COLUMNA DE OPINIÓN
Sobre la ley anti-encapuchados y otras adaptaciones legales fascistas
26.12.2019
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
COLUMNA DE OPINIÓN
26.12.2019
La autora de esta columna sostiene que el 18/O no es un “estallido” sino un “levantamiento popular” que comenzó con la “desobediencia civil” de los estudiantes en el Metro y que sigue hasta hoy. Miradas desde ahí, las normas anti-encapuchados y anti-saqueos que impulsa un gobierno con 82% de rechazo, tienen un objetivo claro: “someter al levantamiento y prevenir futuros brotes de descontento”. Estas normas no serían, como se ha dicho, ejemplos de “populismo penal”, pues este se caracteriza por perseguir a los oligarcas; serían más bien, ejemplos de “fascismo penal” dado que buscan castigar al que se subleva. Advierte que, si este fascismo no se denuncia y detiene, “puede convertirse en la nueva normalidad en la sociedad chilena”.
La tentación de los gobiernos representativos de reprimir la protesta social en lugar de ceder ante las demandas de una ciudadanía movilizada es fuerte. ¿Por qué un Presidente debiera satisfacer las quejas expresadas en la calle en lugar de cumplir con su programa de gobierno? ¿Por qué ceder ante las presiones populares en lugar de permitir que los canales ordinarios de negociación política y consenso generen cambios?
La respuesta es necesariamente contextual: depende del grado de legitimidad de los líderes políticos y las instituciones representativas. Después de dos meses de movilizaciones masivas y represión brutal, las encuestas muestran que el 82% de los chilenos desaprueba la administración del presidente Piñera, y un 94% condena las acciones del gobierno para hacer frente a los disturbios del orden público. Sin embargo, la «agenda de seguridad» del gobierno, la cual busca establecer nuevos delitos, aumentar las sanciones y otorgar a los jueces más poder discrecional para castigar, está progresando en el Congreso —institución que actualmente goza de un índice de aprobación de solo 4,7%.
Que el gobierno haya priorizado el orden público por sobre las demandas sociales parece tener un objetivo claro: someter al levantamiento popular y prevenir futuros brotes de descontento social. Sostengo que lo que ha ocurrido en Chile no es un estallido social —un fenómeno quasi natural de ruptura sin agencia o dirección— sino que un levantamiento en contra del modelo neoliberal, que comenzó con la acción colectiva de desobediencia civil de los estudiantes en el Metro y hoy continúa con las miles de personas que arriesgan su integridad física para ejercer su derecho a la protesta.
“Como parte de la agenda de seguridad, el Senado aprobó en general un proyecto de ley que incorpora el delito de 'desorden público' al Código Penal (…) De aprobarse, tanto los estudiantes que participen en la evasión en las estaciones de Metro como los manifestantes de ‘primera línea’ que hacen barricadas y lanzan bombas lacrimógenas de vuelta a Carabineros para proteger a los que se manifiestan pacíficamente arriesgarían penas de hasta tres años de cárcel sin la necesidad de la invocación de la Ley de Seguridad Interior del Estado”.
Hablar de estallido no sólo omite al sujeto político que se rebela contra un sistema opresivo, sino que no dice relación con el probable resultado que tendrá este proceso social: si se logra establecer una Constitución que cambie el sistema neoliberal por uno que garantice derechos sociales y económicos, entonces los historiadores de seguro analizarán este levantamiento popular como una revolución que logró un cambio social profundo. Los proyectos de ley contenidos en la agenda de seguridad —que impondrían penas de cárcel por el bloqueo de calles (donde se realizan movilizaciones masivas), la ocupación de tierras (que ha sido central en las luchas territoriales indígenas) y cualquier tipo de cobertura facial mientras se protesta— debieran entonces entenderse como herramientas punitivas para someter al pueblo alzado y prevenir este cambio de paradigma.
A continuación argumentaré que estas disposiciones legales para proteger el orden social imperante no son sui generis sino que se basan en una tradición jurídica que hunde sus raíces en el fascismo y su doctrina jurídica centrada en la defensa interna del Estado.
