CIENTISTA POLÍTICO DE LA UNIVERSIDAD DE NORTHWESTERN Y AUTOR DEL LIBRO "OLIGARQUÍA"
Jeffrey Winters: “Chile es en parte democracia y en parte oligarquía”
22.07.2016
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CIENTISTA POLÍTICO DE LA UNIVERSIDAD DE NORTHWESTERN Y AUTOR DEL LIBRO "OLIGARQUÍA"
22.07.2016
—Nunca en la historia de la humanidad la concentración de la riqueza había llegado al nivel que tenemos hoy —dijo a CIPER el cientista político Jeffrey Winters, PhD en Yale, “professor” de la universidad estadounidense Northwestern. Hace un par de décadas que Winters estudia la historia de los más ricos, desde las oligarquías guerreras de la Antigua Grecia hasta los multimillonarios que hoy lideran el ranking de la revista Forbes. El fruto de ese trabajo es el libro Oligarquía (Cambridge University Press, 2011), que examina las estrategias de las grandes fortunas para defender sus bienes y los problemas que su éxito está causando al mundo moderno.
—Hoy 62 personas tienen la misma riqueza que la mitad de los habitantes del planeta (unos 3.600 millones de personas. ver informe Ofxam en inglés). En el caso de Estados Unidos, los 20 más ricos tienen una fortuna equivalente a lo que poseen la mitad de los norteamericanos (unos 160 millones de personas). Esta concentración no tiene precedentes en la historia de la humanidad. Por ejemplo, un senador del imperio romano, que estaba en la cima de la escala social, era 10 mil veces más rico que una persona promedio. Pero en Estados Unidos los 500 más ricos tienen cada uno 16 mil veces más que un americano promedio. Ni siquiera en épocas en que había esclavos, la riqueza estaba tan concentrada como hoy —detalló Winters.
Un estudio del economista chileno de la universidad de Maryland Ramón López examinó en 2011 los ingresos de los chilenos más ricos y ofreció un panorama similar al que entrega Winters para Estados Unidos. Cada uno de los cinco hombres más ricos que había en ese momento (Luksic, Angelini, Matte, Paulmann y Piñera) ganaba lo mismo que un millón de personas. Tomados en conjunto, estos “5 grandes”, como los llamaba el estudio, tenían un ingreso equivalente al 30% de la población chilena (ver estudio en ingles). López dijo a CIPER que la desigualdad estaba en su peor momento, al menos desde la dictadura (ver entrevista).
Usando datos tributarios, Michel Jorratt, ex director del Servicio de Impuestos Internos y Tasha Faifield, académica de London School of Economics, llegaron en 2015 a un cuadro más moderado que el de López, pero igualmente extremo (ver estudio en inglés). Estimaron que en Chile el 1 % más rico se apropia de un monto que oscila entre 19% y 33% de los ingresos del país. Esto hace que, considerando a la veintena de naciones donde hay datos tributarios disponibles, Chile esté entre los cinco con mayor concentración de la riqueza. Más que Estados Unidos, de hecho.
Durante las últimas décadas, el debate público en América y Europa le ha dado la espalda al aumento de la concentración, siguiendo las convicciones económicas dominantes que dictan que lo importante es el crecimiento económico. Robert Lucas, profesor de la universidad de Chicago y Premio Nobel de Economía 1995, resume bien esa mirada: “Entre las tendencias dañinas para una economía bien fundada, la más seductora y en mi opinión la más venenosa, es la de poner el foco en la distribución”, escribió en 2003 (ver Revolución industrial: pasado y futuro., en inglés).
Winters sostiene, sin embargo, que al darle la espalda a la concentración, lo que en realidad se ha hecho es ignorar el poder político que esta genera. Advierte que a medida que la concentración crece, ese poder se vuelve más difícil de domar.
Un reciente libro editado por los economistas Mariana Mazzucato y Michael Jacobs (Rethinking Capitalism: Economics and Policy for Sustainable and Inclusive Growth, Wiley-Blackwell, 2016) da un retrato actual de la velocidad con que crece la concentración. En las últimas décadas, dicen los autores, aunque las economías occidentales han tenido un fuerte crecimiento, la mayoría de los hogares no ha aumentado sus ingresos. Un caso paradigmático es el de Estados Unidos: Ente 1990 y 2014, aunque el PIB del país aumentó en un 78%, el ingreso de los hogares de clase media apenas se movió del rango de los U$ 53.000. ¿Dónde se fue la mayor riqueza? A los tramos más altos. Entre 1980 y 2013 el ingreso del 1% más rico creció un 142%, doblando la participación de este grupo en el ingreso nacional (del 10% al 20%). Ese aumento ha alcanzado cimas realmente sorprendentes: en los primeros tres años después de la crisis financiera de 2008 ¡el 91%! del aumento en el ingreso fue para el 1% más rico de la población. Hoy, en ese país “el 70% de la riqueza es poseída por el 10% de la población”, afirman. Lo mismo ocurre en el Reino Unido (vea la introducción del libro, en Inglés)
Winters sostiene que la voracidad que muestra el 1% más rico del mundo es consecuencia de la aparición, a comienzos del siglo XX, de un poderoso actor: la industria de la defensa de la riqueza. En su libro la describe como “un ejército de profesionales altamente preparados y bien remunerados —las abejas trabajadoras de las clases medias y medias altas— que piensan no solo en cómo hacer más ricos a sus empleadores, sino en cómo imponer políticamente las ideas que los benefician”.
