TEXTO ÍNTEGRO DEL ÚLTIMO CAPÍTULO DEL LIBRO “LOS SECRETOS DEL IMPERIO DE KARADIMA”
El rol de los obispos en el encubrimiento de los abusos en la parroquia de El Bosque
14.05.2018
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TEXTO ÍNTEGRO DEL ÚLTIMO CAPÍTULO DEL LIBRO “LOS SECRETOS DEL IMPERIO DE KARADIMA”
14.05.2018
En los momentos en que los obispos chilenos están en Roma citados por el Papa Francisco para establecer la responsabilidad de la jerarquía eclesiástica en el encubrimiento de abusos sexuales, CIPER reproduce el último capítulo del libro “Los secretos del imperio de Karadima”, escrito en 2011 por los periodistas Mónica González, Juan Andrés Guzmán y Gustavo Villarrubia. El texto aborda los hechos que se sucedieron inmediatamente después de conocida la sentencia del Vaticano contra el ex párroco de El Bosque, develando el rol que jugaron el cardenal Errázuriz y los obispos Arteaga, Koljatic, Valenzuela y Barros, entre otros sacerdotes, para impedir la sanción. Además, aborda las maniobras del arzobispo Ezzati que demoraron la difusión del castigo adoptado por Roma. Este capítulo del libro –editado por CIPER en alianza con la UDP y Catalonia– aporta valiosos documentos y testimonios que iluminan lo que hoy precisamente se discute en la sede pontificia: cómo y por qué la jerarquía dejó actuar impunemente a Karadima durante décadas, acallando e intimidando a sus víctimas.
El dictamen de Leonardo Valdivieso fue el momento más duro para los acusadores. Hamilton, Murillo, Cruz y Batlle habían pagado enormes costos personales al contar sus historias y veían con desesperación que todo volvía a su estado original: Karadima continuaba rodeado por sus seguidores y ninguna autoridad, ni religiosa ni laica, les creía cuando advertían del peligro que representaba el sacerdote, especialmente para jóvenes que tenían fe y lo veían como un santo.
Parecía ser el final del camino. Habían confiado en la Iglesia durante años y por ello las primeras acusaciones las hicieron ante sacerdotes y obispos. Pero en respuesta no hubo sino silencio. Con esas señales, no tenían motivos para creer que la investigación de El Vaticano arrojaría algo distinto. Y ahora que habían expuesto sus historias al público, que es la condición que impone el sistema de justicia, este se limitaba a decir que habían hablado muy tarde.
Ante ese negro panorama, los cuatro denunciantes veían acrecentar sus dudas. La gran pregunta era si valía la pena continuar dando la batalla legal o seguir adelante con sus vidas y cerrar el capítulo. Fernando Batlle optó por concluir su participación en el juicio y no apelar. Poco después, los otros tres decidieron lo mismo.
Eso significaba dejar todo hasta ahí.
Murillo explicó en ese momento:«Lo que me pasó en la Parroquia El Bosque lo puse en conocimiento de las autoridades. No hay ni exageraciones ni omisiones y no sé qué más puedo hacer. Lo que queda no me corresponde a mí. Porque aquí hay un ataque a la confianza que no tiene que ver sólo conmigo sino con toda la comunidad. La comunidad se tiene que hacer cargo»[1].
James Hamilton apuntó contra el Poder Judicial: «Nos hubiera gustado apelar, pero con abogados defensores como los del padre Karadima, que tienen a la Corte de Apelaciones y a la Corte Suprema comiendo en sus manos, y una cantidad de poderosas personas que continúan protegiéndolo, sabíamos que sería una batalla que íbamos a perder»[2].
En El Bosque los ánimos estaban exaltados. No hubo declaraciones públicas salvo las del abogado Cristian Muga –integrante del equipo de defensa encabezado por Luis Ortiz Quiroga–, quien insistió en la inocencia de Karadima. Sin embargo, Patricio Vasconcellos, secretario de la parroquia, contó a los autores que Francisco Costabal, Jorge Álvarez Stevenson y otros muchachos de la Acción Católica andaban exultantes por la parroquia y que los empleados que habían declarado sobre las prácticas de Karadima empezaron a ser hostigados.
En el resto de la Iglesia el ambiente no era de júbilo. Por el contrario, varios obispos se daban cuenta de que el éxito judicial de Karadima metía a la institución en un callejón sin salida. Porque la prescripción no era un buen lugar para parapetarse de la crítica moral. Y la critica caería tanto sobre Karadima como sobre la Iglesia. ¿Cómo predicar la castidad, el matrimonio indisoluble, el sexo meramente reproductivo, si los toqueteos en los genitales de jóvenes de gran fe no eran condenados, si la única respuesta frente a esos hechos era explicar que habían ocurrido hacía mucho tiempo? ¿Cómo podría un obispo intervenir con decisión en la discusión pública sobre la pastilla del día después, la educación sexual en los colegios o las relaciones homosexuales, si no habían podido ser firmes con Karadima?
Ese dilema era especialmente fuerte en el clero chileno que desde hacía un tiempo se subía al caballo de la moral y de las restricciones sexuales con mucha más frecuencia que al caballo de los temas sociales y la desigualdad.
El Arzobispo Francisco Javier Errázuriz no parece haber percibido sino hasta muy tarde que el fallo judicial al que aspiraban los abogados de Karadima podía ser peor para la Iglesia que la condena. Temeroso aún de herir a los importantes adherentes de Karadima, recién en septiembre de 2010 le pidió al cura que dejara el recinto parroquial. La decisión fue presentada a los medios como algo que se hacía en favor de la salud del sacerdote. «Cualquier ser humano en situación de gran agobio quisiera tener un repiro», dijo el cardenal. Y agregó que «es normal que se tome un par de días en el campo, pero eso no significa nada»[3].
Karadima empezó entonces un peregrinaje por los campos de las familias amigas. Allí podía recibir la visita de todos sus seguidores –jóvenes y adultos– que nunca lo dejaban solo. Diego Ossa viajaba diariamente allí donde estuviera para llevarle la comida, pues el sacerdote solo consumía lo que la cocinera de El Bosque le preparaba.
Francisco Javier Errázuriz también removió al obispo Andrés Arteaga de la cabeza de la Pía Unión Sacerdotal. El Arzobispado justificó esta medida con una declaración confusa: «La necesidad de enfrentar los desafíos presentes en las actuales circunstancias». No cuestionó el manejo de los dineros que aportaban los fieles. A cargo de esa organización, como una especie de interventor transitorio, Errázuriz nombró al vicario de la Zona Cordillera del Arzobispado, Fernando Vives, y bajo él a Samuel Fernández, representante de los curas fieles a Karadima, y a Javier Barros, hombre de la disidencia [4].
La actitud de Errázuriz, su forma de hacer empatar las detalladas denuncias con los testimonios de los que nunca habían visto nada, alimentaban la sospecha de que el Arzobispo tenía un poderoso motivo para no ser firme con Karadima. En esos días, los autores de esta investigación escucharon dicha hipótesis de la boca de muchos prelados que no podían entender que el poder de Karadima siguiera, en lo substancial, intacto[5].
Al terminar el año 2010, el escenario había mejorado radicalmente para Karadima. La peor parte de los testimonios ya se habían dicho en los tribunales y no habían tenido la fuerza suficiente para derribar sus muros de defensa. El caso estaba sobreseído y aunque poco antes de Navidad los denunciantes decidieron finalmente apelar, el pesimismo reinaba entre ellos [6].
Fue en ese clima que surgieron indicios de que el fallo eclesiástico sería positivo para Karadima. Una fuente cercana a la defensa dijo a los autores de este libro que a comienzos de diciembre habían recibido «señales muy confiables de que las sanciones de El Vaticano a Karadima serían menores; se lo castigaría levemente por su estilo de formación espiritual, pero desacreditaría todo lo sexual». Esa certeza había transmitido Juan Pablo Bulnes, pero también los obispos cercanos al cura.
Fue por eso que los abogados que trabajan con Luís Ortiz Quiroga decidieron tomar la ofensiva pública y desmentir las acusaciones en una larga entrevista con El Mercurio publicada un día después de Navidad [7]. Los abogados Cristian Muga y Leonardo Battaglia no sólo afirmaron la tesis de la prescripción sino que alegaron la completa falsedad de todas las acusaciones hechas contra el sacerdote. En la parte central de la entrevista se dio este diálogo:
«Cristian Muga: Hemos defendido siempre la absoluta inocencia del padre en todo lo que dice relación con conductas de carácter sexual denunciadas por los querellantes. Estos hecho no existieron y no se corresponden con la realidad.
¿Karadima dice que nunca hizo nada? ¿O que nunca tuvo actuaciones impropias con menores de 18 años?
Muga: El padre jamás entraría en una distinción de esa naturaleza. Los hechos que al padre le imputan son falsos y lo dijimos cuando teníamos toda la opinión pública en contra.
Entre quienes señalan que no ha habido delito, se repite el siguiente argumento: si bien lo que dicen los acusadores es verdad, no es tema de abuso sino de homosexualidad entre mayores de 18 años.
Muga: El argumento es una falta de respeto hacia alguien que como el padre Karadima ha dedicado su vida al acompañamiento espiritual y al sacerdocio.
¿Tampoco reconoce la existencia de hechos anteriores al año 2000, donde la justicia ya no puede investigar?
Muga: Antes del año 2000, antes del 90, en cualquier momento son afirmaciones simplemente inverosímiles.
(…)
Sería una paradoja que sea la Iglesia y no la justicia chilena la que dictara sanciones en contra del sacerdote si se comprueban los hechos.
Muga: Eso es especular. Lo único que podemos decir es que cualquier decisión que se adopte va a ser acatada por el padre como corresponde».
En ese momento la defensa de Karadima tenía la situación bajo control y pensaba que era posible no solo librar a su cliente de una sanción penal, sino ayudarlo en el otro problema, el del cuestionamiento moral, disipando la sombra de dudas de haber sido librado de la justicia por prescripción.
Este diseño judicial, sin embargo, empezó a tambalearse un mes después cuando la fiscal de la Corte de Apelaciones, Loreto Gutiérrez, tras examinar el expediente del juez Valdivieso señaló que la investigación era incompleta y recomendó a la Corte dejar sin efecto la decisión de sobreseer.
Según la fiscal era imprescindible: pedir informe de facultades mentales de Karadima; tomar declaraciones a todos los sacerdotes que se habían ido de la Pía Unión; citar a Juan Pablo Bulnes para que entregara la documentación que tenía en su poder sobre la investigación eclesiástica; carear a Karadima con sus denunciantes y re interrogar a Karadima preguntándole por las afirmaciones de los muchachos que habían hablado en su contra. También recomendó tener a la vista la carpeta de la investigación ordenada por Xavier Armendáriz sobre los dineros de El Bosque y tomar declaración a los obispos formados por Karadima y al Arzobispo Francisco Javier Errázuriz. Las diligencias propuestas incluyeron volver a interrogar a 73 personas que ya habían declarado ante Xavier Armendáriz, más otros 32 testigos que no habían sido considerados, entre ellos 12 sacerdotes.
La lista de diligencias pendientes era tan larga que en sí misma constituía una dura reprimenda para el juez Leonardo Valdivieso quien hoy es juez suplente de la corte de Valparaíso.
Pero lo cierto es que, antes de que la fiscal emitiera su opinión, ya la defensa de Karadima se había derrumbado sin que nadie se diera cuenta. Apenas dos semanas después de la entrevista en El Mercurio, el 16 de enero de 2010, la Congregación para la Doctrina de la Fe, encabezada por el cardenal William Joseph Levada, hizo llegar a al Arzobispado de Santiago la condena vaticana a Karadima.
Aunque se mantuvo en reserva durante un mes, fue sin duda el inicio del fin de Fernando Karadima Fariña.
En su parte medular el dictamen les daba la razón en todo a los denunciantes, pues sostenía que Karadima abusó de menores, como había dicho Fernando Batlle; que en ocasiones usó la fuerza, como relató Murillo; y que ejerció el sacerdocio de manera tiránica para sacar provecho de las vidas de sus fieles más jóvenes, como afirmaron tantos testigos:
«Sobre la base de las pruebas adquiridas, el reverendo Fernando Karadima Fariña es declarado culpable (…) del delito de abuso de menor en contra de más víctimas; del delito contra el sexto precepto del decálogo cometido con violencia; y de abuso del ministerio a norma del canon 1389 del Código de Derecho Canónico».
El fallo tuvo en consideración la edad de Karadima y por ello no se lo despojó de su estado sacerdotal. Pero Roma le arrebató todo lo que le importaba: el control de la parroquia, de sus fieles, de sus sacerdotes, de la Pía Unión. Y le quitó el aura de hombre Santo, de quién sabe mejor que nadie cuál es la voluntad de Dios. En ese acto El Vaticano lo condenó a su peor pesadilla: la soledad.
