El fax en el plebiscito de 1988: algo de memoria tecnológica, social y política para el Chile actual
13.12.2019
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13.12.2019
Como decía Norbert Lechner, la memoria del pasado nos permite comprender el presente para construir el futuro. En otras palabras, se trata de la idea de que el aprendizaje no es solo individual, sino también colectivo. Creo, por ejemplo, que hoy es fundamental reforzar nuestras memorias del plebiscito de 1988. Se ha hablado de los años de jornadas de movilización previa, se ha hablado de la articulación del mundo social, de la de los partidos proscritos, de la franja y la propaganda, de las dudas, de las certezas, de la demora en el reconocimiento oficial de los resultados, de las posibilidades de autogolpe.
Aquí quisiera hablar de otra historia: la vigilancia ciudadana de los resultados mediante el conteo de votos y registro de escrutinios paralelo al oficial. Particularmente, quiero compartir una historia y una reflexión sobre el rol que tuvo la adopción de nueva tecnología. Parte de esta historia que contaré la conozco por herencia familiar. Otra parte la conozco por la suerte de conversar con algunos de sus protagonistas.
Se trata de algo nuevo que apareció por primera vez en un pueblo del sur de Chile, de la dependencia entre la “elección oficial” y el rol de las organizaciones ciudadanas, y de cómo nuestra relación con los actos democráticos no es indiferente a los avances tecnológicos. Es un intento, por lo tanto, de advertir aprendizajes del pasado para urgir a ser creativos en el presente.
Advierto que, dado que no tuve ocasión de pedirle autorización a las personas involucradas para publicar sus nombres, aparecen aquí con seudónimos.
La abuela Alba es parte fundamental de la adrenalina y solemnidad con la que sus nietos viven cada elección en Chile. Es de esas yayas que en cada proceso eleccionario se levantan temprano, vestidas impecablemente, y se dirigen con una solemnidad vigilante al local de votación. Que aprietan los dientes pero disimulan silenciosas y miran al horizonte al pasar frente a los militares que custodian el camino. De vez en cuando, sin embargo, también cuenta historias de elecciones pasadas al resto de la familia. La más memorable para sus nietas y nietos es la de los chasquis.
El nombre original de los chasquis viene de los mensajeros que corrían, mascando hojas de coca, por los caminos y alturas del imperio Inca. En 1988, chasquis se llamó a los que corrían con el resultado de los escrutinios de un recinto electoral, hasta un centro de cómputos clandestino. En cada recinto, a lo largo de todo Chile, miles de voluntarias y voluntarios superaban el temor y estaban ahí como apoderados del No. Daban cara frente a frente con agentes encubiertos de la represión y partidarios civiles de la Dictadura. Sapos que poco años antes entregaron a miles de compatriotas a la muerte y desaparición. Contaban voto a voto, y sus números se sumaban por mesa, sala, recinto, y así partían en las notas de los chasquis.
Alba contó muchas veces a sus nietos cómo su vieja casa de Rancagua, en la Población Unión Obrera, fue centro de cómputo clandestino. Hasta ahí corrían los chasquis. Y de ahí se comunicaban los resultados a Santiago, donde el comando del No registraba el estado de los escrutinios a nivel nacional. Contar con esos resultados fue considerado estratégico para poder evitar que la Dictadura los desconociera.
Lo que no contó Alba, sin embargo, era cómo eran transmitidos esos resultados. Por mucho tiempo, sus nietos asumieron que se dictaban de manera telefónica. Hasta que uno de ellos, Nacho, tuvo la posibilidad de conversar con uno de los que estaban en ese comando central del No en Santiago: Leonardo. Ahí surgió una parte faltante de los hechos.
Leonardo, de una generación más joven que la abuela Alba, le contó a Nacho esta historia, indicando que en ella se esconde uno de los secretos del triunfo del No.
