AUNQUE ROSA EGNEM ADMITIÓ EL GRAVE EPISODIO, ASCENDIÓ HASTA LA CORTE SUPREMA
Nueva presidenta del Tribunal Calificador de Elecciones ocultó información sobre la Masacre de Laja
17.01.2020
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AUNQUE ROSA EGNEM ADMITIÓ EL GRAVE EPISODIO, ASCENDIÓ HASTA LA CORTE SUPREMA
17.01.2020
En 1978 la ahora ministra de la Corte Suprema, Rosa Egnem, admitió que ocultó información clave sobre la matanza de Laja: la ejecución de 19 personas, perpetrada por civiles y carabineros. Entonces trabajaba en un tribunal de Yumbel y a pesar de este episodio siguió ascendiendo hasta llegar al máximo tribunal. Ahora, agregará una nueva distinción: el próximo 31 de enero asumirá la presidencia del Tribunal Calificador de Elecciones. En ese puesto tendrá que cautelar el plebiscito constitucional. El 7 de enero pasado se dictó condena por los crímenes de Laja, 46 años después. Solo carabineros fueron sentenciados y nada se dijo sobre el rol de los ejecutivos de la Planta de Laja de la CMPC, compañía emblemática del Grupo Matte.
Una semana después el Golpe de Estado, en la madrugada del 18 de septiembre de 1973, 19 hombres -trabajadores de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPC), ferroviarios, profesores y dos estudiantes- fueron asesinados y enterrados subrepticiamente en un campo privado de Laja, en la Región del Biobío. Durante más de 40 años hubo impunidad para sus victimarios y susurros sobre lo que les ocurrió a las víctimas. Un silencio que devela la colusión que existió para ocultar crímenes de lesa humanidad entre empresa privada, políticos, policías y, por cierto, distintos estamentos de la justicia chilena.
La protección para los homicidas y sus cómplices tuvo un hito solo un mes después de lo que se conoció como la Masacre de Laja y San Rosendo. En octubre de 1973, un agricultor de la zona encontró cadáveres mutilados de algunas de las víctimas y dio cuenta a la justicia. Pero su denuncia fue ocultada en una caja de fondos y bajo llave por la abogada Rosa Egnem, entonces secretaria de la jueza Corina Mera del Juzgado de Letras de Mayor Cuantía de Yumbel.
Rosa Egnem es hoy ministra de la Corte Suprema. Su acción de omisión y manipulación de registros judiciales hizo que las viudas e hijos de todos los asesinados continuaran por seis años buscando a sus seres queridos. En cambio, Egnem, quien confesó su delito en 1978 sin recibir sanción alguna por parte de la Corte de Apelaciones de Concepción, pasó a ser jueza y siguió ascendiendo en su carrera judicial.
A pesar de su historial, el próximo 31 de enero la ministra Rosa Egnem asumirá como presidenta del Tribunal Calificador de Elecciones, el que deberá cautelar el decisivo plebiscito sobre una nueva Constitución el 26 de abril.
La condena por los crímenes de Laja y San Rosendo acaba de ser dictada este 7 de enero por el ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción, Carlos Aldana. Sólo carabineros fueron condenados. Ni una letra sobre el rol protagónico que tuvieron en los homicidios calificados los ejecutivos de la Planta de Laja de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPC), propiedad del Grupo Matte. Al igual que en el reciente millonario fraude de la colusión del papel higiénico que organizó la CMPC, sus dueños no pagaran con cárcel. El único que fue interpelado por la justicia fue el empresario Roberto Izquierdo Menéndez, quien en septiembre de 1973 era gerente de la CMPC, propietaria de la Forestal Mininco, la que a su vez era dueña del Fundo San Juan donde se enterraron ilegalmente los cuerpos de los 19 prisioneros ejecutados.
Roberto Izquierdo Menéndez debió reconocer que sí tuvo conocimiento de la masacre de Laja y San Rosendo, aunque hoy no recuerde nada. Actualmente es consejero de la Sofofa y uno de los empresarios más poderosos el país. Y su poder lo hace sentir. Desde la presidencia de Alimar y a pesar de haber sido investigado por los pagos ilegales a la política que hizo a través del gremio de las pesqueras del sur (ASIPES), al que pertenece, y de haberse confirmado en tribunales y en CIPER que la Ley de Pesca que votó el Congreso fue a la medida de las pesqueras y de sus pagos ilegales, en enero del año pasado se lanzó en picada en contra del gobierno. Frente a la nueva Ley de Pesca que debe reemplazar a la que se obtuvo con coimas, Izquierdo Menéndez acusó “expropiación” y reiteró: “Obvio que sí. Si la autoridad cambia las condiciones nos tienen que indemnizar porque son derechos adquiridos” (ver Pulso de La Tercera).
De impunidad Izquierdo Menéndez sabe. Dos de sus hermanos, Diego y Julio Izquierdo Menéndez, participaron del asesinato del general René Schneider en octubre de 1970, ejecutado por un grupo de extrema derecha para impedir que Salvador Allende asumiera la presidencia. Nunca fueron enjuiciados: a pesar de todas las pruebas judiciales que demuestran su participación, gozaron de la impunidad que les proporcionó el régimen militar.
Cuarenta y seis años debieron transcurrir para que los familiares de las víctimas de Laja y San Rosendo obtuvieran algo de justicia.
El 7 de enero recién pasado el ministro en visita extraordinaria Carlos Aldana, de la Corte de Apelaciones de Concepción, condenó a nueve carabineros en retiro por su responsabilidad en 19 delitos de homicidio calificado. Solo uno de ellos, el ex oficial de Carabineros Alberto Juan Fernández Michell, recibió la pena de presidio perpetuo como autor de los homicidios calificados de: Fernando Grandón Gálvez, Jorge Andrés Lamana Abarzúa, Rubén Antonio Campos López, Juan Carlos Jara Herrera, Raúl Urra Parada, Luis Armando Ulloa Valenzuela, Óscar Omar Sanhueza Contreras, Dagoberto Enrique Garfias Gatica, Luis Alberto del Carmen Araneda Reyes, Juan Antonio Acuña Concha, Juan de Dios Villarroel Espinoza, Heraldo del Carmen Muñoz Muñoz, Federico Riquelme Concha, Jorge Lautaro Zorrilla Rubio, Manuel Mario Becerra Avello, Jack Eduardo Gutiérrez Rodríguez, Mario Jara Jara, Wilson Gamadiel Muñoz Rodríguez y Alfonso Segundo Macaya.
