TEXTO GANADOR DEL PREMIO GABO 2016
São Gabriel y sus demonios
16.05.2017
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TEXTO GANADOR DEL PREMIO GABO 2016
16.05.2017
Traducción de Sabrina Duque.
Hace poco más de dos meses que ella se fue, un día antes de su cumpleaños. María –vamos a llamarla así- cumpliría 20 años el 2 de marzo. Nadie diría que no era una indiecita como tantas que colorean las calles de São Gabriel da Cachoeira, municipio en el noroeste de Amazonas, a orillas del río Negro. Era bajita, los cabellos negros sobre los hombros, las ropas ajustadas, andaba en zapatillas. Pero María estaba ahí sólo de paso. En su entierro los parientes contaron que había venido de río abajo para pasar el periodo de vacaciones escolares, cuando centenas de indígenas de diversas etnias dejan sus aldeas y llenan la sede del municipio para resolver temas pendientes con la burocracia. Ahí en la ciudad, ella consiguió un enamorado, un militar, y pasaba los días con él, cuando no estaba entre amigos. Pero en los últimos días María andaba triste: la pareja había roto. Estaba rara, nerviosa. Sus parientes contaron que llegó a tener alucinaciones.
A sus padres les había parecido bueno el fin del amorío. Nadie llegó a conocer de cerca al tal soldado. Nunca consiguieron ver su rostro porque, según contaron, cuando él venía al barrio de Dabaru, uno de los más pobres del municipio, donde la familia vivía en una especie de pueblito con casas pegadas unas a las otras, él siempre se escondía en las sombras formadas por la parca iluminación. Tenía el rostro cubierto por las sombras de la noche. ¿Era blanco? ¿Era negro? ¿Era gente?
En la madrugada del sábado para el domingo, día 10 de marzo, después de haber pasado la tarde y el comienzo de la noche con el hermano mayor y unos amigos bebiendo en la playa del río, María comenzó a transformarse para siempre. Estaba agresiva. Los ojos ya no eran los de ella, contó el hermano, se removían y cambiaban de color mientras ella gritaba que los padres no la querían, que él era el hijo favorito. El hermano hasta la arrastró de vuelta, pero, cuando llegaron a casa, sus padres no conseguían mirarla. En su lugar veían apenas algo oscuro, una sombra. Un ser de la oscuridad. El padre no pudo ni levantar la hamaca del pequeño cuarto que dividía con los hijos. Se quedó llorando, atónito. María entró al cuarto de al lado, tiró la puerta. No consiguieron abrirla, aunque no estaba cerrada. Por una rendija, vieron cuando amarró una cuerda y se ahorcó. Al momento siguiente la puerta finalmente se abrió. Ya estaba muerta.
María es la víctima más reciente de una tragedia asombrosa que se repite con trama semejante hace por lo menos diez años en São Gabriel da Cachoeira y que fue traducida a números por el Mapa de la Violencia 2014, de la Secretaría General de la Presidencia de la República. De acuerdo con el informe basado en datos del Sistema de Información de Mortalidad del Ministerio de Salud, São Gabriel posee el récord en las estadísticas de suicidio por habitante en los municipios brasileños. En 2012 fueron 51,2 suicidios por 100 mil habitantes –diez veces más que la media nacional. Eso corresponde a 20 personas que se mataron, aún más que el año anterior, cuando fueron 16 suicidios.
São Gabriel es también el municipio más indígena de Brasil. Las 23 etnias que hace por lo menos 3 mil años ocupan las márgenes del río Negro y de sus afluentes corresponden a cerca del 76% de la población. Hoy los cerca de 42 mil habitantes se dividen entre el área urbana –ocupada a partir de las márgenes del río desde la fundación del fuerte São Gabriel por los portugueses, en 1761– y las centenas de comunidades esparcidas por el interior del bosque, algunas a dos o tres días de barco dentro del mayor mosaico de tierras indígenas del país, con 100 km2 de área. Un territorio mayor que Portugal, donde viven los Baniwa, Kuripako, Dow, Hupda, Nadöb, Yuhupde, Baré, Warekena, Arapaso, Bará, Barasana, Desana, Karapanã, Kubeo, Makuna, Mirity-tapuya, Pira-tapuya, Siriano, Tariana, Tukano, Tuyuca, Wanana y Yanomami.
De un total de 73 muertes ocurridas entre 2008 y 2012, apenas cinco no fueron de indígenas, según el Mapa de la Violencia 2014. Entre los indígenas, 75% eran jóvenes, como María. Y muchos de los familiares y amigos cuentan que se suicidaron después de haber sido embrujados por seres de la oscuridad, por parientes muertos, o hasta por el mismo diablo, los cuales, llamándolos durante meses, al final los arrastran a la horca.
Pero quien llega a São Gabriel y pregunta en las calles, en los bares, en las iglesias va a escuchar que los suicidios son un problema del pasado. Una crisis, un brote, listo, pasó, no se habla más de eso. Hace tiempo que el asunto no atrae a periodistas forasteros río arriba, con sus grabadoras y sus preguntas. Fue una crisis, un brote, listo, acabó, no se habla más de eso. Es en el paso lento de los días que los relatos comienzan a aparecer. Y son muchos, en todo rincón.
Como el de don Zeferino, que puede ser encontrado sentado en el tronco de un árbol en el patio de tierra ocupado por dos casas –la de él y la de los hijos– en el distante barrio de Tiago Montalvo. De ojos pequeños marcados por las cataratas, la espalda encorvada, a Zeferino Teles Lima no le gusta hablar, pero el recuerdo del hijo Tiago no lo deja en paz. Mezclando la lengua Tukano con el poco portugués que sabe, el indio Tariano cuenta bajito que “piensa siempre… él trabajando en su huerta, trabajando en su casa, donde se había acostado.. he pensado mucho… estoy pensando aún, ¿no? Bravo no queda mucho, no… queda muy triste”. La imagen del hijo lo persigue día y noche, llamándolo. Para librarse de tanto pensamiento, Zeferino buscó las curas tradicionales de su pueblo. “Hicieron una bendición por mi voluntad. Si así no hubiera sido bendecido, ya había muerto, ya. Atrás de él, ¿no?”, dice. Después, buscó a un padre. “Porque no puedo con tristeza y está dando así. Ahí que padre lanzó bendiciendo para mí la cabeza. Ahí pasó un poquito ahora, está mejorando poco a poco”.
Según la familia, Tiago Lima murió el día 10 de abril de 2014 en la comunidad Nova Esperança, en el alto río Uaupés, en el interior del municipio. Estaba borracho. La comunidad se preparaba para la fiesta de Domingo de Ramos y Tiago no tuvo dificultad en encontrar a un comerciante dispuesto a venderle cachaça –la venta de bebidas alcohólicas está prohibida en tierras indígenas. Compró tres “carotezinhos”, botellitas de plástico, de 200 ml. Nadie vio cuando Tiago amarró la cuerda dentro de la casa, después de una pelea con el hermano, con quien estaba viviendo. El padre resume: “Él se enlazó”. En su lengua no existe la palabra “suicidio”.
Almerinda Ramos Lima, indígena Tariana
No fue el primero de la familia en enfermar. Dos primos de Tiago tentaron a la muerte repetidas veces en los últimos años. Del otro lado de la calle de tierra, la sobrina de Zeferino, Almerinda Ramos de Lima, cuenta esa historia sin alterar la voz, mientras organiza el almuerzo de familia en la casa del padre, rodeada por la hija, el nieto, algunos hermanos, las sobrinas, sacando jugo del açaí. Almerinda fue la primera mujer en asumir la presidencia de la Foirn, la Federación de las Organizaciones Indígenas del Río Negro, que reúne a diversos pueblos de la región. “Mi madre dijo así, un día van a acabar ahorcándose”, suspira. El hermano Melquior, de 38 años, intentó ahorcarse dos veces. La primera fue en 2010, por causa de una pelea con la esposa. La cuerda se reventó. Un año después, volvió a intentar el suicidio, después de que el padre le llamó la atención por estar borracho. “Papá comenzó a echarle bronca, y él dijo: ‘Ah, ya que soy yo quien está equivocado, ya que estoy haciendo esas cosas erradas, entonces prefiero matarme, prefiero morir’. Entonces eso hizo. Suerte suya que la rama se quebró”. El otro hermano, Ivo, de 35 años, también fue tras la cuerda, después de una pelea conyugal. “Creo que el diablo no quiso llevarlos aún, por eso no murieron”, dice Almerinda.
La aflicción de la familia de Almerinda no está registrada en ningún lugar. El único registro que existe sobre intentos de suicidio en la región es hecho por el Distrito Sanitario Especial Indígena de Río Negro (DSEI/RN), órgano del gobierno federal responsable por cuidar de la salud de los indios que viven en aldeas, subordinado al Ministerio de Salud. El distrito no hace seguimiento ni registra casos que ocurrieron en el área urbana. Y entre los indios que viven en aldeas los números registrados son irrisorios. Según los datos enviados por el DSEI a Pública, hubo apenas un intento de suicidio relatado en 2014. El año anterior, fueron registrados siete intentos. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), por cada suicidio efectuado hay por lo menos diez intentos.
“Las personas están alarmadas, no saben qué hacer, y eso no se ve en los informes. Hay muchos intentos de suicidio, pero eso no aparece en los números oficiales”, dice Aloízio Cabalzar, antropólogo del Instituto Socioambiental (ISA) que hace 25 años trabaja en las comunidades Tukano, Tuiuka y Dessana del río Tiquié, un afluente del río Negro en el extremo noroeste del Amazonas. En esos años, por lo menos diez conocidos de él se suicidaron, calcula: “Viví mucho eso. El suicidio siempre ocurrió, pero como algo atípico. Ahora la cosa está mucho más presente, mucho más frecuente. Las personas están con miedo, las familias tienen miedo de que sus hijos se maten. Porque fueron muchos jóvenes, en torno a los 20 años”.
La única certeza entre las familias del alto Tiquié es que los ahorcamientos comenzaron en la ciudad de São Gabriel, y no en las aldeas. “Hay un poco esa idea de que la enfermedad, en general, por la propia historia de contacto con los blancos, viene siempre subiendo por el río en sentido de la desembocadura, en el Amazonas. El suicidio, también, es una enfermedad contagiosa que está llegando a las comunidades venida de São Gabriel”, dice el antropólogo.
Los suicidios rionegrinos se insertan en un alarmante contexto nacional: en 2010, los indígenas representaban 0,4% de la población brasileña, pero respondían por el 1% de los suicidios. El caso más notorio es el de los Guarani-Kaiowá de Mato Grosso do Sul. Según el Consejo Misionero Indigenista (CIMI), entre 2000 y 2013 hubo 684 muertes por suicidio entre ellos –73 casos apenas en 2013. El Mapa de la Violencia registra en Mato Grosso do Sul 19,9% de los suicidios indígenas –siete veces más de lo que era de esperar en una población correspondiente al 2,9% del total. Una “verdadera situación pandémica de suicidio entre los jóvenes indígenas”, destaca el informe.
A diferencia de los Guarani-Kaiowá en Mato Grosso do Sul, no hay grandes conflictos de tierra en el noroeste amazónico, aunque muchas áreas aún estén en proceso de demarcación. La cultura indígena prevalece en el municipio de São Gabriel, gracias a la organización de la Foirn. Es la única ciudad brasileña que tiene cuatro lenguas oficiales: además del Portugués, el Tukano, el Baniwa y el Nhengatu, o lengua general impuesta por los jesuitas en el siglo 17 y hasta hoy predominante entre ciertas etnias. Un caso único en el país, entre 2008 y 2012 llegó a tener alcalde y vice-alcalde indígenas –el titular Tariana y el vice Baniwa. Gran parte de las familias de las comunidades pasa temporadas en la casa de parientes en la ciudad, una “extensión” de las familias que viven en aldeas, manteniendo casi siempre una “huerta” en algún terreno más alejado, donde las mujeres siguen plantando yuca, chile, maíz y piña.
