COLUMNA DE OPINIÓN
¿Se nos quitó el miedo? Entendiendo el 18/O desde la criminalización, el carnaval y la violencia
10.12.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
10.12.2019
En esta columna de opinión la autora sugiere que al hablar de un “enemigo poderoso”, el presidente no estaba describiendo un hecho, sino tratando de generar una realidad política que lo ayudara a gobernar. En ese momento fracasó, dice la autora, porque la estrategia requiere que la población sienta miedo y eso no ocurrió. Gritando “no estamos en guerra” la calle generó lo que en términos teóricos se llama “comunitas”: una instancia de hermandad horizontal. Los chilenos nos congregamos para mirarnos e imaginarnos mutuamente, escribe la autora. Advierte, sin embargo, que esa “hermandad horizontal” es frágil y el miedo puede resurgir. “Es más, algunos dirían que eso ya pasó”.
En estas seis semanas desde que comenzó el 18/O el gobierno ha respondido predominantemente reduciendo la crisis social e institucional a una simple amenaza violenta contra el orden social que debe ser controlada recurriendo incluso a suspender las normativas habituales e invocar estado de emergencia. El propio presidente se refirió a la situación en términos bélicos, indicando que estábamos en guerra contra un “enemigo poderoso”. Si bien después ha implementado algunas políticas sociales en respuesta a las demandas sociales, el gobierno ha continuado, en esencia, criminalizando la protesta.
La retórica de guerra y enemistad es políticamente irresponsable y moralmente reprochable. Ha generado un ambiente de excepcionalidad proclive a la ocurrencia de violaciones a los Derechos Humanos, pues se ha facilitado el actual escalamiento en los enfrentamientos entre carabineros y manifestantes y ha acentuando las posiciones antagónicas.
Se puede analizar provechosamente esta práctica de gobernanza, y su aparente falla frente a las manifestaciones, mediante la teoría de securitización, la cual enfatiza a las prácticas de seguridad como una performance política. La securitización se refiere al acto soberano de situar a personas o grupos sociales como peligros vitales para la sociedad y, de esta manera, justificar medidas extremas que no se contemplan dentro de la ley convencional.
La securitización es una esfera extrema de la política porque implica el abandono de la política y la forma de gobernanza habitual. En otras palabras, es una medida de excepción, por lo general dirigida hacia sujetos o grupos específicos que se definen como riesgo extremo, por ejemplo “terroristas”.
“Si se maneja y lee correctamente el miedo entre la población se puede generar gobernanza mediante la securitización. Según una reciente encuesta de la CADEM, el 59% de la población está de acuerdo con el proyecto del gobierno que permite que militares puedan proteger infraestructura crítica. Una posible lectura de estas cifras es que el gobierno pudiese haber recuperado una parte relevante de la audiencia que le faltó para su performance de securitización el 18-O. Esto es un escenario posible”.
La capacidad de dar forma a la sociedad que tiende a la securitización es clave, porque justamente mediante el mismo acto de denunciar a alguien como peligro (ej. “terrorista”), se genera un nuevo escenario social y político donde se justifican las medidas extremas. La securitización opera denominando a alguien -o a un grupo- como peligro existencial y, por eso, es lo que en la lingüística se denomina un «acto de habla ilocucionario»; esto es, un enunciado donde las palabras no funcionan como referentes a una realidad externa que describen, sino que es el anuncio mismo el que crea una nueva realidad social.
Un ejemplo de un acto de habla ilocucionario que todos conocemos es el “sí” de los novios. Las palabras constituyen una performance justamente porque es mediante este enunciado que su estatus civil y social es cambiado. Con la teoría de la securitización podemos comprender que la seguridad no es un signo lingüístico que refiere a una realidad objetiva dada, sino que es un acto político performativo. De esta manera, pronunciando las palabras correctas, en las circunstancias correctas y ante un público que valida el enuncio como cierto, la realidad social es efectivamente transformada.