El fallo dictaba el siguiente castigo: «Se considera oportuno imponer al inculpado de retirarse a una vida de oración y de penitencia (…) de tal modo de evitar absolutamente el contacto con sus ex parroquianos o con miembros de la Unión Sacerdotal o con personas que se hayan dirigido espiritualmente con él».
«Se impone también (…) la pena expiatoria de prohibición perpetua de ejercicio público de cualquier acto de ministerio, en particular de la confesión y de la dirección espiritual de todas las categorías de personas».
El dictamen advertía que de no cumplir estas sanciones, Fernando Karadima «podrá recibir penas más graves, no excluída la dimisión del estado clerical[8]».
El fallo llegó el 16 de enero de 2011, cuando el cardenal Errázuriz acaba de dejar su cargo a la cabeza de la Iglesia chilena[9]. El Vaticano esperó a que terminara su periodo y al día siguiente de que asumiera Ricardo Ezzati, el nuevo Arzobispo recibió la visita del nuncio Giussepe Pinto, quien le entregó en sus manos la resolución.
El Arzobispo Ezzati informó personalmente a Karadima para que tuviera oportunidad de pedir la revisión del fallo. Según narró Ezzati a la prensa tiempo después, la reacción del sacerdote «fue de mucha sorpresa, por supuesto, de meditación muy profunda».
Luego y en silencio, Ezzati llevó adelante una serie de acciones para marcar distancia con Karadima. Una de sus medidas fue sacar de El Bosque a Diego Ossa, quien seguía haciendo misa ahí y acompañando a Karadima en todas las casas de campo en las que se refugió. Lo dejó sin parroquia, y el sacerdote, que por entones ya tenía 47 años, debió buscar un nuevo refugio.
También se reunió con un grupo de los primeros sacerdotes que se habían ido de la Pía Unión y debió escuchar la molestia que sentían al constatar que Karadima seguía en permanente contacto con jóvenes, tal como lo había dicho hacía meses a la justicia el canciller del Arzobispado de Santiago, Hans Kast.
Pero el signo más importante que dio Ezzati fue reunirse en privado con James Hamilton y con el abogado Juan Pablo Hermosilla (José Murillo y Juan Carlos Cruz estaban de viaje y no pudieron asistir). Errázuriz nunca los había recibido en esos 6 años de búsqueda de justicia. Ezzati no les dijo que para entonces ya tenía en su poder el fallo Vaticano, pero se los dio a entender; les pidió disculpas por la omisión de la Iglesia respecto de ellos y de sus familias. Y les aseguró que Karadima, por instrucciones suyas, ya no tenía contacto con jóvenes.
Ricardo Ezzati no quería dar a conocer el fallo antes de que Karadima apelara, para lo cual tenía un plazo de dos meses. Confiaba en que el secreto se mantendría hasta entonces y la Iglesia podría llegar en mejor pie y muy alejada de Karadima al momento de su difusión.
Sin embargo, el Arzobispo Ezzati debió adelantar sus planes. El motivo fue un reportaje de CIPER publicado el 17 de febrero de 2001: «La Iglesia da golpe de timón en caso Karadima». Escrito por los autores de este libro, dicho artículo informaba que el cuestionado sacerdote ya no residía en los fundos de sus amigos sino que estaba viviendo en el Convento de las Siervas de Jesús de la Caridad, en Santiago. Y con testimonios directos daba cuenta de que Karadima había recibido allí las visitas de Andrés Arteaga (el 14 de febrero) y que varias noches llegó hasta ese lugar el párroco de El Bosque, Juan Esteban Morales, y se quedó a dormir. La nota también contaba que la primera semana de febrero Karadima había estado en la casa de unos seguidores donde llegó a visitarlo el hijo del doctor Álvarez, Jorge Andrés Álvarez Stevenson, llevado por el párroco Morales.
La nota se había escrito sin el antecedente de que ya había un fallo vaticano y que este prohibía a Karadima tener contacto con sus seguidores so pena de no recibir una sanción mayor, que se acerca a la excomunión.
Pero el Arzobispo Ricardo Ezzati sabía perfectamente lo que ese artículo implicaba, pues él personalmente le había explicitado a Karadima las prohibiciones a las que estaba sometido por el fallo de El Vaticano. La misma mañana que se publicó el artículo, Ezzati llamó a gritos a Juan Esteban Morales para preguntarle qué significaba todo eso. Las explicaciones del párroco de El Bosque no lo dejaron satisfecho. Decidió entonces dar a conocer el fallo ese mismo día en una conferencia de prensa, de modo que la opinión de El Vaticano fuera conocida por todos y nadie se llamara a engaño. Era la forma más inmediata y directa de que toda la comunidad de El Bosque conociera las restricciones impuestas al sacerdote.
Si las redes sociales se incendiaron con el sobreseimiento ordenado por el juez Leonardo Valdivieso, con la condena vaticana el revuelo fue aún mayor. No solo porque a esas alturas eran mayoría quienes solidarizaban con los denunciantes, sino porque el fallo sacaba al pizarrón a la justicia chilena. La fuerte crítica de James Hamilton, atribuyendo el sobreseimiento al poder de Karadima y a los vínculos de sus abogados con la judicatura, cobró todo su sentido. No podían los tribunales resolver tan superficialmente un caso en el que la máxima jerarquía de una institución como la Iglesia Católica decía que había abusos de menores.
Ricardo Ezzati, que buscaba recuperar algo del prestigio de la Iglesia, señaló que ésta fue más eficiente que la justicia civil. En ese momento de euforia la frase pareció cierta, pero mirada a partir de los hechos era, al menos, una exageración si se tiene en cuenta que desde 2003 se tenían antecedentes directos de lo que Karadima hacía[10].
El giro judicial se produjo rápido. A mediados de marzo la Corte de Apelaciones de Santiago decidió reabrir el caso y para fines de ese mes el máximo tribunal designó a Jessica González como ministra en visita.
La investigación volvió a acelerarse. Siguiendo las recomendaciones hechas por la fiscal Loreto Gutiérrez, la ministra sometió a Karadima a un examen psiquiátrico, analizó la investigación sobre los dineros en El Bosque y tomó declaración a los cuatro obispos formados por Karadima, así como a Francisco Javier Errázuriz y al actual Arzobispo Ricardo Ezzati. Respecto de los documentos eclesiásticos cuya incautación le significó a Xavier Armendáriz perder el caso, la ministra González ordenó allanar la oficina de Bulnes y también la casa de éste. El Colegio de Abogados protestó, pero Jessica González recibió el respaldo de la Corte Suprema.
Karadima probó la mano de la ministra cuando ésta lo sometió a su tercer interrogatorio. En esa oportunidad no se le preguntaron generalidades sino que debió responder uno por uno a medio centenar de testimonios que se habían acumulado en 900 fojas de investigación[11].
Un párrafo decidor es uno de los últimos que figura en su declaración, donde señala: «Respecto a que me vieron hacer tocaciones en los genitales Raimundo Varela, Guido Chaccón, Andrés Ferrada, Guillermo Ovalle, José Tomás Salinas, Eduardo Botinelli, Sergio Della Maggiora, y Pablo Arteaga, todas estas declaraciones son falsas. Casi todos eran mis dirigidos hasta el año pasado y nunca me dijeron nada y seguían contándome cosas íntimas de ellos».
En ese párrafo queda claro que Karadima debió leer o escuchar los contenidos centrales de las declaraciones de los testigos y luego negó. El acto debió resultarle extenuante y humillante.
«Ante lo que me imputa Francisco Javier Gómez Barroilhet, a foja 513, en el sentido que yo hacía tocaciones en los genitales y daba besos cuneteados a los jóvenes en el comedor, que me acercaba a ellos y le metía los dedos de las manos por debajo de la pretina de los pantalones, acercando los cuerpos, hablándoles al oído y acercando los labios de manera que si no corrían la cara les daba besos en la boca; que a Gonzalo Tocornal le habría introducido un dedo en el ombligo abriéndole la camisa entre los botones en forma prolongada, diciéndole que me gustaban los pelos de su ombligo,(…) debo decir que recuerdo a este joven y que todo lo que dice es falso».
Karadima también negó las acusaciones del arquitecto Juan Pablo Zañartu Cerda, quien denunció que cuando él tenía 12 años, Karadima lo obligaba a confesarse sobre temas sexuales. Karadima dijo que las acusaciones «de que cuando él tenía 12 años de edad, a diario y durante seis meses lo confesaba en el templo sólo sobre el tema sexual de la masturbación y que me sentaba, abría mis piernas y lo hacía ponerse de rodillas frente a mí, que su torso rozaba mis genitales, le hablaba al oído, sentía mi aliento y que lo manipulaba para obtener satisfacción sexual, no recuerdo haber conocido a esta persona y el hecho es totalmente falso, nunca he confesado a nadie en esa posición».
Ese jueves 26 de mayo Karadima también debió negar las acusaciones de Juan Luis Edwards Velasco: «Que el año 1980, en circunstancias que afligido acudió por ayuda, yo lo habría llevado al claustro para darle una palabra y que allí le habría tocado las nalgas, siendo rechazado y continuado la conversación sin que nada pasara; que durante 1983 y 1984 me vio tocarle los genitales a mis dirigidos en la sacristía, recordando con certeza a Guillermo Ovalle, son totalmente falsos».
Luego desmintió al sacerdote Jorge Merino Reed: «No tengo por costumbre dar golpecitos a los genitales a jóvenes, lo que sí hacía era dar palmotazos de saludos pero no en las partes privadas de las personas. Tampoco he dado jamás un beso en la forma que allí se describe al padre Julio Söchting y tampoco me saludaba de besos con varones y menos con sacerdotes».
Karadima acusó de mentir a Luis Lira Campino, quien narró cómo el sacerdote lo sometió a un juicio en El Bosque, lo presionó para que no abandonara el noviciado y le metió la mano bajo los calzoncillos. Dijo el cura: «Lo recuerdo como desequilibrado, era artista y tenía esas reacciones propias de artista. Al contrario de lo que él señala yo le aconsejaba que se retirara del Seminario porque me pareció que sus modos no eran correctos. No le he dado besos de ninguna clase ni le he efectuando tocaciones y nunca lo sometí al escarnio público, eso es falso. No es cierto que yo le haya introducido los dedos de mi mano por debajo del pantalón para comprobar que se había rasurado el vello púbico según me lo habría manifestado en confesión».
También dijo que mentía el sacerdote Cristóbal Lira, cuando éste narró haber visto tocaciones y besos, y sobre que al irse de una parroquia de Puente Alto, Karadima mandó a alguien a espiarlo en su misa final. «No mandé a grabar la misa, a mi alguien que ahora no recuerdo me entregó la grabación. Por otra parte, lo de las tocaciones y besos es absolutamente falso y me parece muy raro que si esto fuera verdadero una persona se haya seguido digiriendo espiritualmente conmigo. Es falso que yo haya besado a Murillo, lo cual habría sido visto por él. Nunca he dejado entrar jóvenes solos a mi pieza y sólo han ido a entregarme libros o a ordenármelos».
Uno de los epítetos más duros los tuvo contra uno de sus ex dirigidos, el sacerdote de la Pía Unión, Sergio Cobo Montalva, cuyas acusaciones quedaron en el cuaderno secreto que abrió la ministra Jessica González pero que Karadima debió también escuchar: «No es más que una invención de su parte, lo que me extraña mucho porque en su ordenación dijo que me daba las gracias y que yo era un verdadero padre para él y que quería que lo siguiera siendo, lo que afirmaba hasta hace un años atrás. Yo en esto veo el poder del diablo».
Volvió a negar también lo afirmado por Hans Kast en el tribunal, pero ahora entregó motivos nuevos para que éste mintiera: «Considero que está resentido hacia mí porque nunca ocupó cargos de importancia en la Acción Católica y porque no fue secretario. Además por un comentario acerca de un cambio de nombre de él que no aprobé. En esa oportunidad él quedó bastante molesto y creo que esto tuvo lugar unos cuatro años antes de que él se alejara en 2005».
También mentía Verónica Miranda, quien relató que Karadima controlaba cada minuto de su matrimonio: «Yo era el director espiritual de ambos, pero más de él. No controlaba sus vidas y me limitaba a conversar con Jimmy una vez al mes y con ella no más de dos veces al año y mi labor consistía en ayudarlos a llevar una vida espiritual y a darles consejo. Nunca he preguntado en el confesionario nada sobre la vida sexual del que se confiesa».
Karadima negó las tocaciones de las que lo acusaba Javier Barros, algunas de ellas expresadas en un cuaderno secreto: «Delante de Dios digo que no es efectivo el hecho relatado por él que habría tenido lugar en 2000, es una infamia y un sacrilegio. Es falso el lenguaje inapropiado que narra. No entiendo cómo un sacerdote que afirma eso puede haber mantenido mi dirección espiritual hasta el año pasado. Hace dos o tres años me regaló un millón de pesos para viajar a Europa con su hermano y eso es porque me tenía afecto».
