HABLAN LOS AUTORES DEL ESTUDIO SOBRE LA DERROTA DE LA POLÍTICA INDUSTRIAL
Cómo la elite torpedeó los intentos de sacar a Chile de su dependencia de las materias primas
12.04.2018
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HABLAN LOS AUTORES DEL ESTUDIO SOBRE LA DERROTA DE LA POLÍTICA INDUSTRIAL
12.04.2018
Así como un temblor inusualmente largo despierta en los chilenos el temor de que sea el inicio de un gran terremoto, cada vez que baja el precio del cobre emerge otro miedo: que nuevamente Chile haya perdido una oportunidad histórica. Y que así como en la época del salitre, o en el boom de los ‘80, una vez más no hayamos sabido aprovechar una bonanza circunstancial para mejorar nuestra habilidades productivas y seguir desarrollándonos.
Aunque escuchamos todo el tiempo sobre lo innovadores que son los emprendedores chilenos, lo cierto es que el 60% de nuestras exportaciones sigue siendo materias primas. Y la experiencia internacional muestra que, salvo excepciones, ningún país se transforma en desarrollado de esa manera. Hay varias razones, pero tal vez la principal es que los productores de materias primas saben hacer muy poco para ser desarrollados, como dijo el economista de la Universidad de Harvard Ricardo Hausmann a CIPER en 2015.
El punto es que las materias primas pueden sacar a un país de la pobreza pero, tarde o temprano conducen a lo que los especialistas llaman “la trampa del ingreso medio”: a medida que el país prospera y las personas mejoran su nivel de vida, a sus industria les resulta cada vez más difícil competir con los bajos costos de naciones más pobres.
En un reciente informe de la OCDE se dice, sin dar explicaciones, que Chile, Uruguay y Trinidad y Tobago ya salieron de esa trampa, de lo que se podría colegir que somos oficialmente un país desarrollado (ver página 33 del informe). La mirada más aceptada, sin embargo, es que seguimos en ella y que para seguir desarrollándonos necesitamos hacer algo que no hemos hechos: mover las inversiones desde emprendimientos basados en mano de obra barata a otros que emplean más tecnología y trabajadores mejor preparados, y que, por lo tanto, generan bienes y servicios más valiosos.
Ese salto productivo no se da automáticamente. Por el contrario, es tan difícil de lograr que de los 101 países de ingreso medio en 1960, solo 13 se habían graduado como desarrollados en 2008,según un estudio del Banco Mundial (ver página 12 del informe). Lo frecuente es que los países que van camino al desarrollo no lo logren. Como en el cuento de la Cenicienta, el hechizo de las materias primas termina en algún momento de la noche. Y el paso de estar en el baile de palacio a vestirse con andrajos puede ser abrupto, como lo muestra nuestra historia.
Un reciente estudio examina las causas que han frenado el desarrollo de una política industrial en Chile e identifica la responsabilidad que le ha cabido a los gobiernos de la Concertación, a la elite económica y a la primera administración de Sebastián Piñera.
Es tan difícil llegar al desarrollo que de los 101 países de Ingreso medio en 1960, solo 13 se habían graduado como desarrollados en 2008, según un estudio del Banco Mundial”.
El estudio se titula El poder empresarial y el Estado mínimo: la derrota de la política industrial en Chile (Business power and the minimal state: the defeat of industrial policy in Chile) y fue publicado en diciembre de 2017 por los cientistas políticos Tomás Bril-Mascarenhas y Aldo Madariaga, en el Journal of Development Studies.
La investigación analiza a fondo el intento de las administraciones de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet por generar un Fondo de Innovación para la Competitividad (FIC) que obtuviera recursos del boom minero y redestinarlos a desarrollar industrias innovadoras a través del Consejo Nacional para la Innovación y la Competitividad (CNIC). El estudio describe cómo las grandes empresas torpedearon el proyecto en el Congreso, limitaron su aplicación y cómo finalmente en el primer gobierno de Piñera se desmanteló esa iniciativa.