Esa industria, dice Winters, surgió en Europa y América como consecuencia de las alzas tributarías con que los países buscaron financiar tanto los gastos de las dos guerras mundiales como la reconstrucción posterior. Desde entones su principal especialidad es asesorar a los más ricos para neutralizar la amenaza redistributiva del Estado, lo que consiguen fundamentalmente a través de dos vías: desde centros de pensamiento “como el Cato Institute, la Heritage Foundation y una extensa red de instituciones conservadoras que difunden insistentemente que la redistribución es económicamente dañina y éticamente injusta”, explica Winters; y desde bufetes tributarios en los que abogados y contadores diseñan complejas redes legales que permite a los más ricos ocultar sus ingresos y bienes de la mirada de la autoridad.
Winters dice que los inéditos niveles de desigualdad actuales evidencian que la industria ha sido increíblemente exitosa. Pero el éxito está llevando a muchos países a una crisis inédita. No solo porque la concentración genera complejos escenarios económicos (con amplios grupos que no mejoran mientras los ricos disparan sus ingresos), sino porque ha provocado una creciente desconfianza en la democracia como sistema que puede realmente representar el interés de las mayorías. Winters piensa que el fuerte apoyo que tiene Donad Trump en la actual elección presidencial de Estados Unidos es, en una parte, resultado del descontento de las clases medias con una democracia que no es capaz de defender el aporte que ellos hacen al crecimiento.
Lo mismo cree Winters que pasó en Gran Bretaña cuando hace casi un mes la mayoría decidió dejar la Unión Europea, votando por el Brexit, opción en la que confluyeron adultos mayores, nacionalistas, xenófobos, conservadores y un 30% de los votantes de la izquierda laborista. “Hay rabia contra la tendencia hacia la extrema riqueza, y esa rabia comenzó a dar sus frutos”, dice Winters a CIPER.
Por ello cree que desechar a todos los votantes del Brexit o de Trump como si fuera solo gente ignorante es un error. Explica: “La gente está luchando por llegar a fin de mes y ve cada vez menos esperanza en el horizonte. Su dolor y la rabia son reales. Las instituciones y la autoridad democrática están fracasando y la cuestión es ¿quién va a llenar los espacios políticos e ideológicos que han quedado vacíos?”
“En tiempos de desesperación lo más fácil para los aventureros políticos es vender odio y división. Y la historia nos ha mostrado que esa estrategia da rienda suelta y moviliza fuerzas sociales aterradoras”, afirma Winters.
La economía neoclásica, como se ha dicho, no le da mucha importancia a la desigualdad. Además de calificarla de tema venenoso, como hace Robert Lucas, se argumenta que la pobreza se debe a la baja productividad de los pobres y que es la alta productividad de la elite la que explica su riqueza. Así, en sistemas que se consideran de libre mercado, los pobres tienden a ser sospechosos de su pobreza (en unaencuesta del CEP en 2015, el 40% de los chilenos atribuyó la pobreza a la flojera).
Los súper ricos, en tanto, aparecen como los justos ganadores, como argumenta el economista de la Universidad de Harvard Gregory Mankiw en un artículo de 2013, En defensa del uno por ciento: “el grupo más rico ha hecho una contribución significativa a la economía y en consecuencia se ha llevado una parte importante de las ganancias”, escribe. En las últimas décadas, las ganancias que ellos se llevan, explica Mankiw, se habrían incrementado gracias a la revolución tecnológica que habría permitido que “un pequeño grupo de altamente educados y excepcionalmente talentosos individuos” obtengan “ingresos que no eran posibles una generación atrás”.
Mankiw escribe pensando en Steve Jobs y en los millonarios que han cambiado el mundo desde Silicon Valley. Claramente no es el caso chileno. Aunque la publicidad intenta asociar a nuestros ricos con innovación, la verdad es que las empresas chilenas son las que menos invierten en investigación en la OECD, lo que explica que el 60% de nuestras exportaciones son commodities.