Ante lo crítico que era la necesidad del conteo paralelo, la forma de hacerlo fue una discusión larga y concienzuda por parte de las organizaciones políticas y sociales detrás del No. Fallar en esta gran operación logística de comunicación y cómputo implicaba poner en riesgo años de lucha. Era regalarle años más de legitimidad al dictador. Muertes y sufrimientos serían en vano. Esta discusión incluyó la de algunas organizaciones internacionales que, desde el exterior, estaban apoyando la denuncia de las violaciones a los Derechos Humanos por parte de la Dictadura, y también la salida pacífica de ésta mediante el plebiscito. Fue de estas organizaciones de donde emergió la sugerencia y el apoyo en recursos para una pieza clave del conteo. Se utilizaría una tecnología escasamente introducida en Chile: el fax.
A través de las líneas telefónicas existentes, sería posible transmitir de manera instantánea la fotocopia de las actas del conteo paralelo. Si esto funcionaba, sería posible bajar los costos del conteo –recordemos que las llamadas a larga distancia en los ’80 eran carísimas–, se evitaría las posibilidades de sabotaje, y se contaría con registro escrito mesa por mesa para utilizar ante la necesidad de cualquier impugnación. No solo eso, sino que se podrían generar copias de estos documentos fuera del país, de manera que la evidencia no podría ser destruida.
La idea tenía sentido. Pero dependía de generar un proceso extremadamente rápido de adopción de tecnología. La brecha en materia de telecomunicaciones era gigantesca. Para 1988, en Chile habían sólo 4,9 líneas telefónicas por cada 100 habitantes. En la actualidad, quienes estudian las telecomunicaciones hablan de tres niveles de brechas: disponibilidad de acceso, capacidades, y resultados de la adopción de tecnología. Pues bien. Había poca disponibilidad de líneas telefónicas a lo largo de todo el país, con muchísimos menos fax instalados, sin conocimiento de la población de cómo utilizarlos. Los posibles resultados de la adopción, sin embargo, serían valiosísimos para terminar una Dictadura sangrienta. Valía la pena el esfuerzo.
Fue así como las organizaciones internacionales apoyaron, primero, la adquisición e importación de los faxes. El comando buscó, en cada comuna de Chile, lugares que pudieran tener una línea telefónica. Alba, por ejemplo, tenía una de esas pocas líneas en su casa. Cuando Nacho le preguntó a su abuela si le habían preguntado si tenía línea telefónica, ella le dijo que sí. Cuando Nacho le preguntó por el fax, ella le dijo, “ah claro, no me acordaba, es que sabes lo poco que se me da la tecnología”. Alba, que trabajó más de una década después de jubilarse, sonrió amargamente acordándose que fue la digitalización en su trabajo lo que finalmente la llevó a rendirse, y asumir que sólo viviría de su pensión. La omisión es explicable.
Leonardo, sin embargo, explicó a Nacho un ejemplo, desde el comando central del No, del esfuerzo detrás de este proceso rápido de adopción del fax.
Este ejemplo ocurrió en Cobquecura, parte de lo que hoy es la región de Ñuble. Allí el encargado comunal del comando del No era Manuel, un hombre en sus cincuentas, con las manos secas y partidas por el trabajo en el campo. Por entonces más del 80% de la población de Cobquecura era rural. Las cifras de escolaridad eran bajísimas. Manuel, si bien sabía leer y escribir, nunca terminó el liceo. Su experiencia era la de un padre de familia del campo. Estaba ahí por fidelidad con las luchas del pasado, y por sus amigos y camaradas muertos. Su primera militancia había sido a fines de los cincuenta, y había sido luego parte de un sindicato campesino. Su experiencia de la Reforma Agraria fue que por primera vez los pobres del campo recibieron un pedazo de tierra. Por eso supo que organizarse en un sindicato y militar en un partido político podría llevar al cambio. Supo después también el costo que se paga en Chile por cambiar las cosas.