A lo largo de los siglos, el suicidio siempre causó malestar, por ser inexplicable, inaceptable, una muerte mal vista. Y no es diferente con los indígenas. Raramente se habla sobre los muertos o se cuentan con detalles las circunstancias de un suicidio. Es por eso que Valéria Magalhães, psicóloga del DSEI/RN, se impresionó tanto con el relato de la familia de María, transcrito al comienzo de este reportaje. “Es muy difícil que ellos cuenten cómo ocurrió, y ese día, no sé si es porque era muy reciente, el día del entierro, la familia describió que ellos vieron que ella tenía un ser de la oscuridad cerca. Ahí ese ser la encarnó e hizo que se matara. No fue ella quien se mató, fue ese ser de la oscuridad, que ya venía acompañándola hacía un tiempo. Ellos contándome eso ahí, con tanta certeza que no les dejaba duda. Aquella muerte iba a ocurrir. No tenían cómo evitarlo”, cuenta la psicóloga, que ahora hace voluntariamente un acompañamiento a la familia. “No tiene sentido decirles: ‘Eso es una autosugestión, usted no lo está viendo’. Es su verdad la que importa, no la mía. Y lo que ellos están viviendo es eso”.
La primera cosa que necesitamos saber al llegar a São Gabriel da Cachoeira es que, debajo del cerro que ladea la playa de arena blanca y aguas oscuras, vive la Cobra Grande, lista para engullir al visitante incauto, sea indio o blanco, que se aventura sin cuidado en los fuertes rápidos. Ahí donde está la iglesia católica, azul y blanca, y el imponente edificio de la Diócesis, el paisaje está teñido por el sonido furioso de las aguas, sin interrupciones. De noche, cuando el ruido de los carros y los bares se aquieta, parece que las cascadas formadas por las piedras del río pasan por encima de la ciudad y arrastran a todo el mundo lejos, como en las tantas historias que se cuenta sobre jóvenes, niños y niñas abrazados por la cobra del río.
En los años de 2005 y 2006, parecía que la negrura de las aguas había envuelto para siempre a São Gabriel. Hasta entonces los casos de suicidio en la región eran dispersos, según cuenta el antropólogo Aloízio Cabalzar, de la ONG Instituto Socioambiental (ISA). Él recuerda bien la primera muerte que fue famosa, en 2001. El hombre, de 31 años, era su conocido. Un indígena Desana de la comunidad de São Luiz, a orillas del río Tiquié, que se adentra en Colombia. Se mató tomando timbó, un veneno usado en la región para cazar o pescar, proveniente de una liana trepadora. “Fue un caso que chocó bastante, todo el mundo se quedo sorprendido”. Apenas una señal de lo que vendría: “En 2005, la cosa cambió”.
En aquel año, el barrio de Dabaru era relativamente reciente y hervía con la llegada masiva de los indios de las aldeas, principalmente en busca de educación secundaria para los hijos; las comunidades poseen sólo escuelas de enseñanza básica. En las calles de tierra, sin agua potable o alcantarillado, la iluminación era precaria y no había ningún transporte público. Se andaba mucho a pie, las mujeres cargando bebés sentados en las caderas, y apenas los que estaban mejor de vida podían tener una bicicleta gastada. Ahí quedaba también el único hospital de la ciudad, el Hospital de Guarnição, administrado por militares. En la víspera del Día de los Niños, una niña fue llevada al apuro, durante la noche, al hospital. Acababa de ahorcarse. Tenía apenas 13 años.
Su tía, Elizabeth Silva, es una indígena Baré con una tristeza en los ojos que se disfraza en la altivez de su postura. La perplejidad se revela despacio, a medida que ella recuerda la historia ocurrida diez años antes. “Cuando pasó, eso nos dejó sin piso, sin cabeza. ¿Por qué? ¿Qué le faltaba? ¿Qué hice? ¿Qué no hice?”, dice ella. La sobrina Laísa –el nombre es ficticio– tuvo una infancia turbulenta. De pequeña, la madre tuvo que huir del municipio porque su nuevo enamorado estaba siendo buscado por la policía. Después de un periodo de mudanzas constantes de dirección en Manaos y denuncias de negligencia y malos tratos sufridos por ella, las tías la adoptaron y volvieron a São Gabriel. Desde entonces, “tenía tres madres”, se alternaba entre la casa de las tías y llevaba una vida normal. Veía telenovelas, le gustaba mucho el vóley y, con las amigas de la Escuela Estatal Irmã Inês Penha, participaba de la banda marcial. “Era una niña feliz, alegre con todo el mundo, le gustaba jugar, le gustaban las fiestas, y tenía todo para ocuparse. Tenía muchas compañeras, no era solitaria”. Elizabeth recuerda cómo la niña era buena en la cocina y había prometido ayudarla a preparar la fiesta del Día de los Niños. El día anterior, fue encontrada por la prima de 16 años, amarrada con una cuerda al techo de su casa. “Ella siempre soñaba ser alguna cosa en la vida”, dice la tía, que, después de la muerte, se mudó de barrio con las hermanas “intentando realmente, olvidar”. La última frase que escuchó de la sobrina aún hace eco en la cabeza de Elizabeth y la hace llorar: “Voy a ayudarla, vamos a hacer un pastel, vamos a hacer un dulce y llenar la barriga de esos niños de Dabaru”.
La prima que la encontró se quedó en estado de shock. Eran muy cercanas. Iban juntas a la escuela, almorzaban juntas, se contaban sus secretos. Marta (nombre ficticio) estuvo en cama por una semana después del entierro; cuando hablaba, era como si conversase con Laísa. “Tuvimos que amarrarla. Tenía mucha fuerza, no aguantábamos. Ella decía que [Laísa] la estaba llevando. Que la llamaba”, relata Elizabeth, que cuidó de la muchacha durante dos meses en su casa. “Ella cambiaba la voz, y era la voz de la finada. Decía: ‘Perdóneme, tía, yo no quería hacer eso, no, creía que nadie me amaba tanto así, no’. Buscamos a la iglesia. Al obispo. Él nos ayudó mucho con oraciones… Hasta que fuimos al curandero por una bendición”, explica Elizabeth, bajando los ojos. “No sabíamos qué más hacer. Todo el mundo se estaba enfermando, mi hermana no quería comer, sólo vivía llorando, para ella acabó todo, no quería saber de más nada, quería morir junto a ella…”.
Entre un ataque y otro, la prima le echó la culpa a un profesor de la escuela Irmã Inês Penha, donde estudiaban. Dijo que el profesor llevaba a los alumnos al cementerio de noche y les hacía leer textos en latín. Habría un pacto suicida entre esos alumnos. A veces, Marta decía que lo estaba viendo en la casa de Elizabeth, delante de los parientes. “Mira aquí, tía, él está aquí, ¿no estás viendo sus zapatos? Él está aquí mismo, cerca de mí”, decía la niña a Elizabeth. “¡Nosotros no veíamos! Pero ella estaba mirando”, cuenta. En esas visiones, el profesor aparecía siempre vestido con una capa negra.
El shock generado por la muerte de Laísa desbordó el seno familiar y arrastró consigo a toda la escuela y, con el tiempo, a la ciudad. Fue un fin de año negro. Otros alumnos, vecinos y conocidos de la niña, comenzaron a tener visiones, como revela un relato angustiado de la teniente Graciete Carvalho, en ese entonces enfermera en el Hospital de Guarnição, escrito para la Fundación Estatal de los Pueblos Indígenas (Fepi) el 20 de diciembre de 2005. El texto fue reproducido en una detallada investigación hecha por el Ministerio Público Federal (MFP) en 2011.
“El día 11 de octubre (martes) llegó al hospital una niña de 13 años que fue encontrada por su prima de 16 años, ahorcada. (…) Todos creían que estaba relacionado con la trayectoria de vida de ella marcada por malos tratos y hasta sospechas de abuso sexual cuando vivía con la madre en Manaos, pero esa idea fue tomando otro rumbo teniendo en vista que su prima después de su entierro entró en estado de shock y empezó a mostrar un comportamiento extraño. (…) El día 24 de octubre (lunes) llegó otra menor de 12 años (M.P.R.) también víctima de ahorcamiento. El día 31 de octubre (lunes) llegó al Hospital una joven de 17 años (B) en brote psicótico, según el Mayor Cid, nuestro psiquiatra. Ella estaba completamente trastornada, tenía momentos en los que aguantaba la respiración y era necesario sacudirla para que saliera de aquel estado y pudiese quedar normal. Durante la alucinación ella decía que [Laísa] quería llevarla a ella y a otros jóvenes”. El día 7 de noviembre, un lunes, otro joven de 14 años, vecino de Laísa en Dabaru, se ahorcó. La semana siguiente, relata Graciete, “ocurrieron algunos intentos e innumerables manifestaciones, a través de notas y cartas, de deseo de también realizar el ahorcamiento. El día 10 de noviembre, atendimos a una menor de 12 años que intentó ahorcarse. Ella dijo que a veces escuchaba voces que la perturbaban mucho, no conseguía dormir y le venía un gran deseo de agarrar una cuerda”. El día 11 de noviembre, otra niña entró al hospital porque, según la familia, estaba muy triste y trastornada, diciendo que “los jóvenes que murieron querían llevarla”. Al día siguiente, otra joven, de 17 años, fue llevada para allá por el Consejo Tutelar, después de ser rescatada por la hermana con una cuerda alrededor del cuello. También vivía cerca de Laísa.
Una de sus tías encontró una lista con el nombre de las compañeras de Laísa en una asociación de artesanos donde la niña se reunía con las amigas. La lista fue tomada como un presagio de que todas morirían. Las cartas de despedida se multiplicaron en la escuela Inês Penha. Muchas apuntaban falta de cariño y atención en casa, otras enumeraban enemistades escolares. Otras eran más serenas, como la de esta niña de 12 años: “Papá, mamá, tíos, tías y hermanos ustedes fueron muy buenos conmigo. Mamá pido disculpas por las palabras que algún día dije. Papá muchas gracias por todo lo que me enseñó, hermanos yo sé que ustedes son muy chicos para entender y F. yo sé que en el fondo de tu corazón me querías mucho. Yo los amo mucho besos y abrazos. Profesores y Profesor muchas gracias por todo lo que me enseñaron yo sé que a veces desordenaba todo que yo escribiera algunas letras mal pero es porque estoy nerviosa. Besos y Abrazos para todos”.