También rechazó las acusaciones de manipulación de conciencia de parte del sacerdote Samuel Arancibia, y los besos indebidos y el lenguaje inadecuado del que lo acusó Eugenio de la Fuente: «Él fue vicario mío por 9 años. En abril de 2010, al hacerse públicas las denuncias en mi contra, vino a hablar conmigo para apoyarme señalándome que nunca había visto conductas indebidas de mi parte hacia su persona, pero luego cambió su versión. Es una persona que miente rotundamente, yo creo que se ha dejado influenciar por otros sacerdotes. El quiebre entre nosotros se produjo como seis meses antes de que se fuera de la parroquia porque yo, como su director espiritual, le representé que no me parecía correcto que en las tardes, luego de la misa, conversara en el patio y en la semioscuridad con una niña muy buena moza de unos 19 o 20 años y que prefiriera esa actividad a las reuniones de la Acción Católica a las que él debía asistir en su calidad de vicario. Yo les pregunté a otros y me ratificaron que estas conversaciones se repetían en diversos días de la semana. Yo quise evitar la tentación y eso le molestó».
El sacerdote Antonio Fuenzalida Besa, uno de los antiguos directivos de la Pía Unión, también fue acusado por Karadima de adulterar la verdad: «En cuanto a que me vio dar ‘piquitos’ a algunos jóvenes, es falso y debe ser una pasada de cuenta por las correcciones que yo, como su legítimo directo espiritual, en alguna oportunidad le debo haber hecho. Son inventos para no agradecerme públicamente lo que yo he hecho por ellos».
Frente a la ministra Jessica González, Karadima afirmó que también mentía el sacerdote Juan Debesa Castro: «En la primera misa que él ofició dijo que todo lo que él es como sacerdote se lo debía a la parroquia y a mí. Lo mismo repitió hace tres años atrás. Es un hombre bueno, pero algo especial. Son falsos los hechos narrados por él en cuanto a las sanciones morales o reprimendas públicas por mi parte».
Asimismo, falseaba los hechos el sacerdote Andrés Ariztía de Castro cuando decía haberlo visto toquetear a varones y cuando lo acusaba de haberle arrebatado un departamento en Viña del Mar y de pedirle constantemente dinero: «Andrés hizo una cosa muy fea al quitarme el departamento que me había regalado para el descanso de los sacerdotes en la ciudad de Viña del Mar. Nunca me lo comentó a mí, pero habló con varias personas diciendo que yo lo había presionado para el regalo. El abogado Bulnes me lo comentó y yo lo instruí para que se dejara sin efecto ese contrato (…) No es efectivo que le haya pedido donaciones o cheques. Él en forma voluntaria me hacía llegar cheques, pero sumas chicas. Recuerdo que hace un año y medio le llamé la atención por jactarse de conducir a exceso de velocidad».
Andrés Ariztía declaró haber sido testigo del juicio al que fue sometido Juan Carlos Cruz en El Bosque y respaldó lo dicho por el denunciante. Karadima replicó: «Lo que él relata me parece extraño, pues él fue uno de lo que me aleonó a hablar con él [Cruz]».
Faltaba a la verdad también el sacerdote Andrés Ferrada al hablar de una supuesta manipulación espiritual: «Él tiene un carácter difícil y es un poco atolondrado».
Tras haber llamado mentiroso a una veintena de personas, en su mayoría sacerdotes, Fernando Karadima concluyó: «Creo que tras las personas que han declarado en mi contra, lo han hecho por venganza, por correcciones anteriores en mi rol de director espiritual y que no puedo detallar; pienso que ellos están confabulados en mi contra, que están mal espiritualmente y tienen una vida interior pobre».
Ese extenso interrogatorio al que lo sometió la ministra Jessica González fue, en la práctica, un repaso minucioso de los últimos 50 años de su vida. Lo que había mantenido oculto durante todo ese tiempo se le vino encima como un puñado de espectros deseosos de venganza. La venganza era simplemente salir a la luz. Mostrar lo que en realidad era Karadima. En algunas respuestas el sacerdote pareció desvariar: no, mienten, es atolondrado, quiso cambiarse de nombre, es venganza, veo el poder del diablo… Acorralado y rabioso, Karadima terminó disparando contra el cardenal Francisco Javier Errázuriz, a quien en muchas ocasiones culpó de lo que le estaba sucediendo. «En noviembre de 2009, en presencia de Juan Esteban Morales, el cardenal me dijo en su casa que habían unos rumores en contra mío, pero que él no los creía, que no hiciera caso. Me dijo que contra él habían escrito un libro en que decían que él era un pedófilo y que pagó 500 millones de pesos para callar una mentira».
Su credibilidad entonces ya estaba en el suelo.
Pero aún faltaba un trámite más. Aquello a lo que Karadima se había negado por todos los medios porque le dolía demasiado: enfrentarse a los denunciantes. Primero fue Fernando Batlle, luego Juan Carlos Cruz y José Murillo. Para el final quedó su frente a frente con James Hamilton, el último espectro, el más terrible.
El hombre del que nunca quiso hablar mal.
El hombre del que se enamoró, si es que alguien como Fernando Karadima puede abrigar ese tipo de sentimientos.
Poco después de que James Hamilton decidiera contarle la verdad a su esposa, Verónica Miranda, Karadima sufrió un colapso cardiaco. Era el verano de 2004 y Karadima viajaba por Europa cuando se enteró de que James no volvería más a la Parroquia El Bosque.
El sacerdote declaró a la justicia: «Estaba en España y James me llamó por teléfono y me dijo que iba a dejar todo por su cuñada. Yo le manifesté que eso era un adulterio y me colgó. Esa fue la última vez que hablamos».
En su informe al tribunal, el cardiólogo René Pumarino dejó registro del suceso médico que sobrevino después. Relató que en 1995 Karadima había sido sometido a «una angioplastia de la que evolucionó satisfactoriamente hasta el 2004, en que estando en Alemania, presentó un nuevo evento coronario».
James Hamilton asegura que nunca llamó a Karadima para avisarle que se iba de El Bosque. Afirma que si el sacerdote se enteró fue porque que éste, aún estando a miles de kilómetros, seguía pendiente de su familia. Karadima sabía perfectamente cuándo acababan las vacaciones de la pareja y cuándo debían estar de regreso en la parroquia rezando. Como no aparecían, envió emisarios a buscarlos.
El primero fue Diego Ossa, quien llegó a la casa de James y Verónica los primeros días de febrero, antes de que se cambiaran de esa vivienda que les arrendaba a bajo precio Francisco Prochaska, por orden de Karadima. Hamilton recuerda que recibió a Diego Ossa en la puerta y que le dijo que le había contado todo a Verónica. Y que jamás volverían a esa parroquia.
El segundo emisario llegó en el mismo mes de febrero hasta la casa de los padres de Verónica en el lago Vichuquén, pues la pareja ya se había mudado y los de El Bosque les habían perdido la pista. Así lo narró María Eugenia Miranda, la cuñada de James, al tribunal: «A los días que mi hermana y su familia se alejaron de El Bosque, llegó a Vichuquén un sacerdote cuyo nombre desconozco, quien después de saludar nos pidió la dirección y el teléfono de James porque necesitaba ubicarlo. Nadie le proporcionó ningún antecedente».
El tercer mensajero fue el párroco Juan Esteban Morales, quien llegó hasta la casa de los padres de Verónica Miranda en Santiago para hablar con ella y pedirle que volvieran; que ni el adulterio de James con su cuñada ni «las cosas sexuales» entre Karadima y su marido eran motivos para dejar de ir a su iglesia.
Europa, que a Karadima le fascinaba, debe haberle parecido en esos días una cárcel al no poder regresar para impedir el derrumbe de su familia perfecta. La partida de James lo debe haber llenado de ira y también de espanto. No porque temiera ser denunciado, pues eso no lo había hecho nunca nadie y no era algo que estuviera entre las posibilidades. Sino porque entendió que James se había obsesionado por otra mujer y tenía claro –tantas veces les había dicho a sus jóvenes que había que tener cuidado con las mujeres– que esa obsesión le daría la fuerza para desobedecerlo.
Una importante fuente judicial que siguió muy cerca todo el proceso afirma que lo que le ocurría al sacerdote era que estaba enamorado del doctor. «Una de las cosas que más me impresionó en todo este caso, es la relación de Fernando Karadima con James Hamilton. Cuando el sacerdote era interrogado sobre Fernando Batlle, José Murillo y Juan Carlos Cruz, éste no dudaba en desacreditarlos, incluso contando intimidades; en cambio, en lo que se refiere a James Hamilton, nunca se atrevió ni siquiera a decir una cosa negativa. Oía sus acusaciones y se quedaba callado. Y lo que pidió más encarecidamente fue que no lo hicieran enfrenarse en un careo con Hamilton. Decía “por favor, no me hagan pasar por esto”. Para carearse con los otros acusadores no tuvo ningún problema, pero el careo con James Hamilton no lo quería por nada del mundo. Yo creo sinceramente que este hombre se enamoró de James Hamilton».
La jueza Jessica González no tuvo contemplaciones con los ruegos de Karadima y decidió carearlo con James Hamilton. La diligencia se realizó el 18 de julio de 2011, poco antes de medio día. Si en el cara a cara del sacerdote con Fernando Batlle y Juan Carlos Cruz ella quería zanjar la edad de inicio de los abusos, y en el de José Murillo buscaba precisar el uso de la violencia, en el de James optó por mostrar el abuso sin tregua, el abuso que se prolongó por décadas hasta sacarle la última gota de dignidad a la víctima.
James Hamilton narró todo, desde el comienzo, mirando a Karadima a los ojos. Contó desde los primeros toqueteos en sus genitales, recién llegado, a los 17 años, toqueteos que se repetían mientras le prometía ayudarlo en el camino a la santidad y le pedía que lo llamara papá, «para reemplazar a mi padre biológico, a quien no veía desde 1976».
Luego describió la primera agresión: «En 1984, un día de otoño me invitó a Viña del Mar, al departamento de su hermano Jorge. Estando allí, solos, viendo televisión, colocó su mano en mi muslo, la llevó a mis genitales y al sentir que me excitaba, me masturbó. Yo quedé en estupor, paralizado».
A partir de ahí se fueron sucediendo los episodios de abusos, siempre dejando en claro que James tenía la culpa de lo ocurrido: «Yo trataba de resistirme, pero no lo lograba. Su dominación era total (…) cuando me alejaba para evitar estar a solas con él en su pieza, decía que andaba con “la maña” o con el diablo y me quitaba su favor».
Vino entonces el momento más duro para James y para Karadima: cuando el primero contó que a partir de 1985, después de que el sacerdote lo nombró presidente de la Acción Católica de El Bosque, «los abusos se volvieron más violentos». Si antes era Karadima el que lo masturbaba, junto con el ascenso, «me exigió también que lo masturbara. Desesperado le hacía sexo oral para que acabara luego. Esto se repetía cada dos o tres semanas, generalmente de noche, en su habitación. Yo quedaba muy angustiado, incluso pensé en matarme para descansar de este acoso. Sentía culpa de haber perdido la vocación al sacerdocio y eso equivalía a irme al infierno».
Hamilton relató luego que Karadima lo empujó a casarse y que durante el matrimonio continuaron los abusos: «Cuatro meses después me presionó y reinició la conducta sexual abusiva. Ante el miedo que le contara algo a mi esposa accedí y así continuó la misma rutina, cada dos o tres meses. Se generó un chantaje por la historia pasada y no pude liberarme más hasta que me alejé en 2004 (…). Yo tenía una dependencia psicológica, total y absoluta de Karadima y él ejercía gran influencia negativa en mi vida conyugal y familiar que ahora advierto, lo que impidió la complicidad propia de las parejas».
Hubo largos silencios durante ese enfrenamiento entre Karadima y su principal acusador. Cuando James Hamilton terminó su extenso relato y a diferencia de lo que hizo con Murillo, Batlle y Juan Carlos, el sacerdote reconoció haber sido su director espiritual y confesor. Admitió también que James llegó en 1983, es decir a los 17 años y, cosa insólita, alabó su trabajo en la iglesia: «Reconozco que realizó una enorme labor apostólica al interior de la parroquia».
Esa fue sólo la primera sorpresa.
«En relación a los besos y tocaciones que refiere el señor Hamilton niego rotundamente haber tenido conductas de ese tipo con otros jóvenes. En relación a los hechos que el señor Hamilton me imputa, de orden sexual, no me puedo referir porque yo fui su director espiritual. Las cosa íntimas de cualquier orden que fueron temas conversado con el señor Hamilton como dirigido espiritual mío, no las puedo revelar».
Karadima, que había desmentido una y otra vez las acusaciones de decenas de sus colaboradores, sacerdotes y laicos a quienes había confesado y dirigido espiritualmente, frente a James no era capaz de negar.