Para que una securitización sea exitosa debe haber un agente segurizador (mucha veces un Estado, aunque no necesariamente); una amenaza existencial (por ejemplo el “terrorista”) contra quien se llevan a cabo las medidas extremas; un objeto referente que requiere de protección (por ejemplo la “población”) y una audiencia que debe ser convencida de la existencia de un riesgo existencial y aceptar la acción segurizadora y de esta manera legitimarla.
En el campo de las relaciones internacionales, la audiencia podrían ser otros estados de una alianza, como por ejemplo la OTAN, pero cuando se trata de acciones de securitización dentro de un territorio nacional por lo general el objeto referente de protección y la audiencia confluyen en un mismo actor, es decir, la ciudadanía.
“La experiencia de comunitas es en parte posibilitada por la batalla campal protagonizada por carabineros y la llamada 'primera línea' de jóvenes (machos) que se enfrentan con la autoridad estatal. En las redes sociales circulan relatos que elogian su valentía y dan cuenta de una genealogía de cómo la figura del encapuchado ha transitado de ser un actor periférico, por no decir lumpen, que realiza desmanes al término de las marchas a ser el escudo concreto y simbólico que posibilita la concentración”.
Sin embargo, si la ciudadanía no acepta la premisa de un riesgo existencial, la política de excepcionalidad pierde legitimidad. Es aquí donde el miedo juega un papel central porque, si la ciudadanía no siente suficiente temor ante la supuesta amenaza, la performance de seguridad pierde validez. La performance solo funciona si todos los actores cumplen su rol.
Por estas razones, en primera instancia la política de securitización del gobierno fracasó rotundamente. Cuando el presidente Piñera anunció que estábamos en guerra la ciudadanía dejó de cumplir su parte de la performance. En lugar de esto, salió en masa, inclusive desafiando el toque de queda, para responder que “no” y, además, agregando que “estamos unidos”.
Frente a esta espontánea expresión de unidad desapareció la posible amenaza existencial, porque ya no había un «Otro» a segurizar en nombre la población. Sin duda, esta respuesta sorprendió al gobierno y con buena razón, porque en otras ocasiones y circunstancias las medidas de securitización han funcionado.
Las prácticas de securitización han formado parte de la gobernanza durante todo el periodo de transición democrática. Basta con pensar en la asociación semántica entre el “mapuche” y el “terrorista” y las acciones de fuerzas especiales en el Wallmapu o en las medidas y planes de intervención policial extraordinaria realizadas en poblaciones como La Legua Emergencia. En ese sentido, cuando comenzaron, primero, las evasiones masivas en el metro de Santiago y luego el estallido social generalizado, no es que el gobierno haya cambiado de política. Más bien repitió con mayor énfasis una fórmula de control hasta entonces exitoso en un país donde la ciudadanía frecuentemente pide “mano dura” y el miedo al desorden y al «Otro» permea las relaciones cívicas.
Sin embargo, a diferencia de otras ocasiones, la medida fracasó porque el objeto a segurizar ya no estaba nítidamente contenida en un “Otro”, ya sea en términos étnicos, de clase social o segregación espacial. Por el contrario, la gente entendió que se estaban adoptando medidas extremas contra jóvenes de clase media y grupos amplios de la población. En otras palabras, el objeto a segurizar se confundió con la población referente a proteger y con la audiencia. De pronto, las categorías eran indistinguibles y, bajo estas condiciones, la gobernanza mediante securitización cesó de dar resultados. “No estamos en guerra, estamos unidos” se leía en los carteles en las calles.
Lo extraordinario del 18-O y las primeras semanas posteriores era que el miedo por el «Otro» perdió protagonismo y, en su lugar, apareció una experiencia de comunitas; una instancia donde las diferencias socio-económicas y culturales dejan de importar y compartimos horizontalmente. En la antropológica clásica y en las teorías sobre ritos de pasos se entiende por comunitas un estado generado en instancias de liminalidad, cuando las personas se encuentran en vía de transformación de su estatus social.
Por ejemplo, cuando los mayores de la tribu llevan a un grupo de adolescentes al bosque para que superen diversas pruebas y desafíos para luego ser reintegrados a la comunidad como hombres plenos. El bosque es aquí entendido como un espacio liminal porque las reglas y normas convencionales de la aldea han sido suspendidos.
