La Nueva Cara del Desplazamiento Forzado
Desplazar para no ser desplazados: Palma, narcos y campesinos
01.10.2012
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La Nueva Cara del Desplazamiento Forzado
01.10.2012
Vea la publicación original de este reportaje en Plaza Pública
Días antes del 10 de mayo de 2011, cuando el pueblo de Sayaxché se preparaba para celebrar el día de la madre, un convoy de cuatro camionetas con vidrios polarizados levantó polvo y recorrió a toda marcha las orillas del caudaloso río La Pasión que corta en sur y norte la segunda carretera más importante del departamento de Petén.
Las camionetas enfilaron hasta detenerse frente al pequeño ferry municipal que separa a Sayaxché en dos caminos, uno a cada lado del río: uno en el norte, lleno de soledad y fincas sin energía eléctrica a lo largo de 20 kilómetros, y el otro, en el sur, con la bulla de cantinas en la ribera arenosa y la actividad cotidiana del casco urbano de este caluroso municipio que colinda con México y que a la vez es una de las entradas a la selva guatemalteca.
En esa encrucijada, a plena luz del día, hombres armados y mal encarados se apearon de los vehículos, caminaron en dirección del ferry, hicieron amenazas, tomaron como suya la pequeña embarcación y a sus empleados, encaramaron el convoy de cuatro camionetas y atravesaron el río mediante intimidaciones y el uso de la fuerza.
Al cabo de varios minutos bajaron del ferry y desaparecieron en el otro lado de la carretera. Se dirigieron hacia el norte y avanzaron presurosos, levantando polvo, desbocados.
–Desaparecieron y muchos en el pueblo suspiramos con alivio– dice Abner Palencia, un lanchero que vive de transportar lo que sea, de ida y vuelta, unas cien veces diarias en el río La Pasión en este corte de carretera.
Nadie en Sayaxché volvería a tener indicios del paradero de aquellos pistoleros sino hasta seis días después de la celebración del día de la madre. Una corazonada, un sentimiento que todavía deja inquietos a varios en el pueblo:
–Seguramente fueron ellos. Nosotros los vimos pasar unos días antes. No sabíamos que harían esa barbaridad– dice Palencia y arquea las cejas, dibuja con sus dedos una cruz en su pecho y abre bien los ojos mientras besa su mano derecha. Su sospecha consiste en que quizás esa macabra caravana que llegó al ferry aquella mañana fue la encargada de asesinar (y decapitar) a 27 campesinos en una finca al norte de Petén, en el municipio de La Libertad, el 16 de mayo de 2011. Esa noticia fue titular de varios medios internacionales. Fue, como lo dijo el ex Ministro de Gobernación (Seguridad), Carlos Menocal, un hecho atribuido a los Zetas, el brazo armado formado por ex militares mexicanos y guatemaltecos que desde el 2006 empezó a operar desligado del Cartel del Golfo mexicano, luego de que en 2003, el líder de este grupo, Osiel Cardenas, fuera capturado y extraditado más tarde a Estados Unidos.
–Los Zetas– dice Palencia –pasaron y pasan por este lugar. No hay de otra, no hay otro paso en realidad.
Un paso, un territorio, que no únicamente es exclusivo para narcotraficantes. No. Hay más actores en este escenario. Interactúan. Calculan sus movimientos. Suelen estar pendientes los unos de los otros aunque intentan, en la medida de lo posible, no tocarse. Y si se rozan, el saldo, como en la masacre de los 27 campesinos, suele afectar el equilibrio y la configuración de todo este vasto territorio. Es algo que está (y ha venido) pasando.
Hay narcotraficantes violentos, como los Zetas, que han sido los últimos en llegar. Pero aquí, los primeros dueños de este territorio, finqueros y ganaderos, llegaron hace más de 50 años; indígenas q’eqchíes y petroleros, hace más de 25; y narcotraficantes tradicionales y empresarios de palma africana, que aparecieron (como parte de los propietarios) hace poco más de una década. Hay –ha habido– reacomodos, pugnas, roles asumidos y disputas de poder en espacios donde las rivalidades de estos grupos suelen tener todavía pendientes, deudas por saldar y discusiones por el control de sus espacios. Por todos estos grupos, Petén es –ha sido– un campo de batalla donde los muertos quedan sobre la tierra, sobre la superficie de las propiedades.