Una explicación de la desigualdad más adaptada a la realidad chilena es la que ofrece el cientista político Ben Ross Schneider (ver entrevista). Para él es determinante el hecho de que la mayoría de las más importantes empresas nacionales se dedique a la explotación de materias primas o de sectores regulados. Argumenta que eso lleva a que la economía genere pocos puestos de alta especialización (los cuales terminan en manos de la elite y las clases medias altas) y una gran cantidad de empleos para los que se requiere poco o ningún estudio, a los que acceden las clases medias y bajas. La renta simplemente se distribuye siguiendo ese patrón, por lo que si la ambición es reducir la desigualdad, Chile tiene que aprender a hacer cosas valiosas y complejas que generen otro tipo de empleos. (Ver entrevistas a Mariana Mazzucato y Ha-Joon Chang)
Pero si eso es tan determinante, ¿por qué países más productivos y con industrias muy sofisticadas como Estados Unidos o el Reino Unido, confluyen con nosotros en el mismo problema de la desigualdad de ingresos?
A simple vista la historia está incompleta. Parece estar operando otro mecanismo que tiene la habilidad de adaptarse a los distintos tipos de política industrial y conseguir que los beneficios lleguen siempre a pocas manos. El actor que propone Winters para completar la historia es un ejército de profesionales, fundamentalmente abogados y contadores, capaces intervenir en el sistema tributario hacer que lo que se gana no termine en las arcas fiscales.
Un ejemplo muestra que el origen de la desigualdad se entiende mejor cuando se agrega el elemento tributario. Es la exitosa historia de los hermanos ingleses William y Edmund Vestey, una de las mayores fortunas de comienzos de siglo XX. Según cuenta el periodista Nicholas Shaxson autor de “Las Islas del Tesoro” (Fondo de Cultura Económica, 2014) los Vestey fueron los primeros en construir lo que hoy conocemos como una corporación global. Su negocio era la carne, la cual compraban en Argentina y Brasil y vendían en todo el mundo. Shaxson relata que consiguieron un control monopólico de ese mercado, lo que les permitía deshacerse de los competidores y manejar los precios. Pero el secreto de su fortuna no estaba solo en su novedosa forma “global” de producir. “Ellos vivían bajo la máxima de que no es lo que tu ganas lo que te hace rico sino lo que logras conservar”, escribe Shaxson. Esa frase no quiere resaltar que llevaran una vida austera. Se refiere al diseño de estrategias tributarias para proteger la riqueza del cobro de impuestos.
Los Vestely, explica Shaxson, están entre los primeros en diseñar estrategias para usar a su favor las distintas normas tributarias de los países en los que operaban, de modo de llevar las utilidades de sus empresas a regiones donde podían pagar el menor impuesto posible. Así sus empresas no tributaban en Argentina o Brasil donde producían la carne, ni en los países donde la vendían. Y ellos tampoco pagaban en el Reino Unido donde vivían pues, gracias a diseños tributarios, no tenían nada a su nombre. En la hora cero del comercio global los Vestley marcan un camino que Shaxson describe así: “estrujar a los pequeños productores (los granjeros argentinos y brasileños) y a los consumidores (sus compradores en todo el mundo) gracias a su control monopólico” y luego conservar lo ganado a través de “ahogar a las autoridades tributarias desplegando ejércitos de abogados y contadores para llevar los beneficios lejos de los países en los que producían y lejos también de los países en los que vendían, y colocarlos en países intermediarios”. Esos países son los que hoy conocemos como paraísos tributarios.
Los Vestley fueron pioneros en otra práctica. Hoy, para presionar contra las alzas de impuestos o distintos tipos de políticas de fiscalización, los más ricos amenazan con irse de sus países (ver entrevista a Nicolás Ibáñez). Los Vestley concretaron esa amenaza. Cuando en la Primea Guerra Mundial miles de jóvenes ingleses partieron a morir a las trincheras europeas (sólo en la batalla de Le Somme, de la que se acaban de conmemorar 100 años, murieron un millón de soldados alemanes, franceses y británicos), los Vestley partieron a Estados Unidos para escapar al aumento de impuestos con el que el Reino Unido buscaba sostener la guerra. Shaxson cuenta que el abogado tributarista que atendió a los Vestley en EE.UU. les dijo “¿qué le pasa a su gente? Ustedes son los terceros ingleses que atiendo esta semana por el mismo asunto”.
Para ponerse a salvo de los impuestos, los más ricos necesitan países con políticas amigables al inversionista. El primero realmente amigable apareció y prosperó también durante las guerras mundiales: Suiza. Según explica el economista Gabriel Zucman en su libro La riqueza oculta de las naciones (University of Chicago Press, 2015), este es el primer país en ofrecer seguridad, bajas tasas tributarias y anonimato, los seductores argumentos de la naciente industria de defensa contra la redistribución. Es el primer lugar donde es posible conservar el máximo de lo que se produce e hizo posible que, para fines de la Segunda Guerra Mundial, las estrategias de los Vestley para escapar a la redistribución fueran una constante entre los más ricos del mundo.
