Para devolver la Constitución a la ciudadanía
15.11.2019
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15.11.2019
¿Cuál es el mejor mecanismo para tener una nueva constitución? Durante las últimas semanas abogados constitucionalistas han debatido en CIPER/Académico sobre este asunto. Aquí, una nueva contribución del profesor Rodrigo P. Correa G, quien plantea dudas sobre la capacidad, que se le atribuye a la Asamblea Constituyente, de detener el desorden público que aqueja al país.
Vea aquí el debate constitucional en CIPER.
El destacado grupo de profesores de derecho que propuso en este sitio un procedimiento para sustituir la Constitución ha respondido la crítica que formulé a dicho procedimiento, donde ofrecí un mecanismo alternativo. Su respuesta confirma que entre nosotros parece haber dos desacuerdos que vale la pena discutir.
Primero, si un proceso constituyente radicado en el Congreso, o uno radicado en una asamblea constituyente, podrían detener el grave desorden público que aqueja al país. Mis contradictores piensan que sólo la asamblea constituyente podría tener tal efecto. Yo soy escéptico. Segundo, si en las condiciones actuales una constitución salida del actual Congreso podría dotar de legitimidad a nuestro sistema político. Mis contradictores piensan que no. Yo, en cambio, no descarto una respuesta afirmativa.
El dato esencial para ambos problemas es la deslegitimación del Congreso Nacional y del Presidente de la República. Este es un hecho que no discuto.
La probabilidad de que uno u otro mecanismo tenga mayores probabilidades de contribuir a restaurar el orden público depende de la relación existente entre las demandas de nueva constitución y los disturbios. Mis contradictores parecen creer que existe una relación fuerte entre estos disturbios y una particular forma de aquella demanda que pide una Asamblea Constituyente. Esta relación no tiene porqué ser directa. No espero que mis contradictores demuestren que quienes atentan contra la propiedad pública y privada estén motivados por la demanda de Asamblea. Bastaría que respondieran a líderes que sí lo estuvieran para que se diera la señalada relación.
Carezco de suficiente información fidedigna para formarme un juicio acabado sobre tal relación. Pero tampoco veo que mis contradictores ofrezcan tal información. Por esa razón, soy escéptico de que llamar a una Asamblea Constituyente contribuya a pacificar el país de un modo significativamente más intenso que mecanismos alternativos.
Ese escepticismo se alimenta de fuentes adicionales. Parece haber indicios de que al menos algunos de los desórdenes más violentos responden a grupos organizados, cuyo origen y motivaciones finales desconocemos. La debilidad del Estado para identificar a tiempo y desarticular eficazmente a estos grupos se debe en parte, aunque no exclusivamente, a problemas constitucionales. Pero estos problemas no los resuelve un determinado procedimiento para establecer una nueva constitución, sino instituciones políticas que derechamente restablezcan la representatividad y el poder del gobierno.
Los riesgos de demagogia de una Asamblea Constituyente pueden controlarse con un diseño adecuado. Pero la Asamblea presenta otros riesgos. Es difícil imaginar que ese proceso constituyente pudiera tomar menos de dos años. Serán dos años de fuerte polarización, que partirá desde el momento en que se discuta el diseño de la Asamblea, y previsiblemente continuará durante la redacción, debate y posterior ratificación plebiscitaria de la nueva constitución.
Por otra parte, un plebiscito para iniciar el proceso y otro para cerrarlo son potencialmente peligrosos. El mayor peligro es que arrojen resultados que no sean categóricos. Particularmente delicado a este respecto sería un plebiscito que ofreciera tres o más procedimientos para redactar y debatir una nueva constitución, que podría resultar en que ninguno de los procedimientos obtiene una mayoría absoluta. Mis contradictores no parecen advertir este riesgo, probablemente porque están confiados en que existe una mayoría del país que favorece una Asamblea Constituyente. No tengo información para concluir lo contrario, de manera que sólo me resta manifestar nuevamente ni escepticismo.
“No tengo la confianza de mis contradictores en que convocar a un proceso constituyente a cargo de una Asamblea, particularmente en la forma por ellos propuesta, vaya a contribuir significativamente a la pacificación del país. Pero debo reconocer que yo, tanto como ellos, carezco de información que justifique un juicio categórico”.
