Adelanto del libro “Constituyentes sin poder” del abogado Jaime Bassa
20.12.2019
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20.12.2019
En la semana en que se aprobó el plebiscito que puede acabar con la Constitución del ’80, el abogado Jaime Bassa lanza un libro que revisa los debates teóricos y políticos que nos trajeron hasta aquí y los desafíos pendientes. En este adelanto, Bassa argumenta contra la idea de que la Constitución del ’80 es una norma “universal y correcta”. Se trataría, más bien, de la obra de una elite que “experimentó los efectos de las políticas redistributivas de la Unidad Popular” y diseñó un mecanismo de control de las mayorías, para no pasar por eso de nuevo.
El constitucionalista Jaime Bassa es una de las personalidades que ha emergido con fuerza en el debate público, a partir del 18/O. En las oscuras semanas iniciales del estallido, cuando el Presidente decretó estado de emergencia, Bassa acudió a la Comisión de Derechos Humanos del Senado para advertir que “lo que estamos viendo en las calles es violencia estatal de facto. No hay ningún respaldo normativo para las facultades que están ejerciendo hoy los jefes militares» (ver video). Desde entonces Bassa se ha vuelto un referente para entender el avance y los tropiezos hacia una nueva Constitución.
Esta semana lanzó el libro “Constituyentes sin poder” un texto de filosofía política constitucional que busca pensar el conflicto institucional chileno, “desde lo político y sus fundamentos”.
En este adelanto que ofrece CIPER, Bassa examina los escollos que han tenido que sortear quienes promueven una nueva Constitución. Entre ellos, desafiar a un “constitucionalismo autoritario” que “ha presentado su Constitución como una norma universal, correcta, manipulando la dicotomía constitucional/inconstitucional en favor de un proyecto político partisano”.
Para el abogado, esa Constitución “no es el resultado de la evolución constitucional mundial, occidental, latinoamericana o chilena”, sino la obra de una minoría económica que “experimentó sobre sus intereses, los efectos de las políticas redistributivas del Gobierno de la Unidad Popular”. Así, la Constitución que nos ha regido desde la dictadura, tuvo por objetivo garantizar que esa minoría pudiera “controlar y prevenir intentos similares en el futuro”. Para ello, el diseño obligaba a la coalición mayoritaria “a negociar la implementación de su propio proyecto político con la coalición opositora, beneficiaria de una suerte de poder de veto”.
Esta semana el Congreso acordó un plebiscito, a efectuarse en abril de 2020, que decida si seguimos con esta estructura o buscamos otra forma de organizar el poder.
Todo el Derecho es el resultado de una decisión política (Schmitt, 2003: 47 ss.), la que ha sido tomada por un determinado sujeto (sea este un sujeto individual o un sujeto político) y en un momento histórico determinado. Una ley podrá ser considerada, según la perspectiva que se adopte, como más o menos justa, más o menos legítima, incluso más o menos coherente con determinados parámetros políticos o morales, pero lo cierto es que su origen radica en una decisión marcada por el conflicto político entre dos o más sujetos. Toda constitución ha sido redactada, en algún punto de la historia de un país, por puño y letra de alguien, de una o varias personas de carne y hueso, por un sujeto individual o uno colectivo. Dicha decisión puede ser el resultado de procedimientos autoritarios o democráticos, o bien, reflejar el mejor momento de la tradición constitucional del país o impulsar un proyecto constitucional particular, partisano. Pero sigue siendo el resultado de una decisión política. Esta constatación –que es bastante incontrovertible, especialmente en un contexto postmetafísico como el actual– nos permite volver la mirada a ese momento de generación del derecho y escrutar ahí las motivaciones que determinado sujeto tuvo para escribir, por ejemplo, una constitución, en un sentido u otro. El resultado de ese escrutinio se proyecta, para bien o para mal, sobre el ordenamiento jurídico en cuestión.