En esos momentos son todos iguales y sus relaciones y estatus convencionales carecen de importancia. Por eso, la liminalidad genera comunitas, un estado donde las estructuras sociales habituales quedan suspendidas en favor de una expresión colectiva de igualdad y donde la gente experimenta con otros roles y formas de relación. En las sociedades contemporáneas pasa algo similar, por ejemplo, durante el periodo de carnaval, cuando los roles sociales son invertidos o simplemente porque la normativa habitual está suspendida.
Las similitudes performativas entre el carnaval y las concentraciones políticas masivas destacan, y no solo porque abundan las expresiones artísticas y las caricaturas burlescas de políticos y otras figuras de la élite, sino también porque generan un espacio para experimentar con formas de comunidad cívica y solidaridad. La distribución de comida vegana, el cuidado de perros callejeros que sufren por los gases lacrimógenos, las mujeres a torso desnudo, las llamadas “onces rebeldes”, el uso de simbología indígena, etc., son expresiones concretas de la utopía de otro Chile experimentada en vivo y en directo en las calles y plazas del país. La comunitas expresa un Chile potencial.
“El miedo que articula y ordena las relaciones entre nosotros en un país desigual y una ciudad segregada sigue vigente: miedo al roto, miedo al flaite, miedo al narco; miedo a perder el ojo; miedo al cuico; miedo a que me encuentren muy flaite. Miedo a perder los privilegios; miedo a no lograr nada; miedo a lo que no se entiende; miedo al país dividido; miedo a que vuelva a la 'normalidad'; miedo a que todo se vaya al carajo”.
Son formas de imaginarnos y la abundante circulación de imágenes en las redes sociales terminan funcionando como una selfie colectiva de nosotros y nosotras en potencia. Por supuesto que en las concentraciones también están presentes mensajes desafiantes para el Presidente, la élite política y económica y a Carabineros, qué duda cabe, pero me parece que también debemos considerar cómo la gente se congrega con el propósito de mirarse e imaginarse mutuamente. A la vez, este estado liminal de comunitas fue paradójicamente reforzado por las políticas de excepción y el estado de emergencia, porque potenció la experiencia de suspensión de normas y costumbres.
Las demandas por mayor igualdad van más allá de la evidente necesidad de políticas sociales inmediatas que ayuden a disminuir las brechas de desigualdad e, inclusive, más allá del llamado a reestructurar o desmantelar el modelo neoliberal. Reflejan también el deseo de pertenencia a un colectivo más amplio donde podamos mirarnos a los ojos e imaginarnos como comunidad nacional, a pesar de las diferencias abismales creadas y sostenidas por una política de desigualdad y, si bien el comunitas carnavalesco es de tiempos acotados, nos muestra que el anhelo de comunitas entre chilenos es real y se debe tomar en serio.
La demanda por una nueva Constitución es parte esencial de este anhelo, pero no se acota con ella. No solo importa el producto final (que debería ser una Constitución democrática ampliamente legitimada), sino también establecer un espacio cívico para generar un proceso creativo que incluya a la mayor cantidad posible de constituyentes, paridad de hombres y mujeres, participación de jóvenes e inclusión de pueblos indígenas. Si el proceso constituyente es exitoso, puede instalar prácticas horizontales de diálogo y reconocimiento democrático duradero, y estas son necesarias si queremos llegar a mirar al «Otro» ya no como un adversario a combatir, sino como un diferente con quien coexistir.
Comunitas es el rechazo al miedo y en ese sentido son indicativas las consignas y letreros con referencias al miedo. “Si nos quitaron todo, hasta el miedo” o “Tengo más miedo a mi mamá que a los milicos”, dicen los letreros.