Estás en medio del río, en el ferry. Todo se mueve y todo cruje. A los costados observas las dos carreteras que cortan a Sayaxché por la mitad. Piensas en todo lo que te han dicho que se ha podido transportar a lo largo de un siglo por aquí, desde alimentos, ganado, cultivos, hasta petróleo, madera, piezas arqueológicas y contrabando. Te han contado que en las últimas décadas se han visto camionetas polarizadas de modelos recientes, y en años más cercanos a la fecha en que atraviesas el río, han primado los camiones cargados con aceite y frutos de palma africana, el nuevo monocultivo de toda la zona. También te han dicho que has llegado tarde para ser testigo de varios puntos importantes en la historia agraria de Petén (y de Guatemala) en relación a la distribución de la tierra, y te han advertido que debes intuir que ante tus ojos hay un nuevo momento de inflexión. A tu alrededor todo se está reconfigurando. Hay movimiento. Todo el mundo está desplazando a todo el mundo.
Hay narcotraficantes desplazados por narcotraficantes más asesinos que los anteriores. Hay empresas aceiteras que han crecido tanto que donde antes había comunidades hoy se ven planicies de palma africana que a la luz del atardecer parecen extensos y tranquilos océanos de color verde. Hay compradores de tierra que como si de un juego de estrategia se tratara van por la conquista de territorios y concentran enormes propiedades para luego arrendar los terrenos al monocultivo. Hay finqueros-vaqueros, que en vez de ganado están pensando en podar, cortar, vender todas las vacas y cambiar de profesión para hacerse empresarios de la palma. Y hay, también, los que tienen menos oportunidades: los campesinos, mayas q’eqchíes en su mayoría, que a cada tiempo que pasa se van quedando sin poder decir que algo de acá –en este departamento más grande que Taiwán, Israel, Bélgica, El Salvador o Belice– es completamente suyo.
Por paradójico que te resulte, a lo largo y vasto de los 35 mil 834 kilómetros cuadrados de Petén –un tercio de Guatemala–, pocos son los que están teniendo cabida en la repartición de todo este departamento. Te han dicho, existen evidencias, has logrado recopilar entrevistas, de que hay una disputa abierta, poco ética, a veces intimidatoria, por el control de cada centímetro cuadrado –ya sea económico, de cultivo, o como ruta de trasiego– en este territorio. Piensas en ello, absorto en el caudal del río La Pasión y caes en la cuenta de que estás exactamente en el centro de todos esos ajustes. El ferry cruje, avanza torpe y parsimonioso, pesado; sobre las aguas apenas se percibe algo de movimiento.
La muerte de 27 campesinos en el municipio de La Libertad fue uno de los últimos acontecimientos violentos como indicio de los cambios que existen en este panorama. Un último movimiento de piezas en el tablero de Petén. Una sacudida.
Antes de esa masacre de mayo de 2011, los Zetas ya habían dejado sentir su presencia, su fuerza, la irracionalidad de sus ataques. Sacudieron indirectamente a Petén el mismo día en que se presentaron. El día en que, de modo público, con balas y granadas y explosiones y asesinatos, aparecieron en Guatemala.
La carta de introducción fue dirigida específicamente a los carteles tradicionales-familiares de Guatemala, y fue firmada con plomo, muerte, fuego y gasolina. Coincidió con el día en que fraguaron una venganza en contra de uno de los grupos de crimen organizado locales que, según un reporte de InsightCrime, había dado un tumbe (robo) al aliado de los Zetas en Guatemala: Walther Overdick, un antiguo cardamomero y amigo de los militares durante la guerra interna (1960-1996). Los Zetas buscaban, entonces, al líder del grupo de los Leones, a Juan José (Juancho) León. Lo encontraron el 25 de marzo de 2008, en un balneario de Zacapa, al suroriente de Petén, y acorralado, no lo dejaron vivo.