La que sigue es una respuesta conocida, sobre la que no vale la pena profundizar: la Constitución Política de la República de Chile no solo fue redactada en dictadura, sino que fue redactada por funcionarios de la dictadura, profesores de derecho constitucional que habían sido activistas opositores al gobierno de la Unidad Popular. Este dato nos permite no solo identificar su evidente ilegitimidad de origen, sino también comprender por qué su contenido sigue siendo un obstáculo para la legitimación del orden constitucional chileno, en definitiva, de la constitución política de los pueblos de Chile. Es decir, la ilegitimidad no aqueja solo al texto jurídico de la constitución, sino a la forma en que se ha constituido políticamente a la sociedad chilena, con toda su complejidad.
En efecto, las instituciones que caracterizan el diseño constitucional de la dictadura son el resultado de la experiencia –traumática desde la perspectiva de sus intereses– que tuvo la oposición al gobierno de Allende. La constitución chilena vigente no es el resultado de la evolución constitucional mundial, occidental, latinoamericana o chilena, sino de cómo una minoría económica experimentó, sobre sus intereses, los efectos de las políticas redistributivas del Gobierno de la Unidad Popular. No sobre sus derechos. Sobre sus intereses. Así, el diseño institucional tuvo por objetivo garantizar que ese tradicional tercio de la clase política chilena, aquel comúnmente identificado con los intereses económicos afectados entre 1964 y 1973, pueda controlar y prevenir intentos similares en el futuro. En otras palabras, un diseño institucional que obligara a la coalición mayoritaria a negociar la implementación de su propio proyecto político con la coalición opositora, beneficiaria de una suerte de poder de veto otorgado por el diseño constitucional de la dictadura.
Estos dispositivos normativos de control político –que han recibido diferentes nombres en las últimas décadas, desde enclaves autoritarios (Zúñiga, 2007) hasta trampas constitucionales (Atria, 2013)– no responden a la lógica tradicional de pesos y contrapesos, tan característica del Estado moderno, a través de la cual los propios órganos y poderes del Estado cuentan con competencias que les permiten ejercer controles recíprocos. Se trata, por el contrario, de dispositivos antidemocráticos, a través de los cuales una minoría controla la ejecución del proyecto político de la mayoría legítimamente electa, no para la protección de los derechos de las minorías, sino para la protección de los intereses particulares de una parte de ella. De esta manera, los representantes del pueblo, depositarios de la voluntad soberana, se verían impedidos a hacer lo que sí hizo el gobierno de la Unidad Popular: intentar implementar un proyecto político de transformación social sobre la base de la distribución del poder. El agenciamiento político del pueblo sería, así, neutralizado por un determinado diseño institucional.
Sobre esta neutralización del agenciamiento político del pueblo, así como de las instituciones a través de las cuales este se hizo posible, se ha escrito bastante en los últimos años[1]. En esta oportunidad, con el fin de ilustrar cómo es que la Constitución Política de la República ha condicionado la constitución de la comunidad política, creo necesario revisar cuáles han sido dichas instituciones. Ello permitirá, además, sopesar cuán necesario es comprender la estrecha relación que existe entre esta constitución jurídica y la constitución de la comunidad política en Chile, en la medida que el diseño de esas reglas impide que un ejercicio libre y autónomo de la soberanía popular le permita al pueblo(s) configurarse como una comunidad política de iguales.
“Desde sus orígenes, el discurso del constitucionalismo autoritario chileno ha presentado su constitución como una norma universal, correcta, manipulando la dicotomía constitucional/inconstitucional en favor de un proyecto político partisano”.
a. Podemos identificar un primer grupo de instituciones que proyectan la desconfianza de sus redactores (y del sector político que todavía las defiende) hacia el régimen democrático de gobierno y, en última instancia, hacia la institucionalización de la voluntad popular y a la regla de mayoría.