Zucman explica que un cambio en la naturaleza de la riqueza fue fundamental para la expansión de Suiza y de otros paraísos tributarios. A diferencia de la riqueza basada en la tierra que dominó hasta el siglo XIX y que estaba ligada a un propietario conocido, la riqueza producida por la Revolución Industrial y el sistema financiero es anónima. Del mismo modo que el cheque se puede pagar al que lo tenga, las acciones que hacen a alguien el dueño de una compañía o los bonos que le dan derecho a utilidades también son al portador. Eso vuelve crucial la seguridad de los documentos (Suiza ofrecía eso pues fue declarado perpetuamente neutral desde 1815); pero también contiene una posibilidad de anonimato. Suiza, dice Zucman, fue pionera en brindar el servicio de administración de los negocios de sus clientes, recolectando los dividendos e intereses generados por estos papeles. Este servicio se abrochó con una guinda: el que depositaba su riqueza en Suiza, la hacía desaparecer de la vista de las autoridades tributarias de los otros países, sin riesgos de ser sorprendido, pues bancos suizos no se comunicaban con ninguna autoridad internacional.
Para este economista lo que en esencia comenzó a ofrecer la banca suiza fue “la posibilidad de cometer fraude fiscal”. Y la oferta fue muy bien recibida por los ricos europeos y americanos. Los datos más recientes indican que la riqueza extranjera depositada en Suiza es de U$ 2,3 billones, el nivel más alto en la historia de este paraíso tributario.
El investigador nota que para disfrazar el negocio del fraude, la banca ha difundido mitos sobre su origen y sobre lo que sus clientes buscan en su sistema. Se argumenta, por ejemplo, que sus clientes escapan de la inestabilidad y la opresión de sus países, ideas parecidas a la “incerteza jurídica” que argumentó el ex ministro Hernán Büchi cuando cambió Chile por Suiza (ver entrevista). Zucman muestra, por el contrario, que la mayor parte de los depósitos (U$ 1,3 billones) vienen de Alemania, Francia, Reino Unido y USA y otros países que difícilmente pueden ser calificados de opresores, al menos no con los ricos. Lejos de estar protegiendo a oprimidos, Zucman dice que Suiza daña a otras naciones. A sus vecinos Alemania, Francia e Italia, el perjuicio económico que les causa es equivalente a imponerle a Suiza una barrera comercial del 30%, estima el economista.
Tampoco es cierto, dice Zucman, otro mito según el cual los millonarios llegan a Suiza por las firmeza de su moneda y las oportunidades de negocios. El mercado suizo no es capaz de absorber los millones que están en sus bancos. De hecho el gobierno castiga con interés negativo a los no residentes que invierten su dinero en Suiza.
Para Zucman el único gran motivo para estar ahí es para escapar de los impuestos. Y hoy Suiza es el refugio de la riqueza que los franceses generan con manufacturas y los árabes con petróleo y los norteamericanos con tecnología y los narcos con producción de coca y los chilenos con riqueza producida fundamentalmente a través de materias primas (ver reportaje).
Su éxito ha hecho aparecer muchos otros paraísos tributarios. Pero Zucman dice que no hay competencia entre ellos sino complementariedad. Bancos suizos actúan a través de filiales en Cayman o Luxemburgo. Bancos ingleses como el HSBC operan bajo el paraguas legal suizo. Se estructura así una red con un poder enorme. El economista Thomas Piketty, autor el best seller “El Capital en el siglo XXI” que lleva años advirtiendo sobre la concentración de la riqueza (ver entrevista) escribe en el prologo del libro de Zucman que con su opacidad financiera los paraísos tributarios son hoy “una de las fuerzas directrices claves detrás del aumento de la desigualdad de riqueza y también una de las mayores amenaza para la sociedad democrática”.
Como Shaxson y Zucman, Jefferey Winters también constata que desde comienzos del siglo XX la industria de la defensa de la riqueza no ha parado de expandirse. Una tendencia que detecta es que parte de su negocio está en complejizar la legislación tributaria. Por ejemplo, dice, el código tributario norteamericano que tenía 500 páginas en 1940, pasó a tener 71.000 en 2010, transformándose en una maraña que el presidente Barack Obama definió como “un sistema tributario roto, escrito por muy bien conectados lobistas en nombre de los intereses de los adinerados”.
Winters dice que son las empresas de lobby las que promueven esa inflación legislativa que busca, “insertar normas favorables a los más ricos, cortar secciones que causan problemas y bloquear amenazas en el horizonte” escribe. El efecto del lobby esta medido por un estudio de 2008 (Lobbying and Taxes): en Estados Unidos, cuando una compañía aumenta su gasto en lobby en un 1% al año, reduce su nivel de impuestos entre 0,5% y 1,6% al año siguiente.