La historia que comenzó a desenmarañar el ministro Aldana en 2010, cuando se ordenó la reapertura del caso que había sido sobreseído, se comenzó a escribir en la madrugada del 11 de septiembre de 1973 cuando el teniente Alberto Fernández Michell les ordenó acuartelarse a los 16 carabineros de la Tenencia de Laja bajo su mando. Ese mismo día recibió una orden desde Los Ángeles: detener a todos los funcionarios y autoridades políticas del gobierno de la Unidad Popular.
¿Por qué entre los detenidos había un grupo de trabajadores de la Planta de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones (CMPC) cuyo dueño era y es el Grupo Matte? Porque sus ejecutivos y los principales agricultores de la zona fueron quienes le ordenaron a Carabineros a qué personas había que detener e incluso asesinar de acuerdo con las listas que fueron confeccionadas el mismo día 11 de septiembre o que estaban preparadas con antelación. Una situación similar se repitió en otras regiones del país.
Una parte de la secuencia de la Masacre de Laja y San Rosendo la relató CIPER el 13 de enero de 2012, solo un año después de que el juicio fuera reabierto por las nuevas pruebas aportadas por la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos de la Región del Biobío. Sin su acción, este crimen, como tantos otros, seguiría en la impunidad. Y ahora se completa con el reciente fallo del ministro Aldana.
El maquinista de Ferrocarriles Luis Alberto Araneda fue al mediodía a la Casa de Máquinas de San Rosendo para ver si estaba en “tabla”. Era lo que hacía todos los días cuando no le tocaba viajar la jornada anterior. Cuando llegó, vio a través de sus lentes de marco grueso y negro el papel que indicaba el itinerario de los trenes que saldrían ese sábado 15 de septiembre de 1973. Buscó su nombre, y como no aparecía entre los que tenían que viajar, regresó a su hogar en la Población Quinta Ferroviaria.
– Devuélvase al trabajo, que lo andan buscando los carabineros, a usted y a Juan Acuña– le dijo su vecino Eusebio Suárez, preocupado, cuando lo vio llegar.
Pero Luis Alberto le respondió que su máquina estaba en la Maestranza, que no tenía nada que hacer allá. Y que, si lo buscaban, no tenía por qué preocuparse: el día anterior había llegado de un viaje al sur y apenas supo que Carabineros requería que militantes y dirigentes sindicales se presentaran, Luis Alberto fue al Retén de San Rosendo. Allí le pidieron sus datos. En un papel escribieron su nombre, su RUT, que tenía 43 años, que era militante del Partido Socialista (PS), que presidía la Junta de Abastecimientos y Precios (JAP) y que era dirigente sindical de la Federación Santiago Watt de Ferrocarriles del Estado. Después le dijeron que podía retirarse. Luis Alberto volvió a su casa y no pensó más en eso, ni siquiera cuando al día siguiente Eusebio le dijo en la calle que hacía sólo unos minutos una patrulla de policías de Laja le había preguntado por él y que les había dicho dónde vivía.
Cuando estaba por llegar a su hogar, su esposa lo vio venir a través de la ventana con su chaqueta gris a rayas, su pantalón café, sus zapatos negros y sus anteojos del mismo color. También vio cómo seis o siete carabineros con cascos le cerraron el paso y lo apuntaron con sus fusiles justo cuando estaba por abrir la reja. Luis Alberto quedó tieso. Ella no lo pensó y salió gritando a los policías para que la dejaran, al menos, despedirse. Luis Alberto, que ya tenía las manos amarradas a la espalda, le dijo que sacara de su bolsillo el dinero y su reloj. Ella lo hizo y vio que se lo llevaban. Faltaba poco para las 16:00 horas. La cacería en San Rosendo recién comenzaba.
Como la patrulla que comandaba el teniente Alberto Fernández venía de Laja y no conocía a quiénes debía detener, el carabinero Sergio Castillo Basaul, del retén de San Rosendo, les sirvió de guía. Si Castillo decía que alguno de los vecinos debía ser detenido, de inmediato lo apuntaban, lo amarraban y se lo llevaban.
Juan Antonio Acuña, 33 años, tres hijos, también maquinista y dirigente ferroviario, fue el siguiente en la lista. Lo sacaron a punta de cañón de su casa, cuando estaba por sentarse a tomar once con su familia. Luego le tocó al empleado de la CMPC, Dagoberto Garfias, de 23 años. A él le siguieron Mario Jara (21) que estaba en su casa con su mamá y su abuela; Raúl Urra (23), que también estaba en su domicilio; y el director de la Escuela 45 de San Rosendo, Óscar Sanhueza (23).
Todos fueron llevados a la Plaza de San Rosendo, donde los esperaba otro detenido: Jorge Zorrilla, un obrero minero de 25 años que trabajaba en Argentina y que pasaba en Chile sus vacaciones. Él, al igual que Luis Alberto Araneda, se presentó voluntariamente ante Carabineros. De inmediato lo apresaron y cuando llegaron los demás, la patrulla los amarró y se los llevó a pie por el puente peatonal que unía San Rosendo con Laja. Al otro lado los esperaba una micro, una de las tantas cortesías de la CMPC con la patrulla comandada por el teniente Fernández Michell, el oficial a cargo de la Tenencia de Laja. Los subieron al bus y se los llevaron.
Desde que Salvador Allende asumió la presidencia en 1970, la empresa que detentaba el monopolio de la producción de papel en Chile, la CMPC, integró la lista de las más de cien empresas que el gobierno pretendía estatizar. La batalla por impedir su expropiación involucró a todos los gremios empresariales y a la derecha del país, y marcó un hito. Su directorio era encabezado por el ex presidente Jorge Alessandri y su accionista principal Eliodoro Matte Ossa (en 1976 le sucedió su
hijo, Eliodoro Matte Larraín), quienes recibieron un apoyo tan potente que le permitió al Grupo Matte retener la empresa.