“Ese día iniciaron los reacomodos (de narcotráfico) en Petén. Una primera sacudida. El grupo de los Leones había empezado a posicionarse en ese departamento, tenían propiedades, fincas de ganado, disputaban esa plaza, y empezaban –mediante robos de droga– a hacerse fuertes de manera incómoda para las otras familias (Lorenzana y Mendoza) dueñas de la zona”, dice un ex agente de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIE). “Por eso la venganza fue consentida por otros grupos”.
Si bien Petén no fue el primer lugar de ataque de los Zetas en Guatemala, sí lo fue colateralmente. Pero cuando lo fue directamente, el avance de este grupo armado se topó con una situación favorable. Una coyuntura para aprovechar y ejercer su poder. Encontraron, primero, el precio a las cabezas de los capos locales más importantes impuesto por las órdenes de captura de EE.UU, y también, con un Ministerio Público (MP) que por primera vez tenía planificado perseguir capos en Guatemala. Se toparon, además, con un reajuste agrario de Petén hacia el monocultivo. La expansión insondable y agresiva de la palma africana que ha ido acaparando territorios y desplazando cultivos tradicionales (maíz, frijol) a lo largo de todo el sur de Petén. Incluso, como menciona el ex alcalde de Sayaxché, Luis Alberto Navarijo, “el cultivo de palma ha ido cooptando y cambiando las economías locales, a las comunidades, pero también ha transformado los negocios ‘legales’ de ‘dinero negro’ de los grupos de crimen organizado tradicional que operan en estas zonas”. Petén, dice el ex alcalde, es un territorio que se está moviendo.
Al ser los últimos en llegar, después de la palma africana, también los Zetas han contribuido con su granito de arena para que otras cosas se hayan empezado reconfigurar. Por ejemplo, a que mandos medios en los bandos rivales se vieran obligados a ascender. Los Zetas los ubicaron como nuevos objetivos, como una estrategia de control territorial para la zona. Eso pasó con el grupo de los Leones. Muerto el jefe, acribillado y achicharrado un convoy de Juancho León en Zacapa, se asomaron –en territorios como Petén– los siguientes en la cadena de mando jerárquico de este grupo. Nombres como Giovani España o Santos Manuel Aguirre o Haroldo León empezaron a ser mencionados. También empezaron a ser asesinados.
En tanto ese reacomodo sucedía, otras cosas en relación al modo en que el crimen organizado tradicional ha ido adquiriendo propiedades en Petén, usando dinámicas de bienes raíces heredadas de décadas anteriores, desplazando comunidades y haciéndose de territorio para establecer rutas propias en el departamento, poco a poco, han ido quedando al descubierto.
Hoy, 2012, cuando los Zetas tienen problemas internos en su estructura y presentan indicios de una ruptura que alcanza al sureste del México, incluyendo a Quintana Roo y particularmente la Riviera Maya, donde las últimas detenciones de sicarios y miembros del grupo son parte del conflicto entre Heriberto Lazcano Lazcano (El Lazca) y Miguel Ángel Treviño, conocido como el Z-40, “sus tropas dentro de Guatemala se están replegando, esperando un mejor momento para poder regresar”, vaticina el ex agente de la SIE al evaluar lo que sucede en la actualidad. “Hace dos años, en cambio, este comando armado arribó a un territorio de Guatemala donde las piezas –campesinos, palma africana, familias tradicionales de narcotraficantes– estaban (y continúan) en movimiento. Encontraron ese lugar y formaron parte de nuevas modificaciones”, señala. “Un lugar donde prevalece el más fuerte”.
