La Gran Estafa
19.11.2014
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
19.11.2014
Prólogo
Por Arturo Fontaine
“Un día llegó un correo electrónico a CIPER. El mensaje denunciaba que Eugenio Díaz Corvalán le había puesto precio a las decisiones que adoptaba como presidente de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). El remitente era anónimo […]. Pero adjuntaba una prueba: el contrato […]. Eugenio Díaz cobraría 60 millones de pesos por hacer todo lo necesario para conseguir la certificación de la Comisión Nacional de Acreditación para la Universidad el Mar. Díaz pedía un generoso incentivo por cada año de acreditación obtenido: 25 millones de pesos si lograba tres y 45 millones si llegaba a los cuatro. El contrato especificaba que esos premios serían pagados sólo cuando ‘la resolución haya quedado ejecutoriada, sin que pueda ser alterada’. Esto significa que ese dinero no era el pago por una asesoraría en el proceso de acreditación, sino por un fallo favorable de la institución que el mismo Díaz dirigía”.
Así comienza esta crónica espeluznante, atiborrada de hechos, de documentos, de declaraciones y —diría— hasta de confesiones de los propios protagonistas de una historia urdida, pese a lo minuciosa de la información, con verdadera tensión dramática. Se van entretejiendo motivos: se nos repite con insistencia que la veloz expansión de las universidades (el 2012 la cobertura es comparable a la de Austria, Holanda o Suecia), por malas que sean, acelera la movilidad social y combate, se asegura, la desigualdad y todo eso, adicionalmente, beneficia a la Concertación. (Hoy sabemos que cerca del 39% de los graduados de la educación superior tiene retornos negativos, salieron para atrás, o sea, les habría ido mejor si hubiesen entrado a trabajar directamente desde la enseñanza media). Y hay, en muchos, una fe ciega en que la industria de la educación es igual a cualquier otra industria y pocas ganas de examinar de cerca esa creencia. Y está presente la esperanza de la familia modesta que quiere que sus hijos surjan y cree que un título universitario, que respalda el Estado, sigue siendo el trampolín que era. Y, por supuesto, se abre paso la voluntad de hacer dinero rápido y en grande y a cómo dé lugar. El viejo y melancólico sueño de cierta izquierda chilena —“Universidad para todos”— ahora, por fin, parece que se puede tocar con la mano, pero no gracias al socialismo, sino gracias al viejo y peludo capitalismo mercantilista hispanoamericano, es decir, gracias al empresario parásito del Estado…
Pero, claro, el problema es que el negocio universitario contradice la ley: las universidades deben ser fundaciones sin fines de lucro. Entonces se inventan martingalas destinadas a dejar sin efecto esa prohibición. Los controladores de la fundación universitaria sin fines de lucro son dueños de empresas comerciales que prestan servicios (por ejemplo, arriendo de edificios) a la universidad. Los mismos están a ambos lados del mesón y de ese modo extraen recursos de la corporación universitaria. Por cierto, los alumnos y sus familias ignoran que la universidad es de hecho un negocio. Así, en Chile el negocio de las universidades nace viciado. Las trampas, los abusos, las coimas y quiebras subsecuentes no son sino el deslizamiento natural de los negocios que se cultivan en la opacidad. La luz los mata. Y es lo que hemos visto: apenas los estudiantes vocearon el tema en las calles y algunos periodistas se atrevieron a encender la luz, el contubernio entre universidad sin fines de lucro y empresas relacionadas se volvió impresentable. Lo que nadie sabe bien, claro, es cómo se sale ahora de este embrollo.
“Sólo un 15% del gasto en educación superior (en Chile) viene de recursos públicos, comparado con un 69% que promedia la OCDE”, se lee en un artículo de The Economist publicado el 29 de octubre del 2011 y reporteado en Santiago cuando las protestas estudiantiles chilenas llamaban la atención en todo el mundo.