El estudio precisa que, salvo por el icónico caso del CNIC (que se detallará más adelante), la constante ha sido que ni el Estado ha promovido las políticas industriales ni las empresas las han demandado.
Bril-Mascarenhas dijo a CIPER que, por una parte, la Concertación tenía equipos técnicos convencidos de que era necesario impulsar políticas que sacaran a Chile de su dependencia de las materias primas, pero nunca quedaron en posición de influir sobre el Ministerio de Hacienda, que es el lugar desde donde se fijan muchas prioridades políticas desde el Consenso de Washington. Hacienda siempre fue dominado por las facciones más ortodoxas que “impulsaron disciplina fiscal, libre comercio y rechazaron la intervención económica del Estado”, afirman los académicos en su estudio.
Por otra parte, las elites económicas chilenas, que con su enorme poder tienen fuerza para hacer que sus necesidades sean satisfechas por el Estado, no demandaron políticas industriales. Más aún, las torpedearon. Bril-Mascarenhas sostiene que, en ese punto, la elite chilena es muy extraña en el contexto latinoamericano, donde usualmente sí piden políticas para sus áreas.
Bril-Mascarenhas sugiere que esta inusual aversión puede deberse a que en Latinoamérica “no encuentras otra elite tan firmemente anclada en el pensamiento económico de Chicago”, lo que probablemente se potencia en “los círculos cerrados donde se forma la elite chilena y que refuerzan la doctrina de Chicago sobre el Estado”.
Citando al politólogo norteamericano Ben Ross Schneider, Bril-Mascarenhas alude a una tercera explicación: la economía latinoamericana –y particularmente la chilena- está dominada por unos pocos grandes grupos que tienen negocios muy diversificados, son como un portafolio de inversiones con intereses muy diversos. Así, cuando les va mal en un sector (por ejemplo, el cobre) tienen ingresos por otros sectores (pesca, retail).
-Esa estructura de negocios está tan bien hecha que esos grupos no necesitan una transformación productiva para mantener su alto nivel de rentabilidad -dijo Bril-Mascarenhas a CIPER.
De hecho, como lo describe Schneider en su libro “El capitalismo jerárquico en Latinoamerica”, la elite chilena usó el reciente boom de los commodities para acrecentar su participación en las materias primas y no como trampolín hacia negocios más productivos.
Para seguir desarrollándose los países necesitan mover las inversiones desde emprendimientos basados en mano de obra barata a otros que emplean más tecnología y trabajadores mejor preparados, y que, por lo tanto, generan bienes y servicios más valiosos”.
Bril-Mascarenhas dijo a CIPER que un último factor que le permite a la elite no recurrir al Estado en busca de políticas industriales, es que “durante la dictadura, el Estado reguló el sistema de pensiones de modo que las grandes empresas obtienen en el mercado de capitales un financiamiento a plazos larguísimos”.
En teoría ese financiamiento podría apoyar también a actores empresariales innovadores, pero Bril-Mascarenhas aclara que “las AFPs y otros inversores institucionales tienen una preferencia fuerte por los grandes jugadores ya consolidados”. Así, el sistema financiero chileno “favorece a los que ya tienen control del mundo corporativo, no a sus potenciales desafiantes”.
Bril-Mascarenhas y Madariaga citan como ejemplo de lo anterior que los tres grupos más grandes en 2007 – Angelini, Matte y Luksic-, tenían un poder económico equivalente al 15 % del PIB. Este peso económico les permitía “absorber la mayor parte de los préstamos de largo plazo proveídos por los bancos privados”. Los autores argumentan que, debido a ese acceso al crédito, estos grupos se opusieron a que el Estado participara más activamente en el mercado de los créditos pues, probablemente, eso se habría tenido que financiar con un aumento de los impuestos corporativos que ellos pagan y habría favorecido a sus competidores medianos y pequeños.