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Conduces por un camino de terracería. Hace unos 20 minutos, sobre la carretera de asfalto, decidiste virar hacia la izquierda. En algún sitio, entre los municipios de Dolores y Poptún, has decidido cruzar en dirección de Melchor de Mencos, el municipio más nororiental de Petén que colinda con Belice. Esta vez estás lejos de Sayaxché, al otro extremo de este departamento que en las escuelas de todo el país se enorgullecen de enseñar, aunque no sea cierto, que tiene cierto parecido con las Amazonas, y allí avanzas siguiendo el rastro de una comunidad que ha desaparecido hace 10 años a causa de unos narcotraficantes. Hace calor y no sabes si encontrarás algo, algún vestigio que pertenezca a esa comunidad de nombre El Arroyón, o a alguien que perteneció a ese lugar que fue expropiado por parte del grupo de los Leones ya después de tantos años. Un ex alcalde de Dolores, Cristóbal Calderón, te ha dicho que en ese lugar hubo muertos. “Los muertos que no se entierran y que quedan sobre la tierra”, repites la frase, en este instante en que la única compañía que sientes en la solitaria carretera por la que vas es la densidad del aire caliente que entra por las ventanas. Ves algunas casas monumentales, cercadas, construidas en la cima de algún pequeño cerro, pero que a primera vista el diagnóstico es que han sido abandonadas, y alrededor, ves sólo fincas y más fincas, una luego de la otra. Es un camino que además es una ruta hacia Belice. Una ruta que además fue usada por el grupo de los Leones. Hay polvo. Planicies, haciendas con ganado, y otras sin ganado y con el pasto muy crecido.
Piensas que para entender el campo de batalla de los desplazamientos de este departamento hay que ubicar un pasado. Antecedentes. Indicios de cómo se ha comprado y vendido la tierra en el Petén. Comunidades que ya no existen. Los desplazamientos, la extensa compra y arrendamientos de propiedades por parte de la palma africana, los q’eqchíes que venden cientos de parcelas y el territorio que ha sido marcado por el crimen organizado. Todo eso que ha venido sucediendo.
Cuando has avanzado 15 kilómetros de terracería, te das cuenta que has llegado a una pequeña encrucijada donde hay un insignificante retén militar. Soldados adolescentes, delgados, con bigotes incipientes te dejan pasar sin cuestionamientos. No pasan dos kilómetros para que, de repente, adquieras plena consciencia de dónde estás y el por qué te interesa precisamente esa comunidad desaparecida: “Aaah, a esa gente la mataron. Se mataron entre ellos. Ahora ya no hay nadie allí. La entrada a El Arroyón está allí nomás, cerquita, cruce a la derecha y allí está la finca”, te lo dice un anciano, sonriente, sin dientes, con esa edición del Nuevo Testamento que dan en algunos hoteles de Guatemala entre sus manos; te los has topado en medio de la terracería, justo cuando atravesabas una comunidad con el nombre de El Calabazal (“211 habitantes”, dice un cartel). Antes de despedirse el anciano te ha deseado un buen viaje.
El Arroyón era una comunidad de 28 parcelarios. El ex alcalde Calderón te ha contado que cada uno de los comunitarios tenía una caballería para cultivar o mantener ganado. Había familias y había cultivos. Había además una pequeña escuela, un salón comunal, un río que crecía en invierno y que nacía en el norte de Belice. Que desde la comunidad podías llegar a Belice, y que podías comerciar, traer cosas desde allá y llevar otras cosas desde acá. El Arroyón, te ha recalcado el ex alcalde, era una comunidad. “Una comunidad”. Una igual a las que están dejando de existir en Sayaxché a causa del monocultivo de la palma africana, pues el cultivo es de los más escasos de mano de obra. Las dinámicas de compra y venta, de intimidación, aun si los grandes capos del crimen organizado no son hoy los responsables, parecen tener una misma tendencia en todo el departamento y una misma manera de operar.
Algo como lo siguiente:
Hace 10 años, algunos comunitarios de la periferia de El Arroyón empezaron a vender sus parcelas. A ciencia cierta, en aquel momento, dice Calderón, aquellos comunitarios no sabían quién podría ser el interesado en aquellas tierras tan lejos de lo urbano. Compraba a buen precio, sin embargo. “Eran muchos dólares que encandilaban, y poco a poco, el comprador se apropió de todo el sector periférico de la comunidad. Fue cercando, fue presionando, fue creando una espiral con sus nuevos terrenos hasta que solo quedó el centro de El Arroyón, con unas 10 casas, como única evidencia de una comunidad”, te dice el exalcalde. Sin salida, los últimos habitantes de El Arroyón se vieron obligados a vender, y cuando vendieron, el precio que les ofrecieron fue barato.
