COLUMNA DE OPINIÓN
Geografías justas: un giro espacial para una nueva constitución
09.11.2019
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COLUMNA DE OPINIÓN
09.11.2019
La producción sistemática de geografías desiguales ha sido un elemento gravitante en las discusiones y análisis de los últimos días. El espacio y los territorios se han relevado como foco de preocupación y como una valiosa categoría de análisis, porque es ahí donde se intersectan y materializan muchos elementos y factores de desigualdad, abuso y reproducción de injusticias.
He seguido con entusiasmo las discusiones acerca de la desigualdad de los territorios, de las diferencias obscenas entre los presupuestos de algunas comunas, de la distribución de servicios básicos, de las diferencias en materia de seguridad, de las zonas de sacrificio y de cómo nuestra geografía se ha ido configurando desde la diferencia y la injusticia. Y es aquí donde me detengo, en la idea de justicia. Lo hago particularmente desde la perspectiva que define la justicia social poniendo énfasis en los derechos de las comunidades[1].
Me detengo porque si bien valoro las donaciones, gestos de altruismo, campañas solidarias y todas aquellas expresiones de buena voluntad, me parece negligente y oportunista descansar aquello que las políticas públicas y la gestión del territorio tienen como mandato, en el buenismo y la “profesionalización de la filantropía” y considero que el objetivo debe apuntar a la construcción de espacios justos que no dependan de la voluntad (y respondan a los requerimientos) de los que tienen más sino que a los acuerdos comunitarios a los que lleguemos en conjunto.
No estamos frente a un problema exclusivamente de recursos, sino que también de formas de sujeción de algunos territorios que soportan el “desarrollo” y la “calidad de vida[2]” de otros más favorecidos, convirtiéndose en verdaderos proveedores de recursos humanos, ambientales, de insumos, etc. asunto que no se corrige con filantropía o sobras de torta, pues la producción de geografías más justas requiere que la dignidad de todos nosotros, los ciudadanos, sea la norma.
En este sentido, me parece importante señalar que entiendo que la ciudadanía es bastante más que poder votar, es un status. Como dice Borja (2001) es un reconocimiento social y jurídico con una base territorial y cultural que detenta una relación entre “derechos y deberes; estatus e instituciones; políticas públicas e intereses corporativos y particulares (…) un proceso de conquista permanente de derechos formales y de exigencia de políticas públicas para hacerlos efectivos”. Se trata de una definición clave en este momento, pues pone en relieve la tensión que existe entre la demanda por un proceso constituyente que defina nuestra forma de relacionarnos con la resistencia del Estado que teme a la incorporación de la deliberación ciudadana en el diseño de nuestra carta fundamental.
“Si bien valoro las donaciones, gestos de altruismo, campañas solidarias y todas aquellas expresiones de buena voluntad, me parece negligente y oportunista descansar aquello que las políticas públicas y la gestión del territorio tienen como mandato, en el buenismo y la “profesionalización de la filantropía””
Ahora bien, ¿Por qué hablar de “producción” de geografías justas o injustas?: porque el espacio geográfico no es un repositorio donde dejamos caer personas, cargas ambientales, infraestructura y/o servicios -las zonas de sacrificio no son una “externalidad” ni una casualidad porque el espacio es una construcción relacional producto de nuestras propias interacciones, políticas y omisiones- de decisiones explícitas o del abierto abandono por parte del Estado o la Política Pública.
El espacio geográfico es donde la experiencia vivida pasa a ser un elemento constituyente y el estudio de las desigualdades (sean estas espaciales, económicas o políticas) toma un papel protagónico puesto que, si estas son una producción humana, entonces pueden cambiar. Esto, siempre que exista la voluntad de hacerlo.
La pregunta es si esta voluntad existe realmente o no.
Asumiendo que existiera la voluntad, un mecanismo del todo razonable es una nueva Constitución y, en esta senda, el concepto de justicia espacial puede ayudarnos a dar un “giro” a esta nueva carta fundamental, ese es un importante desafío.
La Justicia espacial se define como la existencia de ciertas cualidades: libertad, igualdad, democracia y derechos; como un fenómeno social y además como un hecho espacial que no reemplaza a la justicia social, sino que se erige como una categoría analítica distinta, en la que todos tenemos algo que decir y cuya definición y acuerdo se sustenta en la deliberación ciudadana, en un pacto.
La justicia espacial introduce la noción de la “trialéctica” del ser construido por su espacialidad, temporalidad y socialidad. Porque el espacio no es menos relevante que la historia o las relaciones sociales en nuestras vidas, es el ámbito donde se manifiesta la posibilidad para la existencia de la diversidad. Es la esfera donde coexisten nuestras trayectorias, desde lo global hasta lo más íntimo de nuestros hogares, es lo que hace posible la existencia de más de una voz (lo que el enfoque economicista que prima en nuestro Estado deja de lado, invisibiliza y ha desestimado de manera sistemática).
"¿Por qué hablar de “producción” de geografías justas o injustas?: Porque el espacio geográfico es donde la experiencia vivida pasa a ser un elemento constituyente y el estudio de las desigualdades toma un papel protagónico puesto que, si estas son una producción humana, entonces pueden cambiar”.
