacer barricadas, lanzar piedras y arrancar del chorro de agua, los gases, los disparos; hacer barricadas…), cambiará la historia, la suya y la colectiva.
Mónica Gerber, investigadora del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) consigna que ciudadanos como él piensan que “si el sistema en el que están nunca les ha favorecido, no funciona para ellos”.
– En estos contextos es frecuente que la violencia aparezca como una forma alternativa de lograr cambiar o simplemente de invalidar el sistema. En el tema con carabineros, comienza a funcionar el “nosotros” y el “ellos”. El ejemplo más claro ahí es (Sebastián) Piñera declarando la guerra. Eso genera una dicotomía. Aparece este círculo vicioso de la violencia, donde la violencia de Estado genera también respuestas violentas de los participantes.
– Si se queda en silencio, se da cuenta… No hay pajaritos, ¿lo nota? Se fueron hasta los loros y eso que son una plaga.
Eduardo Arriagada (78), ingeniero en sonido, está sentado afuera de “la galería de los músicos”, ubicada en el primer piso del hotel Crowne Plaza, frente a la chamuscada Iglesia San Francisco de Borja, el templo católico destinado al servicio religioso de Carabineros que fue atacado el 3 de enero. 72 horas después de ese incidente, un grupo de encapuchados ingresó a los locales que venden y reparan instrumentos musicales -entre ellos, el que él arrienda- y despedazó y quemó guitarras, violines, teclados, bajos y todo lo que encontraron a su paso. Eduardo tenía a su cargo varios que debía reparar para entregar a sus clientes y que terminaron ardiendo en una barricada.
El lunes 13 de enero, a una semana de aquello, Eduardo saca cuentas de cuánto más podrá permanecer en la incertidumbre. De más de 100 locatarios, apenas siete continúan atendiendo en un horario restringido, hasta las 17:30, para una clientela fantasma.
– Hoy ha venido usted nomás y a puro preguntar- recalca entre risas.
Perder el humor a su edad, sentencia, no es una buena alternativa, aunque reconoce que en estos días ha estado más cerca del quebranto.
– El local mío tiene ventanales que dan a la plaza, es hermoso, con mucha luz y paisaje. Ahora puse planchas de acero. Está oscuro y no veo nada. Es traumático porque nos está cambiando la forma de vivir. El supermercado (Unimarc) está todo quemado y destruido. Uno tiene que empezar a cambiar hábitos, lo que uno compraba acá ahora tiene que traerlo de otros lados, de la casa, qué se yo. Hay problemas para salir a comer, ya que no hay nada en los alrededores: ni farmacias, ni bancos, nada.
En los reportes iniciales, la Cámara de Comercio de Santiago cifró las pérdidas asociadas a la crisis social en más de US$900 millones. El monto se obtiene del reporte de las empresas que integran el gremio y, hasta ahora, no está dividido geográficamente. En el cálculo personal de Eduardo, el perjuicio económico en tres meses es de alrededor de $9 millones.
– Cuando vinieron, tiraron los instrumentos hacia la plaza. Teclados hechos tira, equipos tirados a las fogatas y ahora estamos tratando de saber de quién diablos eran, porque perdimos los registros también. Del computador, quedó la pantalla. Muchos clientes me han llamado y me han dicho “pucha, no se preocupe, olvídese”. Pero otros no, quieren que les pague las cosas. No sé qué va a pasar.
Desde hace dos meses, no paga alquiler porque “mi arrendador, muy consciente, me dijo ‘pucha, tú me estás cuidando el local, no entra nadie, cómo te voy a cobrar el arriendo’”. Si esa situación cambia, ya no tendrá “espalda” para transitar desde Gran Avenida hasta el sitio en que ha trabajado por más de 20 años. “No quiero irme”, reflexiona.