El resto viene de las familias. Lo que hace esto más difícil de tragar es que muchos establecimientos educacionales son empresas con fines de lucro… Tres cuartas partes de las universidades son privadas: en 1981 se les prohibió tener fines de lucro, pero muchas han sorteado esta prohibición creando compañías inmobiliarias que arriendan sus edificios a las universidades. Los estudiantes sostienen, correctamente, que la educación es un bien público. Menos justificación tiene el que quieran que todo el sistema sea “gratis” (por ejemplo, pagado por los contribuyentes) y dirigido por el Estado… El señor Piñera —él mismo es un empresario— no le hace asco a que las escuelas tengan fines de lucro. Al menos dos de sus ministros tienen un pasado ligado al negocio de la educación (como también ocurre con prominentes políticos de la oposición).
El daño que los mercaderes de la educación han hecho a los miles de jóvenes víctimas de estos abusos, a la Concertación como proyecto político socialdemócrata, al prestigio y mérito del empresariado y a la credibilidad de la economía social de mercado como tal es inconmensurable. La mentalidad tecnocrática estrecha y el talante fanático que anida en quien quiere que el mundo entero se explique a partir de un solo y rígido esquema no lo vieron nunca así y todavía no lo ven así. Para ellos el lucro encubierto no tiene importancia ni moral ni política. Para ellos todo se reduce a constatar, con una sonrisa condescendiente que, mal que mal, hay algunas universidades estatales que, según los indicadores tales y cuales, son peores que algunas privadas que de hecho tienen fines lucro. Como si esa fuese la cuestión. Como si justamente las normas no fuesen eso que Madison llama en El Federalista “invenciones de la prudencia”, es decir, reglas y prohibiciones destinadas a prevenir el abuso de poder aunque, en ausencia de ellas, por cierto, dicho abuso no se produzca de manera necesaria. Pero además quizás un asunto ético —los títulos universitarios comprometen la fe pública— no tenga significación política porque en su esquema mental rara vez lo moral tiene efectos políticos. Por eso, incluso en medio de las protestas estudiantiles, sostenían que el lucro oculto y prohibido de las universidades no era un tema de verdadera relevancia política. Se trataba, más bien, de una mera cuestión de pesos, de una demanda gremial como cualquier otra. Ni los programas ni los planteamientos de las candidaturas presidenciales, por ejemplo, habían abordado el punto.
Ante la indignación moral de los estudiantes por la mentira institucionalizada surgieron, cómo no, algunas justificaciones. Una de ellas redefine el concepto de lucro, que ahora pasa a ser equivalente a un precio superior al precio de mercado. Entonces si la universidad ha pagado a los dueños de sociedades relacionadas el precio de mercado, dichas sociedades comerciales no han lucrado y, por tanto, ni los dueños de esas empresas ni los controladores de la universidad (que son los mismos). El nuevo concepto transforma ipso facto a Citibank, a Coca Cola, Toyota y Apple en fundaciones sin fines de lucro, si es que obtienen utilidades cobrando por sus productos precios de mercado…
Para ellos, el Chile actual es irreconocible, incomprensible. Intentan explicaciones ingenuas: es una sociedad que debido al alto crecimiento económico de las últimas décadas ahora tiene muy altas aspiraciones. ¿Qué significa eso? ¿Por qué esas altas aspiraciones se orientan en sentido contrario al rumbo que traía Chile desde el retorno de la democracia? Ocurre que no se puede entender el clima político de hoy si no se sopesa lo que fue el movimiento estudiantil del 2011 y 2012. Y ese movimiento juvenil, que logró entonces el apoyo de las capas medias y derrumbó la popularidad del Presidente Piñera, no se comprende sino sobre este trasfondo. El lucro pasó a ser sinónimo de engaño y estafa porque muchísimas universidades sin fines de lucro sí tienen fin de lucro, no son lo que dicen y deben ser según la ley.