Giovani España, el comprador del grupo de los Leones, convirtió a la comunidad en una enorme finca de 28 caballerías. Cuando lo hizo, todavía no era conocido por (supuesto) narcotraficante, tampoco que él era uno de los segundos mandos en la jerarquía del grupo de los Leones. Nadie imaginaría, en aquel entonces, que ascendería luego del asesinato de Juancho León a causa de los Zetas y que tomaría las riendas del negocio en el nororiente de Guatemala, esa región que hace de frontera y enlace entre Honduras, México y Belice.
Hasta hace 3 años, te dicen, el nombre de Giovani España era impronunciable por esta área. Antes, había que callar, cerrar los ojos y bajarle volumen a los oídos. Luego de su asesinato, el 26 de junio de 2008, su nombre es algo que adorna las pláticas de sobremesa en estas regiones. Un mito, una leyenda rural, algo de qué hablar cuando te aburres y hay que matar el tiempo de alguna forma. Es lo que hay, acá, cuando no existe una industria musical que produzca narcocorridos.
Te preguntas, miras al fotoperiodista que te acompaña, y lo interrogas sobre si de verdad piensa que encontrarán los vestigios de aquella comunidad perdida hace 10 años para hacer analogías sobre el modo en que hoy se compran las propiedades al otro extremo de Petén, en Sayaxché, alrededor de la palma africana, es lo que cuestionas justo en el momento en que en la carretera empiezan a aparecer algunos ranchos abandonados. ¿El Arroyón? Continuar o no continuar, es lo que quieres preguntar al fotógrafo que te acompaña, pero ir a echar un vistazo a lo que queda de aquella comunidad en este páramo en medio de la nada sigue siendo un motor mucho más potente, un impulso más grande, una curiosidad gigante, y lo que no haces es dejar de avanzar.
No has recorrido si quiera dos kilómetros en el interior de la carretera que pasa por la finca del “finado” (fallecido) Giovani España cuando hallas, por fin, una casa, la única, humilde, pequeña: es del caporal. Esperas a que alguien salga a recibirte o a intimidarte. Pero ninguna de las dos cosas sucede. A lo lejos, una mujer lee un libro tan gordo y ancho que parece una biblia. Ella lee sentada frente a la fachada de la casa. Es cuando caminas los 50 metros que separan el camino de terracería de la humilde vivienda. Saludas y no pasa nada. En cada paso te recriminas el por qué diablos has llegado hasta acá. En cada paso te imaginas en la mira de un francotirador, o algo parecido.
La mujer, es extraño, murmulla. Parece estar hablando consigo misma o leyendo en voz alta pues en tu campo de visión no aparece nadie cerca de ella.
Si te ubicas, sabes que el camino desde donde has aparecido es uno por el que muy pocas personas pasan diariamente, sabes, desde luego, que no todos los días alguien busca una comunidad que ya no existe. Y con eso en mente, ensayas un “hola” en tu cabeza y esperas cualquier cosa.
–¿El Arroyón? Éste es el Arroyón. El otro Arroyón ya no existe– dice la mujer sin quitar la vista de lo que en efecto era una biblia.
–¿Queda alguien del antiguo Arroyón? Busco a alguien del antiguo Arroyón para saber cómo era. ¿Cómo desapareció?– pregunto.
–La verdad no sabría decirle. Nosotros venimos hace pocos años. No sabría decirle.
–¿Cuántos años hace que vinieron?
–Uff, apenas como tres.
–¿Vienen de alguna parte de Petén?
–No. Venimos de Izabal (al sur, cerca del Caribe y Honduras), de por allá abajo venimos.
–¿Y el caporal es su esposo?
–Sí. Pero no está.
Un ojo se asoma por una rendija entre las tablas de la casa justo en ese momento. El ojo te mira, lo miras. El ojo sabe que lo has visto. Se mueve. Luego hay un ruido, un tropiezo, cosas cayendo; el sonido viene desde adentro de la choza.
Ernesto, camisa desabotonada, sudoroso, barba sin rasurar desde hace varios días, es el caporal. Agitado, sorprendido, respira pesadamente e intenta mantenerse en calma; él ha salido a saludar. Le explicas, le indicas lo que buscas en este lugar, lo que estás tratando de entender, mencionas los desplazamientos, el proceso de extinción de comunidades ahogadas por el mar de la palma africana en el sur de Sayaxché. A Ernesto, el caporal, le haces las mismas preguntas que a su esposa, María, y obtienes las mismas respuestas que ella mencionó. Le preguntas –te atreves– si sabe algo de las muertes adentro de esta finca en donde estamos, si aquel suceso tiene relación con la comunidad que ya no existe, pero guarda silencio.
