Centenario de Harald Edelstam, el embajador sueco que refugió a los perseguidos por el Régimen Militar

Vea el cronograma de actividades para la conmemoración del centenario de Harald Edestam

En marzo de este año se cumplieron 100 años del natalicio de Harald Edelstam, ex embajador de Suecia en Chile. ¿Quién fue Edelstam y por qué se celebra su centenario? Supongo que muy pocos en Chile lo saben. Ni siquiera yo, que viví en Suecia durante 12 años, lo sabía muy bien.
Aquí se acostumbra a decir que  Edelstam fue “un héroe que salvó cientos de vidas después del golpe militar”. Así lo he repetido yo misma, desde la Corporación que lleva su nombre.

He escuchado y comentado varias anécdotas sobre él. De cómo salía a recorrer las calles cercanas a la embajada para recoger personas que eran perseguidas: las escondía en su auto y luego las llevaba al interior de la sede diplomática. También de cómo seducía a las autoridades militares para poder encubrir su labor de rescate. O cómo en varias ocasiones se enfrentó abiertamente a uniformados para disputarles a personas detenidas.

Tantas historias heroicas, pero con él me pasaba lo mismo que con otras figuras míticas: son tan perfectas, tan buenas, que no se sienten reales ni cercanas. Sin embargo, este año aprendí que Harald Edelstam fue muy real y muy cercano.

Como parte del trabajo en torno al centenario de su natalicio, buscamos y entrevistamos a varias de esos hombres y mujeres que, efectivamente, Edelstam rescató. Muy probablemente, muchos de ellos no estarían vivos si él no hubiera tenido el compromiso y la valentía necesarios para salvarlos. Personas que son como uno. O como el papá, el abuelo o la hermana de uno. Gente con familia y que hoy trabaja y vive con el recuerdo del miedo, de la persecución y del sufrimiento de los días posteriores al Golpe. Todos ellos arrancaban, andaban de casa en casa, con lo puesto. Dejaban a sus hijos con conocidos, esperando poder volver a verlos algún día. Son personas que a momentos, cuando recuerdan lo vivido, se quedan en silencio y bajan la vista. O que lloran. O que se enojan porque no quieren que se les haga recordar.

Y en medio de todos sus relatos, aparece la figura de Harald Edelstam, el embajador.

“Yo me preguntaba quién era este sueco que salía todos los días de la embajada a buscar gente que necesitara ayuda”, decía una de esas personas. “Todos teníamos miedo, pero él parecía no tenerlo”, asegura otra. Y los testimonios siguen: “Me dijo que no me preocupara, que él iba a ver personalmente que mis hijos se embarcaran en el mismo avión que yo”; “Uno se daba cuenta que lo hacía por una convicción muy profunda, porque jamás preguntaba si uno militaba en un partido político”; “Como no sabía dónde lo pillaría el toque de queda, siempre andaba armado con su cepillo de dientes y su saco de dormir”.

Todas las personas que logramos contactar se refieren a él como una persona distinguida y educada, a la vez que firme y valiente. Un hombre considerado, afectivo, preocupado hasta de los detalles más sencillos de las personas que protegía. Que les conversaba, los consolaba, les daba ánimo y esperanza. No sólo por lo que decía, sino que también porque estaba dispuesto a arriesgar su propia integridad física para defender a esos desconocidos. Y eso era algo que todos ellos podían sentir.

En Suecia aprendí una de las cosas que más atesoro: sentirme y saberme una persona. Que más allá de cualquier característica específica que uno pueda tener, uno es una persona, un individuo con los mismos derechos y deberes que cualquier otro, con valor único e inviolable por el sólo hecho de ser humano.

Creo que de eso se trata la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”

Edelstam encarnó ese principio no desde el discurso, sino desde la cotidianeidad, desde la realidad más concreta, desde el compromiso cotidiano. Y creo que ése es el sentido de la celebración de este centenario. Recordarnos que todos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos. Y que es nuestro deber no permitir que ese derecho sea violado. Ni a nosotros ni a nadie. El ejemplo de Edelstam está ahí para que no lo olvidemos.