Por la importancia que tenía la CMPC para los golpistas, el mismo 11 de septiembre, una patrulla comandada por el teniente Fernández Michell llegó hasta la planta de la Papelera en Laja. Eran las 16:00 cuando los cerca de 300 funcionarios que salían de su jornada se encontraron con Fernández, los dos suboficiales que lo secundaban –Evaristo Garcés Rubilar y el sargento Pedro Rodríguez Ceballos– y otros carabineros de la Tenencia de Laja. Los hicieron formarse en filas. La patrulla tenía una lista que el superintendente de la planta Carlos Ferrer y el jefe de personal Humberto Garrido, habían preparado: los “activistas”.
Los que figuraban en la nómina fueron separados y llevados a golpes y apuntados por fusiles al edificio contiguo, donde funcionaba el policlínico de la empresa. Allí los volvieron a golpear para luego subirlos a vehículos de la CMPC y trasladarlos al retén y a Los Ángeles.
En el grupo iba Eduardo Cuevas, un mecánico de mantención de la Papelera y militante del MIR. Antes de que se lo llevaran, el teniente Fernández lo agarró y se los mostró a sus compañeros de trabajo aún formados en la fila: “¡Véanlo por última vez!”, les gritó. Así lo recordó el propio Cuevas en la reconstitución de escena que ordenó el ministro Aldana el 18 de agosto de 2011.
Después de más de un año y tres meses en centros de detención y tortura, y luego de pasar por un Consejo de Guerra, Eduardo Cuevas volvió a la vida. Los que fueron cazados los días siguientes seguirían un camino muy distinto.
Lo primero que hizo la patrulla que ese día encabezaba el sargento Pedro Rodríguez Ceballos, fue ir a la Estación de Trenes. En el andén, Manuel Becerra se despedía de su mamá, su abuela, su hermano y su prima. Eran las 8:00 y en solo minutos saldría el tren que lo llevaría de vuelta a Curacautín, donde cursaba la enseñanza media en la Escuela Industrial. Estaba a punto de abordar cuando los carabineros lo agarraron. Entre los gritos de sus familiares, Manuel Becerra fue sacado a golpes de la estación, lo subieron al jeep que los ejecutivos de la CMPC les habían pasado para que se movilizaran, y se lo llevaron a la Tenencia de Laja. Era el 13 de septiembre de 1973. Mario tenía 18 años.
En cosa de minutos le avisaron a su papá, quien trabajaba en Transportes Cóndor. Le pidió a su jefe que hablara con Carabineros y gestionara la liberación de su hijo para luego dirigirse él mismo a la Tenencia. Allí habló con el guardia de turno. Le dijeron que ya habían registrado su detención en los libros correspondientes. Después le dirían que su hijo había sido detenido porque “militaba con los miristas”. Manuel ya había sido detenido en la campaña de las elecciones parlamentarias de 1973, por pintar junto a unos amigos consignas del MIR en Laja.
El siguiente en la lista fue Luis Armando Ulloa, 41 años, casado, cinco hijos, militante del Partido Comunista (PC) y obrero maderero de la Barraca Burgos de Laja, adonde lo fueron a buscar. Eran las 8:30. Como su hijo mayor trabajaba con él, lo primero que hicieron sus compañeros fue avisarle, porque justo cuando se lo llevaron no estaba. Él corrió a su casa y le avisó a su madre, aún convaleciente del último parto. Tampoco pudieron hacer nada por sacarlo del retén.
Esa tarde, los carabineros volvieron a la CMPC. Apenas Juan de Dios Villarroel puso un pie afuera de la planta, fue secuestrado por la patrulla de Rodríguez. Tenía 34 años, cuatro hijos y la mala fortuna de trabajar en una empresa que elaboró una lista negra con los nombres de sus propios empleados. En esa misma nómina estaban sus compañeros Jack Gutiérrez, militante del MAPU; Heraldo Muñoz, del PS; y Federico Riquelme. A todos los llevaron a la Tenencia de Laja, donde se sumó el comerciante de frutas y verduras y regidor del municipio, Alfonso Macaya, quien llegó voluntariamente después de oír en una radio local que lo buscaban. A él lo dejaron libre al día siguiente, pero el 15 de septiembre llegaron nuevamente a detenerlo, esta vez a casa de sus suegros. Nunca regresó.
El 14 de septiembre, el sargento Pedro Rodríguez Ceballos salió de nuevo a las calles en el jeep de la CMPC. No tuvo que alejarse mucho, porque a la salida de la planta papelera, justo cuando se retiraban de su jornada laboral, detuvo a los dos hombres que buscaba: Wilson Muñoz y Fernando Grandón, quien a sus 34 años ya tenía ocho hijos.
Es muy probable que la Tenencia de Laja nunca haya sido tan visitada como en esos días. Padres, esposas, hermanos e hijos de los detenidos, llegaron a verlos con la autorización del oficial a cargo. La esposa de Fernando Grandón llegó el mismo día que lo detuvieron a verlo por primera vez. Lo vio asustado, pero sin lesiones. La hija mayor de Luis Armando Ulloa también fue a verlo y se dio cuenta que le habían cortado el pelo a tijeretazos. Pero la peor parte se la llevaron los de San Rosendo: todos tenían moretones, rasguños y mordeduras de perros. Jorge Zorrilla, el minero detenido en sus vacaciones, le dijo a uno de los familiares de los detenidos que también los habían sentado en la pica.
Para la noche del 15 de septiembre de 1973, en el calabozo de aquella construcción hechiza en Las Viñas Nº 104, había 17 personas detenidas: a los siete que trajeron de San Rosendo y a los nueve que secuestraron en Laja, se sumó esa tarde el director del Sindicato Industrial de la CMPC, Jorge Lamana, quien se presentó de forma voluntaria.