Hubo un aumento del 31% del índice de precios del consumidor (IPC) entre 2005 y 2013, pero muchas universidades aumentaron su arancel en ese período en un 80%. El alza es más pronunciada en las universidades con más alumnos con Crédito con Aval del Estado (CAE).[1] En muchos casos, la universidad cobra un arancel más alto que el que financia el CAE y la diferencia la pone la familia. Pienso que esta brutal alza del costo de los aranceles se debe, en parte, pero sólo en parte, a la necesidad de financiar proyectos de infraestructura. La generación presente ha costeado obras que aprovecharán ellos y, en especial, generaciones futuras de estudiantes. Pero en un contexto de lucro encubierto el rechazo a estas alzas enormes se entremezcla entonces, como es natural, con la sospecha y la desconfianza. ¿No serán cobros indebidos? De allí la fuerza que tiene la demanda por la gratuidad de la universidad. Inusitadas alzas de aranceles más universidad masificada más lucro ilegítimo resultó ser una combinación explosiva. Porque, sabemos, detrás de una gruesa muralla de mentiras se parapetan empresarios y grupos políticos poderosos. ¿Qué más puede pedir un dirigente estudiantil que combatir adversarios de ese calibre? Así fue como se produjo la ruptura más significativa desde el retorno de la democracia.
El sociólogo Carlos Cousiño dice que para las clases medias hay dos dimensiones que son las fundamentales y en base a las cuales constituye su identidad: la educación y el consumo. Chile, un país de pobres, pasó durante los años de la Concertación a ser un país de capas de medias y, de pronto, en ambas dimensiones se desmoronó al mismo tiempo la confianza. En la educación, por lo que he anticipado y este libro retrata. En el consumo, por acuerdos monopólicos entre las farmacias, acusaciones de cobros indebidos en las tarjetas de crédito y la estrepitosa quiebra de La Polar que tiene su equivalente en el campo educacional en la quiebra de la Universidad del Mar. El tema del abuso de los poderosos pasó a ser una preocupación central.
Por supuesto, en muchas universidades con fines de lucro encubierto se abusó de las asimetrías de información propias del proceso educacional en el que quienes “saben” (se supone) definen qué deben saber quienes “no saben” (se supone). Esto es en el fondo siempre así, aunque a los profesores nos guste repetir, y de buena fe y con cierta razón, que aprendemos mucho de nuestros alumnos. Además, quienes “no saben” pueden tardar mucho en estar en condiciones de evaluar a quienes “saben” y los educaron. Además, quienes “no saben” tienen sólo por un breve tiempo la posibilidad de llegar a “saber”, de modo que si yerran o son engañados el perjuicio es irreversible. Y, por supuesto, no todos abusaron. Cuando se produce un apagón no todos corren a saquear los supermercados. El punto es que los mecanismos subrepticios instalados lo permitían y lo permiten. El punto es que la desigualdad de conocimientos que caracteriza inevitablemente a la educación facilita la explotación y el fraude, haciéndolos difícilmente detectables, salvo en casos extremos o por la vía de medios indirectos, imperfectos y, a menudo, tardíos. Y en este contexto el afán de lucro es un poderosísimo aliciente para sacar provecho ilegítimo. Y si se ofrecen recursos del Estado, como becas, la tentación se multiplica. Es lo que ocurre con alarmante frecuencia en Estados Unidos donde las universidades con fines de lucro son legales. Es lo que ha ocurrido en Chile donde están prohibidas.
Corría el año 2010 y a esas alturas se sabía bien que la acreditación por parte de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) valía mucho. No sólo en prestigio y, por tanto, en la posibilidad de atraer mejores alumnos y profesores, sino que en dinero. Porque sólo los alumnos de las universidades acreditadas podían tener acceso al CAE, el sistema de préstamos financiados por el Estado gracias al cual una parte significativa de los estudiantes de las universidades podía pagar las matrículas. En la Universidad Santo Tomás o la Universidad Autónoma, por ejemplo, casi el 75% de sus alumnos cancelaba su matrícula con el CAE. Para las universidades masivas que apuntan al mercado de los jóvenes de familias menos informadas y con menores ingresos, la acreditación de la CNA es la llave para el CAE y el CAE, a su vez, la llave que permite la expansión del flujo proveniente de la matrícula y, por tanto, del negocio que, fundamentalmente, aprovecha economías de escala. Se nos informa por parte de la Superintendencia de Valores y Seguros que el año 2010 “la suma de los ingresos de operación de las instituciones universitarias alcanzaba a aproximadamente unos dos billones y fracción de pesos chilenos (unos cuatro mil millones dólares)”.