A instancias de la jueza, el cura prosiguió: «Respecto de los supuestos abusos sufridos por el señor Hamilton, desde las simples tocaciones, la masturbación e incluso los abusos más graves, nada deseo agregar por cuanto en materia de espiritualidad, sea ésta buena o mala, no me puedo referir. (…) Respecto de los supuestos abusos sufridos por el señor Hamilton durante su vida conyugal, mantengo mis dichos en cuanto a que, a este tema, no me referiré por haber sido su director espiritual».
Karadima reconoció también la visita de James a El Bosque en 2005, acompañado de una sicóloga, un año después de marcharse de la parroquia. En ese encuentro sorpresivo, James le enrostró los abusos y luego le dijo que necesitaba perdonarlo. Y le advirtió que si había más casos de abuso, la situación cambiaría. Karadima declaró: «Me dijo que estaba deshecho, no hablamos ni de sexo ni de dirección espiritual; yo lo vi muy afligido pero no me dio razones, yo no pregunté, pero sí le pedí perdón si le había causado algún daño en su vida, puede que le haya dicho que era una actitud evangélica, no lo recuerdo (…) Juntos fuimos a rezar al Sagrario, luego nos devolvimos y rezamos en el pasillo frente a San José y él se fue con la señorita que lo acompañaba. Me alegré de su visita y lo encontré un gesto noble de su parte».
Y eso fue todo. El acta del careo establece que James mantuvo sus dichos y Karadima también. Luego, se lee, «advertidos de sus contradicciones e instados a ponerse de acuerdo, este no se produce y se pone término a la diligencia».
Cuando todo hubo terminado, Hamilton, Cruz y Murillo se fueron comer al restorán Venecia, en el barrio Bellavista. Una suerte de íntimo festejo. Karadima regresó al convento de monjas, allí donde no podía recibir la visita de nadie de los que estuvieron bajo su imperio durante 50 años.
La idea del enamoramiento de Karadima, que el desarrollo del último encuentro con su víctima no hizo más que reafirmar, hay que entenderla en su contexto. Entre los casos de abuso sexual acreditados, James Hamilton es la víctima sobre la cual ejerció su poder por más tiempo, y de un modo más completo. Lo sometió siendo soltero, lo convenció de que sería sacerdote, lo hizo casarse y arruinó ese matrimonio controlando la vida de ambos y abusando de él sin parar. Al final de esa relación que perduró por más de 20 años, Karadima le concedió una sola cosa, un solo reconocimiento de respeto humano. Aceptar que era su víctima. El extraño silencio de un hombre que no se callaba con nadie, parece indicar que solo en el caso de James Hamilton, Karadima entendió lo que había hecho.
Ese era todo su amor.
Fernando Karadima exigía que le rindieran culto. Valoraba, por eso, a los sacerdotes Diego Ossa, Julio Söchting y Juan Esteban Morales, quienes voluntaria y periódicamente realizaban ofrendas a su imagen tales como darle las gracias delante de otros sacerdotes por todo el bien que les había dado a sus vidas. Pero si la gratitud no fluía espontáneamente, no se amilanaba en sugerirles a sus seguidores que realizaran cada cierto tiempo homenajes que a él mismo se le ocurrían, gestos apasionados que mostraban la devoción que los jóvenes le tenían pero que no sabían cómo expresar.
«El día de mi ordenación sacerdotal, me sugirió que hacia el final de la misa, rompiera el protocolo y le fuera a dar la paz a él especialmente», recuerda el sacerdote Andrés Ferrada[12].
Para el público debe haber sido una emotiva escena ver a un cura recién consagrado bajar del altar y darle la paz a Karadima, que miraba sorprendido por esta muestra de cariño. La misma sorpresa exhibía en el rostro en los ‘80 cuando el Arzobispo Francisco Fresno iba de visita a El Bosque y los jóvenes de la Acción Católica se deshacían en ensayadas alabanzas recitadas mejor que el Credo. Todos los que no sabían de los preparativos debían creer en el enorme amor que despertaba este sacerdote, amor que no temía expresarse en público, amor arrebatado y santo.
«En ese momento lo hice voluntariamente. Ahora me doy cuenta de que fui manipulado y que tenía la conciencia enceguecida», declaró el sacerdote Andrés Ferrada ante la justicia, tratando de explicar por qué muchas veces hizo lo que Karadima quería. «A mi modo de ver, el padre Karadima era un gran manipulador que lograba dominar a las personas gracias a los vínculos afectivos y espirituales que establecía con ellas».
Su peor experiencia en ese sentido fue la forma en que Karadima logró separarlo de su hermano Fernando, también sacerdote y miembro de la Pía Unión.
Andrés Ferrada relató a la jueza Jessica González que entre 2000 y 2005 hizo un doctorado en Roma con vista a hacer clases en el Seminario. Por entonces tenían una muy buena relación con Karadima: hablaban largo rato al menos una vez por semana. En esas charlas Ferrada trataba siempre de mostrarle que lo que estaba aprendiendo ya se lo había enseñado él, y el mandamás de El Bosque disfrutaba esos homenajes. Karadima por su parte, le encargaba hablar mal de algunos sacerdotes de la Pía Unión ante la curia romana, cosa que Ferrada cumplía religiosamente.
En 2005, sin embargo, algo extraño pasó. Karadima, le empezó a decir que se estaba poniendo orgulloso, que no le consultaba todas las decisiones que tomaba, como debían hacerlo los que le tenían cariño. Le dijo que regresara a Chile para hablar. La orden sorprendió a Ferrada. Mientras pensaba qué hacer, recibió un llamado de Rodrigo Polanco, el rector del Seminario: «El padre Polanco, en nombre del cardenal Errázuriz, me pidió que volviera».
Lleno de inquietud, apenas llegó a Santiago Ferrada partió a El Bosque. Karadima lo recibió acompañado de Juan Esteban Morales. «Me hizo una especie de juicio, primero con tono paternal y luego, severo. Me señaló que yo había dicho o hecho algo en su contra y se lo tenía que confesar para conservar su amistad. Además arguyó que yo estaba mal de los nervios y que debía tomar pastillas. Le contesté que no recordaba haber hecho o dicho nada en su contra y, por supuesto, que no necesitaba de pastillas».
Ese era el motivo por el que lo habían hecho volver desde Roma. Pero Ferrada no se cuestionó lo caprichoso de todo eso. Su dependencia psicológica de Karadima sólo le permitió sentirse aliviado pues pensó que después de la conversación las dudas se habían despejado.
Se equivocaba. Cuando regresó a Roma, Karadima no le contestó más el teléfono. Y luego empezó a notar que todos sus amigos de El Bosque, laicos y sacerdotes, le dejaban de hablar. Incluso su hermano Fernando se le escabullía «y evitaba las conversaciones más personales. Intuí que se trataba de una medida punitiva de Karadima hacia mí».
Según reconoció Fernando Ferrada a la jueza González, «en una reunión con el padre Karadima y en la que estaba presente Juan Esteban Morales, Karadima me señaló en duros términos que mi hermano lo había traicionado, que había hablado mal de él incluso con el obispo y por tal razón yo debía apartarme de mi hermano. Si no le era obediente a él, peligraba mi salvación. Yo le pedí una nueva oportunidad para mi hermano y él solo se retiró furioso. Ni el padre Fernando ni el padre Juan Esteban me dijeron nunca cuál era el hecho concreto por el cual se justificaban las palabras contra mi hermano».
Cuando en marzo de 2006 Andrés Ferrada regresó a Chile en forma definitiva, volvió a ser interrogado por Karadima y Morales. «Karadima insistió que confesara aquello que había hecho o dicho contra suya. Más adelante tuve una reunión a solas con Morales donde me repitió el mismo asunto. Hacia mayo de 2006 ocurrió lo mismo con Jaime Tocornal. Debo señalar que estas reuniones eran verdaderos interrogatorios que buscaban mi auto inculpación».
Karadima y Morales usaban la estrategia de mentira-verdad, que Karadima había aplicado desde los ‘60 para mantener el control entre los jóvenes fieles de El Bosque. Ferrada, probablemente porque su viaje a Roma lo había vuelto un poco más libre que a otros seguidores, decidió encarar al sacerdote. «Le dije que me había formado una mala impresión de él. Le enrostré que cuando estaba en Roma pretendió que hablara mal respecto de algunos sacerdotes ante un cardenal. Le dije también que para mí era claro que él solo podía ejercer abusivamente la autoridad sobre personas que le tenían miedo». Aunque no se fue de El Bosque, pues ahí estaban su hermano y sus amigos, comenzó a orbitar ese sol en la elíptica más lejana posible[13].
Ser franco con Karadima no le salió gratis. Pese a su preparación académica, Andrés Ferrada no pudo hacer clases en el Seminario y tampoco en la Facultad de Teología de la Universidad Católica. El sacerdote declaró a la justicia: «Me consta que el rector del seminario (Rodrigo Polanco) le dijo al cardenal (Errázuriz) que yo era un pésimo profesor y no tenía capacidades pedagógicas para enseñar. En la Facultad de Teología, el vicedecano, Fredy Parra, una vez que salieron las denuncias me dijo que ahora entendía por qué en la facultad se me había dificultado y entorpecido mi carrera: era la mano del decano de Teología, también cercano a Karadima».
Ferrada concluyó ante la ministra: «Ahora veo con claridad el sistema de mistificación que el sacerdote Karadima iba creando con las personas y que, yo creo, ha facilitado los abusos que se han denunciado (…) Me impresiona darme cuenta cuán grande era la autoridad espiritual que el padre Karadima tenía y el grado de violencia moral que ejercía sobre las personas para obtener lo que quería».
La separación de los hermanos Ferrada se prolongó por cuatro años[14]. Casi lo mismo que el veto que le impedía trabajar. Una vez que el poder de Karadima se ponía en marcha solo se detenía con el castigo. Y así como el penitente no tenía claridad sobre las acusaciones que se le hacían, tampoco tenía claridad sobre la duración de la pena. Andrés Ferrada había cometido «traición» y había que alejarse de él y cerrarle las puertas. Nadie pedía explicaciones, nadie cuestionaba los motivos del castigo. Solo se podía agradecer el fin de la mortificación.
Resulta interesante constatar, además, que a través de episodios como ese, Karadima no hacía sino acrecentar su poder entre los que no habían sido castigados. Como estos nunca sabían los motivos de la pena, no podían evaluar con su propio criterio si era merecedor del desprecio de todos. El único que lo sabía, el único que podía dictaminar eso era Karadima. Y por eso, antes de que cualquiera tomara una decisión, debía preguntarle y entregarse siempre a su criterio, desde la ropa hasta el auto y, por supuesto, la compra de un departamento o un viaje o incluso ir a una fiesta. Pero ni aún así el seguidor se podía sentir a salvo pues en esencia el poder de Karadima era arbitrario. De ese modo laicos y sacerdotes terminaban sintiendo que podían estar siempre en falta. Por eso, los primeros viernes de cada mes, cuando todos los miembros de la Unión debían confesarse con Karadima, esperaban su turno asustados.
Mariano Cepeda, el ex sacristán de El Bosque, los recuerda en fila, cabizbajos y nerviosos. «Todos los sacerdotes venían los primeros viernes de cada mes y los tenía un buen rato formados en el pasillo, haciendo cola frente a su oficina. Los llamaba uno por uno. Nosotros comentábamos: “Ahí están los corderos, con la cabeza gacha esperando que les llegue la luma”. Iban para allá a darle cuentas de su vida», dice a los autores de este libro.
Tener a varias decenas de curas asustados afuera de su puerta, era uno de los homenajes más importantes que Karadima se rendía a sí mismo.
El sacerdote Andrés Ferrada fue uno de los declarantes que más ahondó en cómo el amo de El Bosque logró el dominio psicológico de tantos jóvenes que en general eran intelectualmente destacados.
«Hizo un sistema de auto adulación y de dominio sobre las personas que para él resultaban significativas, formando con ellas círculos concéntricos de dependencia (…) En ese sentido, me parece que mientras más se acercaba alguien al centro del círculo, que era él mismo, más dañadas resultaban las personas en su libertad, llegando algunas de ellas incluso a perder en gran medida el sentido de la realidad en cuanto al sistema abusivo que padecían».
En el círculo más dañado el sacerdote Ferrada identificó al obispo auxiliar de Santiago, Andrés Arteaga. En su declaración a la justicia, Ferrada dijo haberse reunido con el obispo para enrostrarle cómo los de El Bosque, por orden de Karadima, le impidieron enseñar en el Seminario: «Le dije que sabía perfectamente que esta situación se debía a una maniobra de Karadima, quien había usado al rector del Seminario y a algunos seminaristas para desprestigiarme. El obispo Arteaga calló avergonzado y percibí que reconocía mi versión. Por eso me resulta difícil poder afirmar que monseñor Arteaga es solo víctima da la manipulación del padre Karadima y que no pueda atribuírsele alguna responsabilidad en la perpetuación del sistema abusivo del sacerdote».