El director de la escuela pidió el adelanto del fin del año lectivo y la Inês Penha cerró más temprano. En el hospital, el número de emergencias crecía. “El día 19 de noviembre (sábado) fuimos llamados, yo y el Mayor Cid, para atender a otra joven de 16 años que estaba completamente aturdida. Cuando llegué a la emergencia del Hospital vi la desesperación de los familiares conteniendo a la joven (I.M.) porque ella corría de un lado para el otro y se ponía las manos en los oídos, temblaba y con una mirada asustada decía que estaba viendo a un hombre de negro y a los tres menores que se ahorcaron y que decían que querían llevarla. De acuerdo con el amigo que la socorrió ella estaba sola en casa, gritando en un rincón de la casa con las manos en la cabeza diciendo que no quería ir. Según él, ella dijo que buscó cuerda y no la encontró en casa y que el hombre de negro decía que estaba esperando un momento en que ella estuviese triste o sola para buscarla. En el acercamiento a la madre le pregunté si había ocurrido alguna cosa en casa y ella dijo que sólo le había ‘gritado mucho’ a IM. El Mayor Cid vio a la paciente y tuvo que prescribir anti-psicótico porque tenía un ataque. […] Ella vino durante tres fines de semana seguidos al Hospital. Pero el comportamiento ya estaba diferente. Estamos siguiéndola desde el 21 de noviembre. La madre, ya que el padre estaba en Manaos haciendo un tratamiento de salud, buscó a un curandero que terminó el trabajo hace una semana. De hecho ella está mucho mejor porque el padre llegó de Manaos, pero a veces se refiere a un dolor de cabeza y una cierta tristeza”. A partir de ahí, sigue la teniente, nuevos casos llegaban cada fin de semana –y ya no se restringían a alumnos de la Inês Penha. Dieciséis adolescentes intentaron matarse aquel fin de año, según el registro hecho por el MPF.
El pastor Marcos Ribeiro
Mucho de ellos quedaron bajo observación de la administración militar del hospital, que hacía visitas periódicas a los casos críticos. El jovial pastor Marcos Ribeiro, un carioca conocido de los chicos por su postura nada ortodoxa, fue llamado por el hospital y aceptó el desafío de “hacer alguna cosa con esos jóvenes”: un coro. La presentación vino después de seis meses de ensayos en el Hospital de Guarnição. Fue un éxito. “Movilizamos a la ciudad, un montón de gente, la iglesia a tope. Vino gente del hospital, fueron invitadas las autoridades”, cuenta el pastor. Al final del evento, dice, una niña de 13 años “se manifestó” de una forma que le hizo recordar los relatos insistentes de las chicas sobre un hombre de capa negra: “Ellas escuchaban voces”. En aquel momento, la niña se agachó contra la pared y, cuenta el pastor, “corporalmente se veía un miedo profundo, la postura de miedo, de meter la mano en el oído, diciendo ‘cuerda, cuerda, anda para la cuerda, tú no vales nada… Mátate, nadie te quiere’, todita esa cosa. Fue una cosa así fantástica”. Cuando el pastor se aproximó a ella, fue cercado por un grupo de militares que estaba ahí por invitación de la administración del hospital. Querían mantener el orden. “Ellos me cercaron y dijeron: ‘Sin exorcismo aquí’. Según él, su respuesta fue: “Ustedes me están confundiendo con otra persona. Hagan su trabajo y dejen que haga el mío”.
Lo que siguió, en sus palabras, fue un “exorcismo coherente”. “Lo que hubo fue un diálogo. Y dentro de ese diálogo hubo ahí la manifestación del poder, de la gracia de Dios. Y no el sensacionalismo”, dice. Él dijo, por ejemplo, cómo ella había sido importante para convencer a los otros de cantar: “Ellos sólo están aquí porque los miedos que ellos tenían tú los dejaste atrás. ¿Y ahora eres tú quien está con miedo? Levántate y mira a esta gente. ¿Dónde está el hombre de capa negra ahora?”. Ella se calmó, dice él.
Poco después, a mediados de 2006, el pastor Marcos ayudó a otro adolescente, esta vez salvándolo de la muerte. Él estaba celebrando su cumpleaños en la casa de un amigo cuando el vecino, un joven de 17 años, pidió una cuerda para amarrar una hamaca. En seguida, entró en la casa y le subió el sonido a la música. Fue eso lo que los impulsó a entrar en la casa. “Él estaba ya ahí, bien colgado, y ya temblando”. Cortaron la cuerda a tiempo. Ya en el hospital, el muchacho dijo que había peleado con el padre, que tenía predilección por el hermano menor, aunque él cuidase de la casa con ahínco. Se emborrachó antes de “entrar en la cuerda”. Cuando volvió en sí, le preguntó al pastor por qué había interrumpido su muerte. “Porque tú no tienes el derecho de quitarte la vida”, escuchó.
Los brotes se repitieron durante todo el año de 2006. No eran sólo los alumnos de la Inês Penha, también jóvenes de otras escuelas y otros que no conocían a las víctimas de la escuela. Según la investigación del MPF, realizada por el analista pericial en antropología Walter Coutinho Jr., nueve jóvenes murieron y 26 intentaron matarse entre 2005 y 2006. Otros 21 adolescentes y jóvenes llegaron tristes, “aturdidos” o con “perturbaciones auditivas” al Hospital de Guarnição. El informe señala la tendencia de los suicidios “en cadena” o “por contagio”, dentro de un mismo grupo familiar o de amigos. Un fenómeno bien definido en la literatura psicoanalítica, resalta el documento: “El desdoblamiento de la incidencia de un suicidio en nuevos intentos y/o casos consumados resulta en la constitución de modelos de comportamiento autodestructivos en el interior de las familias o entre iguales. La reiterada frecuencia de suicidios acaba suscitando cierta aceptación y familiaridad con la idea, que se convierte en una especie de respuesta psicológica y culturalmente modelada para algunos dilemas, inclusive con la realización de tentativas por individuos muy jóvenes de forma experimental”.
La figura del hombre de capa negra se volvió la pesadilla de todos en la ciudad, en especial de aquellos que tenían hijos adolescentes. El representante de la Fundación Nacional del Indio (Funai) y ex vice alcalde, André Baniwa, era, en aquel entonces, director de la Foirn. Llamó a dos de las niñas que habían intentado matarse para escucharlas en la sede de la organización. “Ellas hablaban de que veían a alguien en su visión, que uno no veía junto a ellas, porque esa visión del hombre negro… No es que sea de color negro, sino de capa negra, pero le prohibía a ella contar lo que estaba ocurriendo. Y esa muerte se presentaba entonces, el suicidio, de amarrarse el cuello, era de tanta insistencia en el oído de ellas de ese hombre”.
Ni la ley, ni la cruz calmaron los ánimos en aquellos días. La policía, la Funai, la Fundación Nacional de Salud (Funasa) y el gobierno municipal crearon comisiones para investigar el caso y dar apoyo a los adolescentes y sus familias. Algunas organizaciones que trabajaban con los jóvenes, como el Consejo Tutelar y el Proyecto Sentinela, asociado al Ministerio de Desarrollo Social, organizaron “marchas por la vida”, mientras la policía civil investigaba las muertes. Todos querían un culpable. Fue así que las historias sobre el profesor ganaron cuerpo y respaldo.
Lo que se decía era que un profesor de la escuela Inês Penha y un ex alcalde habían hecho un pacto con el diablo. El alcalde había entregado el alma de su hijo, un joven que murió en 2004 en una carrera de motos, causando gran conmoción. El profesor habría preferido entregar el alma de sus alumnos. Era para eso que los llevaba al cementerio de la ciudad. Siguiendo las “pistas”, la policía colocó cámaras de seguridad en cementerios y pusieron espías en los locales sospechosos, sin éxito. Un delegado en Manaos fue especialmente designado para el caso, que los policías querían encuadrar en el artículo 122 del Código Penal. Entre los crímenes contra la persona de que trata el artículo está “inducir o instigar a alguien a suicidarse o darle ayuda para que lo haga”a, siendo la pena duplicada “si la víctima es menor o tiene disminuida, por cualquier causa, la capacidad de resistencia”. Escuchó a cerca de 30 testigos y la mayoría de ellos apuntó a la culpa del profesor, lo acusó indignado a la prensa nacional, que pasó a cubrir la historia: “Tomamos declaraciones de muchas personas que tenían relación con las víctimas y ellas indicaron a ese profesor como la persona que inducía a los jóvenes a suicidarse”, afirmó el delegado Marco Engel al diario A Crítica. “Sólo que, con la noticia de que él sería procesado, el profesor desapareció de la ciudad”, dijo entonces.
De hecho, el profesor acabó saliendo de la ciudad: su vida ahí se había vuelto insoportable. Era él, al final, el “capa negra”, responsable por toda aquella desgracia. Poco después de haberse mudado a Manaos con la familia, donde continua hasta hoy, trabajando para la Secretaría Estatal de Educación, su casa en São Gabriel fue invadida por una diligencia de las policías Civil, Militar y Federal, cumpliendo con una orden de registro y arresto. Para los habitantes de la ciudad esa era la confirmación de su culpa. Poco después, el delegado de Manaos pidió su prisión preventiva y su acusación. Ambos pedidos fueron negados por la Justicia. La investigación murió ahí. El año siguiente, el asunto desapareció de la prensa. Hoy es difícil encontrar cualquier vestigio de la investigación cerrada hace nueve años. La investigación archivada no consta en los registros de la Policía Civil local, pues sólo los de los últimos cinco años son guardados, de acuerdo con el investigador Alexandre Galvão Neto. Aquella tampoco fue localizada por el archivero del tribunal.
Pero, en el imaginario de la insomne São Gabriel, el profesor es aún el gran responsable de los suicidios de las adolescentes. Pública consiguió localizarlo, después de mucho insistir con parientes, que reiteraron cómo la experiencia fue devastadora. El profesor envió un e-mail negando vehementemente todas las acusaciones, pero pidió que no fuese publicado.
Los suicidios continuaron. Y se esparcieron con furor tanto por la ciudad de Santa Isabel do Río Negro, 250 kilómetros al este en dirección a Manaos, como por las comunidades del interior del Amazonas. Según la investigación del MPF, dentro de los límites de São Gabriel, en 2007, hubo nueve suicidios en el interior, tres en el río Uaupés, dos en el río Papuri y uno en el río Umari. En 2008, 11 suicidios en el interior, siete de ellos en el río Tiquié, y otros en el río Uaupés, río Icana, en el río Negro y en la tierra Yanomami. En 2009, siete suicidios, dos en el río Uaupés, uno en el Río Papuri, y dos en la ciudad, de jóvenes provenientes de la comunidad de Tapira Ponte, en el río Negro. En 2010, 11 suicidios, seis en el Uaupés, tres en el Tiquié, uno en Igarapé Japu y uno en el río Negro, según el MPF. Pero los datos contrastan con el registro de la Secretaría de Salud municipal, que apunta apenas cinco, en total, en el municipio de São Gabriel en aquel año. También hay divergencia en los datos de 2011: 16 suicidios según el Mapa de Violencia, apenas uno de acuerdo con los datos enviados a pedido de < strong>Pública por el coordinador de Vigilancia Epidemiológica Municipal de São Gabriel da Cachoeira, que registró también un suicidio en 2012, ninguno en 2013, tres en 2014 y uno en 2015 –que no es el de María. (Después de la publicación de este reportaje, la Alcaldía envió nuevos datos que contradicen los anteriores y también contrastan totalmente con los datos del Mapa de la Violencia. Vea la tabla aquí).
Pero, según los indígenas, a partir de 2009, el drama también alcanzó Iauaretê, la “ciudad de los indios”, un aglomerado urbano en la frontera con Colombia, distrito de São Gabriel, en el alto río Uaupés. Almerinda Ramos de Lima, la ya citada sobrina de Zeferino, era entonces la líder de la organización de mujeres local. “Era todo el mundo, jóvenes entre 15 o 14 y por ahí, hasta los adultos, tanto hombres y mujeres. Señores y señoras. No entendemos por qué, no sé si es por causa de la borrachera, qué se yo, se ahorcaban siempre. Todas las veces, todas las veces era así. El día de la fiesta, encontrábamos a las personas así, ahorcadas…”, cuenta. La propia Foirn, dice ella, hizo muy poco. No hubo movilización, seminario, discusión del problema, recuerda: “Y así iba. Sólo que así, cómo era que la persona se estaba sintiendo, nunca lo llegamos a descubrir. Por qué la persona llegó a hacer eso”.
