COLUMNA DE OPINIÓN
Un borracho al volante: Desigualdad, malestar y violencia, en perspectiva histórica
14.11.2019
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
COLUMNA DE OPINIÓN
14.11.2019
La desigualdad está en el centro de esta crisis. El autor explica que se ha reducido, pero en la misma proporción que una persona que en 30 años baja de 170 a 140 kilos. Al revisar la historia de la desigualdad, muestra que el Estado ha sido determinante tanto para incrementarla (en 1903 y en 1973), como para reducirla. Clave también han sido: “La alianza entre sectores medios y populares, que dio lugar a una expansión de la ciudadanía”; y la resistencia de la elite a los cambios, que hoy “borracha de desigualdad”, acaba de hacernos chocar y aún sigue al volante.
A los historiadores nos gusta usar frases como “la realidad es más compleja” o “se trata de un proceso multicausal”, lo que da lugar a un sinnúmero de malos chistes (de esos que sólo tienen sentido, si lo tienen, entre los miembros de la “tribu”). Pero, la verdad, es que si usamos ese tipo de frases es porque la mayor parte de las veces estudiamos procesos que son complejos y están determinados por multitud de causas (lo que no justifica, todo hay que decirlo, los malos chistes). La desigualdad y su relación con fenómenos como el bienestar, el crecimiento económico, la calidad de las instituciones, el accionar del Estado, la violencia o los estallidos sociales, son buenos ejemplos de ello.
Hace tiempo que la sociedad chilena presentaba signos evidentes de inconformidad. Ésta se evidenciaba en acciones masivas, como las manifestaciones por la educación o contra las AFP; o puntuales, como los ocasionales escraches e insultos a miembros de la élite económica. El malestar estaba allí para quien quisiera verlo, y muchos lo vieron. Que el mismo podía expresarse en un estallido social no era una certeza, pero sí una posibilidad cuya probabilidad crecía en la medida que se acumulaban tensiones. Lo que nadie podía saber era cuándo, cuál sería el disparador ni con qué intensidad se produciría, si es que llegaba a producirse.
La mayoría de los análisis serios de la actual crisis han apuntado a la desigualdad como mecanismo fundamental en la generación y acumulación del malestar que la disparó y alimenta. Eso es, en mi opinión, correcto. Sin embargo, quienes desestiman su importancia (son pocos pero existen) señalan que la misma viene mejorando, especialmente desde el año 2000. Tienen razón, eso es lo que muestran los datos. Pero su nivel es tal que el país aún se encuentra entre los más desiguales del mundo. A este respecto Chile se asemeja a una persona que en los últimos 20 o 30 años redujo su peso de 170 a 140 kilos. No puede negarse que ha adelgazado, tampoco que su situación sigue siendo delicada.
“En lo que refiere a la historia de la desigualdad, el Estado ha ganado importancia como factor determinante de la misma. Su accionar fue clave en las tres coyunturas del siglo XX en que se observó un cambio de tendencia”.
Quizá la confusión radique en que una elevada desigualdad no es condición suficiente ni necesaria para que ocurra un estallido como el que estamos viendo. Se observa aquí la misma relación que hay entre tomar alcohol y tener un accidente. Una persona puede chocar su auto sin haber tomado mientras otra puede conducir completamente borracha y llegar sana a su destino. Pero si un borracho se accidenta, haremos bien en suponer que ello tiene algo que ver con el medio litro de whisky que tomó antes de ponerse al volante.
En el caso de Chile, la desigualdad actúa como el alcohol que embriaga a su élite. Por un lado, porque le permite tener unos ingresos y riqueza muy superiores a los que tendría si aquella fuera la de un país normal. También les aleja del resto de sus compatriotas, que pueden llegar a ser vistos como alienígenas; al tiempo que nubla su capacidad de percibir la realidad, al generarles la ilusión de que sus privilegios no son tales, sino la justa recompensa a su esfuerzo. Al fin y al cabo, pueden decirse, desde pequeños asistieron a colegios de excelencia…
Lo que se ha visto en estos días es como esa clase dominante, alienada y borracha de desigualdad, ha chocado su precioso auto: el modelo político-económico que, heredado de la dictadura, aún organiza casi toda la vida de los chilenos mediante el mecanismo del mercado. El problema es que el borracho, ahora un poco más espabilado, sigue al volante.
Por ello, quizá valga la pena preguntarse si la historia de la desigualdad puede decirnos algo iluminador sobre cómo ha respondido el Estado ante esta crisis y qué puede esperarse de aquí en más.
Desde mediados del siglo XIX y hasta el presente, Chile ha transitado tres períodos de incremento de la desigualdad y dos de reducción de la misma (Gráfico 1). Todos ellos fueron el resultado de un conjunto de factores actuantes. Podemos simplificar diferenciando aquellos de tipo más “económico”, de los de tipo “demográfico” o “social”, de los “políticos”; teniendo presente que lo que se observa, siempre, es una combinación entre todos ellos. Lo que cambia es el peso relativo de cada uno y la dinámica con que interaccionan. De todos modos, puede señalarse una tendencia general: en lo que refiere a la historia de la desigualdad, el Estado ha ganado importancia como factor determinante de la misma. Su accionar fue clave en las tres coyunturas del siglo XX en que se observó un cambio de tendencia.
Lo fue cuando la distribución empeoró sustantivamente, luego de 1903 y de 1974 y cuando mejoró, luego de 1938. Ambos períodos de incremento de la desigualdad estuvieron marcados por la violencia estatal hacia los sectores populares y sus organizaciones y la privatización de activos de propiedad pública en favor de la élite (tierras en un caso, empresas estatales y servicios públicos en el otro).