Luego te dice (baja la voz, habla sin descomponerse):
–No sé si sabe, pero acá era la finca del finado don Giovani España. La viuda ya vendió, pero el nuevo dueño nos siguió dando trabajo. De lo demás no sabría decirle.
Los guatemaltecos están convencidos de que Petén es una selva espesa, insondable, llena de monos aulladores, jaguares, ríos y ruinas ancestrales. Es como lo enseñan en la escuela: la segunda Amazonia del continente. Toda una postal para el turismo.
«Y entonces Petén dejó de ser una selva, y sólo fue una enorme fauna. Una fauna llena de actores que se disputan la tierra. Unos que buscan rutas para el narcotráfico, otros, territorio para sembrar, y los más pocos para ver si los dejan vivir de lo que cosechan de la tierra, en paz de una vez por todas»
Lo cierto es que desde hace 50 años una buena parte de su territorio, casi tres cuartos del departamento, han dejado de ser eso. Y Petén, si habría que describirlo en una palabra, esta sería “finca”.
De vuelta en Sayaxché en la frontera occidental con México, don Rosendo Girón, un hombre de pelo cano y lentes de profesor de matemática, llegó a Petén hace cuatro décadas. Tenía 23, recién graduado de abogado, cuando lo hizo. Hoy tiene 63 y recuerda que lo que encontró –él sí–, fue una selva exuberante, imposible, calurosa. “El Estado de los años sesenta estaba regalando la tierra a quién estuviera dispuesto a trabajarla”, explica. Él había obtenido 13 caballerías mediante la Empresa de Fomento y Desarrollo para el Petén (FYDEP / 1959-1989), y empezó a talar, como todos los demás, a descombrar y quitar árboles hasta dejar constancia de que aquel lugar (su finca en Sayaxché) no era una selva sino en realidad una finca enorme, plana, ideal para poner pasto y tener ganado.
La tierra se repartió por parte de los regímenes militares y el FYDEP exclusivamente entre mestizos y blancos. Los finqueros fueron así los primeros en llegar al Petén. Botaron los árboles y este departamento fue conocido como uno de los mayores productores de madera en Latinoamérica durante la década de los setenta. Don Rosendo ha sido testigo de varias dinámicas agrarias en la región a lo largo de toda su vida, y en Sayaxché lo ubican como el cronista de Petén. Pero se molesta si uno lo condena de esa manera. Comenta, no obstante, cuando se lo preguntas, cómo se han dado los distintos desplazamientos de esta zona, desde migraciones hasta petróleo, narcotráfico, palma africana y Zetas.
–La primera migración de campesinos q’eqchíes –dice el cronista–, se dio una vez que se trabajó la carretera que sube desde Cobán, en Alta Verapaz, hacia Flores, en Petén. La medida fue una cuestión de contrainsurgencia, y fue orquestada por el cuerpo de ingenieros del ejército para neutralizar a la guerrilla en esta zona. Eso fue en 1982. Adjunta a la carretera, también llegaron las primeras transnacionales del petróleo, y el oleoducto, de cientos y cientos de metros de largo, que se ubicó al borde de todo el camino, buscando llegar al Atlántico.
–¿Pero luego los indígenas de la zona tuvieron acceso a la tierra?, ¿ejidos municipales?
–Bueno, fue un proceso largo. Luego del FYDEP llegó el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) y luego, tras la firma de la paz de 1996, llegó Fontierras (Fondo de Tierras). Todo era con la intención de regular las titulaciones de propiedad. Que hubiera solvencia jurídica sobre la tierra y que nadie se atreviera a sacar a alguien de sus propiedades. Se repartió mucha tierra ociosa del Estado a los indígenas que no tenían. Y también hubo corrupción.
Y entonces Petén dejó de ser una selva, y sólo fue una enorme fauna. Una fauna llena de actores que se disputan la tierra. Unos que buscan rutas para el narcotráfico, otros, territorio para sembrar, y los más pocos para ver si los dejan vivir de lo que cosechan de la tierra y en paz de una vez por todas.