Hay ciertamente una desventaja importante en el procedimiento que yo he propuesto, consistente en someter a mayoría absoluta la reforma constitucional, en vez de los tres quintos o dos tercios que demanda actualmente. Aunque así se destraba completamente la posibilidad de reformar la Constitución, resulta demasiado técnica y por eso es difícil de legitimar ante la opinión pública. Yo todavía quiero confiar en la capacidad de políticos profesionales, responsables, generosos y patriotas, para mostrar a la opinión pública que se trata de la reforma crucial, que abre la posibilidad de toda reforma democrática futura. Por cierto, esto se hace más difícil si se sugiere, como hacen mis críticos, que la reforma se hace de espaldas a la ciudadanía en circunstancias que lo que ella haría es devolver a la ciudadanía el poder para darse su constitución política.
En resumen, no tengo la confianza de mis contradictores en que convocar a un proceso constituyente a cargo de una Asamblea, particularmente en la forma por ellos propuesta, vaya a contribuir significativamente a la pacificación del país. Pero debo reconocer que yo, tanto como ellos, carezco de información que justifique un juicio categórico.
La segunda diferencia que creo advertir con mis críticos se refiere a la legitimación en el mediano y largo plazo del sistema político. La legitimidad de una constitución depende menos del proceso de su establecimiento que de sus reglas. Si estas establecen un sistema político donde todos los ciudadanos puedan participar en igualdad de condiciones en la generación de las autoridades políticas; si estas autoridades son responsables ante la ciudadanía y si tienen suficiente agencia como para ejercer agencia efectiva en la dirección del Estado, el sistema político tendrá buenas probabilidades de adquirir legitimidad. Por participativo que sea el proceso, si la constitución no crea las condiciones antedichas, difícilmente engendrará un sistema político legítimo.
Mis críticos podrían reclamar que un Congreso deslegitimado difícilmente establecerá reglas que cumplan con las anteriores condiciones, las que más probablemente serían satisfechas por una asamblea constituyente. En términos generales no entiendo porqué se daría esta correlación, especialmente cuando la deslegitimación es tan evidente que constituye una amenaza para los propios parlamentarios. Concedo que hay dos puntos (en mi opinión, más un síntoma que una causa de la deslegitimación), ambos caros a la opinión pública, en que la Asamblea presenta una ventaja frente al Congreso: la imprescindible regla de que todo aumento de la dieta solo tiene efecto a partir de la siguiente legislatura, y la reclamada prohibición de reelección. Pero en las actuales condiciones, no es cabe descartar que ambas reglas fueran aprobadas por el deslegitimado Congreso.
Por otra parte, mis contradictores reconocen que los deslegitimados partidos políticos incidirían en la integración de la Asamblea, pero confían en que se podría buscar una fórmula electoral que la dote de mayor legitimidad. No ofrecen sin embargo luz alguna sobre dicha fórmula, y no alcanzo a imaginar cuál podría ser, de manera que no estoy en condiciones de emitir un juicio. Entiendo que confían en que el mandato electoral, por vincularse exclusivamente a la cuestión constitucional, acortará la brecha de representatividad hoy existente. En esto tienen razón, aunque es difícil anticipar la envergadura de este efecto. Pero un efecto similar se produciría en dos años más con el procedimiento alternativo que he propuesto, el que no excluye reformas sustantivas en aquellas áreas donde se alcance acuerdo entre el gobierno y las mayorías parlamentarias.
Por estas razones, me parece más fructífero destrabar el problema constitucional mediante la reforma que he propuesto. Ello permitiría concentrarse inmediatamente en la discusión sustantiva que urge: ¿cómo restaurar la representatividad y la agencia del Estado sobre la dirección del gobierno? Este debate sería abierto y se daría primero en la sociedad civil. Luego, naturalmente se recogería en las campañas de los candidatos a las próximas elecciones generales. Y los electores, mediante su voto, podrían expresar sus preferencias por uno u otro programa de reformas.
Por último, no necesito responder la crítica por haber sostenido “explícitamente que el derecho a la propiedad privada debiera quedar sujeto a un quórum supramayoritario”. Mis palabras textuales fueron: “Es posible establecer excepciones a la reforma constitucional por mayoría, señalando las instituciones que sólo pueden modificarse con un quórum mayor. Es perfectamente imaginable un escenario en que, por ejemplo, se llega a consenso para mantener garantizado el derecho de propiedad, pero limitando su extensión para excluir los derechos sobre las aguas”. Y finalmente agregué: “Negóciese ya qué reglas solo pueden reformarse por supermayoría. Permítase que todo lo demás pueda ser reformado por mayoría absoluta de los miembros de ambas cámaras del Congreso Nacional”.