El 16 de septiembre llegaron a la celda los últimos dos miembros del grupo. A Juan Carlos Jara (17 años), lo agarró la patrulla del sargento Pedro Rodríguez cuando peleaba con otros jóvenes en la calle. A Rubén Campos, director de la Escuela Consolidada de Laja, lo sacaron de su casa.
Hasta el 17 de septiembre, las visitas a los prisioneros continuaron. En las mañanas llegaban casi todos los familiares con el desayuno y ropa limpia. Más tarde les llevaban almuerzo y en la noche la cena. También los visitaba el párroco de Laja, el sacerdote Félix Eicher, quien ingenuamente acompañó a algunos de los que se presentaron voluntariamente a la Tenencia para que “arreglaran sus problemas”. Y cada vez que iba les decía a los presos que estuvieran tranquilos, que pronto saldrían de allí.
La noche de la víspera de fiestas patrias, el teniente Fernández Michell recibió una orden. Treinta y ocho años más tarde confesaría ante un tribunal parte de lo que ocurrió esa noche:
“Estaba cenando en el comedor cuando el suboficial Garcés me dijo que el mayor Solari, el comisario de Los Ángeles, estaba al teléfono. Estaba muy molesto conmigo porque había mandado mucha gente al regimiento sin preguntarle. Yo lo había hecho por un tema de espacio. Me asustó que estuviera enojado, porque yo me había casado sin permiso de mis superiores y estaba esperando a mi primera hija, así que tenía que hacer lo que me dijera, si no me arriesgaba a otra sanción. Me preguntó cuántos detenidos tenía en la unidad. Le dije que 19 personas. Me dio la orden de ‘eliminarlos’. Me dijo que, si no lo hacía, tendría que atenerme a las consecuencias. Luego cortó. De inmediato llamé a Garcés y Rodríguez y les dije que alistaran al personal”.
Los dos policías que seguían a Fernández en la cadena de mando hicieron unas llamadas y en sólo minutos consiguieron cordeles, alambres, palas, vehículos y hasta un lugar alejado donde llevar a cabo la masacre. Tenían carabinas y fusiles para todos los funcionarios de la Tenencia. También el alcohol. Todo se los proporcionó la CMPC. El plan para asesinar a los 19 ya estaba en curso.
Sería uno de los carabineros que participó en la masacre y que guardó silencio por 38 años el primero que rompería el juramento de silencio contraído el 18 de septiembre de 1973. Samuel Vidal se armó de valor:
“Cuando nos llamaron al cuartel, ya había comenzado el toque de queda. Al llegar, nos juntaron en una sala que usábamos de comedor y nos ordenaron beber pisco en abundante cantidad. Estábamos casi todos los integrantes de la Tenencia de Laja, desde el teniente Fernández Michell hacia abajo. Los que no llegaron al cuartel, se unirían más tarde a nosotros. Después de tomar, el teniente Fernández nos dijo que sacáramos a los 19 detenidos de los calabozos de la Tenencia. Les amarramos las manos atrás de sus espaldas con cáñamo y alambres de fardo de pastos, los llevamos afuera y los subimos al bus de la CMPC. Yo tuve que custodiar el interior del bus. Por eso llevaba mi fusil Sig en las manos. Tomamos la carretera hacia Los Ángeles. Al frente de la caravana iban en un jeep Fernández, Garcés y Peter Wilkens, un agricultor alemán de la zona”.
Hasta que el cabo Samuel Vidal declaró en junio de 2011, el nombre de Wilkens jamás apareció en la investigación. Después, el ex teniente Fernández y varios carabineros ratificaron su participación en la matanza de esa noche. Fue así cómo se supo la verdad: que el suboficial Evaristo Garcés Rubilar lo llamó, que Wilkens acompañó a Fernández en el jeep de la CMPC que lideraba la caravana y que, pasado el puente Perales, después de una curva en el camino que une Laja y Los Ángeles, fue Peter Wilkens quien le dijo que doblara a la derecha y que se detuviera 300 metros más allá, en un claro junto a un bosque de pinos.
En 1985, Arturo Arriagada, un joven de 19 años sin antecedentes, entró al fundo de Peter Wilkens en Laja, mató a su mayordomo. Luego ingresó a la habitación de Wilkens y le dio un escopetazo. Después, subió los cadáveres a su furgón y los sepultó el borde del camino, muy cerca de donde una noche de doce años atrás sepultaron a los prisioneros de Laja y San Rosendo. Como solo los carabineros que estuvieron esa noche y juraron silencio sabían que Wilkens había estado allí, nadie relacionó los hechos.
Según un reportaje de Contacto cuando en 2001 se estaba por abolir la pena de muerte en Chile, Arriagada fue condenado a cadena perpetua y para entonces, por su buena conducta, había sido incorporado al Centro de Educación y Trabajo (CET) de Concepción. Para su acto criminal, la justicia sí funcionó. Wilkens, en cambio, murió sin ser interpelado por haber sido cómplice y haber guiado y observado cómo un grupo de policías fusilaba a 19 obreros la madrugada del 18 de septiembre de 1973 en el Fundo San Juan.
Una noche que el cabo 1º (r) Samuel Vidal Riquelme recordó muy bien el 14 de junio de 2011, cuando fue el primero en quebrar el pacto de silencio:
“Como era arena no era difícil cavar. Hicimos una zanja de 2 a 3 metros de largo por 1,5 de profundidad. Luego bajamos de los vehículos a los 19 detenidos. A algunos los arrodillamos frente a la zanja; a los otros los dejamos de pie. Estaban delante de nosotros, dándonos la espalda. Recuerdo muy bien cuando el carabinero Gabriel González discutió fuertemente con Nelson Casanova, porque éste último no quería disparar. Fue tanto que yo me metí y le dije a González que, si le hacía algo a Casanova, yo le dispararía a él con el fusil Sig que tenía en la mano. Era tanta la tensión. Todos estábamos muy alterados, pero igual cuando el oficial dio la orden, disparamos. Todos disparamos, incluyo al teniente Alberto Fernández Michell. Les disparamos por la espalda”.