En medio de la fuerte controversia en torno a la agenda de seguridad, algunos en la oposición la han criticado como “populismo penal”. Esta no es la primera vez que la etiqueta populista se ha utilizado de manera despectiva, pero en este caso particular el erróneo etiquetado oscurece los matices fascistas de la estrategia del gobierno para “pacificar” a la ciudadanía movilizada, en un intento desesperado de imponer un status quo ante ya perdido.
Desde sus orígenes en la Rusia y los Estados Unidos del siglo XIX, hasta América Latina y el sur de Europa, los movimientos y líderes populistas han apelado a una concepción de clase del pueblo como un sujeto plebeyo construido en oposición a la oligarquía. Intentando representar a los sectores populares, el populismo electoral se esfuerza por satisfacer las demandas materiales inmediatas de la gente y castigar a las élites corruptas. Por lo tanto, leyes contra el saqueo, las barricadas, el bloqueo del tráfico, las huelgas laborales y el uso de máscaras faciales en protestas contra el orden neoliberal no debieran entenderse como instancias de “populismo penal”.
“Según Maquiavelo, los juicios políticos en los que el pueblo juzgaba a los oligarcas corruptos son el secreto de la longevidad de la república popular romana. Mientras el populismo penal es hoy simplemente un espectáculo simbólico, y fraudes y colusiones se penalizan con multas y clases de ética en lugar de penas de cárcel, el fascismo legal y la impunidad oligárquica parecen estar arraigándose”.
La criminalización de la protesta no es una demanda que emane del pueblo (las tres principales demandas son mejores pensiones, salarios y atención médica). Sería más preciso entender estas leyes que penan desproporcionadamente el desorden público como un “fascismo penal” que adopta la doctrina de la defensa interna del Estado para aumentar la capacidad represiva con el objetivo de proteger el orden sociopolítico actual en contra de una ciudadanía movilizada que demanda cambio social.
Mientras el objetivo del fascismo penal es imponer y defender un orden legal, moral y económico a través de leyes severas que se usan en contra de enemigos internos, socavando la protección de los derechos individuales y el debido proceso, el objetivo del populismo penal es imponer sanciones severas a oligarcas corruptos a través de formas populares de justicia, como tipificar la corrupción política como un delito de traición con cadena perpetua o muerte, y enjuiciar casos de corrupción política en tribunales populares para así ‘ventilar’ la indignación y el resentimiento. Según Maquiavelo, los juicios políticos en los que el pueblo juzgaba a los oligarcas corruptos son el secreto de la longevidad de la república popular romana. Mientras el populismo penal es hoy simplemente un espectáculo simbólico, y fraudes y colusiones se penalizan con multas y clases de ética en lugar de penas de cárcel, el fascismo legal y la impunidad oligárquica parecen estar arraigándose.
Una de las innovaciones legales más decisivas que permitió la hegemonía del fascismo durante la primera mitad del siglo XX fue el establecimiento y uso de un conjunto de leyes para la defensa interna del Estado en contra de individuos con ideologías “subversivas”, principalmente comunistas pero también líderes sindicales, socialistas y anarquistas. La primera ley de este tipo, promoviendo una “doctrina idealista del Estado autoritario”, fue aprobada en Italia en 1926, después de un intento de asesinato contra Mussolini.
Como escribió su ministro de Justicia, el jurista fascista Alfredo Rocco, debido a que la tradición encarna verdades que deben preservarse para evitar la destrucción del Estado, el Código Penal debe reflejar esta nueva doctrina defensiva y crear fuertes protecciones para el “Estado, la familia, la moral y la economía” contra acciones individuales que pudiesen provocar el cambio social. La ley castigó como enemigos del Estado a quienes “hayan cometido o manifestado la intención deliberada de cometer actos subversivos del orden social, económico o nacional” con exilio, largas penas de prisión e incluso la pena capital. De los miles de presos políticos en la Italia fascista, quizás el más famoso fue el comunista Antonio Gramsci.
Chile adaptó este legado jurídico fascista primero con la promulgación en 1937 de la Nº6.026 de Seguridad Interior del Estado —estableciendo penas de cárcel de hasta cinco años a quienes “inciten a la subversión del orden público”— y luego con la infame Ley para la Defensa Permanente de la Democracia aprobada en 1948 a comienzos de la Guerra Fría, que proscribió al Partido Comunista, despojó a miles de militantes y organizadores comunitarios de sus derechos políticos y limitó los derechos de reunión y huelga. Si bien esta última ley fue derogada, la primera se conservó, luego se perfeccionó en 1958 y finalmente se amplió durante la dictadura de Pinochet, cuando el número de crímenes y penas asociadas aumentaron para reprimir a la resistencia al régimen militar y su modelo neoliberal.