Este “giro espacial” recoge nuestra multidimensionalidad y reconoce tres elementos esenciales de nuestra existencia: la social, la temporal y la espacial, comprendiendo que esta última es un producto creado y resuelto de manera colectiva que define nuestro hábitat dando forma a nuestras vidas cotidianas y que nos reta, justamente, a comprometernos en la lucha por geografías justas en las que nuestra relación política y social pueda efectivamente replantearse.
Porque no es posible que sigamos planificando el territorio con una visión extremadamente sectorialista, sin hacernos cargo del hecho que el acceso al agua es hoy un lujo; o que nos mantengamos sin considerar, por ejemplo, la interdependencia de lo rural y lo urbano; que la planificación de los sistemas de transporte no vaya de la mano con la planificación de la vivienda o los servicios; que nos quedemos con la idea de que 17 mt2 son aceptables si están cerca del centro.
Es negligente que no incorporemos en nuestros planes y programas las aspiraciones legítimas de las comunidades, los hábitos, la cosmovisión diferente (a la que el Estado ha temido por siglos) o las cadenas de cuidado, sistemas altamente precarizados de los que, por cierto, todos dependemos. No es aceptable, no obstante, nuestro modelo individualista y las políticas públicas de sesgo economicista nos han mantenido por años sujetos a ideas de solución individual para problemas públicos que requieren soluciones colectivas. Este sistema no admite las soluciones comunitarias, un ejemplo dramático son las estrategias que se han propuesto para que el Estado efectivamente se encargue de los niños que están bajo su cuidado en instituciones como el SENAME, todas considerando al niño o niña como un ente aislado, sin comunidad posible ni probable.
“Debemos apuntar a la construcción de espacios justos que no dependan de la voluntad de los que tienen más sino que a los acuerdos comunitarios a los que lleguemos en conjunto”.
Hemos dado pie así, en un escenario que empuja a la competencia y no a la colaboración, a que muchos de nuestros compatriotas vivan día a día con la eterna promesa de que estamos “en vías de desarrollo”, promesa que pasa los años sin considerar que sus trayectorias de vida no están “en vías de ser” sino que tienen lugar hoy, que han sido sistemáticamente dañadas y que su espacialidad ha sido, precisamente, sobre la cual se han levantado nuestros exitosos promedios, índices e indicadores de “desarrollo”. Esto debe cambiar.
Una Constitución con un giro espacial es, en este contexto, una posibilidad y una propuesta de la que se desprenden importantes desafíos metodológicos y políticos que traspasan barreras disciplinares y nos interpelan a todos. Estamos convocados a comprender los espacios de injusticia más allá de la economía o las cifras globales, a asumir que esas injusticias son hoy y se manifiestan a toda escala, desde lo cotidiano, lo local hasta lo global, con y desde la participación de las personas que las viven.
Para empezar a dar este giro, necesitamos transferir primero el concepto académico de ciudadano a la práctica de la política pública, para que la justicia espacial pase a formar parte no solo de una norma escrita, sino que también de nuestras prácticas cotidianas.
La “ciudadanía” debe tener un lugar en la toma de decisiones respecto de su propia espacialidad. Este nuevo pacto nos convoca a repensar el modo en que nos vinculamos y construimos nuestra espacialidad sin exclusiones, a abrir los espacios de poder y participación efectiva a todo nivel y con transparencia, a trabajar en una política nacional de gestión de nuestro territorio de cara a la ciudadanía y con la ciudadanía, en definitiva, a construir una nueva forma de relacionarnos como comunidad en la que la que (entre otras cosas) la asignación equitativa en el espacio de los recursos socialmente valorados, de las oportunidades de utilizarlos y también de las cargas, sean una realidad.
Tenemos la oportunidad de avanzar en esta nueva Constitución dándole este sello espacial, haciendo visibles las diversas territorialidades y dando voz y voto a todos quienes formamos parte de las comunidades que construyen permanente la geografía de nuestro país. Renovar y democratizar los procesos de decisión de manera tal que todos los ciudadanos formemos parte del colectivo que proyecte nuevas geografías más justas, es una realidad posible. De hecho, hay bastante terreno avanzado y vale la pena profundizar en esta ruta, porque como dijo Massey y, más allá de la academia y los libros, la geografía importa.
[1] Si bien no es objeto de esta columna, sería interesante profundizar en la revisión de las metodologías de cálculo de los diversos índices que miden la calidad de vida en las comunas de nuestro país: ¿consideran estas la producción y disposición de residuos u otras externalidades negativas que muchas veces son asumidas por otras comunas? ¿La contaminación que producen?, ¿El uso de recursos públicos en desmedro de otras comunas?, ¿Las políticas regresivas en materia de autopistas? ¿El respeto a las condiciones aborales de quienes llegan a trabajar a estos territorios con elevada “calidad de vida”?, etc.
[2] Muy bien desarrollado por Iris M. Young, que además de criticar la postura de Rawlsiana, profundiza en cuanto a la necesidad de repolitizar los colectivos y generar cambios en las prácticas, instituciones y estructuras para hacer justicia, entendiendo que el derecho (en tanto contrato o acuerdo) debe ser definido y resuelto por todos los miembros de una comunidad, puesto que la promoción de una mayor justicia social debe darse a través de las políticas públicas y el fomento y creación de sitios de deliberación y acuerdo entre actores diversos (Young, 1990).
[3] Propuesto por Edward Soja.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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