Después de Vidal, el sargento 2º (r) Pedro Parra también decidió recordar y hablar:
“No había militares ni agentes de la DINA; sólo estábamos los de la Tenencia, menos los tres que se quedaron en la guardia. Cuando nos detuvimos, la camioneta quedó muy cerca de unos arbustos. La noche estaba clara y había luna, pero igual se usaron las luces de los vehículos. Con la pelea entre Gabriel González y Nelson Casanova, recién tomé el peso de lo que estaba pasando. Ya estaba todo decidido. El teniente Fernández Michell no decía nada; era uno más del grupo. Los detenidos estaban frente a nosotros con sus manos atadas. Yo tenía una carabina Mauser. Cuando Fernández dio la orden, todos apuntamos a los detenidos que nos habían asignado. Ninguno de ellos se quejaba o decía algo. Dieron la orden de disparar. Todos lo hicimos”.
El cabo Samuel Vidal siguió recordando: “Algunos cayeron directamente al foso. A otros, ya muertos, los tuvimos que empujar para que cayeran o bien los tomamos y tiramos al foso. Quedaron uno encima del otro. Luego los tapamos con la misma arena y algunas ramas y tomamos rumbo a Laja. Cuando llegamos a la Tenencia, seguimos tomando el pisco y las bebidas que el teniente había traído del casino de la planta papelera de la CMPC. Recién entonces los que quedaron en la guardia supieron lo que había pasado. Fernández dio la orden de guardar silencio. Después todo siguió como si nada”.
Días después, funcionarios de Carabineros volvieron al sector para tapar los cuerpos con cal, de aquella que se utilizaba en la planta de la CMPC, la cual habría sido proporcionada a los policías por funcionarios de la misma empresa. Así lo estableció el ministro Carlos Aldana en su fallo.
A la mañana de ese 18 de septiembre, Gloria Urra se levantó temprano, preparó el desayuno y se fue a la Tenencia de Laja a ver a su hermano Raúl. Pero el calabozo estaba vacío. Ahora que lo estaban limpiando, se veía mucho más grande. A Hilda Bravo, la esposa del comerciante de frutas Alfonso Macaya, no le habían permitido verlo cuando lo encerraron dos días antes, así que esa mañana esperaba por fin abrazar a su marido. Pero le dijeron lo mismo que a las madres, esposas, hermanos e hijos de los 19 trabajadores que estuvieron allí hasta la noche anterior: los habían trasladado al Regimiento de Los Ángeles.
Los familiares se agruparon y partieron a buscarlos. En el Regimiento de Los Ángeles no los encontraron. Pasaron por la cárcel y el gimnasio de IANSA; nada. Después, algunos se fueron a Concepción y preguntaron en el Estadio Regional, en la Isla Quiriquina, en Talcahuano; sus nombres no aparecieron en las listas de prisioneros. Pasaron los días y la desesperada búsqueda se repitió una y otra vez en Chillán, en Linares. Así fue por semanas, por años. Muchos gastaron sus ahorros recorriendo distintas ciudades del país, buscando y preguntando. No obtuvieron ni una respuesta. Pasaron por Temuco hasta llegar a Santiago. Todo fue inútil: los 19 se habían esfumado.
De lo que ocurrió en octubre de 1973, un mes después de la masacre, los familiares de los 19 prisioneros desaparecidos nada supieron. Cuando un agricultor de la zona avisó a Carabineros de Yumbel, a 20 kilómetros de Laja, que sus perros habían encontrado restos humanos, la conspiración el silencio tuvo aquí otros actores. El parte fue enviado a la jueza Corina Mera, del Juzgado de Letras de Yumbel. Pero como la jueza estaba con licencia médica, lo recibió la secretaria del juzgado: la abogada Rosa Egnem, quien en 1979 fue acusada por los familiares de las víctimas de haber guardado el parte por inhumación ilegal en la caja fuerte del juzgado e incluso posteriormente de haberlo borrado, alterando registros judiciales.
Pero quien sí fue informado del hallazgo del agricultor fueron sus victimarios. Porque lo cierto es que, en ese mismo mes de octubre y en completo secreto, el teniente Fernández exhumó secretamente los cadáveres y ordenó enterrarlos en el Cementerio Parroquial de Yumbel.
Fue en ese año 79 que nuevamente el círculo de protección de los implicados en la Masacre de Laja y San Rosendo se desplegó.
Porque la presión de los familiares de los 19, con el apoyo del Arzobispado de Concepción, el que en 1979 presentó una querella en contra de los Carabineros de la Tenencia de Laja, abrió una puerta. La Corte de Concepción nombró a José Martínez Gaensly ministro en visita. Sería la primera vez que el cabo Samuel Vidal sería conminado a recordar lo que pasó la noche del 18 de septiembre de 1973.
Vidal declaró lo mismo que sus 15 compañeros de la Tenencia de Laja: a los prisioneros los habían llevado al Regimiento de Los Ángeles. El ministro Martínez preguntó a los militares de ese regimiento por los 19 trabajadores. Le aseguraron que nunca ingresaron allí. Entonces, el ministro Martínez hizo algo inusual para el terror que reinaba en la época: volvió a interpelar a los carabineros de Laja. Aunque agregaron detalles, todos dijeron lo mismo: los habían subido a una micro que les facilitó la CMPC y en el camino a Los Ángeles se los entregaron a una “patrulla de militares”.
La indagación del ministro José Martínez abrió una segunda puerta: se supo que los cuerpos estaban en una fosa común del Cementerio Parroquial de Yumbel. Que los habían llevado allí en octubre de 1973, sin que nadie supiera, cuando los sacaron del hoyo donde los habían enterrado después de que un agricultor denunciara a Carabineros de Yumbel que sus perros mordisqueaban unos restos humanos. El parte con la denuncia llegó al Juzgado de Letras de Mayor Cuantía de la localidad, donde la secretaria del juzgado, la abogada Rosa Egnem, lo ocultó en la caja de fondos. Nunca se investigó.