Como es claro, la creciente complejidad genera también incertidumbre respecto de qué interpretación sería la dominante en un determinado caso. Eso también es aprovechado por la industria. Puesto que ninguna autoridad tiene una visión completa de la normativa, los mismos bufetes, en su rol de expertos en el tema, se erigen como los poseedores de las interpretaciones más adecuadas. Winters explica que el arma más importante con que cuentan son “cartas de opinión tributaria” (“Tax opinión letter”). Consiste en una opinión jurídica emitida por una firma tributaria que avala una forma de entender la ley tributaria afirmando que la autoridad no tendría motivos para objetar una determinada operación y si lo hiciera, la corte se opondría. Dado que el contribuyente ha consultado a un especialista, su responsabilidad penal en una operación eventualmente cuestionada, desaparece. El bufete se hace cargo. Por supuesto esta carta, este as bajo la manga literalmente, tiene precios prohibitivos.
La interpretación es una clave de la industria en todo el mundo. En principio esto no es extraño pues las leyes jamás tienen una sola forma de aplicarse. Pero la industria, dice Winters, ha desarrollado formas de extremar las interpretaciones, de llevarlas más allá de cualquiera de los fines que se discutieron al crear la ley.
Doreen McBarnet, profesora emérito del centro de estudios Socio-Legales de la universidad de Oxford, ha estudiado a fondo este problema. Acuñó el concepto de “cumplimiento creativo” para explicar por qué es tan común que en el área tributaria los legisladores traten de producir un resultado, pero las leyes consistentemente operen de un modo distinto. La explicación más extendida es que eso ocurre por fallas o vacíos en la ley que los contribuyentes encuentran y aprovechan. En Chile ese argumento se oye con frecuencia para hacer una diferencia entre un acto ilegal (la evasión) y un acto que no vulnera la ley, que a lo mejor es cuestionable moralmente, pero no es ilegal: la elusión. Esta última sería entera responsabilidad de los legisladores.
Tras examinar decenas de casos en que la ley fue interpretada de un modo que perjudica las arcas fiscales, McBarnet concluye que la elusión no depende tanto de problemas en la ley sino de interpretaciones que se construyen para escapar a su influjo. La elusión, dice la investigadora, es esencialmente el resultado de una acción deliberada, llevada adelante por equipos de abogados y contadores, que activamente escanean la ley “y construyen formas alternativas de leerla”. Este “cumplimiento creativo” implica entonces la intención deliberada de la industria de cumplir con la letra de la ley pero vulnerar su espíritu. Es decir, cumplirla en una forma tal que sus clientes tienen todos los beneficios de no obedecerla pero la autoridad no puede perseguirlos por ello.
A punta de interpretaciones, dice Winters, los sistemas tributarios del mundo aceptan hoy “asuntos de cuestionable legalidad” y arrojan con frecuencia resultados que desconciertan y que a la vez que son perfectamente legales. Por ejemplo, que en Estados Unidos, uno de los hombres más ricos del mundo, el inversionista Warren Buffett, pague menos impuestos que su secretaria. O que en Chile, Eliodoro Matte (el mismo de los 5 grandes) se las ingenie para no pagar impuesto a la herencia por un terreno de US$ 100 millones; o que grandes empresas como Jumbo (de Horst Paulmann, otro de los cinco) paguen menos patentes que un quiosco; o que el ex presidente Sebastián Piñera (otro de los cinco) pudiera vender las acciones de su principal empresa, Lan Chile, sin pagar impuestos por la ganancia de capital.
Dado que se trata actos dentro de la ley, las autoridades poco pueden hacer. Los costos los paga la credibilidad del sistema. Para el filósofo del derecho Joseph Raz aunque la ley permite muchas interpretaciones, si el efecto de la ley “está constantemente disociado de lo que el legislador pretendía eso tiene consecuencias políticas significativas”. Por ejemplo, preguntarse quién realmente hace las leyes, ¿los legisladores por los que vota la gente o la industria de la defensa de la riqueza?
Winters muestra que, tal como describe McBarnet, la industria no “encuentra” fallas en la ley sino que las provoca. En 2002, tras la quiebra fraudulenta de Enron, la más grande empresa de energía de Estados Unidos, que hizo desaparecer a la auditora Arthur Andersen, el Senado inició una investigación sobre las principales empresas auditoras. Al indagar en el trabajo de KPMG el Senado determinó que varios de los agresivos esquemas tributarios que en ese momento ofrecía la firma no habían sido solicitados por clientes. Por el contrario, había sido KMPG la que desarrolló esos mecanismos y luego “los marketeó vigorosamente a numerosos y en algunos casos cientos de potenciales compradores”. En ese momento KMPG ofrecía en el mercado, según reconoció, cerca de 500 distintos “productos tributarios”. Sobre la industria en general el informe advirtió que aunque su rol era dar información exacta a los inversionistas sobre los bienes y flujos de las empresas, estaban haciendo algo muy distinto: “respetables firmas profesionales están gastando recursos substanciales, formando alianzas y desarrollando infraestructura para diseñar, marketear e implementar cientos de complejos refugios fiscales, algunos de los cuales son abiertamente ilegales y le niegan al país miles de millones de dólares en impuestos a la renta” (ver informe en inglés).