En Santa Isabel, una especie de hermana menor de São Gabriel, más provinciana, los suicidios explotaron entre 2008 y 2009. Fueron 13 muertes en esos dos años, en una población de 18 mil habitantes. En esa época, más del 60% de la población, según el censo de 2010, continuaba viviendo entre los innumerables ríos y ensenadas interior adentro. Como en São Gabriel, se culpaba a un pacto mortal, cartas de despedida que rodaban por la ciudad, peleas familiares y alcoholismo. Los jóvenes escuchaban voces. En 15 días, en el mes de septiembre de 2008, hubo tres suicidios y cuatro intentos, según la parroquia local. “Era droga, marihuana, cocaína, no sé qué”, opina hoy la concejala Sandra Gomes Castro, cuya historia es la marca de lo que ocurrió en aquella época sin fin.
El primero en irse fue su hijo Ibrahim, muchacho ejemplar, estudioso, y una de las pocas víctimas cuya existencia está registrada en internet. Esta ahí: aprobado en la Universidad Federal de Amazonas (Pedagogía, vespertino) y en la Universidad del Estado de Amazonas (Derecho, nocturno). “Él vivía mucho sólo para estudiar, era un niño que no bebía, no fumaba, no le gustaba andar de fiesta, no tenía ningún vicio. Era un niño que toda madre quería tener, nunca me dio trabajo, nunca me dio tristeza, nunca me dio decepción”, dice Sandra. Vivía en Manaos con un primo en 2008, cuando se ahorcó, a los 22 años, en su propio apartamento. Su muerte aún no asentó en el corazón de la madre. “Llegó a mi conocimiento que él se suicidó; sólo que hasta hoy yo no sé cuál es la verdad”.
Del segundo hijo, dice, ya esperaba “cualquier cosa”. Tenía un nombre, Charles, pero era conocido, conocidísimo en la ciudad, por otro: Bruninho. “Él comenzó a conseguir droga muy temprano, con unos 13, 14 años ya comenzaba a salir, no obedecer el horario que yo estipulaba para volver a casa. Él ya lo había intentado tres veces, siempre bajo el efecto de drogas, y en la cuarta vez él vino a fallecer”. El primer intento fue ahí mismo, en la espaciosa casa de la familia a una cuadra de la plaza principal de la ciudad. Fue rescatado por la hermana menor. La segunda vez, estaba en el batallón del Ejército en São Gabriel, donde sirvió durante el periodo obligatorio. La tercera tentativa vino una semana después de que el hermano falleció. “Cuando él despertaba, hacía como si no hubiera pasado nada. Cuando estaba bien, volvía a lo normal, nada”. Charles se mató el 15 de agosto de 2009, a los 19 años.
Sandra Gomes Castro
Ella cuenta así la historia del hijo pródigo. Él quería ir a una fiesta en la comunidad y pidió un motor de lancha para poder atravesar el río. Ya estaba borracho, aún de tarde, y el padre se enfureció. El hijo amenazó con golpearlo a él, a la madre, a los hermanos, y el padre resolvió quejarse con la policía. El muchacho se quedó en la casa con la madre. “Ahí comenzó: ‘Ay, me voy a matar, me voy a matar’. Siempre decía eso, pero nunca lo hacía”, recuerda la madre. Después de algunas horas se encerró en el cuarto. Sandra hasta fue a confirmar que estuviera dormido y se fue a acostar. “Yo estaba durmiendo… Así, medio que durmiendo despierta, yo lo sentí a mis pies, así: ‘Mamá, sácame rápido de aquí’. Ahí yo di un salto, miré a la puerta y no había nadie”. Llamaron a la policía, que rompió la puerta del cuarto del hijo. Se había ahorcado en su propia litera.
Sandra quedó inconsolable. “Yo lloraba mucho día y noche, yo no comía, no tenía más el placer de lavar ni de comprar una cuchara. Al principio yo no quería hacer un tratamiento, yo llegaba a Manaos y allá recaía, los ambientes en los que andaba con él, los lugares, su facultad…”. Al final, en lugar de ir a un curandero a que la bendijera, Sandra tomó un antidepresivo y siguió un tratamiento psiquiátrico en Manaos durante algunos meses. Hoy, está en paz con su dolor. Cuenta toda su historia de un impulso, en la sala de su casa, con apenas una o dos pausas para recuperar el aliento y detener las lágrimas. La conclusión de la historia, viene en la despedida, ya en el portón: “Lo que puedo decir es que mi hijos, que fueron mis amores, yo sé que ellos serán eternamente mis dolores”.
Los suicidios en São Gabriel y Santa Isabel afectaron a indios de casi todas las etnias, con un número mucho mayor de Tukano, un pueblo dominante en la región, y Hupda, un pueblo nómada y de contacto más reciente. Ya entre los Baniwa, etnia que ocupa las márgenes del río Icana, afluente del Negro en dirección a Venezuela, la aflicción que los acechaba desde 2005 –y los acecha hasta hoy– es casi como que un espejo al revés. En vez de las compañeras muertas y de los hombres de negro que asaltaban a las niñas de la Inês Penha, los adolescentes Baniwa eran embrujados en la escuela secundaria Pamaáli por seres no humanos. Los dos brotes tienen semejanzas, observa el antropólogo João Jackson Bezerra Viana, quien estudia el fenómeno hace cinco años: en ambos casos, las crisis ocurrían principalmente entre niñas de 13 a 16 anos, que las “transmitían” a los compañeros, apareciendo inclusive en los sueños de ellos; y tenían la misma característica en la fase aguda, en la cual seres conversaban con las niñas “en trance”.
En la Pamaáli, sin embargo, no hubo ningún caso fatal, tal vez por el hecho de que ahí la comunidad encontró una explicación para la enfermedad, después de haber consultado a los más viejos. La escuela, una de las primeras experiencias de educación indígena diferenciada, había sido construida sobre la maloca de los Yóopinai, seres naturales que abarcan todo lo que es “peligroso” para los indios. Cuando los alumnos tienen clases, es como si estuviesen zapateando sobre las cabezas de los Yóopinai. Durante los brotes, los Yóopinai, representados frecuentemente por un viejo alto, blanco y todo vestido de blanco, repiten incansablemente que los quieren fuera de ahí.
João, quien presenció varios “ataques” o “sueños”, los relató en su tesis de maestría en la Universidad Federal de Amazonas, con el título “De vuelta al caos primordial: alteridad, indiferenciación y enfermedad entre los Baniwa”. Sigue uno de sus relatos: “Al entrar en el alojamiento, una casa grande dividida en dos áreas por una pared, veo primero una aglomeración de personas en estado de preocupación y, después, el blanco de las miradas; una alumna acostada en la hamaca. […] La escena era fuerte, la niña se contorsionaba, debatiéndose como quien necesitase de un golpe único sacudirse de todo su tormento, y expresando, aún a primera vista, evidente sufrimiento. […] La alumna contraía pies y cabeza contra la hamaca, irguiendo, por contrapeso, pecho y tronco para arriba, lo que generaba en sus compañeros una necesidad imperativa de dominarla, ahogando tal movimiento”. Durante las tres horas de duración del “ataque”, la chica lloraba y gritaba llamando a la madre en Baniwa, entre crisis de desmayos. “Al borde de la hamaca, ella reclamó del dolor y clamaba socorro; eso porque, según ellos, en aquel momento ella estaba viendo un viejo (o sea, un blanco), intentando matarla, que la amarró de piernas y manos”.
Como los suicidios, la enfermedad en la escuela Baniwa jamás fue sanada por completo. Pasado el brote inicial, los indios aprendieron a esperar por ella.
Electo presidente del Consejo Tutelar en 2006, en el auge de la tragedia, el pastor Marcos Ribeiro –que en aquel año hiciera el “exorcismo coherente”– se dio cuenta de que había algo en común entre las niñas que intentaron el suicidio: todas habían dejado sus comunidades para continuar sus estudios en la ciudad. Una constatación ampliada por una investigación realizada por el Instituto Socioambiental y la Foirn en 1.444 domicilios en 2003-2004, que reveló que la mayor parte de la población urbana no había nacido en la ciudad, siendo 43,8% proveniente de otras localidades en la región del río Negro. El principal motivo de la mudanza, citado por 36,6% de los entrevistados, fue la búsqueda de educación secundaria –la misma ofrecida valientemente en la Pamaáli, como forma de fijar a los Baniwa en su territorio. “¿Qué pasó? Generalmente, los padres de esos niños los dejan con el tío, la tía y vuelven a la comunidad”, prosigue el pastor. “Ellos quedan a la merced de las circunstancias, y ellas son variadas. ¿Qué es lo que ella ve en la comunidad? Un poblado cercado y río, en que todo el mundo allí es aparente, todo el mundo se mira, todo el mundo se ve. Pero los niños vienen aquí desamparados. Y ellos están viendo a sus compañeritos, habrá ese shock aquí. ¿Qué tipo de shock? Los hijos de los militares, por ejemplo, vienen aquí a la escuela y ahí yo comienzo a mirar, los niños miran, qué es lo que él tiene y yo no tengo, él va a merendar y yo no meriendo…”.
Hay otro elemento importante, y reciente, que debe ser tomado en cuenta, comenta el secretario de Obras de la ciudad, Celso Delgado. “Esa época fue de mucho éxodo rural a causa de los programas sociales del gobierno federal. Normalmente, cuando ellos bajan el río, se quedan tres meses. Con la cuestión del Bolsa Familia (programa social) pasaron a bajar más y a venir a vivir aquí mismo”. Investigador de la Policía Civil bajo licencia –participó de la investigación de los suicidios de la escuela Inês Penha–, cuenta que la alcaldía acostumbra ofrecer lotes de tierra de 12 metros por 25 metros a los recién llegados, subdivididos en hasta cuatro casas, dificultando el cálculo de la estructura. “En esa época hubo un crecimiento muy grande de esos barrios, como Thiago Montalvo, Dabaru, Beira-Rio, Assentamento Teotônio Ferreira, Miguel Quirino, barrios desorganizados. Fue cuando golpeó de verdad ese impacto cultural. Ellos no tenían noción de lo que era vivir en una ciudad. Eran todos de bajos ingresos, la mayoría venida de la comunidad”. Los beneficios del Bolsa Familia no suben el río.
General Antônio Manoel de Barros
Según un registro del Ejército, presentado didácticamente en un powerpoint para el reportaje de Pública, hay 5.593 familias atendidas por el programa en São Gabriel, o 27.965 personas: 67% de la población. “El desarrollo es masacrante”, resume, solemne, el general Antônio Manoel de Barros, comandante de la Segunda Brigada de Infantería en la Selva (2o BIS), cuya sede queda en un lugar privilegiado, de donde se ve el río con claridad y sus cascadas. “Es una aplanadora, y no hay un timing para las cosas buenas. Los efectos colaterales son muy acelerados”.
Es él quien comanda la mayor parte del impresionante aparato militar que se derrama por el alto y medio río Negro: siete pelotones especiales de frontera, el 3er Batallón de Infantería de Selva, en Barcelos, el Comando de Frontera Río Negro y el 5º Batallón de Infantería de Selva, el 2º Batallón Logístico de Selva, el Pelotón de Comunicaciones de Selva y el 22º Pelotón de Policía del Ejército, en São Gabriel da Cachoeira. Son en total 2.500 hombres, cerca de 2.100 en São Gabriel da Cachoeira, o el 10% de la población urbana.