Sin que ningún estamento de la justicia asumiera cómo habían llegado los 19 cuerpos al cementerio ni quién los había ejecutado, en 1979 los restos fueron identificados y entregados a sus familiares que por seis años los habían buscado sin tregua. Una nueva víctima se agregaría a los 19 prisioneros: el obrero de la CMPC, Luis Sáez, a quien se le había perdido el rastro el 20 de septiembre y cuyos restos aparecieron en el Fundo San Juan, donde mismo habían sido enterrados ilegalmente los 19 de Laja y San Rosendo.
Y eso fue todo, porque en marzo de 1980, Martínez se declaró incompetente y remitió los antecedentes a la Fiscalía Militar Ad Hoc de Concepción. En tres meses la causa fue sobreseída y a fines de 1981, la Corte Suprema ratificó el sobreseimiento. Hasta allí llegó la acción de la justicia para los 19 asesinados de Laja y San Rosendo.
Rosa Egnem fue nombrada jueza y siguió sin obstáculos su ruta a la cima de la justicia; los carabineros de la Tenencia siguieron sus caminos sin que nadie los volviera a interpelar. Roberto Izquierdo Menéndez siguió haciendo negocios y siendo un empresario de bien. Ninguno de ellos creyó jamás que la verdad resurgiría 27 años después de la masacre, gracias a la persistencia de las familias de las víctimas.
En 2010, la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP) y el Programa de Continuación Ley 19.123, del Ministerio del interior, solicitaron a la Corte de Apelaciones de Concepción la reapertura de la causa. Fue entonces que el ministro Carlos Aldana dejó sin efecto la resolución que sobreseyó definitivamente a los carabineros y la ratificación de ese fallo por parte de la Corte Suprema. Se reabrieron así sumario e investigación (Rol 27-2010).
Había llegado el momento de desentrañar varios misterios.
Aunque fue el primero en ser detenido, el teniente (r) Fernández Michell fue el último de los miembros de la Tenencia de Laja en declarar. El 16 de agosto de 2011 fue detenido en Iquique, donde trabajaba como instructor en una escuela de conducción. Y cuando al día siguiente rompió el pacto de silencio, partió por el principio:
“Estaba en mi domicilio -el que me fue entregado por la CMPC- cuando recibí la noticia del Golpe Militar. Había llegado a la Tenencia de Laja a mediados de 1973 como subteniente subrogante, y como no había oficial, quedé de jefe. Tenía 22 años. Para el 11 de septiembre yo era la autoridad policial, y apenas supe del Golpe, mientras esperaba órdenes, llamé al acuartelamiento de todos los carabineros. Eso lo coordinaron el suboficial mayor Evaristo Garcés Rubilar y el sargento Pedro Rodríguez Ceballos, que me seguían en el mando”.
“Esa misma mañana recibí la orden de la jefatura de Los Ángeles para que detuviera a todas las autoridades de gobierno, subdelegados y al alcalde. La acción se cumplió sin problemas y después de detenerlos en nuestra unidad, fueron derivados al Regimiento de Los Ángeles en buses facilitados por la Papelera, porque ya tenía mucha gente en el cuartel. Días después, mi superior en Los Ángeles, el comisario Aroldo Solari Sanhueza, me ordenó comenzar a detener a todos los activistas de la comuna. Como la CMPC tenía una planta química, los activistas podían tomársela y actuar en nuestra contra”.
“Esa fue la información que me llegó de inteligencia militar. Uno de esos días llegó el coronel de Ejército Alfredo Rerhern Pulido para reiterar la orden. Les ordené a los suboficiales Garcés y Rodríguez que procedieran con el personal a realizar esa labor, porque ellos conocían más a esas personas”.
El coronel Rerhern dejó una huella letal en esos meses en la zona, siempre ligado a otros asesinatos de dirigentes de importantes empresas: participó en el secuestro y homicidio de 23 empleados y trabajadores de las centrales hidroeléctricas El Toro y El Abanico de Endesa, en Los Ángeles. Todos ellos fueron ejecutados entre fines de 1973 y principios de 1974. Los restos de algunos de ellos fueron encontrados en el fundo La Mona, que después del Golpe de Estado fue comprado por la Forestal Mininco de la CMPC del Grupo Matte. La sentencia de este caso la firmó el ministro en visita Jorge Zepeda en noviembre de 2010.
Fue en esos mismos días de la sentencia del ministro Zepeda que Carlos Aldana reabrió el juicio por la Masacre de Laja y San Rosendo. Para entonces de los 17 carabineros que integraban la Tenencia de Laja en septiembre de 1973, tres habían fallecido y otros tres habría que sobreseerlos pues no participaron en las ejecuciones ya que se quedaron de guardia en el retén. Restaba por determinar el rol que les cupo a los otros 11 policías.
Pero había otras participaciones en los 19 homicidios calificados que habían quedado en la nebulosa. En especial, la de los ejecutivos de la CMPC y el rol que cumplió la jueza Rosa Egnem. ¿Era falsa la acusación que habían hecho los familiares de las víctimas sobre el ocultamiento del parte policial sobre la exhumación ilegal? Porque si era efectivo, ¿cómo no había sido sancionada?
Los familiares de los ejecutados sabían que no habían mentido. Pero deberían pasar otros cuatro años para que emergiera la verdad oficial, cuando en septiembre de 2015 el ministro Carlos Aldana le pidiera su declaración en relación con su testimonio ante el ministro José Martínez. Para entonces, Rosa Egnem ya era ministra de la Corte Suprema: fue nombrada en 2006, en el gobierno de Michelle Bachelet. En su declaración de 1978 se lee:
«La señorita Mera (Corina Mera, jueza titular del Juzgado de Mayor Cuantía de Yumbel en septiembre de 1973) volvió a sus funciones y lo primero que hice fue entregarle el parte…, pero me dijo ‘déjelo no más en la caja de fondos y no lo saque de allí’. Pero en el intertanto yo había ingresado, sin consultarle, en el libro de ingreso, ese parte, y cuando ella me ordenó que lo dejara guardado, le conté que lo había ingresado… Me dijo ‘¿qué va a pasar cuando pidan (desde la Corte de Apelaciones de Concepción) cuenta del estado de la causa?’. Yo me asusté y lo borré del libro de ingreso…, pero recuerdo también que después volví a colocar en el mismo lugar en el cual había borrado, el mismo ingreso…, pues me arrepentí de haberlo borrado antes…».