Esta falta de oferta y demanda de una política industrial prácticamente no ha cambiado a pesar de la dramática desindustrialización de Chile que ha afectado especialmente a las PYMES, las cuales han visto caer su participación en “ventas, empleo y acceso a créditos”. Y si la voz de las Pymes interesadas en políticas industriales no se ha oído en estos años, es porque la elite económica tuvo el poder para “silenciar la expresión pro-industrial de esas empresas”, escriben los autores.
El estudio consigna que entre 1970 y hoy el sector manufacturero pasó de representar un cuarto del PIB a ser solo el 10%, al mismo tiempo que se han expandido considerablemente los servicios con poca productividad (comercio, servicios comunitarios y administración pública). El resultado ha sido el estancamiento de la diversificación de lo que exportamos. Mientras en 1983, el 65 % de nuestras exportaciones eran minerales, en esta década se ubican en el 60 %. Esta dependencia tiene un agravante: las materias primas sin procesar crecieron su relevancia en nuestra canasta exportadora del 25% en 1983 al 40% en 2010.
La gravedad de la situación en la que estamos la resume una advertencia que nos hizo el gurú de la competitividad Michael Porter: “Estoy preocupado por Chile. Cada vez que vengo hay más tratados de libre comercio, pero no hay nada nuevo que vender. Siguen vendiendo lo mismo”.
Michael Porter dijo esto en 2008. Hace 10 años.
En el discurso inaugural de su nuevo mandato, el Presidente Sebastián Piñera anunció que su gobierno estará orientado a alcanzar el desarrollo: “Hace 30 años los chilenos realizamos con éxito la primera transición, que nos permitió avanzar a una sociedad con libertad y democracia. Ella ya es parte del pasado. Ahora tenemos que emprender la nueva transición, esa que nos va a conducir a un Chile desarrollado y sin pobreza”.
Su programa, sin embargo, no considera que sea un problema para el desarrollo nuestra dependencia de las materias primas. Tampoco promete impulsar políticas industriales para que las empresas chilenas pasen a producir bienes y servicios con mayor valor agregado. En este tema, la estrategia que se observa, por ejemplo, en la anunciada rebaja tributaria a las grandes compañías, no inaugura una nueva transición, sino que enfatiza las ideas que dominan desde el retorno a la democracia: el Estado se debe enfocar en generar marcos para el crecimiento económico, pero no intervenir en lo que las empresas hacen.
El citado politólogo del MIT Ben Ross Schneider, que ha estudiado a los países que están en la llamada “trampa del ingreso medio”, sostiene que salir de ahí es más complejo que derrotar la pobreza. La razón: “la trampa” no es solo económica, es sobre todo política, pues las instituciones que permitieron a los países alcanzar el ingreso medio no son suficientes para seguir adelante (ver The Middle-Income Trap: More Politics than Economics, junto a Richard Dooner).
Los autores argumentan que los actores empresariales usaron su poder para bloquear la política industrial que intentaron desarrollar Lagos y Bachelet. Luego, cuando Piñera llegó al gobierno en 2010, la política industrial en ciernes fue lentamente disuelta”.
El salto al desarrollo, argumenta Schneider, requiere voluntad política, habilidad para mantener una ruta durante un largo tiempo, consensos sociales, colaboración entre empresas y Estado y políticas inclusivas. Pero requiere también, medidas para mejorar las capacidades tecnológicas y la formación de empresas y trabajadores que sean capaces de organizarse en negocios productivos. Todo eso demanda tiempo y la participación coordinada de actores que no se coordinan automáticamente (por ejemplo, entre los profesores de una escuela industrial y las empresas donde los jóvenes van a trabajar).
No solo eso. Schneider remarca que las condiciones que facilitaron la anterior fase de desarrollo (trabajadores mal pagados y mal preparados, desigualdad e informalidad), se vuelven un lastre, pues generan nudos de intereses y enclaves de desigualdad que impiden dar los pasos sucesivos, entre otras cosas, porque rompen la capacidad de la sociedad de trabajar junta.