En su libro Winters destaca que el servicio que KMPG ofrecía era el de generación de falsas deudas, de modo de hacer desaparecer las utilidades de sus clientes. Eso permitió a 350 clientes ahorrar U$ 8 millones cada uno. Al ser descubiertos KMPG ofreció el último servicio: se responsabilizó por haber creado estos sistemas y haberlos promovido sus clientes como legales. El “rico ignorante” es un personaje que a veces es creíble para los tribunales. Pero no siempre, como ha quedado en evidencia con la condena de Leo Messi en España.
Pese a las normas que se impusieron en Estados Unidos buscando que las auditoras fueran garantes de la realidad de las operaciones de las empresas, hay evidencias de que el sistema no se ha reformado. Así lo muestran las investigaciones hechas en el parlamento inglés por las elusiones tributarias de Apple y de Google. Respecto del rol de las auditoras en estos casos, los legisladores británicos dijeron en 2014: “las grandes firmas contadoras han tenido un rol substancial en ayudar a sus clientes en eludir los impuestos y son crecientemente parte del problema tributario y no de la solución (reporte disponible en inglés).
En Chile la reforma tributaria impulsada por el actual gobierno ha tratado de dar una respuesta a este punto incluyendo una batería de normas anti elusión cuyo promotor es en gran medida el abogado Francisco Saffie, doctor en derecho de la Universidad Edimburgo (ver especial). Para el abogado, el eje de estas normas es que “antes de la Reforma se creía que los contribuyentes podían desarrollar conductas para eludir el pago del impuesto, lo que es equivalente a decir que el pago de impuestos era optativo. Estas normas, por el contrario, tienen por función hacer cumplir la ley tributaria”.
Este cambio ha sido duramente resistido por la industria, con argumentos que apuntan a que las normas están técnicamente mal hechas y no se entienden. Saffie replica que el problema no es que no se entiendan sino que la industria no quiere aceptar el cambio: “todavía hay quienes se oponen a la visión que está detrás de la norma antielusión y lo hacen porque lo que buscan es tener una norma más liviana que les permita, a través del derecho civil y comercial, espacios para adecuar la carga tributaria (ver entrevista en Pulso).
En su trabajo académico Winters se refiere a los súper ricos como oligarquía, siguiendo la definición aristotélica: “donde quiera que los hombres gobiernen movidos por su riqueza, sean estos pocos o muchos, esa es una oligarquía”.
Le parece que esa expresión es más exacta que el concepto de elite, pues se enfoca en lo que estima es el tema central hoy: el dinero.
La riqueza material, dice Winters, es poder. La riqueza genera la necesidad de defenderla y brinda los medios para hacerlo. Tiene además una fortaleza particular. El que funda su poder en la riqueza puede ser inmune a la democracia y a la participación ciudadana.
Winter explica que la democracia es muy buena para distribuir poder simbólico (por ejemplo, derecho a votar, a expresarse libremente). Y por ello la democracia es un gran antídoto contra elites de burócratas o dirigentes políticos o contra dictaduras. Si el tirano sigue ahí, si el poder no se dispersa, no se puede hablar de democracia y el conflicto sigue pendiente.
Pero con la riqueza material ocurre algo distinto. Para distribuirla, la democracia requiere llevar adelante reformas específicas (por ejemplo una reforma a la ley tributaria). Si no lo consigue, sique siendo una democracia, solo que con mala distribución. Esto lleva a Winters a decir que para la oligarquía actual, la democracia solo representa una amenaza potencial: la aplicación de políticas redistributivas. Pero si esa amenaza es neutralizada, oligarquía y democracia pueden convivir y fundirse.
—Chile, al igual que Estados Unidos, es en parte democracia y en parte oligarquía —dijo Winters a CIPER. La gente vota, puede expresar su opinión, escribe libros como el de Winters y artículos como este, y nadie es perseguido por eso. Y sin embargo la concentración de la riqueza se mantiene o crece.
Winters repara en que el hecho de poder neutralizar a la democracia tuvo otro efecto interesante en como los más ricos relacionan con el poder. Observa que las antiguas oligarquías guerreras defendían su riqueza a través de la violencia y participaban directamente en la política, como los senadores romanos, pues esas eran sus únicas formas de defender y acrecentar su riqueza. En cambio los súper ricos que dominan en Estados Unidos y Latinoamérica, y a los que Winter llama “oligarquías civiles”, no rigen directamente. Aunque inicialmente desconfiaron de las democracias modernas, se adaptaron muy bien a esos sistemas y dejaron en manos del Estado la defensa de sus propiedades. Es lo que conocemos como Estado de derecho.