Cuando Milton Juica, entonces ministro de la Corte Suprema, fue consultado sobre estos hechos, afirmó:
-En lo que se refiere a la jueza Corina Mera de Yumbel, se le aplicó por estos hechos una sanción disciplinaria. Y a la secretaria de esa época, la actual ministra Rosa Egnem, en una primera instancia, se le aplicó también una sanción que la Corte Suprema dejó sin efecto, y ella no recibió sanciones de carácter disciplinario, como sí lo recibió la jueza que era la responsable de ese tribunal (en 1973).
En efecto, la sanción a Rosa Egnem fue dictada por la Corte de Apelaciones de Concepción en 1978, la que ese mismo año fue revisada por la Corte Suprema y revocada.
Cuando en 2015 el ministro Juica habló sobre este delicado asunto, aprovechó de rendirle un homenaje al ministro José Martínez Gaensly, de la Corte de Concepción, quien intentó avanzar en la verdad de los 19 homicidios calificados: «Tengo conocimiento incidental, porque no conozco la causa. Pero de ese terrible suceso en que 19 personas fueron fusiladas, se hizo una investigación por un ministro de la Corte de Apelaciones de Concepción que tuvo la virtud de recuperar los cadáveres, hacer todas las pericias correspondientes y avanzó bastante en esta materia hasta que terminó siendo absorbida la causa por la justicia militar, sobreseída y amnistiada».
El 16 de diciembre pasado la ministra Rosa del Carmen Egnem Salgado, fue designada presidenta del Tribunal Calificador de Elecciones, cargo que asumirá el 31 de enero próximo. Fue como si se hubiera preparado para este importante rol. Y ello porque a fines de febrero de 2018 fue ella misma quien pidió cambiar de la Tercera Sala (ve material constitucionales) a la Primera Sala, para reemplazar al ministro Patricio Valdés, quien también era el presidente del Tribunal Calificador de Elecciones y se fue a retiro.
Rosa Egnem cuenta con el apoyo del nuevo presidente de la Corte Suprema, Guillermo Silva, a quien la Masacre de Laja y San Rosendo y la impunidad de los crímenes de lesa humanidad de esa región no le son desconocidos. Silva se desempeñaba como secretario del Primer Juzgado de Letras de Los Ángeles en la época y en agosto de 1974 asumió como juez de Mulchén, donde los asesinatos fueron aún más cruentos que en Laja. En 1980 fue designado juez del 2° Juzgado Civil de Concepción y le correspondió ver la causa por la muerte por inmolación de Sebastián Acevedo Becerra. Una muerte que haría historia, pero no por el rol que jugó el actual presidente de la Corte Suprema.
Habían pasado 38 años, y muchos de los carabineros que se desempeñaron en la Tenencia de Laja en septiembre de 1973 pretendieron en 2011 mantener su juramento de silencio sobre lo ocurrido en la madrugada del 18 de septiembre de ese año.
Fueron los testimonios de los que sí decidieron confesar los que le permitieron al ministro Carlos Aldana, en agosto de 2011, ordenar la detención de los 14 funcionarios aún vivos que participaron en las detenciones y en la ejecución de los trabajadores asesinados en el Fundo San Juan. Después, todos hablaron. El 18 de agosto de 2011, Aldana realizó con todos los detenidos la reconstitución de escena de la cadena de hechos que acabaron con la vida de los 19 trabajadores. Fue un día clave, dramático. Después, el ministro procesó a nueve de los carabineros por homicidio y a uno por encubrimiento. Otros tres, los que esa noche se quedaron de guardia, fueron sobreseídos. A pesar de la crudeza de los crímenes, hasta el 7 de enero pasado, día en que Aldana dictó las condenas, todos estaban libres.
1.- Teniente (r) Alberto Juan Fernández Michell: Oficial a cargo de la Tenencia de Laja y responsable de ejecutar las órdenes que provenían de Los Ángeles. Ordenó y participó en las detenciones y la ejecución en el Fundo San Juan. Fue llamado a retiro de la institución en 1979 por “falta de vocación”. Fue procesado como autor de homicidio y condenado a prisión. Su defensa apeló y salió libre luego de pagar una fianza de $300.000. El 7 de enero fue condenado por Aldana a presidio perpetuo.
2.- Suboficial Evaristo Garcés Rubilar: Segundo al mando en la Tenencia de Laja. Jugó un rol clave en la organización de las detenciones y la matanza de los 19 en el Fundo San Juan. Consiguió el lugar para la ejecución clandestina y contactó al agricultor alemán Peter Wilkens. Murió el 25 de diciembre de 1987 a los 60 años por un accidente vascular producto de diabetes.
3.- Sargento Pedro Rodríguez Ceballos: Estuvo a cargo de varias de las detenciones y tuvo un rol protagónico en la gestión de la ejecución. Poco después de la masacre, pasó a integrar la DINA. Murió el 22 de diciembre de 2002 en el Hospital Dipreca por un cáncer gástrico metastásico que le provocó una falla multiorgánica. Tenía 64 años.
4.- Sargento 1º (r) Lisandro Alberto Martínez García: Fue procesado como autor de homicidio y salió en libertad provisional con una fianza de $300.000.
5.- Sargento 2º (r) Luis Antonio León Godoy: “Cuando mi suboficial Garcés dio la orden, todos debimos disparar”, confesó. Procesado como autor de homicidio, salió en libertad provisional previo pago de fianza de $300.000.
6.- Sargento (r) José Jacinto Otárola Sanhueza: En la reconstitución de escena, confesó su participación, estar todo el tiempo en el jeep de la CMPC alumbrando lo que sucedía. Lo vio todo, pero no apretó el gatillo. Procesado por encubrimiento de homicidio, obtuvo su libertad previo pago de una fianza de $100.000. El 7 de enero fue condenado a 5 años de presidio, con el beneficio de la libertad vigilada, en calidad de encubridor.