El fortalecimiento del aparato militar ocurrió en 2004. En los años anteriores, hubo algunos enfrentamiento entre el Ejército y las Farc en las fronteras con Colombia y Venezuela. “Ahí el Ejército aceleró un proceso, o sea, fortaleció la estructura existente, creó un comando de brigada. Con un oficial-general. Y junto con eso vinieron muchas estructuras”, dice el general. “El impacto económico del Ejército aquí es enorme”.
La llegada de los militares transformó a São Gabriel en la ciudad brasileña más desigual del país, según el ránking del Atlas de Desarrollo Humano 2013, de la ONU. Aunque la renta media per cápita haya subido casi el 50% en las últimas dos décadas, la ciudad tiene un índice de desigualdad de 0,8, siendo 1 la peor nota (la media de Brasil es de 0,5). “Es fácil entender, porque, si tienes una gran cantidad de militares, el salario mínimo va a fomentar eso aquí”, dice el general. Mientras él habla, otro oficial proyecta la esmerada serie de diapositivas ilustrativas en la sala de reunión de la sede de la Brigada. Él va apuntando: “Mire, con los efectivos de todas las organizaciones militares, la hoja de pagos, el impacto, usted vea que tenemos un impacto de 8 millones de reales”. Hoy, los gastos de la corporación representan el 41% del PIB municipal. “Y usted verá que en diez años aquí –claro que no es sólo por causa de eso, pero también por eso– pasó de R$ 99 millones a 209 millones, o sea, se duplicó”.
“Dicen que hay tres grandes profesiones aquí: agente de salud, profesor y militar”, continúa el general, explicando la “estrategia de presencia” del Ejército Brasileño, encabezada por el 2º BIS. Desde que asumió, hace poco más de un año y medio, el general instaló una patrulla del Ejército en la isla de las Flores (algunos kilómetros río arriba de São Gabriel) que hace batidas cotidianas entre los indios. Los soldados suelen encontrar botellas de aguardiente amarradas debajo del barco, mezcladas con las mercadería, debajo de las cargas de pescado. “La tremenda de la cachaça. Que es terrible. Eso corroe realmente y es un problema serísimo aquí. Es por eso uno de los motivos que tenemos aquí un puesto, porque aquí tenemos poder de policía”.
A bordo de embarcaciones, los soldados suben los ríos también para hacer el alistamiento militar en las comunidades, abriendo un nuevo ciclo de integración indígena al proyecto nacional. “El soldado indígena en la selva no tiene igual. Nos interesa, sí, que este representante indígena esté con nosotros, porque él es parte de nuestro estrato social. Y él será también un líder”, dice, orgulloso, afirmando que más del 35% de los soldados de la brigada son indígenas. “El Ejército es un estrato de la sociedad”, refuerza, queriendo decir con eso que refleja su composición social.
Hay relatos de suicidio también entre los indígenas militares asignados al 2o BIS, aunque no haya, según el general, ningún trabajo específico para contraatacar ese problema. “Está claro que se trabaja con datos estadísticos y aquí [en el Ejército] no hay nada fuera de la normalidad”. Pública pidió datos sobre las víctimas por medio de la Ley de Acceso a la Información, pero el Comando del Ejército lo negó dos veces. Alegó que consolidar los datos daría trabajo extra, pero garantizó que, por cada sospecha de suicidio, una Investigación Policial Militar es instaurada. O sea, las IPM están ahí, pero, como casi todo lo que se refiere al suicidio en la ciudad, es misterio, es secreto, no se habla de eso.
La Secretaría Municipal de Salud queda en el segundo piso de un pequeño edificio blanco en la abarrotada calle principal de la ciudad, una ruidosa avenida de cuatro carriles. Ahí, algunas tiendas dominan el comercio, estampando el apellido orgulloso de sus propietarios, familias que vinieron de otros estados detrás de dinero y poder. Al son del forró electrónico que toca incesantemente, se vende de todo en esas pequeñas tiendas de departamentos, adaptadas para la Amazonía: ventiladores, colchones, zapatillas, ollas, cuadernos, baldes para secar harina de yuca, galones para llenar de gasolina los motores de los barquitos de madera que van a las comunidades del interior. Desde su oficina, el secretario de Salud Luiz Lopes responde a Pública por teléfono. La pregunta es si la alcaldía tiene alguna acción dirigida a ese problema. “No”, dice. Y prosigue, con sinceridad envidiable: “Yo no sé hablar de eso con usted ahora. Continua ocurriendo, y mucho. Pero es muy subjetivo, yo no conseguí todavía leer ningún trabajo enfocado en esa cuestión en São Gabriel que fuese concluyente. No hay material, no hay datos concretos”, dice él. “Yo creo que hay que determinar la causa, los factores que influencian. Infelizmente no sabemos eso. ¿Está enfocado en qué? ¿Alcoholismo? ¿Drogas? ¿Es una cuestión cultural?”.
El secretario parece ignorar la inherente injusticia que es asociar a los suicidios con una característica cultural. Significa ignorar los aspectos históricos, en especial los contactos blancos, siempre traumáticos. En São Gabriel, no hay una de esas niñas, uno de esos indígenas que no traiga en la propia vivencia o en la memoria de sus familiares episodios de violencias inconfesables en nombre de la construcción de la nación brasileña. Y con ellas el diablo, introducido por la vívida imaginación de los salesianos que comandaron la región durante casi todo el siglo pasado, se enclavó allí para quedarse.
Doña Elsa está siempre risueña, se ríe de la vida como si eternamente estuviese burlándose de las monjas salesianas que la educaron; cuando alguien viene a conversar, por la ventana de su casita sobre una gran saliente de piedra a orillas del río –siempre abierta–, es difícil no encontrarla ahí, la silla de ruedas frente a la máquina de costura, dispuesta. Se ríe del miedo que las personas le tienen, por estar siempre en esa silla; se ríe de las tragedias de la ciudad de São Gabriel da Cachoeira, de las antiguas y de las nuevas; se ríe de las leyendas que van ganando cuerpo, como la de que habría visto en una noche lluviosa al hombre de “capa negra”, el mismo ‘demo’, aquel que llevaba al suicidio a los niños y las niñas. “Demonio, yo no vi, no; si apareciese alguna persona, creo que yo hubiera visto a Nuestra Señora”, dice ella. Y se ríe.
La fe inquebrantable, la forma desenvuelta con la que habla en portugués sin ningún acento; las costuras que hace día y noche, noche y día; y hasta la risa burlona como si fuese un desafío –todo en esa pequeña y vieja india es el resultado de su tiempo en el internado salesiano, donde estudió la primaria. Así como su marido, Alfredo, un jovial Tukano, también temeroso de Dios, como casi todos los indios de la región del río Negro nacidos entre 1920 y 1970. Según cálculos de la prensa en la época, había más de 200 padres y monjas salesianas, la gran parte europeos, en las siete misiones en los ríos Negro, Uaupés, Içana e Tiquié. Según un reportaje de Folha de S. Paulo de 1980, los internados llegaron a recibir a 4 mil niños en aquel año.
La Congregación Salesiana llegó al río Negro con carta blanca y financiamiento del gobierno federal para educar y catequizar a los indígenas, integrándolos a la “civilización brasileña”. En 1914, la primera sede de misión fue construida, junto a la iglesia que aún está allá, encima de la ventana de doña Elza. A partir de entonces, los padres pasaban de aldea en aldea recogiendo criaturas de 6 o 7 años para ser llevadas a los internados. La idea era separarlas de los padres para salvarlas de la herencia “pecadora”, en casi todo repleta del diablo. Los religiosos se ocuparon también de reprimir todas sus costumbres: las malocas, símbolo de la vida comunitaria, fueron destruidas y cambiadas por casitas de un cuarto. La última fue demolida en 1960. Jurupari, héroe de diversas etnias, fue identificado con el “diablo”. Las fiestas comunitarias, como dabacuri, eran vistas como demoniacas y sumaríamente prohibidas. Los chamanes fueron ridiculizados, sus ritos, prohibidos. Así los salesianos se encargaron de introducir de una vez por todas al diablo en la región. Los recuerdos de aquel tiempo, contadas por abuelos y chamanes, permanecen vivas entre los jóvenes que hoy miran la telenovela juvenil Malhação en la tele y se pintan los cabellos de verde.
“No nos dejaban hablar nuestra lengua, no”, dice doña Elza. Por ser pillada hablando Tukano, las monjas la hicieron andar toda una tarde al frente de las otras alumnas, cargando en la espalda el cartel: “Yo soy el diablo”. Otra vez fue peor. Robó un pedazo de pan de la cocina, un pecado mortal, y una monja le cortó las uñas hasta sangrar. Tampoco podían hablar con los niños, como estaban acostumbrados en las aldeas. “No podíamos ni mirar para arriba, a la hora de la misa, imagina eso. Estábamos acostumbrados a estar todos juntos”, dice doña Elza, y se ríe de la maldad de las monjas católicas.
En los internados la vigilancia era constante hasta sobre los hábitos de higiene –desde usar baños y cepillarse los dientes hasta bañarse vestidos en los ríos. Los castigos corporales eran comunes: golpes en las palmas de las manos, estar arrodillados durante horas, comer sal. A todas las niñas les cortaban los cabellos y a los niños los rapaban. Recibían uniformes numerados, con los cuales eran identificados durante los cuatro años de formación, siempre a la manera europea: todo el cuerpo cubierto, ellas con vestidos de manga larga, ellos con camisa y pantalón. Se despertaban a las seis para ir a misa, iban a clases durante toda la mañana y en la tarde hacían deportes y trabajaban duro en la huerta, plantando lo que todos comerían en los días siguientes; limpiando las imponentes edificaciones salesianas; o en los talleres de carpintería y costura, donde hacían las ropas y construían los muebles y otros equipos usados en las misiones; las niñas lavaban quilos de ropa y realizaban las tareas domésticas. Hacían, además, innumerables ejercicios en fila militar, a veces sosteniendo fusiles, para “formar el carácter”, como se ve en las filmaciones reproducidas aquí, del documental Remições do rio Negro, dirigido por Erlan Souza y Fernanda Bizarria.
Tamaña rigidez compensaba, impresionando a las pocas autoridades que pasaban por ese rincón y garantizando más fondos públicos. Después de haber visitado las comunidades de Taraquá y Tapuruquaga, en el río Uaupés, en 1958, el entonces presidente Juscelino Kubitschek escribió con animación sobre los niños que vio agitando banderas y cantando el Himno Nacional “con entusiasmo patriótico”: “Los salesianos hacen surgir en medio de la selva virgen y secular el nuevo Brasil, creando una generación nueva, en aquel centro que, emulando bajo varios aspectos la iniciativa oficial de mi gobierno, la conquista del interior del país, afirma la victoria del espíritu y del trabajo cuando guiados por el ideal de un Brasil mejor. A los salesianos pioneros en esa civilización, en el valle Amazónico, mis aplausos y mi propósito de auxilio y cooperación durante mi gobierno”.