Y mientras la prensa daba cuenta de ventas de universidades “sin fines de lucro” por sumas exhorbitantes y un rector anónimo comparaba con desparpajo en un semanario su negocio con el retail, ¿en qué estaban las autoridades? Este libro recoge varios testimonios. Por ejemplo, la exministra de Educación Yasna Provoste afirma que “por lo menos a mí en ese momento no se me comentó nada… Yo por lo menos no tuve conocimiento”. Quizás sea más representativa la opinión de la exministra Mariana Aylwin: “No es que no hayamos sabido que eso existió, yo creo que todos saben que existió, lo que pasa es que se ajustaba a la ley… Es un tema muy difícil de fiscalizar… Nuestra preocupación fundamental tenía que ver con crear un sistema de acreditación que asegurara la calidad”. Es decir, en lugar de proponer una ley que estableciera de modo más efectivo la prohibición del lucro otorgando facultades fiscalizadoras y estableciendo sanciones disuasivas o, derechamente, apuntar a derogar la prohibición y legalizar las universidades con fines de lucro trasparentando así el estado de cosas imperante, se prefirió crear una institución del Estado para evaluar la calidad de las universidades dejando en las sombras la cuestión del lucro indebido. A estas alturas, para muchos la señal que daba la autoridad era que ese lucro indebido tal vez ya no era indebido, y la prohibición aunque todavía vigente, por así decir, estaba en desuso. Con todo, es sintomático que se haya optado por este procedimiento oblicuo —controlar la calidad con todos los bemoles que eso implica— y no se haya querido ni cerrar los resquicios y cortar de veras el lucro ni tampoco admitirlo francamente. Este procedimiento oblicuo quizás sea un síntoma de mala conciencia.
De todos los muchos ministros de Educación de las últimas décadas, Felipe Bulnes fue, seguramente, el único que condenó tajantemente este estado de cosas. “La ley no solamente hay que cumplirla en la letra sino también en el espíritu”, afirmó en el programa de Chilevisión Tolerancia Cero. En ese mismo programa su antecesor en el cargo tuvo que admitir que había vendido sus intereses en una inmobiliaria que arrienda edificios a una universidad controlada por los mismos dueños de la inmobiliaria. Poco después, ante la conmoción producida, debió renunciar. Corría el año 2011 y las marchas estudiantiles empezaban a transformar la agenda. El poder de la retórica tecnocrática del Gobierno se diluía, el país ya era otro. Por lo tanto, las rotundas palabras del nuevo ministro Bulnes en ese momento y en ese lugar tenían una fuerte carga moral y política. Sin embargo, el proyecto de ley que en definitiva emanó de su cartera, como expliqué en la Comisión de Educación del Senado y luego publiqué en Ciper, era, a mi juicio, nada más que un tigre de papel. Pese a los esfuerzos que desplegó el Gobierno, no prosperó.
Entre tanto, la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), la institución creada para controlar la calidad de las universidades, no había podido soportar la presión de intereses tan formidables. La estructura, pese a estar mal concebida, con todo, resistió, crujió, pero al fin terminó por ceder. La rendija se llamó Eugenio Díaz, que terminaría acusado por la Fiscalía de los delitos de soborno, cohecho y lavado de activos. Se cuenta en esta crónica que en tiempos de Pinochet, Díaz, que es abogado, participó en una organización política de izquierda, que tomó riesgos, que en 1981 fue descubierto y capturado por la CNI (Central Nacional de Inteligencia), que “estuvo cuatro meses preso acusado de asociación ilícita y fue torturado”. Después se vinculó al “movimiento sindical trabajando como asesor directo del máximo líder de la entonces Coordinadora Nacional Sindical, Manuel Bustos”, y participó más tarde en “la refundación de la Central Única de Trabajadores (CUT) en 1988”.