Una opinión similar expresó Fernando Batlle en el email que le envió al cardenal Errázuriz, en abril de 2010: «Cuando Karadima no se la podía con alguien en términos intelectuales lo mandaba donde Arteaga, para rematarlo con retos fríos e irrefutables, verdaderas dagas, un monólogo pseudo-intelectual que justificaba todas las atrocidades de Karadima. (…)Todavía me acuerdo con escalofríos de esa dupla».
Andrés Ferrada declaró que en ese primer círculo estaban también Diego Ossa y Julio Söchting, «quienes de diferente modo colaboraron con Karadima para poder perpetuar en el tiempo el sistema abusivo». Pero la figura descollante, al nivel de Arteaga, era Juan Esteban Morales, el predilecto del «santo», a quien eligió para sucederlo como párroco: «Morales, en mi opinión, llegó a ser colaborador estrecho de Karadima en la creación del misticismo que dominaba El Bosque y me es muy difícil creer que el padre Morales no supiera de los abusos», dijo Ferrada a la justicia.
Un pariente de Juan Esteban Morales recuerda que cuando Karadima iba a la casa de los padres de éste, en Requinoa, «Juan Esteban lo abrigaba, lo llevaba del brazo, le ponía el chal en las piernas y hasta le cortaba la carne. Parecía como si anduviera con la Virgen misma».
El padre de Morales no soportaba las atenciones que se le prodigaban al cura. Pero tenía poco que decir. Juan Esteban le decía «papá» a Karadima[15]. Y Karadima le retribuía esa devoción haciéndolo su favorito.
James Hamilton confirma el sitial que ocupaba Morales: «Era por lejos el más cercano o íntimo a Karadima. Por razones de viaje al extranjero o fuera de Santiago y si había que compartir pieza, con el único que lo hacía Karadima era con Juan Esteban Morales»[16]. Así ocurrió, por ejemplo, en el primer viaje a Europa al que fue el sacerdote. Iban Karadima, Prochaska y Morales, cuyo padre acababa de ser arrestado por una quiebra. Resulta evidente que su familia no pudo pagar tan costoso viaje que incluyó Lourdes, Madrid y Roma.
Esa cercanía significaba que Karadima lo tenía siempre a alcance de la mano y lo usaba para realizar todo tipo de encargos. Morales fue a la casa de Verónica Miranda a pedirle que volviera a El Bosque; fue a hablar con James para hacerlo desistir de denunciar los abusos en la nulidad; logró declarar en dicho juicio, desacreditando a Hamilton, Murillo y a Cruz; e investigó en la Clínica Alemana si era cierto que había denuncias de acoso sexual contra Hamilton.
La mano de Morales llevando adelante la voluntad de su maestro es descrita por muchos sacerdotes acusadores de Karadima. El cura Andrés Ariztía, a quien Karadima le arrebató un departamento, declaró a la justicia: «Efectivamente existía un control total de Karadima, involucrando a terceros para efectos de su dominación. Yo recibí en varias oportunidades llamados telefónicos para trasmitirme la voluntad de Karadima cuando él estimaba algo incorrecto, según su parecer, en mi vida. También sufrí “encerronas” por parte de Karadima, Morales y Ossa».
Luego del primer fallo Vaticano, Karadima quedó impedido de reunirse con todos los que habían sido sus obedientes feligreses. Se buscaba aislarlo de las víctimas, pero también de sus círculos de ayudantes que le permitían tener el control sobre esas víctimas. El Vaticano, sin embargo, autorizó que Juan Esteban Morales lo siguiera acompañando, con un permiso especial, argumentando que era su médico. Para quienes conocían realmente las dinámicas del mundo de Karadima, las máximas autoridades eclesiásticas mostraron con esa autorización que no entendían cabalmente el fondo de la historia. Para los denunciantes y también para muchos sacerdotes, Juan Esteban Morales tenía la misma historia de abusos que James Hamilton, solo que nunca había roto con la dominación de Karadima. A la vez, era el brazo operativo más activo del sacerdote. No cabía duda de que a través de él Karadima seguía teniendo control sobre muchos jóvenes de El Bosque que siguieron acudiendo a esa parroquia, vistiéndose de azul marino e incluso viviendo en la parroquia como si no hubiera ocurrido nada.
Poco después del fallo Vaticano, en marzo de 2011, el Arzobispo Ricardo Ezzati le pidió a Morales que dejara El Bosque y este se negó a hacerlo. Argumentó que como no había una acusación en su contra, para echarlo debían realizarle un juicio canónico de remoción. Y puesto que no habían motivos para ello, pensaba ocupar íntegros los seis años de párroco que le correspondían y gobernar El Bosque hasta 2012 (Morales fue nombrado párroco, en 2006).
El sacerdote entonces se quedó ahí, defendiendo el reino, expuesto cada misa a las fotos de los medios que lo captaban siempre con las manos en rezo, o mirando al cielo, en profunda oración. Y expuesto también a las críticas de los fieles que empezaron a aumentar. Salía de la sacristía precedido por jóvenes de la Acción Católica como hacia Karadima. Pero ahora ya no estaba de vicario Diego Ossa, quien había sido trasladado a una parroquia de la Florida, destinación que finalmente el Arzobispado de Santiago anuló sin explicaciones. Durante un tiempo acudían a concelebrar y a ayudar con las confesiones Samuel Fernández o Cristián Hodge, quienes también oficiaban algunos servicios. Pero para marzo de 2011 varios leales curas estaban distanciándose también y Morales hacía casi todas las eucaristías mientras el sacerdote Francisco Javier Errázuriz Huneeus, Panchi, que antes estaba destinado sólo a oír las terribles confesiones de Hamilton, atendía a la larga fila de fieles que querían confesarse. Luego de un servicio corto, en comparación con los que se oficiaban en los buenos tiempos de Karadima, Morales partía al convento donde su maestro permanecía recluido y esperándolo.
Lo que quedaba de la Pía Unión, desde los sacerdotes a los obispos, estaban empeñados en lo mismo: resistir el embate. Y conservar sus puestos. Si había alguna posibilidad de redención de Karadima, esta dependía de la mantención de las redes de poder que había forjado durante tantos años. Pero el ataque contra su estructura fue muy fuerte. El primer objetivo fue el obispo Arteaga, por entonces vicecanciller de la Universidad Católica. Tras el fallo de El Vaticano, cerca de 900 alumnos y académicos de la UC comenzaron a exigir su renuncia. No solo por sus declaraciones de apoyo sino por la permanente actividad a favor de el sacerdote, que logró incluso paralizar la investigación eclesiástica.
El 24 de febrero, casi una semana después de conocido el fallo condenatorio contra Karadima, Arteaga debió hacer una declaración, que sin embargo no consiguió aquietar las aguas, como esperaba.
«Se ha tratado de un tiempo y de un proceso largo y muy doloroso, en el que muchos han experimentado grandes sufrimientos, que me han conmovido profundamente. Solidarizo especialmente con quienes han sido más directamente afectados (…).
Tal como he intentado vivir en todo el ministerio sacerdotal y episcopal, declaro mi completa y filial adhesión a los dictámenes de la Santa Sede, en profunda comunión eclesial, y en concreto a este decreto (…).
Lamento de corazón que palabras o actitudes mías han significado dolor y sufrimiento a quienes han sido afectados en este caso. Me da mucha paz el enfrentar la verdad, la justicia, especialmente en el contexto de la caridad, que es criterio esencial de la vida del cristiano».
Arteaga fue muy cuidadoso en este texto. Nunca mencionó las palabras «víctimas» ni «culpable». Ni siquiera dijo el nombre del acusado. Tampoco expresó la fórmula «abusados sexualmente por el padre Karadima» ni ninguna de las variantes que la justicia vaticana había empelado en su fallo. Habló de «afectados». Y como sostuvieron los denunciantes y sacerdotes críticos, afectados podían ser Karadima y él mismo, quien sin duda estaba golpeado por las presiones para que renunciara a la UC.
El sacerdote Jaime Barros, que vivía con Arteaga en la parroquia Santa Marta, le preguntó al obispo por qué en su declaración no dijo «víctimas»: «Arteaga me contestó que fue porque algunas personas se sienten incómodas u ofendidas si se les trata de víctimas», relató Barros a los autores.
En la declaración no mencionó tampoco las amenaza que le hizo a Murillo sobre los buenos abogados con los que chocaría si seguía repitiendo que el sacerdote lo había toqueteado; ni las misiones que llevó a cabo en favor de Karadima, como la intervención ante Escudero, para desacreditar los testimonios de Hamilton y Murillo que paralizaron la investigación eclesiástica por años.
Fue el propio cardenal Francisco Javier Errázuriz quien puso ese último tema en el debate público, pues, para defenderse de las fuertes críticas que recibía, hizo varias declaraciones ofreciendo disculpas y finalmente dijo que había sido mal asesorado. En una entrevista a Qué Pasa señaló que lamentaba haber suspendido las pesquisas en contra de Karadima por casi 6 años. Y agregó, a modo de explicación, que mientras el investigador eclesiástico, Eliseo Escudero, le decía que las denuncias eran gravísimas, otra persona argumentaba en sentido contrario. «Pedí y sobrevaloré el parecer de una persona muy cercana al acusado. Mientras el promotor de justicia pensaba que era verosímil la acusación, esta otra persona afirmaba justamente lo contrario».
Errázuriz no identificó a Arteaga pero todos en la iglesia supieron que se refería a él. Luego, cuando el diario La Tercera publicó citas del fallo eclesiástico esto quedó confirmado[17].
La molestia por la poca claridad de las palabras de Arteaga ante un hecho que no permitía dos lecturas, se volvió una preocupación mayor en el Arzobispado al unirlas a las declaraciones de Horacio Valenzuela, obispo de Talca. En entrevista con Radio Bío Bío el prelado señaló que el fallo de El Vaticano era una suerte de primera instancia y por lo tanto los cargos que se le imputaban a Karadima no podían ser reconocidos todavía: «Estrictamente hay un juicio civil abierto y todavía falta una apelación en el juicio eclesiástico», dijo. Agregó que por eso «mientras no terminen los juicios no podríamos reconocer la sentencia».
El intento de moderar la fuerza y validez del fallo fue calificado de «temerario» por tres autoridades de la Iglesia Católica, quienes dijeron a los autores de este libro que «con sus declaraciones, Valenzuela se puso al borde de la desobediencia». Para la Iglesia el fallo leído por Ezzati era una condena, no una sentencia de primera instancia. La sentencia podía revisarse: pero en ese momento Karadima estaba condenado y los católicos debían aceptar eso.
Las reacciones de Arteaga y Valenzuela y los silencios de otros dos obispos de la Pía Unión –Koljaticv y Barros– que habían sido vehementes defensores de Karadima, despertaron preocupación en muchos que habían creído que estos prelados aceptarían el dictamen vaticano y solidarizarían con las víctimas. Pero ni las pruebas exhibidas ni la opinión de Roma parecían suficientes para ellos. En el Arzobispado estaban cada vez más sorprendidos del control de Karadima, que hacía que los obispos, enfrentados a evaluar los hechos y a decidir en conciencia, terminaran optando por la obediencia a su guía, contra todas las pruebas y evidencias.
La presión para que Arteaga abandonara su puesto aumentó tras la declaración, a pesar de que contó con importantes defensores como Joaquín Silva Soler, decano de teología de la UC y Juan Ignacio González, obispo de San Bernardo. Este último, entrevistado en La Segunda, dijo: «Para mi monseñor Arteaga ha sido un excelente obispo y amigo. Creo que esta especie de romper vestiduras por las palabras de cercanía de monseñor Arteaga al padre Karadima es muy farisaica y alguna prensa la ha magnificado».
¿Se puede poner en entredicho la gestión de los obispos que fueron formados por Karadima?- le preguntó un periodista de La Segunda a González.
-Los conozco bien en estos años de servicio episcopal y creo que solo alguien que no comprende ni conoce bien la Iglesia puede pensar así. Son hombres de vida interior y trabajo pastoral incesante y han empeñado su vida en sacar adelante su diócesis, sé que están sufriendo, pero también sé que saben darle sentido a ese sufrimiento[18].
La ayuda del prelado del Opus Dei no fue suficiente. El 8 de marzo Ezzati le pidió la renuncia a Arteaga a su cargo como vicecanciller de la Universidad Católica, con lo que Karadima perdía el control que había tenido sobre esa casa de estudios. Arteaga se mostró manso en la despedida: «Estoy tranquilo, muy contento también esperando que el Arzobispo me dé nuevas tareas».