A media cuadra del local de Eduardo, en Ramón Corvalán 33, Santiago Braganza (ecuatoriano, 32) ya definió que él sí se mudará a fines de este mes a un edificio en Parque Almagro. Ha apoyado desde el inicio la movilización social y sus demandas, pero con un hijo de dos años, asegura que ya no resiste el asedio. “Llega un momento en que ya no les importa ni a los manifestantes ni a los carabineros hacer daño a quien sea. Han disparado lacrimógenas a cualquier lugar, a los edificios, a las áreas de recreo. A los niños acá en este edificio de al frente les ha llegado el gas. Aquí se han metido los manifestantes con fuego, sin precaución”, reclama.
Él ha debido entrar entre piedrazos al departamento en que ha vivido tres de los cinco años que lleva en Chile. Y a veces, dice, cuando está todo en calma Carabineros de todos modos lanza gases. Lo más terrible, comenta, ocurrió para Año Nuevo y corrió por cuenta de los que protestaban:
– Derrumbaron la puerta de entrada al acceso del edificio. Pensábamos “van a entrar y saquear todo”, porque reventaron el cristal y no teníamos prácticamente seguridad. Fue cuando casi entramos en pánico, porque decíamos “ya, estos van a entrar, no sé, tal vez a quemar o a sacar los muebles para hacer barricadas”.
Finalmente, se llevaron los sillones y la mesa de la sala de estar común y los quemaron en la calle.
En Merced 136, otro frente de la “Zona Cero”, Mónica Pérez (53), joyera, ha debido modificar sus horarios. Se levanta a las 06:00 para alcanzar a realizar cualquier trámite o visita antes de la cuatro de la tarde, hora en que se encierra en su departamento para “no pasar el mal rato de que me llegue un piedrazo, que me moje el guanaco”. Ha visto camiones dejando escombros y también a la policía reprimir cuando no hay nadie, como si se tratara de un lugar sin ley.
– No ha habido un solo día en que no haya tenido que respirar lacrimógenas en este lugar, ni un solo día en que no haya tenido aunque sea un par de pelagatos allí abajo gritando y los pacos atacándolos con el zorrillo, el guanaco. Tengo susto que me quemen donde vivo, porque ya me cayó una lacrimógena en el décimo piso, cerca del balcón. Rodó porque había pendiente, pero a la próxima podría no rodar y no sé… Vimos el incendio del Cine Arte Alameda aquí mismo; después a la semana siguiente, la capilla de los pacos; a la subsiguiente, el incendio del Transantiago en el puente Pío Nono. Yo soy absolutamente pro-movimiento y me parece que las demandas son justas, pero creo que ya llevan por lo menos un mes que perdieron el rumbo.
Mientras Mónica rememora las cosas que ha visto arder, un grupo de chicos corre desde la estatua de Baquedano hasta el Parque Forestal. Uno lleva una “huaraca” (una honda de mayor alcance) con la que lanza trozos de cemento a los carros blindados, que ya han comenzado a reprimirlos. En la noche, comenta, todo se torna peor.
-Porque no hay ni una iluminaria, además de no haber vereda ni tapas en las alcantarillas. Yo creo que la alcaldía se olvidó de esta zona. No tenemos basureros, entonces los vecinos sacan la basura igual y es combustible para las barricadas de todos los días. Creo que la zona de sacrificio ya está cansada, eso me pasa.
***
“¡Vamos a retroceder, en fila, vamos, vamos, vamos!”. Micha da la instrucción y el equipo de rescatistas camina hacia atrás con los escudos formando un muro, en un bloque uniforme. La orden es clara: si los carabineros avanzan, hay que guarecerse en lo que queda de un kiosko próximo al socavón de Arturo Burhle y aguantar allí lo que venga.
Una integrante de otra cuadrilla advierte que el asunto está peligroso, que ellos se van a mover a otro sitio porque hirieron a uno de sus voluntarios en la cabeza, que está bien, pero que van a tomar precauciones.