Siguiendo esta línea, la investigación de Bril-Mascarenhas y Madariaga muestra que si seguimos atados a las materias primas es porque la política ha fallado. No han faltado los recursos, sino la falta de voluntad de parte de quienes han tenido el poder para dirigir esos recursos.
Consignan que ya desde fines de los ‘90 había datos suficientes para notar que el crecimiento que tuvo Chile en esa década (con años en que el PIB saltó al 10% anual) no lograba producir el salto industrial hacia la generación de mayor valor agregado. Los autores citan a un ex alto funcionario del Ministerio de Hacienda que describe cómo, pese al declive del crecimiento, los partidarios de hacer de la CORFO una verdadera agencia de la política industrial perdieron una y otra vez frente a quienes, desde adentro del gobierno, promovían un Estado “neutral”.
En esa derrota influyó la férrea oposición de los empresarios y los partidos de derecha. “Si hubiéramos hablado de eso, habríamos tenido a todos sobre nosotros; a la prensa y a los extremistas neoliberales de la UDI”, les dijo una fuente que identifican como un funcionario de alto nivel del Banco Central. Política industrial era por entonces un concepto tabú.
En una reciente entrevista el economista Ricardo Ffrench-Davies recordó que en su administración, Frei Ruiz-Tagle intentó crear un programa de clúster. “En una reunión con grandes empresarios, en la que estuve presente, la reacción de algunos fue decir ‘ustedes con esto quieren destruir a la empresa privada’”, relató Ffrench-Davies.
A nivel internacional dominaba la misma convicción. Mientras Ronald Reagan había inaugurado en los ‘80 la era neoliberal con la frase “el gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el problema”, en 1996 el demócrata Bill Clinton ahondó en la misma línea anunciando que la era de “los grandes gobiernos ha terminado”.
Pero durante el gobierno de Ricardo Lagos, la reducción del crecimiento y el estancamiento de la diversificación productiva permitieron que los técnicos de la Concertación, partidarios de políticas industriales, tomaran la ofensiva. Argumentaron que la minería del cobre estaba pagando mucho menos impuestos que lo que correspondía y que si se le aplicaba un royalty, estos recursos podrían financiar programas e instituciones destinadas a promover la innovación y la competitividad.
En 2004 Lagos envió un proyecto de royalty minero que fue rechazado en el parlamento. Pero en 2005 se consiguió aprobar un impuesto específico a la minería que estaba ligado a la reinversión de esos recursos en innovación y competitividad. En el proyecto citaban los casos de Finlandia y Corea del Sur como países que “explícitamente orientaron las prioridades políticas en innovación y competitividad”.
El proyecto propuso la creación de un Fondo de Innovación para la Competitividad (FIC), que iba a recolectar los ingresos del nuevo impuesto minero; también propuso la creación del CNIC, con el mandato de dirigir el uso de los recursos del FIC. Luego, durante la primera administración de Michelle Bachelet, se buscó institucionalizar el CNIC, emulando las experiencias de Israel y Finlandia, para que pudiera coordinar la nueva política industrial.
Los autores argumentan que los actores empresariales “usaron su poder para bloquear la nueva política”. Primero, vetaron el royalty que se propuso en 2004 y luego lograron influir para que se modificara profundamente el proyecto que finalmente se aprobó en 2005 (el impuesto específico no fue un royalty sobre las ventas sino un gravamen sobre las rentas; la diferencia redujo mucho los recursos que se podían obtener, según algunos especialistas).
Con ese punto ganado, escriben Bril-Mascarenhas y Madariaga, el sector empresarial se enfocó en el debate sobre la política industrial que se quería poner en marcha. Los autores describen un duro proceso legislativo que separó el impuesto al cobre de la política industrial a la que estaba asociado; luego, el poder empresarial logró que gran parte de los fondos se destinara a las regiones mineras, con lo que se aumentó la posibilidad de las corporaciones mineras de influir en la ubicación de los nuevos recursos.