Entre ellas, las que han sido sindicadas como enclaves autoritarios o trampas de la Constitución vigente: i. el sistema electoral binominal para la representación parlamentaria, parcialmente reformado en 2015 (que garantiza un virtual empate entre partidos que, por la fuerza del sistema, terminaron organizados en dos grandes bloques electorales; estos no solo se reparten casi el total de la representación parlamentaria, sino que, además, han proyectado esta lógica binominal a una serie de instituciones cuyos integrantes son designados con el concurso del Congreso, como es el caso del Tribunal Constitucional); ii. los senadores designados por autoridades civiles y militares (quienes integraron los períodos legislativos entre 1990 y 2006, alterando significativamente la composición de las mayorías en el Congreso); iii. el sistema de leyes con quórum contramayoritario (especialmente las leyes orgánico constitucionales, que regulan importantes instituciones constitucionales, condicionando su configuración institucional y su práctica política; valga señalar que casi todas ellas fueron aprobadas antes de 1990, incluso el mismo mes de marzo de ese año, en los últimos días de la dictadura); iv. las atribuciones de control del Tribunal Constitucional (curiosamente ampliadas en la reforma de 2005); v. las atribuciones originales del Consejo de Seguridad Nacional (reformado en 2005, ahora subordinado al poder civil); vi. la inamovilidad de los comandantes en jefe de las fuerzas armadas (vigente hasta 2005); vii. el llamado dominio máximo legal (que limita las competencias del legislador, invirtiendo la lógica de la Constitución de 1925 en el sistema de distribución de las competencias normativas); viii. las iniciativas exclusivas del Presidente de la República en importantes materias de ley (relativas a gasto público, tributos, negociación colectiva, seguridad social, sueldo mínimo, remuneraciones del sector público, entre otras). Todas estas instituciones fueron diseñadas pensando en cómo contener los efectos transformadores de un proyecto político impulsado por un gobierno con mayoría en el Congreso Nacional, ya sea para controlar el contenido de una decisión legislativa, interviniendo en ella, ya sea para obstaculizar su materialización en una ley, profundizando los rasgos presidenciales del régimen o los mecanismos de control contramayoritario. La mayoría político-electoral, en este diseño institucional, no es suficiente para gobernar o para legislar, lo que también ha contribuido a la desafección ciudadana de la actividad política y, en suma, a la creciente deslegitimación de la institucionalidad vigente.
b. En un segundo grupo de instituciones, podemos agrupar a aquellas destinadas a proteger intereses específicos, que la oposición al Gobierno de Allende vio amenazados.
Entre estos destacan: i. el estatuto constitucional de la propiedad privada y, muy especialmente, de su expropiación (que contiene un nivel de detalle inédito para una norma de rango constitucional); ii. una forma particular de proteger la libre iniciativa económica (que ha sido extendida, incluso, a la garantía y protección de los derechos sociales a través de prestaciones por empresas privadas); iii. un limitado estatuto para la actividad económica del Estado (y una interpretación que lo ha reducido todavía más); iv. el establecimiento de un mercado para los derechos de aprovechamiento de aguas; v. la virtual desprotección de los derechos sociales, débilmente garantizados en el texto constitucional y sin acciones cautelares adecuadas; vi. un régimen minero que vuelve a permitir la explotación privada (donde las concesiones de exploración y explotación minera se han multiplicado desde 1990); vii. una concepción meramente formal de la libertad de información, supuestamente compatible con la altísima concentración económica de los medios de comunicación social; viii. una serie de actores políticos impedidos de participar de la vida política del país en tanto representantes elegidos democráticamente (especialmente, dirigentes sociales y sindicales); ix. un pluralismo político marcado por sus excepciones constitucionales; x. un recurso de protección diseñado para proteger exclusivamente los derechos vinculados a la propiedad privada y la libertad individual. Prácticamente todas estas instituciones son el reflejo de las tensiones políticas que caracterizaron al gobierno de la Unidad Popular: la propiedad privada, la actividad empresarial privada, la actividad económica del Estado, la expropiación, la actividad minera. La forma en que el ordenamiento constitucional las contempla configura un contexto institucional completamente diferente al que existía hasta el Golpe de Estado, consolidando la abrupta transformación de la sociedad chilena y de la institucionalidad que se venía construyendo a lo largo de las décadas anteriores.
c. Por último, un tercer grupo de instituciones, más sutil y cuya configuración conceptual aparece algo más compleja, ha estado destinado a imponer determinadas lecturas de lo constitucional, principalmente por la vía discursiva, tanto en la academia como en la política contingente.