La actual generación de secundarios y estudiantes universitarios sostienen que no sienten el miedo ante los carabineros y militares como sí lo sentía la generación de sus padres y abuelos, que vivieron en carne propia la represión en época dictatorial. A la vez, una de las paradojas de las movilizaciones actuales es que la experiencia de comunitas es, en parte, posibilitada por la batalla campal protagonizada por Carabineros y la llamada “primera línea” de jóvenes (machos) que se enfrentan con la autoridad estatal. Estos jóvenes están entre los protagonistas del selfie colectivo. En las redes sociales circulan relatos que elogian su valentía y dan cuenta de una genealogía de cómo la figura del encapuchado ha transitado de ser un actor periférico, por no decir lumpen, que realiza desmanes al término de las marchas, a ser el escudo concreto y simbólico que posibilita la concentración.
Para algunos, “Pareman” y sus compañeros son héroes populares, sobrevivientes de un Estado desigual y abusador que ahora han regresado (como figuras mesiánicas) a protegernos de nosotros mismos. ¿Quizá por primera vez en sus vidas han llegado a formar parte de un «nosotros» que se extiende más allá de los hogares del SENAME, las poblaciones marginalizadas segurizadas y las barras bravas? Otros verán en ellos el triste residuo violento de la democracia neoliberal y algunos otros la materialización de un lumpen desenfrenado que solo se contiene con una represiva mano dura.
Como sea, la primera línea nos recuerda que la dicotomía entre un nosotros y el «Otro» no se ha desvanecido. Puede ser que algunos desafían el miedo a la represión policial y militar, pero es evidente que el miedo es más complejo; ese miedo que articula y ordena las relaciones entre nosotros en un país desigual y una ciudad segregada, sigue vigente: miedo al roto, miedo al flaite, miedo al narco; miedo a perder el ojo; miedo al cuico; miedo a que me encuentren muy flaite. Miedo a perder los privilegios; miedo a no lograr nada; miedo a lo que no se entiende; miedo al país dividido; miedo a que vuelva a la “normalidad”; miedo a que todo se vaya al carajo.
“Las emociones adquieren valor socio-cultural y político en la medida que circulan entre las personas como cadenas de asociaciones que van estableciendo conexiones lingüísticas, por ejemplo, entre la figura del 'indígena' y la de 'terrorista'; entre el 'pobre' y el 'flaite' o 'criminal'; entre el 'comunista' y el 'come guaguas'; o el carabinero con el 'paco culiao', etc. En cuanto más circulen emociones y asociaciones de miedo, más miedo sentimos y se va generando cada vez más distancia y polarización”.
Habitualmente comprendemos el miedo como una reacción natural ante una amenaza concreta. Sin embargo, las emociones como el miedo, no son únicamente un sentir individual. Son afectos que circulan entre nosotros generando sentidos de pertenencia y de diferencia y, por eso, las emociones no son estados psicológicos individuales, sino una práctica cultural que asigna valor a cuerpos concretos definiendo quienes pertenecen -y quiénes no- a la comunidad.
Las emociones adquieren valor socio-cultural y político en la medida que circulan entre las personas como cadenas de asociaciones que van estableciendo conexiones lingüísticas, por ejemplo entre la figura del “indígena” y la de “terrorista”; entre el “pobre” y el “flaite” o “criminal”; entre el “comunista” y el “come guagua”; o entre el carabinero y el “paco culiao”, etc. Cuanto más circulen emociones y asociaciones de miedo, más miedo sentimos y se va generando cada vez más distancia y polarización.
El miedo es un articulador potente y se nutre de la incertidumbre, los rumores, los circuitos cerrados de información generados por los algoritmos de los medios sociales y las fake news. Es importante aquí resaltar que una persona puede estar consciente de que tiene una emoción, por ejemplo odio o miedo, pero esto no necesariamente significa que esté consciente de la idea o la situación original con que esa emoción está asociada.
Las emociones están también arraigadas en la memoria colectiva; las heredamos y estos repertorios socioculturales no se eliminan de la noche a la mañana. Pues la hermandad horizontal del comunitas es frágil y el miedo puede resurgir como un vector social predominante que fija las relaciones sociales; es más, algunos dirían que esto -a ya seis semanas de crisis y convulsión social- ya pasó. Basta con recordar un ejemplo: “Ándate a tu población, roto de mierda” gritó un señor a un manifestante hace una semana en un mall del barrio alto.