En Latinoamérica no encuentras otra elite tan firmemente anclada en el pensamiento económico de Chicago”, dice el cientista político Tomás Bril-Mascarenhas.
Y por último, los empresarios influyeron en la composición del directorio del CNIC “para que fuera técnico”. Se demandó más presencia del sector privado en general y de las asociaciones empresariales, argumentándose que el CNIC debería ser como el Banco Central. El entonces senador Hernán Larraín (UDI, actual ministro de Justicia), dijo que la propuesta del gobierno era “un exceso de presidencialismo y un innecesario cesarismo”.
Pese a todas estas limitaciones, el CNIC lanzó la política nacional de clúster para destinar los fondos a promocionar sectores económicos prioritarios: minería, acuicultura, turismo, servicios globales y offshoring (hacer que empresas internacionales trasladaran a Chile una parte de sus servicios, por ejemplo, la atención telefónica a los clientes). Sin embargo, dicen los autores, la presencia de dirigentes empresariales en el CNIC afectó la profundidad de las políticas.
Cuando Sebastián Piñera llegó al gobierno en 2010 la política industrial en ciernes fue lentamente disuelta. Un ex miembro del CNIC durante la administración de Piñera, dijo a los autores que “muchos de los miembros del consejo creían que la política de clúster no era una buena idea. Dos meses después de que el nuevo consejo empezara, cerramos la puerta a todas las iniciativas sin mucho análisis. Y durante el periodo 2010-2014 la política de clúster nunca fue discutida de nuevo”.
Piñera nombró en el CNIC a Fernando Flores, y el organismo pasó de incentivar una política vertical a impulsar una cultura de la innovación. Un ex miembro del CNIC de esos años dijo a los autores: “No hicimos propuestas concretas, esa es la realidad. El CNIC se transformó en una reunión de intelectuales que tenían interesantes conversaciones y lo pasaban bien, pero el consejo no hizo significativas propuestas”. Finalmente, Piñera redujo en un 50% su presupuesto. Cuando Bachelet volvió al poder en 2014, del CNIC no quedaba nada. La política de clúster se había desmantelado y el presupuesto obligaba a reducirla aún más.
Un problema derivado del hecho que las empresas decidan libremente que lo más conveniente es producir materias primas, es que generan una economía que ofrece unos pocos buenos empleos (que quedan en manos de la elite, como lo mostró el economista de Yale, Seth D. Zimmerman), y muchos puestos de trabajo mal pagados y de mala calidad. Y eso no solo afecta la distribución del ingreso, sino que, como ha mostrado Ben Ross Schneider, puede dañar la fuerte inversión en educación que hacen las familias chilenas (endeudadas con el CAE) y el Estado (que invierte a través de las Becas Chile en generar capital humano avanzado). Si el grueso de los empleos que puede ofrecer la economía es de poca cualificación, el esfuerzo en capacitarse no va a ser recompensado.
Schneider es quien más profundamente ha reflexionado sobre cómo se ligan la formación y lo que las empresas producen. En su libro El capitalismo jerárquico en Latinoamérica, sostiene que este tipo de capitalismo, del que Chile es un ejemplo clásico, “no ha producido buenos trabajos, ni desarrollo equitativo y probablemente no los pueda producir por sí mismo”. Y un asunto grave es que la falta de buenos empleos puede llevar a caer en lo que él llama “la trampa de las bajas habilidades”: viendo que la generación que se preparó y se endeudó no obtiene buenos empleos y remuneraciones, la siguiente generación puede decidir no preparase, con lo que salir de las materias primas se volverá más difícil.
Dado lo anterior, a Aldo Madariaga le parece un grave error poner el acento solo en la capacitación de los trabajadores: “si no tienes empleos en los que ocupar a esos obreros, las habilidades que ellos obtengan, se van a devaluar. El ‘desarrollo de competencias’ sin política industrial termina haciendo que los obreros mejor calificados trabajen en actividades que no necesitan ese tipo de calificación”. La formación se transforma así, en acumular diplomas para mantenerse más o menos en los mismos puestos. Y el esfuerzo no retribuido genera una gran frustración.