Leonardo vio por primera vez la figura bajita, morena y arrugada de Manuel cuando fue a dejar el fax a Cobquecura. Manuel le dirigió desde el principio una cierta mirada de compasión. Entendía el entusiasmo de los más jóvenes, como Leonardo. Le recordaba el inicio de su militancia, un par de décadas antes. El hombre del campo le confirmó al de la gran ciudad que ya le habían explicado en detalle todo el plan de conteos paralelos. Pero también le habló con sinceridad: el resultado oficial del plebiscito sería lo que el dictador quisiera, tal como en 1798 y en 1980. Los plebiscitos truchos no eran nuevos en esta Dictadura. Más bien repetidos. La mención de la palabra “fax” en la explicación del plan de conteo no significaba nada para él. Rara vez había hablado por teléfono, y nunca lo había hecho a larga distancia.
Leonardo insistió en explicarle a Manuel que gracias al uso del fax, cada localidad del país, como Cobquecura, podría tener el registro específico mesa por mesa. El esfuerzo de vigilancia organizada en las alrededor de 23 mil mesas a lo largo de todo Chile tendría sentido si es que se podía centralizar, rápidamente, la información en detalle de todo el territorio.
Ante la falta de entusiasmo de Manuel, Leonardo lo invitó a hacer una prueba con el fax. Le dio un papel y un lápiz, y le dijo que escribiera algo que pudieran leer en Santiago, que lo enviarían por fax y que entonces le responderían también por escrito. Sin saber mucho qué hacer, y ya probablemente un poco sintiéndose parte de un juego ridículo, Manuel escribió “buenos días, ¿cómo está el tiempo por allá?”. Marcaron el número del comando central del No. Leonardo apretó unos botones. El aparato del fax emitió unos sonidos extraños. La hoja con la escritura a mano de Manuel pasó por una especie de rodillo dentro del fax, y volvió a salir. Pasaron unos 30 segundos, y el aparato volvió a sonar. Desde dentro comenzó a salir un nuevo papel, que incluía una fotocopia un poco borrosa de lo que Manuel había escrito, y abajo, más nítido, venía un mensaje: “buenos días, cielo despejado y muy agradable”.
Leonardo cuenta que Manuel tomó el papel, con cara de confusión, y se quedó mirándolo mucho más del tiempo que necesitaba para leer el mensaje. Leonardo dijo que no sabría decir cuánto tiempo estuvieron en silencio, pero sí cómo éste terminó. Manuel, con la hoja todavía en una de sus manos, se giró hacia él. Con los ojos mojados y lágrimas cayendo por sus mejillas, pero con una sonrisa, le dijo: “vamos a ganar, este huevón no va a seguir gobernando”.
Lo que siguió fue un abrazo fuerte, alegre. El equipo de cómputos del No en Cobquecura estaba listo, energizado, convencido. La labor de los más de 23 mil voluntarios en todo Chile se llenaba de sentido cuando era posible que su trabajo permitiera ser un contrapeso al aparato de desinformación de la dictadura, y que fuera un medio para corroborar en detalle los resultados que se entregaran. El fraude se hacía mucho más difícil.
¿Por qué rescatar esta historia hoy?
No se trata de hacer del fax un fetiche. Por sí sólo, era una tecnología neutra. ¿Se habrán enviado por fax órdenes de tortura y asesinato en la Central Nacional de Inteligencia, por ejemplo?. Tampoco quiero glorificar los plebiscitos. La dictadura en Chile terminó no sólo por una campaña electoral ni por un proceso eleccionario. Pero el plebiscito de 1988 fue el momento en que se logró reconstruir la relación de confianza de las chilenas y chilenos con un instrumento que, si bien no logra por sí solo que haya democracia plena, es condición necesaria para que exista: las votaciones.