¿Cómo un hombre con ese pasado, en el que hay valentía y entrega a ciertos ideales políticos, se encuentra nel mezzo del camin di nostra vita en posesión de la llave del suculento CAE y al año debe responder acusaciones de soborno?
En el gobierno de Eduardo Frei es nombrado director ejecutivo del Centro Nacional de la Productividad y la Calidad (CNPC), donde empieza a dar forma a una red de influencias. En ella figuran Andrés Lastra y Ángel Maulén, dos exdirigentes estudiantiles de la DC, y Daniel Farcas que había militado en la Izquierda Cristiana. Más tarde, Ángel Maulén, a partir de su exitoso Preuniversitario Pedro de Valdivia, comprará la Universidad Mariano Egaña “transformándola en la Universidad Pedro de Valdivia”. Díaz aparece en la CNAP, antecesora de la CNA, y al poco tiempo es el presidente de la comisión de pares evaluadores que debe informar sobre la Uniacc, cuyo dueño era Andrés Guiloff. Daniel Farcas es el prorrector y Andrés Lastra el vicerrector académico. La Uniacc obtuvo dos años de acreditación y a los cuatro meses Díaz es nombrado subdirector de la Escuela de Derecho. Pese a ello, se mantiene trabajando en paralelo como evaluador de universidades. Ya creada la CNA, Andrés Lastra y Daniel Farcas gestionan el nombramiento de Eugenio Díaz como consejero, lo que logran por el período 2007-2011 gracias al apoyo de la Corporación de Universidades Privadas (CUP). La Uniacc recibió tres años más de acreditación, “lo que le permitió acceder a otros 896 millones de pesos de Crédito con Aval del Estado”. Díaz, como trabajaba en la universidad, se abstuvo de votar, pero se empeñó activamente y conseguió los votos. Entonces Andrés Guiloff vendió la universidad al Grupo Apollo en 40 millones de dólares. Díaz pasó a ser un asesor de la Uniacc y, además, comenzó a trabajar para la Universidad Andrés Bello del Grupo Laureate.
Así las cosas, la Uniacc firmó un contrato en el que Díaz recibía “50 millones de pesos más un premio por año de acreditación que obtuviera: 15 millones si conseguía dos años, 25 millones por tres años, 50 millones si le daban cuatro años. Y si conseguía cinco años de acreditación para la Uniacc, entonces Eugenio Díaz se llevaba el premio máximo: 100 millones pesos”. Fue posiblemente la primera vez que Díaz cobró por gestionar y lograr la acreditación especificando bonos según el número de años obtenidos.
El 2010 Díaz es designado presidente subrogante de la CNA. Durante ese período “todas las instituciones que se presentaron para ser acreditadas por ese organismo, lo consiguieron: 16 universidades, 5 centros de formación técnica y 10 institutos profesionales”, incluidas las universidades Pedro de Valdivia, Arcis y del Mar. Sobre cada uno de estos tres casos espectaculares, este libro tiene mucho qué contar. Y también, por cierto, acerca de muchas otras universidades y sus controladores.
El 9 de abril de ese año 2010 Eugenio Díaz renuncia súbitamente a su asesoría a la Uniacc. ¿Por qué? Su amigo Andrés Lastra a su vez ha debido renunciar a esa universidad ante la denuncia del escándolo de las Becas Valech. El rector de la Uniacc es para entonces Daniel Farcas quien al año siguiente, como presidente de la Corporación de Universidades Privadas (CUP), lograría que Díaz fuera nombrado “como representante de las escuelas de Derecho en el recién creado Instituto de Derechos Humanos”. La Uniacc recibió sobre 15.000 millones de pesos del Fisco destinados a las Becas Valech, que entregaron recursos para estudiar a personas que sufrieron tortura y prisión durante la dictadura. La Uniacc creó algunos cursos especiales “para benefiados de la Ley Valech, como el Programa Universitario en Comunicación, Gestión y Nuevas Tecnologías, que duraba dos años y costaba más que Medicina en la Universidad de Chile. 1500 personas, víctimas de la dictadura o descendientes de ellos, cayeron en la trampa. La Uniacc captó “más del 50 por ciento de los recursos de las becas Valech”. Otras universidades beneficiadas fueron Arcis y Las Américas.