Esas tareas sin embargo nunca llegaron. En parte por el descrédito y en parte por una enfermedad neuronal (aparentemente Parkinson) que se le acentuó tras el estallido del caso Karadima, Arteaga permaneció desde entonces fuera de la exposición pública. Una de sus últimas apariciones quedó registrada en una foto publicada en El Mercurio. Arteaga está en la Catedral de Santiago durante la comunión en la misa del Domingo de Ramos. Pese a la gran cantidad de público nadie hace fila delante suyo para recibir la comunión. Un poco más allá el cardenal Ezzati tiene una larga fila de personas que atender. Arteaga, solo, mira las ostias. Dice la lectura de la foto: «En la misa del domingo de Ramos oficiada en la catedral Metropolitana, el obispo auxiliar de Santiago, Andrés Arteaga, se ubicó en la nave central para dar la comunión a los fieles, junto al Arzobispo de Santiago, Ricardo Ezzati. Sin embargo, los feligreses se aglomeraron para recibir el Cuerpo de Cristo de manos de monseñor Ezzati y de otros dos sacerdotes. Después de un rato, Arteaga se retiró de su puesto y volvió a su sitio en el presbiterio. Algunos de los presentas atribuyeron lo sucedido al impacto que ha tenido en la feligresía el caso Karadima»[19].
Morales resistió más tiempo los embates. Pero fue solo para sumar un escándalo más al currículum de El Bosque. En marzo apareció en los tribunales Gabriel Moreno, joven ingeniero que se había formado en El Bosque en los años ’90, y acusó a Morales de haberle recetado antidepresivos en dosis más altas de lo recomendable para su edad. Fruto de esa medicamentación había sufrido pérdida de memoria y luego una crisis que lo hizo internarse en un hospital. La medicamentación, acusó el joven, fue acompañada de una fuerte presión para que siguiera yendo a la parroquia bajo la amenaza de que si no, se condenaría su alma. Según relató Moreno, antes de darle la receta, el sacerdote lo hizo desvestirse para examinarlo, diciéndole que «por esta vez» no le revisaría los genitales.
La denuncia fue publicada a comienzos de junio de 2011 por La Segunda. En la misma nota en que Morales reconocía haberle expedido recetas, anunció también que había decidido abandonar El Bosque.
El domingo 19 de junio Ezzati, rodeado de 40 sacerdotes, ofició la misa con que Morales dejó el Bosque y fue remplazado por el sacerdote Carlos Irarrázaval. En esa ceremonia en que se puso fin oficial al imperio de Fernando Karadima, no se pronunció su nombre.
Ezzati se ubicó al medio del altar y cuando el Arzobispo de Santiago comenzó su sermón, un silencio cargado de señales imperó en el templo:
«Queridos hermanos, una comunidad debe ser unida, porque ahí donde está la división está presente el diablo, que quiere separar, que quiere dividir. Solamente cuando en una comunidad se crea comunión, ahí está presente el espíritu que hace de esa comunión una imagen y un signo de Jesús en el altar».
«Padre Carlos, quisiera pedirte como primera gran tarea de tu ministerio pastoral que seas un pastor que une, un pastor que crea comunión, un pastor que sabe apreciar los dones de los hermanos y los conjuga para el bien de toda la comunidad. Un pastor que busque por encima de todo crear en la comunidad visible de la Iglesia esa virtud fundamental de la comunión que distingue a la Trinidad Santa. La meta ciertamente es muy alta, pero esta es la meta que el Señor te propone vivir como párroco de esta comunidad…»
Tratar a los jóvenes con respeto y guiar a los adultos por el recto camino, fueron las palabras que escogió Ezzati para referirse al pasado que debía quedar atrás. Morales escuchaba con la cabeza gacha, sintiendo las miradas de los fieles sobre su él. Lo que venía no le dio tregua.
«En segundo lugar, no sería honesto si el obispo que habla a esta comunidad parroquial no hace una referencia explícita al dolor del que la comunidad eclesial del Sagrado Corazón ha vivido y vive. El dolor, el sufrimiento desde la perspectiva evangélica, es siempre camino para una vida nueva. El dolor en la perspectiva del evangelio de la fe es siempre redentor. El dolor purifica. El dolor purifica nuestras intenciones y las hace cada más explicitas en la línea del evangelio del Señor, y por eso quisiera pedirte que acojas el dolor de la comunidad, que lo acompañes y que hagas de ese dolor un dolor redentor, un dolor que crea vida nueva…»
El nuevo rumbo de El Bosque, Ezzati lo dejó explícito en la parte final de su sermón, dirigida al nuevo párroco Carlos Irarrázaval. Ya no habría espacio ni para sectas ni para falsos santos: «Finalmente quisiera hacer presente una última cosa. En la sacristía, antes de iniciar la celebración, el padre Carlos ha renovado su profesión de fe delante del obispo. He querido, en cambio, que la profesión de fidelidad a la Iglesia la hiciera aquí públicamente, delante del obispo y delante de la comunidad, porque la parroquia es una porción de la iglesia diocesana. Porque el párroco rige una comunidad pastoral en nombre del obispo. Porque alrededor del obispo todas las comunidades están llamadas a vivir en la unidad y están llamadas a hacer destinos del señor Jesús…»
Cuando Ezzati terminó, la profunda emoción de los fieles invadió el templo hasta estallar en un prolongado aplauso. El órgano y Francisco Márquez, el hombre que marcó con su voz las misas de Karadima, dieron paso a un canto acompañado de guitarras, sonido inédito en esa parroquia. La misa había concluido.
El innombrable no sólo había sido Karadima, sino también Morales. Después de servir cinco años como párroco, abandonaba El Bosque sin una sola palabra de agradecimiento. Sentado junto a Francisco Javier Errázuriz Huneeus, Panchi, el sacerdote que conoce todos los secretos de Karadima y de quien éste se burlaba y humillaba, ni siquiera ayudó a dar la comunión.
Tras la misa, en el salón parroquial hubo un encuentro informal de Ezzati y el nuevo párroco con la comunidad. Y allí se pudo ver grupos molesto por el desaire a Morales. Aunque el desalojo de la iglesia había terminado, la convicción en las mentes de muchos fieles demoraría mucho más en cambiar, si es que alguna vez lo hacía. Tal vez el mejor testimonio lo brindó Pedro Manuel Bulnes del Valle, joven feligrés de El Boque que declaró ante la ministra González luego de que El Vaticano refrendara, el 22 de junio de 2011, la condena en contra de Karadima:«En mi opinión, la decisión tomada por Roma debe estar influenciada por las luchas de poder interna de la Iglesia chilena. No creo que sea verdad lo que se ha denunciado en contra del padre Fernando pese al decreto del Vaticano, ya que los documentos que llegaron al Vaticano fueron recolectados por sacerdotes que participan en luchas de poder y por lo tanto la Iglesia puede haber cometido ese error ya que los antecedentes que le entregaron estaban influenciados»[20].
¿Cuántos sacerdotes pensaban igual? Imposible saberlo. Los prelados que seguían perteneciendo a la Pía Unión definieron su posición tan tarde, que en su actitud parecía influida por el miedo a un castigo del Vaticano y no por la convicción de que Karadima era culpable.
El gestor de la ruptura final fue Samuel Fernández, quien junto a otros sacerdotes hicieron gestiones para que Morales, Ossa y Söchting salieran también del edificio en llamas. Pero se negaron. «Ellos decidieron quedarse hasta el final, decidieron quemarse con la torre», dijo a los autores de este libro un religioso de El Bosque que aunque se siente completamente separado de ellos, no puede olvidar los años de formación y la amistad que compartieron.
El texto de ruptura con Karadima lo enviaron 15 sacerdotes a Ezzati, mientras se realizaba la asamblea plenaria de los obispos en Punta de Tralca. Las palabras prohibidas aparecieron. Incluso el nombre del maestro.
«Cada uno de nosotros, a distinto ritmo, ha vivido un proceso interior muy doloroso para tomar conciencia de la real dimensión y el significado de los hechos sancionados por la Santa Sede, referidos al padre Fernando Karadima. De acuerdo a nuestra experiencia, inicialmente nos resultaba muy difícil creer, y ahora queremos escuchar, acoger y acompañar a quienes tanto han sufrido. Hemos requerido de mucho tiempo para recorrer este largo y difícil camino a la luz de la investigación y la realidad de los hechos. Hoy quisiéramos dar señales claras de nuestro dolor. Hacemos nuestro el dolor de las víctimas, y queremos acompañarlos con respeto y solidaridad.
Además, lamentamos mucho que estos hechos hayan repercutido tan negativamente en nuestra sociedad y en nuestra arquidiócesis. Por eso, como sacerdotes de su clero, le reiteramos nuestro deseo de trabajar por la comunión en nuestra querida Iglesia de Santiago. Con sinceridad y humildad, quisiéramos dejarnos conducir por usted para iniciar un camino de renovación y de profundización de nuestro ministerio sacerdotal»[21].
Tras oficializar su ruptura, buena parte de los 15 sacerdotes ocupó los días reuniéndose con los curas que se alejaron primero de Karadima y restableciendo vínculos y confianzas quebrantadas por ocho meses intensos que cambiaron para siempre sus vidas.
También se acercaron a los denunciantes James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo. Y les ofrecieron disculpas. Algunos, con lágrimas en los ojos, como Samuel Fernández. Las disculpas de este fueron aceptadas; otras requirieron más tiempo y más explicaciones. Rodrigo Polanco le envió un correo electrónico a Juan Carlos Cruz para restablecer contacto. Cruz le respondió que después de la persecución y descalificaciones a las que él lo sometió, no podía pretender arreglarlo todo con un correo electrónico[22].
Tres días después cuatro obispos de los cinco obispos[23] formados por Karadima se sumaron al desbande a través de un comunicado público:
«Con gran dolor hemos asumido la sentencia que declara su culpabilidad en graves faltas sancionadas por la iglesia. Como tantos, hemos conocido con profundo asombro y pena estas situación y sus diversos y múltiples efectos.
Queremos manifestar nuestra solidaridad y cercanía con las víctimas, sus familias y con todas las personas que por estos tan tristes acontecimientos han sufrido y se han escandalizado. Cada uno de nosotros ha sido duramente impactado por esta tan lamentable situación y hemos también vivido jornadas muy tristes.
Junto al Santo Padre reiteramos nuestro más absoluto rechazo y dolor por cualquier actitud impropia de un consagrado.
Rezamos junto a nuestra amada Iglesia para que Dios nos conceda el don de la paz, que nace de la verdad y nos lleva a la reconciliación».
De los obispos, por cierto, se esperaba más que eso, pues los denunciantes los situaban siempre en el corazón de sus tragedia. El obispo Koljiatic le hacía arrumacos a Karadima, según contaron Hamilton y Cruz; y de acuerdo a la denuncia de Murillo, la vez que Karadima quiso masturbarlo, Koljatic sabía lo que iba a pasar y se fue, dejándolo solo. El obispo Valenzuela, según narró Francisco Gómez Barroilhet, era experto en esquivar las manos y los besos de Karadima y daba saltos eléctricos cada vez que el sacerdote le tocaba el trasero; y de acuerdo con lo señalado por Luis Lira y Cruz, estuvo en los duros juicios a los ellos que fueron sometidos. El obispo Barros, por su parte, fue acusado por Gómez de romper la carta que en 1984 le enviaron al Arzobispo Franciso Fresno un grupo de feligreses en la que le advertían de cosas extrañas que pasaban en el Bosque. Y escribió, según acusó Cruz, la carta que llegó al Seminario y en la que lo acusaban de haber acosado sexualmente a Guillermo Ovalle y a Gonzalo Tocornal. Varios testigos lo identificaron también como parte de los juicios que Karadima organizaba para que algún discípulo hiciera su voluntad.
Además los cuatro, según dijo James Hamilton, fueron «regalías máximas» de Karadima en distintos periodos y muchas veces se quedaron hasta tarde en la pieza de Karadima que no era el reino del espíritu sin de la carne; y presenciaron y sufrieron –también según varios testigos– besos cuneteados, bromas de doble sentido y apodos afeminados. Todos padecieron las confesiones en la pieza y debieron enfrentarse al Karadima inquisidor que les preguntaba sobre sexo insistentemente. Es evidente, además, y así lo atestiguan varios sacerdotes y laicos, que los cuatro obispos probaron alguna vez su ira, fueron objeto de la ley del hielo y debieron ignorar a alguien pues el «santo» lo ordenaba.
Peor: todos estuvieron disponibles para realizar las tareas que Karadima mandaba. Algunas eran riesgosas, como el viaje al El Vaticano que emprendieron dos de ellos poco antes de la entrega del primer fallo en contra de Karadima para insistir en la inocencia de su maestro y para alegar que el cardenal Francisco Javier Errázuriz había perdido el control del Arzobispado.
Una misión inútil porque al llegar a Roma, los dos obispos chilenos se encontraron con que el hombre con más poder en El Vaticano después del Papa, Ángelo Sodano, el decano del colegio cardenalicio y ex secretario de Estado, había perdido casi todo su poder. El que fuera nuncio apostólico en Chile en los años 80 y se reuniera frecuentemente a solas con Karadima, al punto de que uno de los salones de la parroquia pasó a llamarse «la salita del Nuncio», había caído en desgracia. Sólo meses más tarde, en julio de 2011, se sabría que el estallido de abusos sexuales que enfrentaba la Iglesia Católica en el mundo lo había salpicado.