Desde la transición a la democracia en 1990, la actual Ley de Seguridad Interior del Estado (LES), se ha aplicado más de una docena de veces en contra de líderes mapuche que luchan por recuperar sus tierras y autonomía en La Araucanía; la periodista Alejandra Matus, quien escribió sobre la corrupción en el sistema judicial; choferes de autobuses y gendarmes en huelga; manifestantes denunciando el aumento de los precios del gas natural en Magallanes; y taxis colectivos en Santiago. Más recientemente, se invocó la ley para procesar a los involucrados en el levantamiento popular que comenzó el 18 de octubre en las estaciones de Metro de Santiago. El profesor Roberto Campos, imputado por destruir un torniquete del Metro en San Joaquín, estuvo en prisión preventiva en la Cárcel de Alta Seguridad y hoy se encuentra con arraigo nocturno domiciliario y firma mensual mientras espera el juicio. Arriesga cinco años de cárcel.
La LES penaliza con prisión efectiva no solo a quienes “destruyan o inutilicen” medios de locomoción sino que también a quienes “inciten o induzcan a la subversión del orden público o a la revuelta”, castigando a quienes “se reúnan, concierten o faciliten reuniones” en las cuales se conspire en contra de la estabilidad del gobierno, y a quienes propaguen “de palabra o por escrito” doctrinas que “tienden a destruir o alterar a través de la violencia el orden social”. Debido a que cualquier idea que promueva el cambio social podría ser considerada una incitación a la subversión del orden, este tipo de leyes en otros países —muchas de ellas aprobadas en momentos de guerra externa— han dejado de ser aplicadas o directamente derogadas.
“Debido a que cualquier idea que promueva el cambio social podría ser considerada una incitación a la subversión del orden, normas como la Ley de Seguridad Interior del Estado han dejado de ser aplicadas o directamente derogadas”.
La Ley de Sedición en Estados Unidos, por ejemplo, aprobada en 1918 durante la Primera Guerra Mundial, penalizaba el “lenguaje desleal” en contra del gobierno con hasta 20 años de cárcel. Aunque la criminalización de expresiones políticas fue derogada dos años más tarde, la prohibición de toda agitación política considerada sediciosa sigue vigente bajo la Ley de Espionaje. La jurisprudencia emanada de la aplicación de esta ley demuestra que la vulneración del derecho a la libre expresión es inevitable cuando se le entrega un poder arbitrario al gobierno para censurar la crítica interna. Los acusados de delitos bajo la Ley de Espionaje han sido en su gran mayoría líderes sindicales, socialistas, comunistas y anarquistas —entre los más famosos están el líder sindical y candidato del Partido Socialista, Eugene Debs, y la anarquista Emma Goldman.
El artículo más peligroso de la LES para los manifestantes en Chile es el que penaliza con penas de prisión que van de tres a 10 años a las personas que “inciten, promuevan o fomenten o de hecho y por cualquier medio, destruyan, inutilicen o impidan el libre acceso a puentes, calles, caminos u otros bienes de uso público semejantes”. La ley es tan amplia que podría ser aplicada a los estudiantes que inciten a la evasión del Metro y a todos los manifestantes que se movilizan pacíficamente a diario en las calles, bloqueando el tráfico. Lo más inquietante es que la coalición de gobierno ha estado presionando para incorporar en la ley penal ordinaria disposiciones similares, buscando normalizar aún más estas reglas ya “excepcionales”.
Como parte de la agenda de seguridad, la Comisión de Seguridad Pública del Senado aprobó en general un proyecto de ley que incorpora el delito de “desorden público” al Código Penal, imponiendo penas de hasta tres años de prisión para quienes, “utilizando una manifestación o reunión pública”, paralicen o interrumpan un servicio público de primera necesidad como el Metro, lancen piedras, hagan barricadas u ocupen propiedad privada o pública. De aprobarse estas modificaciones, tanto los estudiantes de enseñanza media que participen en protestas masivas de evasión en las estaciones de Metro y los manifestantes de ‘primera línea’ que hacen barricadas y lanzan bombas lacrimógenas de vuelta a Carabineros para proteger a los que se manifiestan pacíficamente de la violencia policial, como quienes ocupen un mall como forma de protesta, arriesgarían penas de cárcel sin la necesidad de la invocación de la LES.