Fue apenas en los años ochenta, ya en el final de la dictadura, cuando líderes indígenas como Álvaro Tukano, y organizaciones como el Consejo de Pueblos Indios de América del Sur, pasaron a denunciar la opresión salesiana, que los internados fueron substituidos por escuelas públicas. Además de causar un daño irreparable a los imaginarios y a cultura indígenas, los salesianos ganaron mucho dinero a costa de los “catequizados”, vendiendo productos artesanales con un bello margen de lucro en São Paulo, Rio e en el Museo del Indio, en Manaos, que también administraban; los productos eran transportados gratuitamente por la FAB, con presencia constante en el área durante la dictadura. Además de disponer de mano de obra baratísima –eran los indios quienes construían las nuevas escuelas, iglesias y misiones–, “incluían” a los jóvenes indígenas en la sociedad de Manaos como buenos empleados. “Hoy, en Manaos, la familia que necesita de una empleada se puede dirigir a la sede de los salesianos en la ciudad, que rápido le va a conseguir una india para trabajar como doméstica en Manaos”, describe el reportaje de Folha de S. Paulo de marzo de 1980. “A causa de ese cruel proceso, los prostíbulos de Manaos están repletos de indias que perdieron su virginidad en las casas de familias ricas de Manaos y acabaron siendo dejadas abandonadas en las calles”, finaliza el reportaje.
Es verdad que no fueron los salesianos quienes inventaron la maldad por ahí; la explotación de los indígenas en la región tiene raíces mucho más antiguas. Ya en el siglo 17 los colonos portugueses y misioneros subían los ríos Amazonas y Negro para capturar esclavos para enviarlos a Belém, capital de la colonia de Grão-Pará y Maranhão. Se calcula que el número de indígenas esclavizados apenas en aquella región haya llegado a 20 mil, sin contar aquellos asesinados por ofrecer resistencia y los muertos por los brotes de viruela y sarampión.
Los primeros encuentros con los blancos fueron tan violentos que son parte del mito de creación compartido por las etnias locales, según el cual la humanidad habría llegado a la Tierra en un viaje de la Cobra-Canoa. Reza el mito que, antes habitando las profundidades de la tierra, los humanos consiguieron salir de allá a través del Lago de Leche –situado en Río de Janeiro, capital de la colonia portuguesa en la época de contacto. A lo largo del río Negro, las etnias desembarcaron en sus respectivos territorios; y hasta hoy la jerarquía de importancia de las etnias sigue el orden en que desembarcaron de la canoa. En la mitad del viaje, la entidad creadora Ye’pa Õ’akĩh (en Tukano; Ñapirikoli en Baniwa), dispuso en el suelo una serie de objetos para ser escogidos por los hombres. Y así se hizo: el ancestro del blanco tomó la escopeta y las mercaderías, al paso que los ancestros de los indios prefirieron el arco y los adornos ceremoniales.
A partir del siglo 19, los habitantes del río Negro salieron del yugo de la esclavitud para pasar a la avaricia de los comerciantes o “regateadores”, cuya estrategia era la servidumbre por deuda, en la que el trabajo barato los hacía deudores por la compra de mercaderías caras. Los “patrones” más famosos subieron el río, aterrorizando aldeas enteras en busca de hombres y jóvenes fuertes para sacar látex, materia prima del caucho, además de cacao y piaçaba[1]. “Los mecanismos astutos del endeudamiento, el incentivo de los patrones al consumo de cachaça de los indios, el abuso sexual de mujeres y el tráfico de niños para ser vendidos en Manaos y Belém son algunos de los ejemplos de violencia perpetrada por los blancos que transitaban en esa región”, escribe la antropóloga Cristiane Lasmar en su libro De volta ao Lago do Leite-Gênero e transformação no alto río Negro.
El primer boom urbano de São Gabriel ocurrió después del crepúsculo de los internados salesianos. Por estar situado en una zona de frontera, en 1968 la dictadura lo decretó área de seguridad nacional en junio de 1968 (Ley 5.449) e instauró ahí su Plan de Integración Nacional en la región, llevando a más de 4 mil hombres, entre los que componían el I Batallón de Ingeniería y Construcción del Ejército (BEC) y los contratados por las empresas Queiroz Galvão y EIT (Empresa Industrial Técnica) para construir la autopista Perimetral Norte BR-210 y la carretera BR-307 (hasta Cucuí, en la frontera con Venezuela). A mediados de la década de 1970 una infraestructura básica de red eléctrica y agua por tuberías fue implantada en la sede municipal. Fueron construidas también las primeras escuelas públicas para atender a los hijos de los militares y obreros que llegaban al municipio. Después del cierre de los internados salesianos, esas escuelas pasaron a recibir también a los indígenas, venidos de comunidades en el interior.
El acoso a las mujeres indígenas fue una de las marcas de esa época, según relatos recogidos por la antropóloga Cristiane Lasmar: “Ellas cuentan que los blancos llevaban a las muchachas para la autopista en construcción para ‘hacer una general’, es decir, violar en grupo”, escribe. Eran las indígenas que venían de las comunidades para trabajar en las casas de los funcionarios de las constructoras y del Ejército, aquellas que habían sido educadas por los salesianos para trabajar en casas de familia.
Los casos de violación persisten en el siglo 21. Desde por lo menos 2010, un grupo de “adinerados” reinventó las “generales” de los años setenta, secuestrando niñas de 9 a 13 años para una red de explotación sexual, a veces a la fuerza, a veces a cambio de chucherías como un bombón, una galleta, algunos productos en la venta para sus padres o tíos. Los criminales tenían apellidos importantes, entre ellos los tres hermanos Carneiro –Arimatéia, Manuel e Marcelo–, dueños de grandes tiendas de comercio en la calle principal, y el ex concejal por el PR Aelson Dantas da Silva. La virginidad de una víctima, entrevistada por la reportera Katia Brasil, de la página web Amazônia Real, le costó 20 reales (unos 5 dólares) al violador. “Él me llevó para el cuarto y me quitó la ropa. Fue la primera vez, me quedé triste”. Otras niñas contaron que ganaron chocolates, dinero y ropas de marca a cambio de su virginidad.
“¿Qué hacía el seductor? Él iba al colegio y cuando las niñitas estaban ahí, él ofrecía una merienda. Después comenzaba a llevarlas en el carro para tal lugar. Para merendar. Siempre en la base del hambre, de saciar la barriga. Y después comenzaba a dar los regalos, ellos iban de esa forma. Y cuando ellos querían algo realmente, comenzaban también a llevar a los padres para hacer compras en el comercio. Entonces él ya pasaba la idea de seguridad, de que ‘fulano es un buen hombre’”, dijo un funcionario que siguió algunos casos, pero pidió no ser identificado. Aún hoy, hablar sobre la red de pedofilia amedrenta a los testigos principales. Diez personas fueron presas y denunciadas por el Ministerio Público con base en el testimonio de 16 niñas. Tres de ellas, incluyendo a dos hermanos Carneiro, están en prisión preventiva por haber amenazado a testigos y hasta a periodistas. El tercer hermano, Marcelo, está prófugo desde que consiguió un habeas corpus a inicios de este mes, durante un turno judicial, siendo liberado inmediatamente. El habeas corpus fue suspendido el día siguiente.
El hecho de que el abuso sufrido por las niñas indígenas haya finalmente llegado a la Justicia se debe, en gran parte, a los esfuerzos del procurador federal Júlio Araújo, quien en 2012 visitó el municipio y quedó impactado con lo que vio. El esquema era conocido por todos, ocurría a la luz el día, en calles concurridas de los barrios más populares y al frente de las escuelas públicas. “Había un intento de tratar el tema como algo natural o cultural en la ciudad. Y refleja mucho ese estado de vulnerabilidad. Se hablaba en la ciudad de que era normal, que eso siempre fue así”, dice Araújo, quien hoy comanda el proceso del MPF por daño moral colectivo contra los acusados. “Eso era dicho por los no indígenas, que ven aquello como algo trivial. Decían que ‘hasta los padres apoyan’ o ‘es mejor para ellas’. La sumisión de las niñas indígenas es colocada a tal punto que eso acaba siendo visto hasta como un beneficio para ellas”.
Si existe salvación en vida para las almas atormentadas de São Gabriel, ella debería vivir en una calle situada entre la iglesia católica y el campito de fútbol, que reúne todos los frentes institucionales de combate al suicidio de la ciudad. Comenzando por la casita blanca del Consejo Tutelar, donde la presidenta Belmira da Silva Melgueiro recibe a los visitantes con una sonrisa en el rostro. “Este año de 2014 no conocimos ningún índice de suicidio de adolescente”, afirma, aunque los datos enviados a Pública muestren que la alcaldía registró por lo menos tres casos: una niña de 14 años, un niño de la misma edad y una joven de 18.
Los últimos casos de los que ella se acuerda ocurrieron en 2012. “Hoy no es más así”, garantiza. “No sé responderte por qué bajó. Hubo una época en que era uno detrás del otro, a veces tres al día, uno no estaba ni bien enterrado, otro ya estaba muriendo”, recuerda. Y se arriesga a decir: “Era cierto que era droga. Y bebida más por parte de la familia. Sólo que hubo niñas y muchachos también que no conseguimos mucho entender, porque en la época hubo suicidio de niñas que nunca tuvieron problemas ni con la familia ni con drogas”.
Belmira hace una lista de memoria de las medidas tomadas en aquella época: marchas por la vida capitaneadas por el Consejo Tutelar, por el Consejo de Derechos Humanos y por el Programa Sentinela, vinculado al Ministerio de Desarrollo Social, además de reuniones periódicas en las escuelas en las cuales “nos llamaban para estar exponiendo sobre la importancia de la vida”. Para alcanzar a las comunidades, el Consejo usó barcos cedidos por la parroquia “porque nosotros no tenemos esa logística para salir de aquí”. Pero esas acciones, reconoce, no resistieron al tiempo y al olvido. “De aquella época para acá, la situación social sólo empeoró. Casos de depresión [de adolescentes] hay, sí. Aquí hay bastante. Agarramos esos casos y los encaminamos hacia el Creas [Centro de Referencia Especializado de Asistencia Social]; cuando es problema de alcohol, encaminamos hacia el Caps [Centro de Atención Psicosocial]. Pero la depresión no ha llevado más a suicidio, gracias a Dios”.
Para saber cómo los niños encaminados son recibidos en el Caps, vinculado con el Ministerio de Salud, basta andar dos cuadras. La casa queda ahí mismo, en la misma acera. En ella trabaja una joven psicóloga, Fernanda Peinado, encargada de coordinar la atención a pacientes con trastornos mentales y problemas relacionados con el alcohol. Ella cuenta que en el Caps los jóvenes reciben acompañamiento psicológico y después pasan por talleres terapéuticos y –en teoría– también son vistos por un médico. No obstante: “Nuestro equipo también está muy menoscabado. La médica se fue, la enfermera se fue, entonces siempre estamos pasando por un problema de falta de equipo”, suspira.
En diciembre del año pasado, el Caps abría las puertas apenas por la mañana, hasta el mediodía. Fernanda era la única psicóloga del centro, encargada de dar apoyo a los cerca de 120 prontuarios “activos”, entre adolescentes en depresión, pacientes con trastorno psiquiátrico, hasta el más común, indígenas que abusan del alcohol. “Los equipos en las unidades están rotando: un equipo trabajó la semana pasada y otro, ahora. No es posible trabajar de mañana y de tarde”.
Apenas un mes antes, Fernanda recibió una llamada a las siete de la mañana: uno de sus pacientes intentaba matarse. La joven psicóloga nunca había vivido esa situación. Fue corriendo hasta la orilla del río. “Él estaba intentando lanzarse a la cascada y todos los familiares estaban allá intentando ayudar. Cuando llegué, estaba totalmente trastornado, fuera de sí”. Después de alguna conversación, consiguió calmarlo y llevarlo al hospital. Hoy, el muchacho está en tratamiento en Manaos. Se trata de un final feliz. Cinco meses antes, otro paciente fue llevado por las aguas negras. “Después pude hacer un rescate de su historial. Uno ve que ya tenía depresión, ya era un hombre, 33 años, pero, después de que la esposa resolvió separarse, él no vio más sentido en la vida. En esa época, yo estaba con permiso de maternidad, no había otra psicóloga, sólo la enfermera, y ahí él se quedó medio desamparado. No había sido la primera tentativa”.