Los procedimientos democráticos, e incluso la constitución y las leyes, incluyen tecnologías que introducimos para coordinar y hacer posible nuestra existencia colectiva. La democracia no es abstracta, ni sólo un rito. Es también un servicio que se produce constantemente: con recursos, con esfuerzo, con trabajo. Y ese trabajo, al igual que pasa con las mujeres y el capitalismo, es muchas veces invisible. Y al igual que pasa con ellas, respecto a la democracia tenemos que entender ese esfuerzo, ese trabajo, la tecnología, la base material que a veces queda invisible.
La democracia se trata también de instituciones en las que aspectos sociales y tecnológicos conviven y se entregan significado mutuamente. Algunas instituciones, es decir reglas del juego, son formales y otras son informales, y constituyen sistemas socio-técnicos que van poniendo en práctica lo que entendemos por democracia. En ellos, hay tecnologías viejas y nuevas. Por ejemplo, el papel, el lápiz y la urna que tenemos en Chile han cambiado poco desde el siglo XIX. Sin embargo, ejemplos como el plebiscito de 1988 muestran cómo la necesidad política de la falta de confianza en los resultados de la participación, generó en paralelo a la organización formal, un conteo por fuera del proceso oficial, una vigilancia organizada ciudadana dirigida contra el aparato del Estado, que fue lo que le entregó validez. Se dio la tremenda paradoja que un trabajo dirigido contra el Estado le entregó validez en una nueva etapa.
La adopción de una tecnología como el fax permitió constituir esta logística paralela, al resolver un punto crítico del problema político central en el acto eleccionario: llamar a participar a las personas con desconfianza del fraude. ¿Qué tiene que ver con lo que vivimos en Chile hoy?
Este ejemplo nos debiera hacer pensar en los esfuerzos, la creatividad, y la estrategia que requiere la apertura de los espacios democráticos. La historia deslavada que nos cuentan después no admite la existencia de estos esfuerzos de producción, este trabajo, estos momentos de innovación y vigilancia ciudadana al aparato del Estado. Así se genera el trabajo invisible de la democracia: olvidando este tipo de historias.
No quiero decir que haya que aplicar esta enseñanza a los posibles plebiscitos que vendrán. No tenemos evidencia de que el fraude electoral sea un riesgo hoy en Chile. Pero sí sabemos que hay muchos otros problemas de confianza. Otros nudos políticos clave para nuestra autodeterminación. Si la organización formal del plebiscito de 1988 tenía fallas que no daban todas las garantías, hubo una organización paralela, extra formal, que implementó una estrategia basada en parte en la incorporación de la nueva tecnología disponible, así como en el viejo reclutamiento ciudadano para conformar un cuerpo colectivo de miles, en los territorios. Hubo que entender bien el problema para usar la creatividad y la innovación en la solución.
Hoy, tanto el voto, como la Asamblea o Convención constituyente, e incluso la Nueva Constitución, son todas herramientas importantes. Pero no podemos olvidar que, aunque sigan cumpliendo un rol crucial, se basan en tecnologías del siglo XIX, e incluso anteriores. No por ser viejas quedan obsoletas. Pero así como la sociedad cambia, los sistemas socio-técnicos que sustentan la democracia también lo hacen. Quienes luchan en Chile debiesen comprender que construir lo nuevo implica reciclar parte de lo viejo, no me refiero en el sentido de “los políticos”, sino de nuestras tecnologías democráticas. Pero difícilmente obtendremos cosas nuevas haciendo lo mismo de antes.
¿Cuáles son los vacíos, los nudos críticos para que hoy la democracia sea real? Esta pregunta va mucho más allá de las elecciones, obviamente. Con un diagnóstico certero, pueden surgir estrategias innovadoras y efectivas. Y paradójicamente, puede que sean espacios informales de esfuerzo los que logren cimentar los nuevos órdenes formales que podamos establecer. Es poco probable que logremos instituciones legítimas sin innovaciones de este tipo. Sin logros que parecían imposibles. Ya lo hemos hecho antes. Debemos hacer memoria.