Además de la criminalización de la desobediencia civil y las movilizaciones masivas, la agenda de seguridad también impulsa la penalización del saqueo en el contexto de disturbios sociales con cinco a 15 años de prisión, hace del incumplimiento de toques de queda un delito punible con hasta tres años de cárcel y le permitiría a los jueces suspender los beneficios de asistencia social a quienes sean acusados de “desorden público”.
Estas nuevas disposiciones legales impondrían no solo castigos desproporcionados por paralización del transporte y destrozos de propiedad, sino que también dañarían especialmente a los más pobres al otorgar a los jueces el poder arbitrario para castigarlos al comienzo del proceso de investigación. Sin embargo, una decisión reciente de la Fiscalía de no perseguir penas de prisión para las personas sin antecedentes penales que fueron arrestados mientras saqueaban supermercados el 18 de octubre, parece indicar que el Ministerio Público no está dispuesto a aplicar la LES, aunque el gobierno así lo exija.
Solo seis semanas antes del levantamiento popular del 18 de octubre, senadores de la coalición de gobierno junto con miembros de la oposición presentaron la llamada ley anti-encapuchados, que busca penalizar a cualquier persona que “intencionalmente se cubra la cara con el propósito de ocultar su identidad, usando capuchas, bufandas u otros elementos similares” cuando participe en acciones que “perturban gravemente la tranquilidad pública”. Dado que las detenciones ilegales han sido habituales y el uso de máscaras para evitar respirar gases lacrimógenos tóxicos son de primera necesidad, esta ley anti-capucha legalizaría el arresto de manifestantes pacíficos y su probable condena por el sólo hecho de participar en una protesta y tener un pañuelo con el cual cubrirse el rostro.
La primera ley anti-máscara fue establecida en Nueva York en 1845, en contra de pequeños agricultores inquilinos que protestaban contratos feudales extractivos y la complicidad del Estado en la persecución de los deudores. Luego de décadas de peticiones populares e inacción legislativa, los inquilinos se organizaron para resistir a los alguaciles que trataban de cobrar deudas y desalojarlos. Disfrazándose de “indios calico” con máscaras, los agricultores resistieron exitosamente por cinco años los esfuerzos de la oligarquía de sacarlos de las tierras que habían ocupado por generaciones.
Asociaciones de agricultores en contra de la renta surgieron en todo el Estado y en 1844 se creó un partido por la Igualdad de Derechos contra la Renta para apoyar a los candidatos que favorecían la reforma agraria. En lugar de ceder a las demandas populares, el gobernador impulsó una ley que hizo un delito el aparecer disfrazado, lo que desencadenó violentos enfrentamientos entre los agricultores enmascarados y los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley. La brutal represión y los controversiales juicios llevaron a que los neoyorquinos terminaran por apoyar una convención constituyente que zanjara el problema social. La Constitución de 1846 abolió la tenencia feudal, eliminando los contratos de arriendo más opresivos, pero no abordó el tema central de la reforma agraria.
Aunque las leyes anti-máscaras fueron utilizadas en otros lugares de Estados Unidos a mediados del siglo XX para evitar que los miembros del Ku Klux Klan marchasen encapuchados, y así proteger a los afroamericanos del amedrentamiento público de supremacistas blancos, el uso más reciente de la ley para arrestar a manifestantes de Occupy Wall Street en 2011 reafirma los orígenes oligárquicos de la norma que buscaba la preservación del orden socioeconómico imperante y la criminalización de la protesta.
“Dado que las detenciones ilegales han sido habituales y el uso de máscaras para evitar respirar gases lacrimógenos tóxicos son de primera necesidad, esta ley anti-capucha legalizaría el arresto de manifestantes pacíficos y su probable condena por el sólo hecho de participar en una protesta y tener un pañuelo con el cual cubrirse el rostro”.