Atravesando la calle, se encuentra la institución que debería funcionar como salvaguardia mayor de los indios que viven en aldeas. Es el edificio del DSEI, el Distrito Sanitario Especial Indígena, donde 25 equipos de salud y tres médicos cuidan de la salud de cerca de 38 mil indios en 673 aldeas. El DSEI comprende el área de otros dos municipios bañados por el río Negro, además de São Gabriel: Barcelos, el segundo mayor del país, y Santa Isabel. Es un área que equivale a casi dos estados de São Paulo.
Ângelo Henrique dos Santos Quintanilha, ex-director del distrito, dice que “hoy los equipos están bien más preparados” para lidiar con casos de suicidas entre los indios que viven en aldeas. Él es el funcionario más antiguo del DSEI –ex militar, en la década de los noventa fue a servir en São Gabriel y decidió quedarse. Ayudó a fundar el órgano en 2000. “En aquella época, no teníamos un psicólogo para orientar cuando había algún caso así. Hoy, cuando hay un caso, ya tenemos a la psicóloga, y ahí ella trabaja con el equipo, y el equipo ya va preparado”. En los últimos años, el distrito elaboró líneas de acción y prevención y una ficha específica de investigación de muertes auto infringidas. Pero la principal acción, explica él, es el seguimiento de las familias de las víctimas, después del acontecimiento de las muertes y, no obstante, cuando es posible. En todo este tiempo de trabajo, el jefe del distrito siempre evitó el contacto directo con las víctimas. “Es una cosa particular mía. No voy a ver al difunto. Aún más si él se ahorcó. Yo soy medio espiritista también, yo me estremezco con eso ahí”.
Al equipo del DSEI le cabe registrar, investigar y reportar al Ministerio de Salud todos los casos de suicidio ocurridos en el interior. Los números son contabilizados durante las “entradas”, que ocurren de la siguiente manera: un equipo de tres o cuatro miembros viaja hasta cuatro días para llegar a uno de los 25 polos-base de atención –construcciones que sirven de “puerta de entrada” a los SUS[2], desde donde los pacientes pueden ser encaminados para hospitales mejor preparados. A lo largo de un mes, el equipo visita el área de influencia de determinado polo-base, que puede llegar a 110 aldeas. Ahí, los técnicos tienen que llenar la ficha de notificación/investigación de la muerte, buscando recoger informaciones en la comunidad.
Pero “normalmente el equipo vuelve sin información o muy poca”, dice la psicóloga Valéria Magalhães, que coordina el trabajo en el área de São Gabriel da Cachoeira. “Normalmente es ‘ah yo llegué ahí y ellos estaban en la huerta, no encontré a nadie’, o entonces encuentran a una persona que dice que no tiene nada que decir”.
El año pasado, la situación llegó a un punto caótico. Los equipos de salud dejaron de ir a las aldeas por varios meses seguidos; los prácticos (choferes de los barcos) entraron en huelga por falta de pago.
Valéria es la única psicóloga que atiende en la Casa de Salud Indígena (Casai), centro que acoge a los indios de aldeas que necesitan de seguimiento médico prolongado en la ciudad. Es responsable, también, de preparar y oír a los equipos en sus problemas de relación con los indígenas. Muchas veces tienen dificultad para lidiar con lo que es la enfermedad y lo que es la cura para los indios. Es común que se resientan, por ejemplo, cuando ellos prefieren acudir a los chamanes cuando están enfermos. O entonces, que los chamanes se resientan con los enfermeros del DSEI. “La verdad es que lo que nosotros conocemos de nuestra psicología no se encaja en la realidad indígena. Tenemos que desvencijarnos de este nuestro conocimiento para intentar entender el de ellos y ver en qué podemos contribuir”, dice. Por eso, ella siente falta de antropólogos en el DSEI. “Hasta en esa cuestión del suicidio, los antropólogos pueden ayudarnos a entender lo que es un suicidio para el indígena, porque nosotros no estamos preparados para eso”, explica. “No ponen [ningún antropólogo]. Es impresionante eso”.
Las directrices de atención a la salud mental indígena fueron establecidas por el Ministerio de Salud en 2007, por medio de la Ordenanza 2.759. Uno de los principales motivos fue exactamente el alarmante índice de suicidios entre los indígenas brasileños, con especial énfasis en el Guarani-Kaiowá de Mato Grosso do Sul. Pero el Informe de Gestión de la Secretaría Especial de Salud Indígena de 2013, el más reciente disponible, subraya que los parámetros de actuación de los profesionales en la salud mental indígena “aún no fueron definidos de manera adecuada” y que “los pocos datos epidemiológicos disponibles eran recolectados de manera heterogénea por los diferentes DSEI a partir de instrumentos de recolección propios elaborados por los profesionales de salud. De esa manera, el material recogido de las diferentes realidades no era susceptible de sistematización y análisis por el nivel central”.
Las fallas en la recolección de datos sobresalen entre los casos resaltados en este reportaje. El caso de Tiago Lima, el hijo de Zeferino y primo de Almerinda Ramos que se mató, por ejemplo, no aparece en la tabla del DESEI/ARN enviada a Pública. Del mismo modo, el caso de suicidio relatado por Fernanda Peinado, del Caps, no está registrado en la primera lista enviada por la alcaldía, que enumera apenas los casos de muerte por ahorcamiento. Tampoco son registrados por la alcaldía, según el coordinador de vigilancia epidemiológica, la etnia de aquellos que consumaron la muerte voluntaria.
Ya en 2011, la detallada investigación hecha por el MPF señalaba la urgencia de sanar la desinformación sobre los casos de muerte auto infligida, “mucho peor en las áreas citadinas”, escribió el perito Walter Coutinho Jr. Según el informe, no existe ninguna instancia que se responsabilice por el registro de todas las muertes, sea en la ciudad o en las aldeas, ni por el registro de intentos, un elemento esencial en la estrategia de prevención recomendada por el MPF. Los que intentaron el suicidio, por ejemplo, deberían recibir atención especial durante por lo menos seis meses, para evitar la reincidencia. Otro punto resaltado por el MPF es que “el ‘saber ancestral’ indígena continúa siendo ignorado en el contexto de las instituciones locales”. El MPF recomienda que haya un esfuerzo para la “real participación de chamanes y curanderos en los itinerarios terapéuticos adoptados en el ámbito del DSEI Alto Río Negro y servicios municipales de salud”.
El párrafo final del informe –que, es bueno decirlo, continua sumaríamente ignorado por los órganos competentes– concluye: “De un modo general las iniciativas que contribuyen a la valorización de la comunidad étnica y de la cultura indígena, proporcionando el refuerzo de la organización interna de las comunidades y la reafirmación de los lazos sociales y familiares, tienden a ejercer un efecto positivo para erradicar o disminuir la existencia de suicidios en el panorama alto-rionegrino contemporáneo. Por medio de ellas, los indígenas (específicamente los más jóvenes) tienen las oportunidades de reconectarse con su historia y vislumbrar un devenir colectivo significativo (…) y que permite tanto como posible, la reconciliación entre la vida y la muerte”.
Buscado insistentemente para comentar la situación del DSEI y las acciones de combate a los suicidios indígenas, la asesoría de comunicación del Ministerio de Salud no respondió a las preguntas de Pública.
En la salita que ocupa en el edificio de la Fundación Oswaldo Cruz, en Manaos, repleta de libros y papeles apilados desordenadamente sobre la mesa, el médico psiquiatra e investigador Maximiliano Loiola Ponte de Souza es uno de los pocos que se han ocupado del espinoso tema de los suicidios rionegrinos dispuesto, de hecho, a entenderlo. Él pasó parte de los últimos siete años en la “ciudad de los indios”, el distrito de Iauaretê, donde la lengua más oída es el Tukano, los blancos son pocos y las callecitas características de aglomerados urbanos amazónicos tienen placas en diversas lenguas indígenas. Su punto de partida fueron sus investigaciones de maestría y doctorado, la primera sobre la violencia entre los nativos y la segunda sobre el alcoholismo. De ellas, trajo una comprensión rara de quiénes son a fin de cuentas aquellas personas que pasan por tamaña aflicción. Como la importancia de escuchar a los sabios, los “intelectuales nativos”, como define. “Yo uso el mito para comprender no lo que ocurre, sino cómo las personas entienden lo que ocurre”. El suicidio, dice él, tiene características inherentes al individuo, atributos del mundo social y atributos del mundo espiritual, “que de forma sinérgica actúan haciendo a las personas vulnerables al suicidio”.
Maximiliano distingue un patrón en los casos de suicidios narrados por los indígenas: “Usted tiene un conflicto previo, que muchas veces tiene que ver con cuestiones de sexualidad o de obediencia a las reglas. Y ahí, en el momento del uso del alcohol, ese conflicto se reagudiza”. La clave, dice él, son las normas de coexistencia social, que en el río Negro están imbuidas de los valores tradicionales y definen con quién tú comes, con quién tienes relaciones sexuales, con quién no las tienes. “Ahora, resumir que la culpa es del alcohol es muy poco”, afirma.
El alcohol, como bebida siempre disponible, es un fenómeno relativamente nuevo: algunas décadas atrás, el transporte precario dificultaba la oferta. Los indios, desde siempre, usaban el caxiri, bebida fermentada hecha de yuca y maíz, exclusivamente por las mujeres, y apenas para las fiestas. Y entonces todos bebían, desde los niños a los ancianos, hasta caer al piso; despertarse y bailar, todo de nuevo, al día siguiente. La fiesta duraba cuanto tiempo durase el caxiri. “Ese era el momento de resolución de los conflictos, sea apaciguando, haciendo nuevas alianzas o hasta a golpes”, explica Maximiliano.
En su tesis de doctorado, él explica: que permanece la idea de “beber hasta que se acabe lo que se tiene, hasta caer”. Y, “como ellos dicen, en la ciudad la bebida no acaba”. Ni en las comunidades. En São Gabriel, se dice, mientras los blancos beben para olvidar, los indios beben para recordar. “Antes, por ejemplo, yo podía tener un problema con un tipo, liarme a golpes con el tipo, mi familia se convertía enemiga de la de él, yo agarraba mis tereques, iba para otro lado del río. Y no iba a convivir con él en lo cotidiano”. El punto fundamental de esa nueva convivencia, como ya señalaba el estudio de ISA y de Foirn, es la escuela. “La escuela es la creadora del concepto de juventud”, dice. Y la juventud, criada por los internados salesianos, que capitanea la emigración para las ciudades, en busca de educación y un futuro mejor, y hereda sus brutales consecuencias”.
Mientras recoge sus papeles anotados, dibujados, él se pregunta en voz alta cuál sería la mejor manera de que la salud pública intervenga en ese problema. “Eso es mirado como algo en el campo de la salud mental. Pero yo, sinceramente, no sé si es por ahí, pero también, sinceramente, no sé si no lo es. ¿Sería el camino irnos a la psiquiatría o por una estrategia que la gente que trabaja con barrios y favelas, que trabaja con estrategias populares de mediación de conflictos? Eso porque, si el problema es el conflicto, yo tengo que enfrentar el conflicto, y no la depresión”, dice. “Porque, no seamos ingenuos, no vamos a acabar con los conflictos”.