Winters advierte que si el Estado falla en defender los derechos de propiedad, “el regreso a las armas y a dirigir directamente los gobierno no solo es posible sino que ha ocurrido repetidamente en la historia”. Cita como ejemplo el caso de Brasil durante la administración de Luiz Inacio “Lula” da Silva y de Paraguay bajo Fernando Lugo: “cuando los oligarcas del campo comenzaron a ser amenazados por invasiones de terrenos primero apelaron al Estado para defender sus derechos de propiedad. Cuando eso falló, se rearmaron y formaron milicias que se coordinaron con las fuerzas policiales”. Winters cita también el caso de Chile bajo el gobierno de Salvador Allende, donde la derecha se armó para enfrentar las expropiaciones de campos y empresas. Aristóteles lo tenía claro desde el año 300 antes de Cristo: amenazar la propiedad de la oligarquía es peligroso y desestabilizador. “La regulación de la propiedad es el punto central de todo. El asunto sobre el que todas las revoluciones estallan”, decía el filósofo ateniense.
Esa convivencia entre oligarquía y democracia, dice Winters, ha sido percibida por los votantes de las clases medias y populares sobre todo donde la desigualdad parece sin control. Un ejemplo de ello es la actual elección presidencial norteamericana, en la que se ha usado insistentemente la palabra oligarquía, un concepto que estaba marginado del debate público de ese país. De hecho el derrotado candidato demócrata Berni Sanders la transformó con mucho éxito en el villano contra el que llamó a los norteamericanos a reaccionar.
En internet circulan varias de sus arengas que resultaron my convincentes para el votante joven. En julio de 2015 Sanders dijo, por ejemplo: “Democracia es una persona un voto y poder discutir a fondo los asuntos que nos afectan. Oligarquía, en cambio, es un grupo de billonarios comprando elecciones mientras grandes corporaciones mediáticas determinan qué podemos ver, oír y leer” (ver video). En otra ocasión Sanders apuntó directamente contra algunos de los más importantes financistas de la política norteamericana, los hermanos Charles y David Koch (de Industrias Koch) a quienes acusó de gastar cerca de U$ 900 millones para conseguir que resultaran electos políticos que recortan el presupuesto de la seguridad social, la educación y los programas medioambientales. Sobre ellos Sanders dijo: “Cuando tienes una sola familia —y esto es América y no un pequeño país del tercer mundo—, que gasta más dinero que el Partido Demócrata o que el Partido Republicano, esto, amigo mío no es una democracia. Esto es una oligarquía. El sistema está roto y tenemos que cambiarlo”.
Aunque Sanders no fue preciso en sus dichos respecto de los Koch, fue muy eficaz en instalar la idea de que la democracia no estaba reflejando la voluntad de las mayorías y que los ricos la distorsionaban a su favor. A esa percepción colaboró el candidato republicano Donald Trump, quien calza perfecto con lo que Sanders calificaría como oligarca. Trump habló descarnadamente de las donaciones que él mismo hizo a lo largo de su vida empresarial. “Cuando tú les das, ellos hacen cualquier cosa que tú quieras que hagan”, le dijo al Wall Street Journal.
Durante el debate entre los candidatos republicanos organizado por la cadena Fox, Trump ahondó en el tema: “Yo era un hombre de negocios y les daba a todos. Cuando me llamaban yo daba. ¿Y sabes qué? Cuando necesitaba algo de ellos, dos años después, tres años después, ellos estaban ahí para mí” (ver a partir del minuto 2.30). Trump dijo que también le había dado dinero a la candidata demócrata Hillary Clinton (la información pública registra US$ 5.000 repartidos en varias campañas senatoriales entre 2001 y 2006) y lo justificó en el hecho de que él era un hombre de negocios. Cuando le preguntaron qué consiguió a cambio, respondió: “Yo le dije, quiero que vayas a mi boda. Y sabe, ella no tenía elección porque yo le di. Le di a su fundación”. Y concluyó, igual que Sanders, que “el sistema está roto”.
Winters dijo a CIPER que es la primera vez en las elecciones presidenciales norteamericanas que el poder del dinero queda tan expuesto y concita tanto rechazo. Para Winters, el respaldo que tuvo Sanders como el que sigue teniendo Trump es, en gran medida, una reacción al rechazo que provoca la oligarquía y a la sensación de impotencia.
Entre los seguidores de Trump hay una masa que le grita “construye el muro, construye el muro” y que respalda su discurso racista hacia todo lo latinoamericano. Pero Winters argumenta que esos grupos no son los que lo han puesto a tiro de ser presidente. También se han plegado a él “muchas personas de las clases trabajadoras que creen que para detener a la oligarquía se necesita un oligarca”, explica Winters. Así como algunos votantes piensan que eligiendo a un rico de presidente el país se hará más rico, Trump explota la idea de que dado que sabe cómo funciona ese mundo, también sabe cómo corregirlo. “El ha dicho: yo soy un oligarca y no me gusta lo que los oligarcas hacemos. Yo di dinero a Clinton y esperé favores”, explica Winters. Agrega que el respaldo que consiguió Bernie Sanders también respondería al mismo hastío, aunque sus votantes se sientan en el extremo opuesto a Trump.