La violencia pública y directa -esa que reprime, daña, quema, deja ciega y, en última instancia, mata- que se ha vivido en las últimas seis semanas, no ha dejado indiferente a nadie. En la medida en que los ánimos se polarizan, pareciera que todas y todos nos vemos obligados a posicionarnos de acuerdo a una dicotomía falsa entre, por ejemplo, la defensa a los Derechos Humanos y el orden público, como si la denuncia a la evidente represión policial automáticamente implicaría celebrar destrozos de inventario público y viceversa.
Al igual que la política de securitización, la violencia y su amenaza es una fuerza que genera o reafirma relaciones sociales. Por un instante nos ofrece a los miedosos una anhelada certeza acerca del cómo somos “verdaderamente”, porque nos fija en posiciones rígidas o en dicotomías simples como amigos y enemigos. Sería erróneo pensar que las definiciones de lo que es el «Otro» están siempre definidas a priori al acto violento. Muchas veces opera al revés y, paradójicamente, termina siendo el acto violento que fija al «Otro» como peligroso o como merecedor de la violencia ejercida en su contra. En resumidas cuentas, la violencia nos facilita una cartografía simplificada de una realidad compleja que nos permite navegar las relaciones sociales con una sinuosa facilidad que en última instancia se reduce al axioma, “o estás conmigo o estás en contra mío”.
La violencia es, sin duda, productiva. Tanto los actos violentos como el mero miedo a su actualización, genera efectos. Siendo honestos, sabemos que difícilmente los parlamentarios hubiesen logrado ponerse de acuerdo sobre la ruta constituyente si no fuese porque trabajaban bajo la presión de una amenaza, real o imaginada, de que la violencia iba a escalar. Lamentablemente, la violencia no solo construye posiciones sociales sino también destruye las relaciones, y las certezas que genera suelen ser de corta duración. En tiempos de crisis y excepción son rápidamente reemplazadas por la duda terrorífica acerca del sentido último de los mismos actos violentos: ¿Por qué tenemos tantos daños oculares? ¿Quién da los órdenes? ¿Cuál será la intención? ¿Por qué la gente saquea? ¿Son consumistas oportunistas o agitadores con un agenda política clara? ¿Son los narcos? ¿Intereses extranjeros? En su combinación, la incertidumbre, el miedo y la violencia anómica son tierra fértil del terror.
“En la medida que los ánimos se polarizan, pareciera que todas y todos nos vemos obligados a posicionarnos de acuerdo a una dicotomía falsa entre, por ejemplo, la defensa a los Derechos Humanos y el orden público, como si la denuncia a la evidente represión policial automáticamente implicaría celebrar destrozos de inventario público y viceversa.”
Si se maneja y lee correctamente el miedo entre la población se puede generar gobernanza mediante la securitización. Según una reciente encuesta de la CADEM, el 59% de la población está de acuerdo con el proyecto del gobierno que permite que militares puedan proteger infraestructura crítica. Una posible lectura de estas cifras es que el gobierno pudiese haber recuperado una parte relevante de la audiencia que le faltó para su performance de securitización el 18-O. Esto es un escenario posible.
Sin embargo, si bien el miedo a la violencia del «Otro» puede facilitar el orden social mediante la securitización, esta no permitiría generar coexistencia cívica y democrática. Otro escenario es que el deseo de comunitas, aquí extendido a comprimir las diversas demandas por igualdad, es más fuerte y que nuestro miedo frente al «Otro» coexiste con un genuino anhelo de superarlo. De hecho, la encuesta mencionada arriba también indica que un 67% está de acuerdo con que continúen las manifestaciones.
La infinita creatividad que toman las calles, últimamente liderada por el movimiento feminista, y que una y otra vez revigorizan las experiencias de comunitas del movimiento social, nos hace pensar que efectivamente sea así. Ignorar este anhelo de profundización democrática sería no solo un desperdicio, después del desgaste generado por ya un mes y medio de convulsión. También sería una ofensa a la memoria de los muertos y a la vida que tienen por delante los heridos y los ciegos.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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