-Educación y política industrial no pueden ir disociadas -remarca Madariaga.
Agrega que, en el caso chileno, la política industrial siempre ha parecido difícil de justificar porque hay muchas carencias sociales: “poner muchos recursos en la transformación de un sector industrial compite siempre con la necesidad de gastar en pensiones o en educación”. Sin embargo, la experiencia indica que si esas nuevas empresas tienen éxito “pueden generar un retorno tremendo al crear puestos de trabajo de alta calificación haciendo que la inversión en educación que han hecho las familias y el Estado tenga un destino”.
Desde esta perspectiva, las políticas desplegadas por Chile para llegar al desarrollo, cojean. El economista Ha-Joon Chang advirtió hace un tiempo en CIPER: “Si Chile no tiene una estrategia para crear trabajos donde estas personas mejor educadas puedan desplegar sus habilidades, la enorme inversión que ustedes han hecho se va a perder”.
Parece evidente que aunque la elite no las quiera, las políticas industriales pueden ser beneficiosas para la mayoría. Sin embargo, implican algo difícil de resolver: son las empresas más grandes -por su capital y su conocimiento de los mercados- las que están en mejor posición para dar el salto productivo. De hecho, Schneider, usa en su libro a la Papelera (CMPC, la industria símbolo del Grupo Matte), para sintetizar las dificultades que tiene el salto productivo. Schneider se pregunta por qué la Papelera no es Nokia (la empresa forestal finlandesa que, con aportes públicos, se reconvirtió exitosamente a las comunicaciones).
Si la voz de las Pymes interesadas en políticas industriales no se ha oído en estos años, es porque la elite económica tuvo el poder para “silenciar la expresión pro-industrial de esas empresas”, escriben los autores.
Por supuesto, a muchos chilenos nos dolería el estómago que el Estado aportara recursos a los Matte para que se reconvirtieran hacia la alta tecnología (a los mismos que durante 10 años sacaron utilidades ilícitas con la colusión en el precio del papel de uso doméstico). Lo mismo ocurre con Soquimich (SQM) o con varias empresas pesqueras que financiaron ilegalmente la política, o con las empresas que se privatizaron abusivamente en la dictadura.
En la entrevista con CIPER, Madariaga reconoce que ese es un tema complejo para avanzar en las políticas industriales y que no tiene una respuesta fácil: “Tener una asociación entre el Estado y ciertos grupos empresariales y que eso se convierta en corrupción abierta, es algo que se ve en Brasil hoy y también se vio en Corea en los ‘90”.
Aunque corrupción hay siempre: existe ahora y sin los beneficios que podría traer la política industrial. “Yo diría que la cercanía que tienen los empresarios con los políticos puede ser un problema, pero también un activo; cuando en el gobierno y en la empresa hay tipos que tienen una socialización parecida, eso puede favorecer acuerdos y entendimientos”, agrega Madariaga.
Más que la corrupción, para este académico el gran freno que tiene Chile para avanzar hacia una política industrial, es otro: “Es la elite chilena que no quiere compartir con los demás, no quiere cambiar nada, porque esto le acomoda mucho. Ahí está la piedra de tope”, acota.
NOTA DE LA REDACCIÓN:
Tomás Bril Mascarenhas es Ph.D., MA en Ciencias Políticas de la Universidad de California-Berkeley; BA de la Universidad de Buenos Aires y profesor de Política y Gobierno en la Universidad Nacional de San Martín, Argentina. Aldo Madariaga es sociólogo, magister en Ciencias Políticas y doctor en Economía Política de la Universidad de Colonia (Alemania) y el Max Planck Institute for the Study of Societies, además de investigador adjunto de la línea Las Dimensiones Socioeconómicas del Conflicto en COES.