Maximiliano no deja de lado también lo que llama de “dimensión espiritual” del suicidio. Habla sobre la creencia, muchas veces escuchada, de que los espíritus de aquellos que se matan se quedan en la tierra, vuelven para jalar a aquellos que eran cercanos a ellos en vida. “Es como si fuese un tira y afloja entre los vivos y los muertos”, explica. Y detalla: “Está bien documentada la existencia de lo que los estudiosos de salud pública llaman de ‘suicidio por contagio’. Entre pequeñas poblaciones tradicionales y rurales, eso está muy bien documentado. Hay varios estudios que demuestran que el suicidio tiene alguna dinámica en la cual las personas interrelacionadas se matan en cadena. Yo creo que la tesis de los espíritus que vienen a buscar tiene, de alguna manera, relación con eso. No deja de ser el modo nativo de explicarlo”.
Y reflexiona sobre una palabra: contagio. “Mire cómo nosotros, del mundo occidental, leemos la cosa. Como un ‘contagio’. Porque tenemos nuestro arcabuz de mitos que existe una cosa llamada bacteria, que pasa de uno a otro. Lo que hace la conexión de la enfermedad pasar de una persona para otra es la tal bacteria. En la concepción nativa, ellos posiblemente experimentan la misma vivencia, que es la de observar que personas próximas se acaban matando. Solo que el repertorio explicativo de él va a beber de las fuentes de su cosmología, de la relación del mundo natural, de los espíritus, etc. Son estrategias, delante del mismo fenómeno –personas asociadas como próximas unas de otras se matan–, para explicar por qué eso ocurre”.
EL CHAMÁN-OCELOTE
“¿Alguien del gobierno vino a buscarlo, don Mandu?”. La respuesta es un movimiento negativo de cabeza. Ningún servicio de salud, psicólogo o miembro del gobierno buscó a don Mandu, uno de los más poderosos chamanes que vive hoy en São Gabriel da Cachoeira, único chamán-ocelote del pueblo Baniwa que sigue vivo, conocido por su sabiduría chamánica ancestral. Los chamanes-ocelote son el nivel más avanzado del chamanismo entre los Baniwa; su entrenamiento demora cerca de diez años.
Don Mandu –Manoel da Silva en el registro– está considerado un “tesoro vivo” por la Fundación para Estudios Chamánicos, una organización sin fines de lucro, con sede en California, y motivó la construcción de la primera Escuela de Chamanes, en el río Ayari, para que él pudiese enseñar a los más jóvenes. El poder de don Mandu es tan grande que él hace que la enfermedad del mundo se convierta en una piedra negra mientras bendice a sus clientes, que llegan a pagar de 150 a 200 reales (entre 30 y 50 dólares) por una sesión. Ercília, la hija, dice que el padre tiene 94 años, y es quien traduce el discurso vehemente en Baniwa de don Mandu sobre los “ahorcamientos”, en respuesta a las preguntas de la reportera. Sólo la edad le hace pausar y dejar que la hija hable a gusto, interpretándolo. A veces la corrige –tanto en portugués como en Baniwa– y la voz salta por encima de ella. “Antiguamente no tenía, no, ahora que aparece…”.
En la última década, su casa, que queda en los fondos de una callejuela de tierra y maleza en el barrio de Padre Cícero, fue el lugar adonde acudieron decenas de familias que enfrentaban los intentos de suicidio. Fue a él que Elizabeth da Silva buscó cuando intentaba apaciguar a la prima de Laísa, que la veía constantemente después de la muerte. “Él nos ayudó mucho”, dice Elizabeth. “Nosotros, que somos indios, creemos en estas cosas también”.
La hija de don Mandu cuenta que el último cliente, de carne y hueso, en ser tratado, pasó por ahí en 2013, un chico Tukano de 19 años. “Se emborracha, ahí no sabe lo que está haciendo, agarra la cuerda porque en el oído de él dice que escucha… Así que él escucha: ‘Anda rápido a agarrar la cuerda, que te quiero ver amarrado del cuello para que quedes igual que mi’. Ahí él amarró”. La madre lo vio, así colgado, y consiguió cortar la horca con un terciado. Cuando volvió en sí, el chico le suplicó a la madre ser llevado a un curandero.
El chamán-ocelote dice haber visto personalmente al tal espíritu hace unos tres años. “Él dice que es un negro… Negro alto. Fuerte. Él dice que lo vio como a una persona, igual. Pero sólo que era bien negro. Negro, alto, bien fuerte”, describe la hija. Pregunto si el chamán-ocelote alguna vez escuchó hablar de una figura de negro que las niñas de la María Inês Penha decían ver, llamándolas. “Él mismo. Es él mismo. Sólo hay uno”, responde don Mandu. En el encuentro con el espíritu, el chamán le pidió que no tocase a su familia. En seguida él alertó a Ercília: “Mira, hija, vamos a esperar una semana. Dentro de una semana aquí en este pedacito de nuestro barrio va a ocurrir una muerte, porque el espíritu malo va pasá aquí”.
Una semana después, un vecino fue encontrado ahorcado, pendiendo sobre la cerca de alambre. Era el segundo de la familia en suicidarse. “Un muchacho bonito. Harlem”, dice Ercília. Con otros ahorcamientos “de familia”, don Mandu explica que el espíritu del hermano se había quedado vagando por ahí. “Eso ocurre con quien se mata así”, dice Ercília. “Ahorcado… porque de repente no es la hora de que se vayan, ¿no? Ahí ellos se quedan así, perturbando a los otros”.
Ese espíritu negro que continúa asustando a los barrios de São Gabriel es poseedor de una cuerda, un lazo y viaja por el cielo, en la narrativa del chamán. “Después él manda, él viene bajando, bajando, hasta entrar. Ahí entra aquí, después, él hala para sujetar… La cuerda viene de allá arriba”, dice don Mandu bajito, como la voz callosa le permite. “Ahí él jala”, y hace el gesto, como si fuese a agarrar una presa. El objeto que él simula usar al representar al espíritu no es ni una horca ni un lazo, sino un tipo de trilladora, urdimbre de paño que los indios usan para atrapar la pesca y la caza que se arrastran por el piso.
Armando de Lima también vio la horca. Pero el indio Tariana, padre de 15 hijos, no es famoso como don Mandu. Prefirió mantener el secreto en familia como aprendió con el padre, chamán poderoso. Él dedicó buena parte de su juventud a aprender, pasaba las noches oyendo al padre contarle los mitos, mostrar cada una de las hierbas y los dichos de las bendiciones. Repetía las palabras hasta que se impregnaran dentro de si. Para cada mal, había una bendición correcta, decía el padre. “Van a aparecer muchas cosas también que tú no vas a entender”, decía el padre, anticipando lo que no tiene traducción en su lengua: que, en el futuro, habría suicidios por ahorcamiento.
Armando olía paricá –un polvo hecho de la semilla del árbol del mismo nombre– para hablar con los espíritus y usaba un cigarro de tabaco “antiguo” para limpiar enfermedades. E iba aprendiendo. El padre explicaba: “Muchas veces van a andar en el sueño, los espíritus te van a contar, ahí tú bendices”.
En la primera vez, vio la cuerda en un sueño. Venía –ella también, como la Cobra Canoa– de allá de Rio de Janeiro. “Yo vi mucho mucho mucho mucho mucho mucho mucho yo estaba soñando, ¿no?, soñé, tenía ya dos horquillas allá en el cielo, yo soñando, la cuerda estaba allá en Rio de Janeiro, la cuerda venía de allá, el lazo pasaba allá en cima del tejado, llegaba allá la cuerda. Ahí llamaba esa cuerda, ¿no?, yo viendo una casa así de allá de lo alto venía el lazo ahí venía tenía siempre antena, dos antenas, como antena parabólica… Ahí ella llamaba como imán, esa antena. Ahí yo veía a los niños, rodando, y gritaba, ahí él entraba allá ahí él jalaba aquella cuerda, shhh, los atrapaba. Halaba a la persona que quería”.
Armando de Lima es uno de los muchos chamanes que se valen de sus bendiciones para apaciguar la ola de suicidios que acosa a São Gabriel. Pasó a bendecir a los alcanzados por la ola de suicidios a pedido de un hermano suyo, que era profesor en la María Inês Penha. Tal vez la mayor bendición que hizo en su vida haya sido la que hizo por las pobres niñas del Inês Penha, allá en el 2006. “La cuerda se llama ojo del mal”, explica Armando. “Que tira, ¿no? Ahí él mismo se va a matar. Él decía, va a ser como cuando hacemos trampas porque en nuestra costumbre la gente hacía trampas matando peces, matando dantas y todo, jalábamos la caña, colocábamos una argolla. Una cuerda”. Padre de Almerinda Ramos, el viejo tiene que constantemente entablar batallas por la vida de los propios hijos, que intentaron el suicidio.
Su secreto fue olvidado durante muchos años, después de que se mudó a la ciudad, graduando a los hijos profesores, líderes indígenas. Para recordar, fue necesario morir. Ocurrió en 2003, cuando tuvo que hacerse una cirugía en el corazón. “Sólo que yo sé mucha cosa, por eso estoy vivo. En el sueño me dijeron así, allá los espíritus: ‘Tú vas a volver porque tienes un secreto, no tienes ninguna obra montada aquí en la tierra’. Ahí en el sueño yo volví. Después comencé a trabajar, cuando estaba bueno. Después de la operación. Después de que morí”.
Hoy, para llamar su bendición, él ayuna desde la tarde anterior. Despierta a las cuatro, en el silencio de la noche en la selva, agarra el tabaco o, con suerte, la brea, cuyo humo se esparce aún más. Y comienza a rezar. “Como estaba soñando, estaba amarrado allá en Rio de Janeiro, porque allá es donde comenzaron, digamos, fue allá que comenzaron a vivir los indios, ¿no?, desde la creación. Entonces allá está amarrada esta cuerda, amarra, pasa allá para encima, llega así el lazo. Ahí yo tiro de ese lazo con mi secreto, con mi espíritu, ¿no?, enrollo… Tiro de allá, enrollo y guardo allá en el cielo ese lazo. Ahí después yo hago para que la persona, ¿no?, para la persona de cualquier una alegría, de una alegría. La alegría es como los pájaros. Tú ya viste un ruiseñor, tú ya viste ese… Cómo se llama, japim, japim son dos, negro y rojo. Está el zorzal, está ese que habla, no sé cómo es que se llama, con nombre, ¿no?, y está ese otro, más pajarito, ¿no?, de ese tipo, con ese llegamos al espíritu de él, llama para quedarse tanto con niño y la mujer, ¿no? Ahí llamamos más… Usted ya vio al cacique negro, ya vio, ese gallo de la sierra, también ese pájaro grande que vive allá alto, pájaro, con ese lo llamamos con espíritu, ¿no?, poder para que nos quedemos con ellos, decir quédate con ellos en esa alegría. Después nosotros, golondrina, que encima del palo, lo llama, se queda con él, ahí después están de esos… De ese… Yo no sé cómo decir, hay… El pajarito bien pequeñito que está todo por aquí hay, ese que llama bi-chian-chian bi-chian-chian chi-chian-chian, él canta. Ahí de ese tipo, después de todo eso es el jefe mismo, padre de él, jefe, rey de todos ellos, del bosque, decía mi padre que era Jacamê. Ahí nadie más viene, él canta, grande, tu-tu-tu-tu-tu, yo no sé si tú ya oíste tu-tu-tu-tu-tu, él canta, ¿no? Ahí, con ese cuerpo de él llegamos, con esa alegría tenemos que estar. Yo rezo así, termino. Esa es mi bendición”.
[1] Palmera cuya fibra se usa para hacer escobas y cepillos.
[2] SUS: Servicio Único de Salud, por sus siglas en Portugués, son los centros médicos de la red federal de salud en Brasil.