La represión de la política de clase también fue lo que impulsó en Hong Kong la Ordenanza sobre regulaciones de emergencia de 1922 que prohibió el uso de mascarillas. El gobierno colonial británico la aplicó para reprimir una huelga laboral en los puertos por bajos salarios y discriminación racial. La Ordenanza se utilizó nuevamente en 1967 para reprimir huelgas laborales y los disturbios procomunistas, y más recientemente en octubre pasado contra las protestas en contra del Estado chino. La actual ley penaliza el uso de máscaras en contexto de protesta, excepto por razones profesionales, religiosas o de salud, con hasta un año de prisión y una multa de US$3.200 (2,4 millones de pesos). Sin embargo, desde entonces los tribunales la han declarado inconstitucional y la policía ha prometido no aplicarla.
Pero no solo en la China autoritaria se han promulgado recientemente leyes anti-máscaras iliberales. Después de más de tres meses de protestas por parte de los chalecos amarillos, en febrero pasado Francia aprobó prohibir la cobertura facial en manifestaciones. Esta nueva ley represiva también tiene el claro objetivo de criminalizar la protesta, ya que los velos en las áreas públicas ya habían sido prohibidos en 2011 (Francia es pionera en el diseño de legislación específica en contra de las minorías musulmanas en la Unión Europea). Con esta nueva ley anti-máscara, que busca reprimir el levantamiento de las clases populares en contra de las medidas de austeridad impulsadas por el gobierno de Macron, los manifestantes arriesgan un año de cárcel y una multa de US$17,000 (casi 13 millones de pesos).
La ley anti-encapuchados que se discute actualmente en Chile también se origina en la necesidad de reprimir al pueblo que se levanta para resistir condiciones económicas opresivas, criminalizando los intentos de los manifestantes de ocultar sus rostros. Desde una perspectiva liberal —basada en la concepción de la libertad como la acción sin obstáculos— la prohibición de usar máscaras en el contexto de la protesta política constituye una violación directa de los derechos de privacidad y de libertad de expresión. Proteger la identidad, negándose a mostrar el rostro, no causa daño a los demás y, por lo tanto, esta ley invadiría los derechos individuales de manera ilegítima.
Desde una perspectiva republicana plebeya, en la que la libertad no es entendida como la capacidad de actuar sin interferencias ilegítimas, sino más bien estar libre de dominación, las leyes se juzgan desde la perspectiva del sujeto subalterno, de quienes sufren opresión social estructural, y, por lo tanto, la criminalización de la cobertura facial, necesaria para mantener a los manifestantes a salvo de las represalias de agentes estatales, es también ilegítima. Al criminalizar los actos plebeyos de resistencia contra la dominación socioeconómica, la ley inclina el poder legal en favor de la oligarquía y la preservación de un orden social opresivo en contra de los derechos individuales.
La agenda para asegurar la protección del orden neoliberal imperante está incorporando leyes de corte fascista para disuadir futuros levantamientos populares y tener las herramientas legales para legitimar su brutal represión. El último proyecto de ley enviado por el Presidente (“para fortalecer la protección de las Fuerzas de Orden y Seguridad y de Gendarmería de Chile”) —que pretende eximir de responsabilidad penal a los agentes del orden público cuando actúen en defensa propia— es particularmente revelador de esta tendencia fascista. De aprobarse, la policía podría reprimir violentamente una protesta pacífica, como lo hace regularmente, esperar a que los manifestantes se defiendan y luego disparar a matar con impunidad en defensa propia, vulnerando las libertades individuales y el debido proceso.
“Al criminalizar los actos plebeyos de resistencia contra la dominación socioeconómica, la ley inclina el poder legal en favor de la oligarquía y la preservación de un orden social opresivo en contra de los derechos individuales”.
A pesar de la “manera fundamentalmente represiva” en la que el gobierno ha manejado la protesta pacífica y las graves violaciones a los derechos humanos reportadas por Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU, las adaptaciones legales fascistas que pretenden criminalizar la protesta siguen progresando en el Congreso. Si el fascismo penal no es debidamente denunciado y se terminan aprobando las modificaciones propuestas al Código Penal, las detenciones arbitrarias y las violaciones a los derechos humanos podrían convertirse en una nueva normalidad en la sociedad chilena.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cuatro centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.
Puedes escuchar esta columna de opinión aquí:
*Audio realizado por CarolinaPereira.de