—Para mí no hay dudas de que fenómenos como Sanders, Trump o el Brexit tienen su origen en la concentración de la riqueza extrema —dijo Winters a CIPER—. La reacción contra la oligarquía desde la izquierda populista es Bernie Sanders que desafía a las grandes corporaciones e instituciones financieras. La versión derecha populista es Brexit y Trump, donde la ira y el sufrimiento populares se canalizan no sólo contra esas instituciones, sino también hacia el racismo, el tribalismo, la exclusión y el odio.
Aunque en Estados Unidos todas las fuerzas que se oponen con espanto a Trump se han reunido en torno a Hillary Clinton (pese a las distancia que tiene con ella, Sanders anunció que votaría por Clinton), Winters no cree que ella represente solución alguna. Winters dice que ella probablemente ganará la elección, pero eso se debe únicamente a que Trump es “estúpido, ególatra y peligroso”. Si no fuera por eso, “su discurso anti oligarquía arrastraría a los votantes de Sanders”.
—Hillary Clinton es por lejos la candidata más representativa del establishment norteamericano. Ella viene de la elite y no ve un gran problema en la relación del poder político con la concentración de la riqueza. Ella acepta las donaciones millonarias (a diferencia de Sanders, que se negó a recibir las donaciones de los oligarcas). Ella acepta también los rescates financieros que dio el gobierno a Goldman Sachs y a Wall Street en la crisis financiera de 2008 que esos mismos fondos comenzaron. Ella es incapaz de pensar desde fuera del establishment. Lo cierto es que los americanos están enfrentando a dos realmente feas opciones y están muy descontentos.
La mirada de Winters coincide con la lectura que se va imponiendo sobre el Brexit en el Reino Unido, opción que obtuvo 17 millones de votos. En las elecciones de hace un año los nacionalistas, hasta hace poco liderados por Nigel Farage (UKIP), consiguieron solo 4 millones. ¿Es posible que el nacionalismo se haya triplicado en tan poco tiempo? Pocos lo creen. Andrew Marr, editor político de la BBC, abrió su programa post Brexit cuestionando esa idea. Habló en cambio de la fractura nacional que el referéndum mostró: la diferencia entre la votación de los jóvenes que querían mayoritariamente quedarse en Europa y los adultos mayores que fueron seducidos por la promesa de tener su país de vuelta, de tomar el control de su nación.
Pero Marr centró el foco en otra diferencia: la votación de los grandes centros urbanos ligados a las finanzas y a las universidades, que masivamente votaron por quedarse; y las zonas donde alguna vez hubo importante desarrollo minero, industrial y agrícola, y que ahora, empobrecidas y viviendo de subsidios, votaron por irse. “Durante los últimos 50 años hemos visto desaparecer la industria pesada que hacía cosas para la exportación británica y ha cedido al industria bancaria y de servicios que han absorbido algunos de los puestos de trabajos perdidos. Pero lo cierto es que bajo los últimos gobiernos nos hemos transformado en una nación-centro comercial. Londres alcanzó la cima como centro global pero al mismo tiempo lugares como el Wales industrial se hicieron cada vez más pobres”. Para Marr el Brexit es “la rebelión de los disminuidos contra los ganadores, de los ignorados contra los que le dan forma a los tiempos modernos”.
El sentido común indica que los disminuidos e ignorados debería engrosar las filas de la izquierda inglesa. Pero al igual que ocurre con Clinton, esa opción no convoca, salvo para evitar un desastre mayor. Y en Gran Bretaña ni siquiera pudo hacer eso: un 30% de la votación laborista tradicional votó por irse, codo a codo con los nacionalistas.
La nueva primera Ministra británica Teresa May, ha intentado llenar ese vacío y en su primer discurso ha usado palabras que se habrían esperado de un líder de izquierda: “Estamos aquí no para escuchar al poderoso sino a ti. Nuestra prioridad no es el rico, sino tú. No vamos a afianzar las ventajas de los pocos afortunados. Vamos a hacer a Gran Bretaña un país que trabajó no para los pocos privilegiados sino para todos los trabajadores”.
No dijo oligarquía. Pero no era necesario.
* Esta entrevista es parte de una serie de diálogos con investigadores como Wolfgang Streeck, ex director del Instituto Max Planck para el estudio de las sociedades y Anthony Atkinson, professor de la London School of Economics y Fellow of Nuffield College de la universidad de Oxford, que busca ampliar el debate actual sobre la concentración de la riqueza y su impacto en la economía y en la democracia.
Vea aquí todos los diálogos con académicos realizados por el periodista Juan Andrés Guzmán