– Gracias, pero nos vamos a quedar-, responde Micha.
El equipo de las Cruces Negras siempre permanece donde están los eventuales pacientes.
La madrugada del 1 de enero, por ejemplo, se quedaron hasta las 04:00 patrullando y terminaron empapados por el guanaco. Sato incluso tuvo un enfrentamiento directo con la policía cuando intentó, cerca del Museo Violeta Parra, proteger a una niña que había sido tomada por Fuerzas Especiales y estaba siendo golpeada: “Fui con el escudo para que no le pegaran y en eso me empiezan a pegar a mí y de ahí lo rompen, cachai, y al final se la llevaron igual. No sabemos qué pasó, tomamos las cosas, los documentos de la niña y fuimos a la Fech para que la fueran a buscar”.
La labor de los rescatistas es así: peligrosa y agotadora.
Durante la tarde del 10 de enero, cuando aún no se iniciaba el recorrido y minutos después de que se quemara un bus del Transantiago frente a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, cerca de 40 personas ingresaron de golpe al Teatro del Puente. “¡Me arde! ¡Nos quemaron! ¡No puedo ver!” eran los gritos que se repetían. El guanaco identificado con el número 44 había lanzado un líquido amarillo –la Fiscalía investiga qué contenía- y quienes fueron alcanzados lloraban por atención.
Todos los que estaban allí debieron ponerse las máscaras antigases y aplicar leche entera y de magnesio al tumulto de pacientes. Algunos de ellos después ocuparon las duchas del recinto de forma colectiva y volvieron a terreno. Los enfermeros también salieron a hacer lo suyo: socorrer a quien lo requiera.
Sí, la labor de los rescatistas es peligrosa y agotadora. Pero también tiene gratificaciones. Algunas frívolas: la multitud aplaude y les grita “gracias, héroes”; otras materiales: la gente les regala sopaipillas, barras de cereal, agua helada y hasta $5 mil pesos para “alguna cosita”; y a veces maravillosas: Geraldine Alvarado salió del coma y les envía una foto sonriente. Se está recuperando. Está viva y pudo no estarlo. Y la diferencia la marcó el equipo de Micha.
A las 23:30, después de cuatro horas de patrullar, el grupo decide volver al teatro a tomar un descanso y hacer un recuento del día. No hubo heridos de gravedad y eso es un alivio. Se reparten, en las puertas del local, panes con mortadela y vasos de agua. Martín come su sandwich con voracidad. Luego bromea:
– Le tenía menos fe. Duró harto más que los documentalistas, ellos estuvieron cinco minutos y se asustaron.
– Yo habría salido corriendo hace rato, me quedé porque no tenía escudo para volver sola.
Martín ríe. Después, frunce el ceño y baja la voz.
– ¿Sabe? Mi familia es militar y no se cuestiona lo que está pasando. Mi hermano que es marino me dijo, cuando salieron por el Estado de Excepción: “Si te tengo que disparar, te voy a disparar”. ¡Y es mi hermano! Ese es el nivel de adoctrinamiento que le hacen.
– Y al revés, ¿tú atenderías a un carabinero si está mal herido?
– Es improbable que eso pase. Llegarían sus compañeros y me dispararían, porque no se preocupan del resto… No sé, me han sacado la cresta, nos han disparado, nos han amenazado. O sea, yo he tenido un millón de veces acá a los pacos queriendo entrar al teatro y si no es porque les dicen que es privado, se meten. Han hecho saltar a los cabros al Mapocho y hemos tenido que sacarlos con cuerdas con los bomberos. No sé…
A los pocos minutos, varios carros lanzaaguas y zorrillos persiguen a una multitud que corre intentando esquivarlos por Avenida Santa María. El grito de “pacos culiaos” se multiplica. Un contingente se baja de un bus a disparar lacrimógenas: tá, tá, tá, tá, tá.
El sonido seco, sin compás, no cesa.