Hay en este libro, debo decirlo, opiniones e interpretaciones que a veces no comparto. Por ejemplo, se hacen dos críticas al sistema de donaciones a las universidades. La primera es que las empresas concentran sus donaciones principalmente en universidades a las que va una importante proporción de jóvenes acomodados, como Los Andes, la Pontificia Universidad Católica y la Universidad de Chile. Y es verdad, a mi juicio, que sería conveniente que muchas empresas abrieran su espectro y desarrollaran su filantropía con una visión más nacional y de largo plazo. Pero no me parece que sea una crítica al sistema mismo, sino a la forma como ha tendido a operar hasta ahora. La segunda crítica, planteada por un profesor universitario, es que las donaciones le quitan autonomía a la universidad. El tema requeriría, me parece, un análisis más pormenorizado. Desde luego, no se adjunta prueba alguna de lo que se afirma. En seguida, la filantropía con beneficios tributarios es lo que hoy da empuje a las mejores universidades del mundo: Harvard, MIT, Princeton, Yale, Columbia, Stanford, Duke, Caltech, Chicago, Johns Hopkins… Las universidades inglesas que, como las ya mencionadas, se ubican en los primeros lugares de los ránkings internacionales —Cambridge, Oxford, UCL e Imperial College— cada vez apuestan más a la filantropía. Por ese tipo de universidades pasa hoy la frontera del conocimiento. Es posible que sea necesario regular las relaciones entre donante y universidad, es posible que la institución del tenure ayude a la autonomía del profesor. Pero el riesgo de captura también existe, por cierto, cuando las donaciones y aportes vienen del Estado. La necesidad de una regulación vale en ambos casos. El “ogro filantrópico”, como llamó Octavio Paz al Estado benefactor de la cultura, puede fácilmente atenazar la cultura, que es justamente lo que denunció Paz.
Uno de los efectos colaterales que ha tenido esta zona gris de las universidades sin-pero-con fines de lucro, ha sido, en mi opinión, dañar y desprestigiar la filantropía universitaria. Si las universidades son un negocio como el retail, ¿qué sentido tiene donarles dinero? ¿Alguien siente que debe donarle a Falabella o al Jumbo? Y, no obstante, pese a este clima hostil han surgido y han ido consolidando su prestigio universidades sin fines de lucro, en algunos casos con el respaldo de donaciones e incuestionable mérito académico: las universidades Adolfo Ibáñez, de Los Andes, Diego Portales, Finis Terrae y Padre Hurtado. Chile tiene una sólida tradición de universidades privadas sin fines de lucro: la Católica, la de Concepción, la Católica de Valparaíso, la Austral, la Santa María.
El descrédito de las universidades con fines de lucro encubierto ha hecho perder la confianza en las universidades privadas y robustecido la fe en el Estado como figura paterna. Me temo que esté propagándose un espejismo. Los funcionarios que administran el poder del Estado no por eso se vuelven angelicales. Las investiganciones de este libro muestran hasta qué punto las instituciones fiscalizadoras del Estado son vulnerables, hasta qué punto es difícil escribir leyes que logren encauzar las conductas, que no dejen vacíos que las vuelvan inefectivas o establezcan incentivos contraproducentes, y hasta qué punto se nos escapan, y muy a menudo, los efectos no buscados. De una fe naïf en el empresario podemos pasar con la inevitable simplicidad de un péndulo a abrazar una fe naïf en el Estado, convertido en una suerte de Viejo Pascuero. Leo el ránking del US News and World Report 2014-2015 que acaba de ser publicado. La primera universidad estatal es Berkeley que es la número 20… Todas las anteriores son privadas y sin fines de lucro. Y eso ocurre en un país donde las universidades con fines de lucro existen y son legales. Si los chilenos queremos incorporarnos creativamente al futuro, si queremos participar de verdad en la sociedad del conocimiento debemos estudiar con cuidado cómo se organizan las universidades en las que se está inventando el mundo de mañana.