Otras tareas que los obispos de Karadima debieron cumplir, eran más miserables. Como la que realizaron Arteaga y Barros cuando un sobrino del mandamás de El Bosque, Felipe Karadima, renunció al sacerdocio. El joven alegó que su tío Fernando lo había presionado para ordenarse. El padre del joven –Sergio Karadima–, respaldó a su hijo, cosa que indignó al sacerdote. Según contó a los autores de este libro uno de los hermanos de Karadima, el cura envió a Arteaga y Barros a hablar con la familia para que le hicieran la ley del hielo a Sergio. Como muchos dependían económicamente del cura y le tenían miedo, obedecieron a los obispos.
Cuando fueron interrogados por la jueza Jessica González, los obispos negaron todos estos episodios.
Tomislav Koljiatic dijo: «No sufrí ni vi toquecitos en los genitales, los besos en la boca y el lenguaje vulgar y grosero. Yo era muy cercano y amigo del padre Fernando. Su madre era la madre reina, había un ambiente muy agradable y por ser un ambiente de jóvenes a veces no poníamos sobrenombres, a mi me decían Tomy o Flaco (…) Estuve presente en alguna corrección fraterna, pero no vi la dirección espiritual del padre Fernando entrando en aspectos que no fueran espirituales. Sí es efectivo que habían expresiones de cariño del padre hacia mí como que alguna vez yo colocaba mi cabeza en su pecho, como lo hacía con mi papá. Eso ocurría en el comedor, no en su pieza (…) Nunca vi que el padre Fernando le quitara su afecto a alguno y que eso significara que sus dirigidos se distanciaran de esa persona».
Horacio Valenzuela sostuvo: «Siempre vi que saludaba de beso en la mejilla, nunca vi tocaciones en los genitales, a lo más una palmada en las nalgas. Nunca sufrí los besos cuneteados. Lo manifestado por Gómez Barroilhet es falso. (…) Respecto de la forma en cómo ejercía la dirección espiritual hay que considerar el carácter fuerte del padre Fernando lo que lo llevaba a corregir severamente con el fin de educar: mi experiencia es que esto no fue para ejercer presiones, control y manipulación indebidas. A mí me corrigió hartas veces y lo agradezco. Todos éramos personas adultas y si alguno se sintió incómodo podía alejarse. (…) Mi opinión de los hechos es de acatamiento a lo que diga la Santa Sede. (…) De haber visto lo que se señala no habría llevado a mis sobrinos que son mi “regalía máxima”».
Juan Barros, el obispo castrense, fue el peor. Dijo más de 20 veces «no recuerdo» en su declaración. La carta de 1984 que según Gómez Barroilhet él había roto, no la recordó. Tampoco, «haber estado presente una corrección fraterna a Luis Lira, no al menos en los términos que él describe, grotesca y dañina para él». No recordó que Karadima se opusiera al ingreso al Seminario de Cruz ni de haber participado en una reprimenda a este denunciante en la que se le dijo que tenía «tejado de vidrio». Tampoco recordó la carta que Cruz leyó, y en la que Barros lo acusaba de haber acosado sexualmente a Guillermo Ovalle y a Gonzalo Tocornal; tampoco recordó al reprimenda pública a Juan Debesa, «por conversar con personas ajenas a El Bosque»; ni la que le hicieron con Arteaga a James Hamilton, cuando se negaba a ir a la pieza de Karadima. Barros dijo acatar el fallo vaticano. Y agregó que si durante 30 años estuvo vinculado a El Bosque, «fue porque vi algo positivo en ello, sin perjuicio de que haya habido cosas que no me gustaran como el mal genio del padre Fernando».
Es por estas declaraciones, contradictoras con la realidad probada en las investigaciones, que hasta la fecha en que se escribe este libro persisten las dudas respecto a la sinceridad del quiebre de los cuatro obispos con Karadima.
En los hechos la Pía Unión Sacerdotal, que durante años se impuso como el modelo correcto de formación espiritual, continuó bajo sospecha, y por ello en las designaciones de vicarios que hizo Ezzati en 2011 no nombró a ningún sacerdote de ese grupo. Ni de los que se fueron primero ni de los que ese marcharon a última hora. Una fuente del Arzobispado dijo a los autores que, descontando a los obispos que son nombrados por El Vaticano, durante mucho tiempo no habrá nadie formado por Karadima en ningún puesto de responsabilidad en la Iglesia chilena.
Más aun, según esas mismas fuentes la intervención de la Pía Unión que ordenó El Vaticano, y que se materializará a través de uno obispo uruguayo, probablemente determinará el fin de esa entidad y el traspaso de sus bienes al Arzobispado.
«No será una intervención de la Pía Unión sino su extinción», anunció a los autores de este libro una alta fuente del Arzobispado.
Una semana antes de la misa que puso el punto final al dominio de Karadima en El Bosque, un inusitado movimiento rompió la calma de la poco transitada calle Juan de Dios Vial, frente al ingreso trasero de la parroquia. A través de esa puerta, que por décadas vio a los jóvenes más íntimos del cura salir de madrugada cargando pensamientos angustiosos, entraron la mañana del sábado 11 de junio de 2011 siete personas mayores: los hermanos del sacerdote.
Venían a abrir otra puerta que había sido resguardada con más esmero que la del propio templo: la puerta de la casa que habitó Elena Fariña y que desde el día de su muerte, el 17 de marzo de 1997, fue mantenida como un santuario inexpugnable por orden de su hijo sacerdote. Solo Fernando Karadima podía entrar ahí. Y también la señora Silvia Garcés, la cocinera a quien Karadima le dio 29 millones de pesos y que hacía el aseo. Ninguno de sus hermanos había ingresado a esa casa en 14 años. La orden de que nadie entrara se cumplió incluso después que el sacerdote se fuera a su lugar de reclusión, pues Juan Esteban Morales no permitió que nadie violara la voluntad de su mentor.
Los hermanos llegaron a desocupar la casa de Elena Fariña y repartirse sus bienes.
El inmueble estaba igual a como la dejó la difunta. Los mismos adornos, en la misma posición, las fotos de los hijos, entre ellas, la de Fernando con el Papa Juan Pablo II, la que más apreciaba y que lucía en un lugar de honor de la residencia. Y también los muebles, pinturas y adornos, muchos de los cuales conocían desde niños, cuando vivían en calle Salvador, antes de que Fernando fuera sacerdote. Había también gran cantidad de objetos finos y ropas que no correspondían a los ingresos de una mujer que siempre había sido dueña de casa. Eran regalos que le hacían sus hijos y sobre todo Fernando, quien, de sus vacaciones anuales a Europa, siempre le traía algo costoso para tratar de ganarse su afecto.
El reparto que hicieron de las cosas de Elena fue de común acuerdo. Cuando un objeto le interesaba a más de uno, se rifaba. Así, por lo demás, estaba indicado en el testamento que ella mandó a redactar el 9 de abril de 1985. Sus objetos personales eran para todos. Lo único que dejó con nombre y apellido fue el gran bien que poseía: un departamento en la calle Padre Restrepo que el cura vendió en 2 mil UF en 2010, (unos 42 millones de pesos) justo antes de que se iniciara el escándalo. Ese departamento se lo heredó en forma exclusiva a Fernando Karadima.
En las conversaciones que los hermanos tuvieron luego de la reclusión de Fernando, algunos aseguraron que siempre pensaron que ese testamento era falso. Especialmente las palabras de gratitud de Elena por su hijo. Pero no lo imputaron en su momento porque le tenían miedo a Fernando Karadima. Miedo por el poder que ostentaba, capaz de dividir a las familias; miedo porque varios de ellos recibían ayuda económica de su parte; y miedo porque siempre estaba hablando de su malestar al corazón «y todos temíamos que si peleábamos con él, le diera un ataque o simulara un ataque y nos echara la culpa», asegura un hermano del sacerdote.
La familia cedió a todas las presiones de Fernando. Como en las películas de magia donde los hechizos se deshacen con la muerte del brujo malvado, la reclusión del sacerdote permitió a su familia volver a la normalidad. Le pidieron perdón a Sergio por haberlo dejado solo cuando Fernando mandó a sus obispos a ordenar que no le hablaran. Y el sacerdote Gonzalo Guzmán, que por orden de Karadima llevaba 10 años alejado de sus padres Elena Karadima y Sergio Guzmán, volvió a casa. Por supuesto, varios sentían angustia pues ya no podrían volver a contar con las ayudas financieras de su hermano sacerdote, ayudas que salían probablemente de los fondos parroquiales. De hecho el citado Gonzalo Guzmán fue el último en recibió una dádiva de Karadima: un fundo avaluado en 130 millones de pesos llamado El Rincón del Olivar y ubicado en la zona de Requínoa, Rancagua. La propiedad era una regalía que el Arzobispado de Rancagua le entregaba al sacerdote para que lo arrendara y así pudiera mantenerse económicamente. El anterior tenedor del terreno había sido el sacerdote Fidel Araneda Bravo, muy amigo del tío de Karadima, Pío Alberto Fariña. Este, al morir lo traspasó a Karadima quien decidió entregarlo a su sobrino Gonzalo cuando ya se había iniciado la investigación eclesiástica en su contra.
Desde el fallo de El Vaticano y hasta el reparto de las pertenencias de Elena Fariña la familia no supo nada del sacerdote. Solo Jorge, el hermano mayor, habló con él para avisarle que habían decidido repartir las pertenencias de su madre. Fernando le dijo que no quería nada, salvo sus fotos. El silencio entre él y la familia no era nuevo. Un pariente cercano asegura que ninguno de los hermanos tenía su celular. Que para llamarlo había que llamar a la parroquia, dejar recado y él llamaba de regreso, cuando lo estimaba conveniente.
A la misma hora en que la casa de Elena se vaciaba, Francisco Costabal, presidente de la Acción Católica, el laico más fiel a Fernando Karadima, coordinaba la ultima parte del desalojo: liberar las dos piezas donde el sacerdote tenía sus cosas.
Costabal entró un camión por el protón de en frente, que da a la calle El Bosque, y durante las siguientes horas muebles diversos y enormes cajas fueron llenando el vehículo. Allí iban los libros que coleccionaba Karadima y que nunca abrió, pues tenía a Arteaga para que le hiciera resúmenes que citaba en sus prédicas; iban los relojes de péndulo que coleccionaba con avidez y que, según le dijo a Murillo, lo hacían pensar en la eternidad del infierno; también los equipos de música que acumuló y las cajas con medallas que prodigaba entre quienes se disputaban sus favores.
Ni en su peor pesadilla Karadima imaginó un final como este.
Verónica Miranda dijo a los autores de este libro que el sacerdote «siempre nos decía que su mayor terror era quedarse solo». Ahora, el hombre que Arteaga imaginó convertirse en santo, el cura que ideaba auto homenajes, el mismo que tenía una corte de disciplinados seguidores a su servicio, estaba solo, en un convento, mientras las que fueron sus víctimas comenzaban a reconstruir sus vidas y se preguntaban cómo fue que cayeron en algo tan demencial.
A medida que los meses pasaban y que la investigación de la ministra Jessica González mostraba las dimensiones de la locura que Karadima organizó en El Bosque, empezó a cuajar otra pregunta, tal vez la última y más importante: ¿Todas las victimas de Karadima salieron a la luz? ¿Hasta cuándo fue que el sacerdote toqueteó y abusó de jóvenes?
A mediados de octubre de 2011 la jueza González cerró la investigación sin procesar a Karadima. La decisión de la jueza fue celebrada con júbilo en la Parroquia Nuestra Señora de la Paz, ubicada en calle Echeñique, en La Reina. Allí llegó a vivir Diego Ossa, bajo el amparo del párroco José Miguel Fernández, un sacerdote también formado en El Bosque y que al igual que Ossa y Julio Söchting, se negó a firmar cualquier declaración de aceptación del fallo vaticano que condenó a Karadima. Otros jóvenes de la Acción Católica de El Bosque se les unieron. Un celular manejado con absoluta discreción, como si fueran soldados de una guerra religiosa, le permitía al grupo mantener contacto permanente con su director espiritual.
«Ser manso como un cordero y astuto como una serpiente», era la frase bíblica que le Diego Ossa le reiteraba a su protegido Oscar Osben[24]. La frase se la escucharon otros sacerdotes y laicos de El Bosque, quienes la recordaron cuando observaron que el pequeño círculo que se quedó hasta el final junto a Karadima empezó a reagruparse en la Parroquia Nuestra Señora de la Paz. Era una señal de que la secta de El Bosque no había desaparecido.