Durante el período de reducción, fue crucial la alianza que se produjo entre sectores medios y populares, y que dio lugar a una expansión de la ciudadanía y un incremento de la participación política de las mayorías rurales y urbanas.
En suma, en Chile la violencia no ha sido una fuerza niveladora, sino lo contrario. Puede afirmarse, de hecho, que en el siglo XX al menos, el uso de la fuerza por parte del Estado fue un factor preponderante en la reversión de procesos de nivelación, así como en la consecución y sostenimiento de niveles elevados de desigualdad como el que se observa hoy. La democratización, por su parte, fue determinante para que se produjera uno de los dos períodos igualadores ocurridos desde mediados del siglo XIX.
Gráfico 1: Desigualdad personal del ingreso en Chile entre 1850 y 2009. Índice de Gini. Estimación original y tendencia suavizada mediante el filtro de Hodrick-Prescott
¿Aporta algo la perspectiva histórica a la comprensión del presente? La mayoría de nosotros pensamos que sí (de lo contrario, probablemente nos dedicaríamos a otra cosa). ¿Qué puede decirnos, entonces, la historia de la desigualdad sobre lo ocurrido en estas semanas?
En primer lugar, que la interpretación de la movilización social como el resultado del accionar de “agitadores” y “anarquistas”, un enemigo interno alimentado por extranjeros al que hay que reprimir, era esperable[1].
Hay, naturalmente, novedades. Cuando, en 1907, el Coronel Silva Renard dijo estar “convencido de que no era posible esperar más tiempo sin comprometer el respeto y prestigio de las autoridades y la fuerza pública y penetrado también de la necesidad de dominar la rebelión antes de terminarse el día”[2] ordenó disparar a “los huelguistas más rebeldes y exaltados”, lo hizo con metralla. El resultado fue miles de muertos. Hoy la fuerza pública usa munición que, si no asesina, mutila. En el caso de los crímenes cometidos por el régimen de Pinochet y que ambientaron el último período de incremento de la desigualdad, son de sobre conocidos.
Hoy, como en otras ocasiones, el resultado de un Estado que recurre a la violencia en aras de mantener el “orden” es más desorden. La situación presente ha llegado y quizá sobrepasado el límite de lo que es admisible para una democracia. Por ello, no debería sorprender que la represión se muestre, como hasta ahora, totalmente ineficaz. El final es imposible de predecir. El gobierno puede decidir ser el que “abre fuego”; también puede ocurrir que sea la víctima del “último disparo”[3].
“Esta crisis tiene puntos de contacto con la de la República Oligárquica en los años veinte. También entonces, la elevada desigualdad alejaba a la clase dominante de los problemas que afectaban a la gran mayoría de chilenos. Cuando los sectores medios y populares se aliaron para reclamar cambios, su reacción fue defender sus privilegios. El resultado fueron dos décadas de conmociones sociales y políticas".
Una élite privilegiada por la desigualdad a la vez que alienada por la misma, puede cometer graves errores de cálculo. Si la riqueza e influencia que disfruta gracias a aquella la torna poderosa, el descontento que alimenta torna precaria su situación. Es por eso que los borrachos no deben conducir.
En mi opinión, esta crisis tiene puntos de contacto con la de la República Oligárquica en los años veinte del siglo pasado. También entonces, la elevada desigualdad alejaba a la clase dominante de los problemas cotidianos que afectaban a la gran mayoría de chilenos. Cuando los sectores medios y populares se aliaron y movilizaron para reclamar cambios profundos, su reacción fue defender sus privilegios. El resultado fueron dos décadas de conmociones sociales y políticas que incluyeron golpes de estado, una reforma de la Constitución y hasta la proclamación de una efímera «República Socialista». Finalmente, la movilización abrió paso a un período de democratización caracterizado por un nuevo balance de poder entre distintos sectores de la sociedad y el surgimiento de nuevos actores políticos que, al alcanzar el gobierno, impulsaron un conjunto de políticas redistributivas.
Pero la historia no se repite. Aunque hoy pareciera que la crisis dará lugar a transformaciones profundas en el modelo económico, a un “nuevo pacto social” sellado por una nueva carta magna, nada garantiza que así será. Quienes se benefician del «modelo chileno» son pocos pero poderosos, y cuentan con una serie de mecanismos, como la misma constitución, que les otorga, en mi opinión, buenas posibilidades de aguantar hasta que pase la tormenta. Su poder se erosiona a ojos vista, pero no sabemos hasta qué punto se debilitará.
Por otra parte, quizá no estemos ante una tormenta sino ante un huracán, y quién sabe lo que éste podría arrasar a su paso. En este punto, las ciencias sociales son menos precisas, incluso, que la meteorología. ¿Tormenta o huracán? Nadie puede saberlo.
[1] No pretendo negar el vandalismo, ni los saqueos, ni los crímenes cometidos por civiles en estos días. Lo que si cuestiono es la interpretación que hace de esos hechos el fenómeno central sobre el que la política debe actuar.
[2] Citado por Sergio Grez en «La guerra preventiva. Escuela Santa María de Iquique. Las razones del poder”.
[3] Aunque la fuerza pública ha abierto fuego en un sentido literal, la referencia al “último disparo” debe entenderse en un sentido metafórico.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
CIPER/Académico es un espacio abierto a toda aquella investigación académica nacional e internacional que busca enriquecer la discusión sobre la realidad social y económica.
Hasta el momento, CIPER/Académico recibe aportes de cuatro centros de estudios: el Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR). el Instituto Milenio Fundamentos de los Datos (IMFD) y el Observatorio del Gasto Fiscal. Estos aportes no condicionan la libertad editorial de CIPER.