Se trata de dispositivos de control que han naturalizado una determinada comprensión del ordenamiento constitucional, reprimiendo formulaciones alternativas, tanto institucional como extra institucionalmente. Entre ellas, destacan: i. la interpretación constitucional de corte originalista, que configura el contenido normativo del texto recurriendo a las actas de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución como si fueran la voz autorizada del poder constituyente (comisión asesora de la Junta militar, que sesionó entre 1973 y 1978); ii. una concepción cognoscitivista de la interpretación constitucional, que pretende despolitizar el proceso de determinación del contenido normativo del texto; iii. la naturalización de una determinada comprensión de lo constitucional, que esconde su propio carácter partisano, como si esta fuera la única interpretación correcta posible (que ha sido utilizada para condenar proyectos de ley o iniciativas gubernamentales como inconstitucionales en sí mismos, cuando solo atentan contra el proyecto político de la dictadura); iv. la consolidación de una forma discursiva de carácter binario –especialmente marcada en la discusión pública, pero con el respaldo de aquel sector de la academia comprometida con el proyecto político de la dictadura– donde parecen no caber matices entre lo constitucional y lo inconstitucional.
En fin, se trata de una serie de dispositivos e instituciones que buscan anular la incidencia del conflicto político y social en la configuración del ordenamiento constitucional, pensados, precisamente, para consolidar un orden constitucional en el cual las diferencias entre los distintos actores políticos fueran cada vez menos significativas. Al anular el conflicto, el sistema político (sus actores, procesos, elecciones e instituciones) fue condenado a la irrelevancia, consolidando una determinada concepción de lo constitucional y, con ella, de la propia sociedad.
De paso, estos dispositivos han operado como verdaderos higienizadores del actual texto constitucional, borrando las huellas históricas que explican su existencia al relativizar el contexto histórico y las circunstancias que le dieron vida y separar su contenido, discursivamente, del proyecto político de la dictadura. Se le ha presentado como el resultado de las máximas de la razón constitucional, como una norma constitucional ahistórica, reflejo de ese manto de saber universal que la modernidad ha desplegado sobre (lo que solemos llamar) occidente, deslocalizando el texto y la constitución de sus particulares contexto, momento histórico y lugar político[2]. Desde sus orígenes, el discurso del constitucionalismo autoritario chileno ha presentado su constitución como una norma universal, correcta, manipulando la dicotomía constitucional/inconstitucional en favor de un proyecto político partisano. Para ello, ha aprovechado las categorías teóricas del derecho constitucional para referirse en términos (pretendidamente) neutros a un texto que, sin embargo, es el reflejo de un proyecto político particular[3]. La propuesta de este constitucionalismo conservador y autoritario devino en hegemónica con la consolidación del proyecto político-constitucional de la dictadura, pues un sector importante del constitucionalismo chileno ha prestado su “consentimiento espontáneo” (Gramsci, 2015: 353) a dicho proyecto, incluso sin adherir a él.
[1] Especialmente a partir de Atria, 2013.
[2] Entre quienes han contribuido a consolidar una pretensión de normalidad detrás de la Constitución de 1980, cabe señalar, a modo ejemplar y sin pretensiones de exhaustividad: Cea Egaña, José Luis (2002-2012): Derecho Constitucional chileno (Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile); Evans de la Cuadra, Enrique (1993): Los derechos constitucionales (Santiago, Editorial Jurídica de Chile); Silva Bascuñán, Alejandro (1997-2010): Tratado de Derecho Constitucional (Santiago, Editorial Jurídica de Chile); Verdugo, Mario, Pfeffer, Emilio y Nogueira, Humberto (2002): Derecho Constitucional (Santiago, Editorial Jurídica de Chile); Vivanco, Ángela (2016): Curso de Derecho Constitucional (Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile).
[3] El propio Tribunal Constitucional ha reconocido, a propósito del proyecto de ley que establece modificaciones a las relaciones laborales y sindicales, que el texto constitucional vigente no es neutro en estas materias (STC 3016-2016, C. 12º).
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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