Mientras se cerraba este libro la ministra Jessica González emitió su resolución final[25] acreditando todos los delitos por los que fue acusado el sacerdote Fernando Karadima. «Los antecedentes probatorios reunidos en esta investigación y los hechos justificados en la causa, permiten establecer que las conductas constitutivas de delito tuvieron lugar entre los años 1980 y 1995», dictaminó la jueza. Para la historia quedará su detallado fallo de 84 páginas en el que citó todos los testimonios que le permitieron acreditar que Karadima había abusado de Fernando Batlle, James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Murillo, pero podía seguir tranquilamente con su vida, pues sus actos estaban fuera del alcance de la ley por una simple cuestión de tiempo.
Pese a las acuciosas indagaciones la jueza no encontró casos recientes. El último testimonio era el de Fernando Batlle, quien se retiró de la parroquia a mediados de los ‘90. La pregunta que dejó pendiente la ministra (y por eso hay tres sobreseimientos parciales) es si es efectivo que Karadima detuvo sus abusos deshonestos luego de que Batlle abandonara la parroquia. En la investigación no hay ningún hecho que acredite un milagroso cambio de actitud de Karadima a partir de 1995, Por el contrario, entre 1995 y 2006, Karadima fue omnipotente en la Iglesia Católica chilena, haciendo su voluntad en muchos niveles. Su poder llegó al extremo de que en 2006, cuando el Arzobispo Francisco Javier Errázuriz le pidió que dejara de ser párroco de El Bosque, él impuso a Juan Esteban Morales, «su regalía máxima». El abogado Hernán Arrieta, uno de los testigos que cita en su fallo final la ministra González, asegura que Karadima le confidenció que fue la forma de «quebrarle la mano» al cardenal, para que en El Bosque «nada cambiara».
Por supuesto no se puede condenar a nadie cuando faltan las víctimas. Y, sin embargo, esta historia parece cerrarse con la sombría sospecha de que en muchos hogares hubo víctimas que hablaron pero no contaron con la comprensión y apoyo que Verónica le brindó a James.
«Aquí nunca se va a conocer cuanta gente está involucrada, porque varios jóvenes que fueron abusados, y cuyos padres se enteraron, lo único que hicieron fue retirarse de la iglesia, pero no denunciaron por miedo a la vergüenza de la familia. Eran hijos de familias bien y eso les hizo que no denunciaran por vergüenza que salieran sus nombres», dijo Bernardo Castillo, nochero de El Bosque por más de 20 años, a los autores de este libro.
Es una hipótesis a considerar.
Sobre la última mudanza de Karadima hay que agregar un detalle. A pesar de que el camión que manejaba Francisco Costabal era amplio, no dio a basto para sacar todas las pertenencias del sacerdote en solo una jornada. El acarreo debió continuar el lunes en la mañana. Entonces, ayudado por Jorge Tote Álvarez, Francisco Márquez y otros tres jóvenes que seguían honrando a Karadima, Costabal cargó lo que quedaba casi sin intercambiar palabras con sus compañeros. Luego el vehículo salió de El Bosque furtivamente, sin homenajes ni llantos y se dirigió a su destino final: la bodega «Guardatodo.cl».
El desalojo había terminado.
[1]«Las razones de los acusadores de Karadima para no apelar a cierre del sumario», Juan Andrés Guzmán, CIPER, 26 de noviembre de 2010.
[2] Declaraciones publicadas en el diario The New York Times. James Hamilton luego señaló que éstas habían sido hechas en off the record.
[3]«Cardenal sobre alejamiento de Karadima de la parroquia: “Cualquier ser humano en situación de gran agobio quisiera tener un respiro”», La Segunda, 2 de septiembre de 2010.
[4] Un mes más tarde, el 22 de noviembre de 2010, Francisco Javier Errázuriz encabezó una ceremonia en la que la Iglesia pidió perdón por los abusos a menores cometidos por sacerdotes. «Queremos pedir perdón por todos aquellos que habiendo recibido la confianza del ministerio de la Iglesia, han ofendido a los más pequeños de nosotros». ¿Se quería referir a Karadima? Los gestos del Arzobispo Errázuriz parecían querer dejar satisfechos a las víctimas sin molestar al entorno del victimario.
[5] Carlos Peña el 27 de marzo de 2011 se refirió en duros términos a la labor del cardenal en este caso. En una columna en El Mercurio titulada «El caso Karadima-Errázuriz», sostuvo: «El encuentro entre Karadima (un perverso) y Errázuriz (un indolente), plantea varios problemas de interés público. El primero es de coherencia. La Iglesia Católica (luego del giro conservador que experimentó), enfatiza la ascesis sexual, prohíbe el divorcio, condena el uso del preservativo y execra la vida homosexual. Los católicos que son gays o lesbianas, los divorciados, los usuarios del condón o quienes practican el sexo orientado al placer y no a reproducirse, han debido soportar una y otra vez que Errázuriz les dijera, o insinuara, que sus vidas estaban torcidas. ¿Por qué –se preguntan ahora– Errázuriz fue tan severo con ellos y en cambio tan incrédulo con los denunciantes de Karadima al extremo de desoírlos durante años?».
[6] Hamilton, Cruz y Murillo apelaron el 20 de diciembre de 2010.
[7]«Los abogados de Karadima hablan ad portas del desenlace en la justica chilena y en la del Vaticano», Rocío Montes, El Mercurio, 26 de diciembre de 2010.
[8]Según el Código de Derecho Canónico, la pérdida del estado clerical puede decretarse por sentencia judicial o decreto administrativo, «no lleva consigo la dispensa de la obligación del celibato», aunque el sacerdote «pierde los derechos propios del estado clerical» y «queda privado de todos los oficios, funciones y de cualquier potestad delegada». En los hechos, se trata del paso previo a la excomunión.
[9] El cardenal Francisco Javier Errázuriz celebró su última misa como Arzobispo de Santiago el 9 de enero ante una Catedral Metropolitana repleta. Era su despedida. No mencionó a Karadima aunque pareciera haberse referido a él cuando dijo: «Intuyo que Dios permitió golpes poderosos para que nuestra misión pastoral la realicemos con mucha humildad».
[10] El Arzobispo Ricardo Ezzati dijo: «No quiero juzgar como la justicia civil ha intervenido en esto, pero tengo que decir que la justicia eclesiástica ha sido más eficiente».
[11] Fernando Karadima declaró ante la ministra Jessica González el 26 de mayo de 2011.
[12] Declaración ante la jueza Jessica González del 8 de abril de 2011. Todas las citas a Andrés Ferrada en este capítulo corresponden al mismo documento.
[13] Ante la jueza Jessica González, el sacerdote Andrés Ferrada señaló que mirando las cosas en perspectiva le parecía que los interrogatorios a los que lo sometía Karadima «se relacionaban con las denuncias de abusos sexual que ya a esa fecha existían en la iglesia, ya que recuerdo con certeza que cuando nos encontramos con Karadima en 2005, este me sugirió que lo que yo habría dicho o hecho estaría vinculado con que ciertas personas habría tomado contacto conmigo acerca de su comportamiento y me habrían referido situaciones acerca de él que me habrían escandalizado».
[14] En su declaración ante el fiscal Xavier Armendáriz el 22 junio 2010, el sacerdote Fernando Ferrada dijo: «El padre Fernando impone su voluntad confundiéndola con la voluntad de Dios y confunde la salvación con hacer su voluntad. Por ejemplo a mi me alejó de mi hermano Andrés dado que él se apartó de su influencia. La separación duró varios años y solo ahora hemos vuelto a hablar, dado que todo esto ha sido como un proceso paulatino de darme cuenta de lo que sucede».
[15] Ante el fiscal Xavier Armendáriz Juan Esteban Morales declaró que Karadima era su director espiritual desde 1978. «He compartido mi vida con él, tenemos una amistad de mucho respeto, como uno puede tener amistad con su padre biológico. Por lo mismo que lo conozco, de contacto directo, puedo decir que se trata de una persona de vida personal y sacerdotal intachable».
[16] Declaración ante la ministra Jessica González del 25 de mayo de 2011.
[17] La parte de intervención de Arteaga que quedó registrada en la investigación eclesiástica fue revelada en el reportaje «El testimonio con que el obispo Arteaga defendió a Karadima» de Patricio Carrera y Gabriel Vergara, publicado en La Tercera el 3 de abril de 2011. Según el artículo Errázuriz le solicitó por escrito a Escudero considerar la opinión de Arteaga y este «aseguró que Karadima tenía una vida pública intachable, que era un modelo estimulante como sacerdote católico y que, desde su punto de vista, el párroco estaba entregado a su misión de fe». Respecto de James Hamilton y de José Murillo, Arteaga habría dicho que «tenían conflictos vocacionales, profesionales y personales graves y aseguró que alteraban la realidad, mezclando cosas ciertas con hechos completamente falsos». A Murillo lo tildó de persona con «una desorientación vocacional» y «con necesidad de ayuda sicológica»: «una personalidad narcisista e intelectual». A Hamilton básicamente lo definió como un mal agradecido puesto que Karadima lo había ayudado financieramente con desprendimiento, incluso pagándole la beca de especialidad como médico y dijo que «se le dio la oportunidad para que saliera adelante y se reconciliara con su familia». Su motivo para irse de El Bosque, contó Arteaga «no fue otro que el ya citado enamoramiento por su cuñada».
[18]«Caso Karadima: obispo González y decano de teología UC defienden a monseñor Arteaga», Felipe Díaz, La Segunda, 22 de febrero de 2011. El obispo Juan Ignacio González, del Opus Dei, junto con defender a los obispos formados por Karadima criticó las declaraciones del presidente de la Corte Suprema, Milton Juica, quien dijo que la justicia chilena debía conocer la investigación eclesiástica y también, que le parecía que debía nombrarse un ministro en visita. Dijo Juica: «La regla general dice que cada vez que un juez necesita información que esté disponible en otra parte, esa información tiene que ser puesta a su disposición». González contestó: «No veo por qué tiene que meterse a opinar sobre esto el presidente de la Corte Suprema cuando es una cosa que están conociendo otros tribunales, ni menos que él mismo diga que tiene que haber un ministro en visita».
[19] El Mercurio, 18 de marzo de 2011.
[20] Declaración ante la ministra Jessica González del 31 de mayo de 2011.
[21] Los firmantes de esta carta fechada el 5 da abril de 2011 son Samuel Fernández, Nicolás Achondo, Cristián Hodge, Rodrigo Polanco, José Tomás Salinas, Javier Vergara, Jorge Merino, Francisco Cruz, Antonio Fuenzalida, Pablo Guzmán, Rodrigo Magaña, Gonzalo Guzmán, Jaime Tocornal, Juan Ignacio Ovalle y Pablo Arteaga. Inicialmente la carta la firmaba también Javier Manterola, pero a último momento pidió que retiraran su firma. Luego Manterola envió otro texto alejándose también de Karadima. Ossa, Söchting y Morales quedaron en silencio, lo fue interpretado como un respaldo tácito a Karadima.
[22] El 18 de mayo de 2010 Rodrigo Polanco concedió a CIPER una entrevista titulada «Quisiera pedirle perdón personalmente a Juan Carlos Cruz» en la que trataba de explicar su historia en El Bosque. Tiempo después el sacerdote logró reunirse con Juan Carlos Cruz y este aceptó sus disculpas. Sin embargo Polanco, con esa entrevista, no logró saldar todas sus deudas. Sus años como formador y rector en el Seminario dejaron huella en muchos seminaristas que escribieron duros comentarios sobre las disculpas ofrecidas por el sacerdote. El texto más duro lo enviaron los padres del seminarista Felipe Herrera Espaliat: «Somos los padres de un seminarista que en junio de 2005 fue expulsado del Seminario Pontificio Mayor de Santiago. Con espanto hemos seguido la investigación del caso Karadima, sufriendo con las víctimas de abusos sexuales y sus familias. Pero nosotros como familia también fuimos testigos del espantoso abuso de poder del que fue objeto nuestro hijo por parte del ex rector del Seminario, Rodrigo Polanco. Por eso nos indignan las inaceptables declaraciones que emitió a CIPER con motivo de su comportamiento hace 25 años con el señor Juan Carlos Cruz. Esa conducta persecutoria del presbítero no fue un hecho aislado en la década de los 80, sino un estilo que se consolidó impunemente cuando fue nombrado rector en 2002. Nuestro hijo fue uno de los muchos seminaristas que sufrieron el hostigamiento solapado de Polanco, revestido de búsqueda de santidad, pero basado principalmente en el asedio psicológico en contra de todos aquellos que no quisieran someterse plenamente al modelo promovido por El Bosque».
[23] El quinto obispo, Felipe Bacarreza, se distanció de Karadima a principios de los 80, sin que nunca aclarara el motivo. Pese a haber permanecido largo tiempo al lado de Karadima, no fue citado a declarar.
[24] Parte de la declaración de Oscar Osbén ante la Policía de Investigaciones en septiembre de 2010, en la investigación por el uso de los dineros de El Bosque.
[25] El texto íntegro del fallo de la ministra Jessica González, emitido el 14 de noviembre de 2011 se encuentra en CIPER (www.ciperchile.cl) así como más de 15 reportajes de investigación relacionados con este caso.