7.- Sargento 1º (r) Gerson Nilo Saavedra Reinike: Uno de los primeros en reconocer lo que ocurrió la madrugada del 18 de septiembre de 1973. Se unió a la caravana cuando ya llegaban al Fundo San Juan. Procesado por homicidio, obtuvo su libertad previo pago de fianza de $300.000. El 7 de enero fue condenado a 5 años y un día de cárcel como autor.
8.- Sargento 2º (r) Florencio Osvaldo Olivares Dade: Reconoció su participación diciendo: “Fueron días difíciles, se dormía poco”. Procesado por homicidio y tras pagar $300.000 de fianza, salió en libertad provisional.
9.- Sargento 2º (r) Pedro del Carmen Parra Utreras: Confesó detalles de la masacre. Procesado por homicidio, estaba con libertad provisional desde que pagó $300.000 de fianza. Aldana lo condenó a 5 años y un día de presidio como autor de los homicidios.
10.- Sargento 1º (r) Gabriel Washington González Salazar: Después de negar toda participación, debió reconocer su rol en los homicidios. Está libre.
11.- Cabo 1º (r) Samuel Francisco Vidal Riquelme: El primero en romper el pacto de silencio. Su testimonio fue clave para aclarar lo que pasó con las 19 víctimas en Laja. Procesado por homicidio, también obtuvo su libertad tras pagar la fianza de $300.000.
12.- Víctor Manuel Campos Dávila: Perteneció por 30 años a Carabineros. En su primera declaración dijo que después del 11 de septiembre, la Tenencia de Laja se mudó a dependencias de la CMPC. Después confesó que disparó cuando se lo ordenaron. Procesado por homicidio y en libertad provisional, el 7 de enero fue condenado a 5 años y un día de presidio como autor.
13.- Sargento 1º (r) Nelson Casanova Salgado: Negó su participación, pero se probó en la investigación. Procesado por homicidio, estaba libre después de pagar fianza. Aldana lo condenó a 5 años y un día de presidio como autor.
14.- Cabo 1º (r) Luis Muñoz Cuevas: Como esa noche se quedó haciendo guardia en el cuartel, el ministro Aldana lo sobreseyó.
15.- Suboficial (r) Anselmo del Carmen San Martín Navarrete: Su misión esa noche fue detener el tránsito en la zona del hospital para que pasara la caravana. Después volvió a la Tenencia. Fue sobreseído. El 7 de enero Aldana lo condenó a 5 años y un día de presidio, como encubridor de los 19 homicidios calificados.
16.- Suboficial (r) Juan de Dios Oviedo Riquelme: También se quedó esa noche de guardia en la Tenencia de Laja, por lo que fue sobreseído.
17.- Suboficial Sergio Castillo Basaul: No participó en el fusilamiento, pero su rol fue decisivo al guiar las detenciones en San Rosendo. Murió el 16 de septiembre de 2005 por una hemorragia digestiva masiva, várices esofágicas y cirrosis de laennec, la que produce el alcoholismo.
La primera vez que los carabineros de la Tenencia de Laja fueron a buscar a Luis Sáez Espinoza (37 años) a su casa en la Población Mario Medina, fue el 11 de septiembre de 1973 a las 10:00. Sáez era empleado y dirigente sindical de la CMPC, además de militante del MAPU. Apenas supo del Golpe, pasó a la clandestinidad. Como él no estaba cuando llegaron los carabineros, allanaron su casa frente a su esposa, Rosa Ibaca, y sus hijos. Tres horas después, la patrulla al mando del sargento Pedro Rodríguez Ceballos volvió en el jeep que la empresa del Grupo Matte les había proporcionado, con cascos y armamento largo. De nuevo allanaron su vivienda, pero esa vez detuvieron a Rosa. Apuntándola con sus fusiles, la llevaron donde unos vecinos y como nadie sabía dónde estaba Luis, la dejaron allí. Al día siguiente se repitió la escena.
El 14 de septiembre, el sargento Rodríguez llegó de nuevo a buscar a Luis y, por tercera vez, no lo encontró. Ese día le dio a su esposa el recado: que se entregara como ya lo había hecho el día anterior Alfonso Macaya. Minutos después llegaron unos asistentes sociales de la empresa para ver cómo estaba la familia y se comprometieron en hablar con el teniente Fernández Michell para que no allanaran más esa casa. Los niños estaban traumatizados.
Seis días después, el párroco de Laja, Félix Eicher, fue a hablar con la mujer. Le dijo que sabía dónde estaba Luis y que quería hablar con ella. El sacerdote la llevó en su camioneta. Cuando se encontraron, ella le dijo que debía entregarse. Luis tenía miedo, sabía que su vida peligraba, que solo dos días antes el grupo de 19 detenidos había desaparecido sin dejar rastros. Para que no le pasara nada, el cura lo convenció de ir a Los Ángeles y no a la Tenencia de Laja. Él acepto. Ese mismo día, 20 de septiembre de 1973, poco antes del toque de queda, fueron en la camioneta del sacerdote hasta la Prefectura de Los Ángeles. Luis se bajó del vehículo, se presentó y allí quedó detenido. El sacerdote Eicher fue testigo.
Al día siguiente el mismo sacerdote le avisó al sargento Rodríguez que Luis ya se había entregado.
Rosa fue a dejarle ropa y comida en la oficina de la Cruz Roja, pero todo se lo devolvieron porque Luis no estaba en ningún centro de detención. Su esposa lo buscó durante años con la ayuda del sacerdote y el obispo de Los Ángeles, Orozimbo Fuenzalida, pero nada. Nunca más se supo de Luis.
La búsqueda se extendió hasta 1979, cuando la investigación que conducía el ministro en visita José Martínez llevó al paradero de los fusilados de Laja y San Rosendo, pero no a sus victimarios. Mientras que los demás habían sido llevados al Cementerio Parroquial de Yumbel, los restos de Luis aparecieron enterrados clandestinamente en el mismo lugar donde se llevó a cabo la masacre, en el Fundo San Juan, junto a un bosque de pinos de la CMPC. Tenía un orificio de bala y estaba amarrado con alambres.
Este artículo fue actualizado a las 10:00 del sábado 18 de enero de 2020