“Como piloto de un barco de turismo que recorría la bahía de Valparaíso” se ganaba antes la vida Héctor Zúñiga, rector y uno de los cuatro dueños de la Universidad del Mar, cuyos orígenes se remontan a un instituto profesional creado en 1988. La universidad, académicamente muy precaria y que tenía 3.900 alumnos en dos sedes y 18 carreras, a los dos años de obtener las autorizaciones del caso tenía “192 carreras en 14 ciudades”. Los recursos de la universidad se succionaban, según esta investigación de Ciper, a través de una red de 85 sociedades. El 2010, Raúl Urrutia, que era rector desde hacía poco, renunció denunciando que mientras no conseguía dinero para “pagar a los docentes y trabajadores” (faltaban 250 millones de pesos para sueldos y las deudas previsionales alcanzaban los 554 millones de pesos) los controladores de la universidad y dueños de las inmobiliarias que le arrendaba los edificios “decidieron privilegiar sus intereses económicos pagando a las inmobiliarias, a través de las cuales traspasaron 600 millones de pesos recibidos de matrícula e ingresos del CAE”. Pero como las inmobiliarias no tenían edificios lo que hacían era “arrendárselos a un tercero y luego subarrendarlos a la universidad a un precio mayor”. En el caso de la sede de Reñaca el edificio fue construido “con recursos de la universidad, pero quedó en manos de las inmobiliarias del Mar y Rancagua, empresas controladas por los cuatro socios”. Mecanismos parecidos usaron otros que resultaron ser más aptos para estos negocios que los controladores de la Universidad del Mar o tuvieron más suerte, y de ellos, claro, sabemos menos.
Conseguida la codiciada acreditación, con la colaboración de Eugenio Díaz, según se desprende del contrato con que se inician estas líneas, el fondo de inversiones Southern Cross —el mismo involucrado en la bullada quiebra de La Polar, una empresa de retail— estaba en avanzadas negociaciones para comprar la Universidad del Mar. ¿El precio? “Algunas fuentes hablan de 50 millones de dólares”. Sin embargo, en agosto del 2011 Southern Cross paralizó la compra. La verdad era que la universidad estaba al borde de la quiebra. Según declaró a Ciper el presidente de la Región Andina de Laureate International, Jorge Selume, en esas circunstancias el Gobierno lo sondeó para que comprara la Universidad del Mar: “Fue el gobierno el que nos pidió y mi respuesta fue: ¡cómo me puedes hacer esa pregunta! Yo estaba dispuesto a eso cuando creía que no era delito pero hoy día, sabiendo que esto es delito y que todo el mundo considera que esto es delito, ¡cómo se te ocurre que voy a comprar la Universidad del Mar o me voy a hacer cargo de esos alumnos!”
Cuando la Universidad del Mar quebró, unos 18.000 alumnos quedaron con sus estudios incompletos, con graves dificultades para ser aceptados en otras universidades y para obtener reconocimiento de los cursos aprobados. Los graduados vieron caer abrupta e irremediablemente el valor de sus títulos. Los testimonios de estos jóvenes en la televisión fueron lapidarios. Recuerdo en particular el de una muchacha de Talca. La entrevista era en una casa modesta, se veía a ratos a su madre, atrás. No recuerdo ni su nombre ni sus palabras. La expresión de su rostro es lo que no puedo olvidar. Cuando Mónica González me propuso escribir este prólogo mi primera reacción fue decirle que no. En su momento, creo haber dicho sobre este tema lo que sentí que debía decir y no quiero parecer majadero. Me senté a mandarle un mensaje de ese tenor. Entonces se me vino a la mente la cara de esa muchacha de Talca y me encontré escribiendo lo que usted termina de leer.
[1]Ricardo Espinoza y Sergio Urzúa, “Gratuidad en la educación superior en Chile en contexto”, Documento de Trabajo núm. 4, Clapes UC, 2014.