Así, con la tierra libre de árboles, el orden cronológico en la configuración agraria de Petén, empieza con los finqueros-ganaderos a finales de los cincuenta, los q’eqchí’s a principios de los ochenta, el petróleo al final de aquella década, el narcotráfico tradicional y familiar a principios de la década del noventa, el monocultivo de la palma africana en el 2000, y los Zetas que aparecieron a mediados de 2008. La selva que no es una selva tiene una fauna peligrosa.
Nunca en tu vida has visto una palma africana. Por eso mismo estás ansioso de que aparezca al menos una en la carretera. Estás atento mientras conduces. Ves corozos y palmeras de cocos y te preguntas diligente e ingenuo si aquello no es una palma africana. Luego estarás cansado, hastiado, aburrido de las palmas africanas. Hay de varios tamaños y de distintos tonos color verde. Están en valles, rodeadas por cerros empedrados. O están en terrenos tan planos y extensos que parecen una sabana. Las hay grandes y pequeñas, unas con más años que otras. Estarás harto de ellas y sus hileras ordenadas, perfectamente organizadas en líneas rectas y transversales, en los bordes de las carreteras. Y entonces tendrás licencia suficiente para denunciar que es una palmera enana y una planta fea. Que su fruto parece una piña colorada y fea. Y que de su fruto se desprenden unas semillas como jocotes también feos. Y que de estas semillas feas sale, cuando las presionas, un líquido espeso, amarillo, todavía más feo. La palma africana, podrás decir, está en todas partes y es una planta horrible.
Las comunidades Nueva Esperanza y La Torre se ubican en medio de la nada. Si a la nada, en Sayaxché, se le puede llamar así cuando lo que hay alrededor de La Torre y Nueva Esperanza, es en realidad un inmenso mar de palma africana. Y si la nada, también, son aquellas parcelas que los comunitarios vendieron hace menos de cinco años. O bien, en palabras del líder comunitario, Juan Yaxal, “la palma hizo que las comunidades se hicieran una nada, se redujeran hasta su más mínima expresión y que una gran mayoría de la gente se quedara sin parcelas”. Muchos comunitarios, en efecto, no tienen nada.
Un informe del Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de la Coordinadora de ONG y Cooperativas (CONGCOOP), dice que la cosecha y la superficie captada por la palma tuvo un crecimiento de 590 por ciento de hectáreas entre el año 2000 y 2010 en Guatemala. La comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL) contabilizó 58 mil 800 hectáreas totales en el territorio guatemalteco para esa fecha. Y sólo para Sayaxché, se pasó de tener 465 hectáreas sembradas de palma en el año 2000, a 14 mil 986 en 2006, y a 28 mil 554 en el año de 2010. Y así exponencialmente.
“Todas las áreas aptas para la caña y la palma, lo son también para el cultivo del maíz”, concluye el informe.
Marcelino Chuc es el vicealcalde de la comunidad de La Torre. A él, los datos y los números y las estadísticas le parecen un misterio y no le importan demasiado. Le preocupa, dice, cosas más importantes, cosas que no se ven en los textos académicos pero que tampoco son intangibles.
–¿Sabés a quiénes se les dice coyotes? – pregunta Marcelino. –En el sur de Petén el coyote no es aquel que se lleva gente (migrantes) para otros lados. Sino que es el que anda moviendo propiedades. Son traicioneros. Acá en La Torre casi desaparecimos gracias a ellos.
Marcelino cuenta la historia de un señor de apellido Caal para que se entienda mejor de lo que habla. Tiene gracia a la hora de narrar. Mueve los brazos, hace gestos, dibuja con palabras un paisaje, un contexto, una historia. Si no hubiera llegado hasta tercero primaria –el máximo grado académico al que se puede aspirar en las escuelas de estas comunidades del sur de Sayaxché–, dice que le hubiera gustado ser maestro o quizás un escritor. “A Salvador Caal lo olfatearon muy temprano”, empieza a narrar Marcelino, “no es que no se bañara mucho que digamos o quién sabe (sonríe), pero los coyotes lo olfatearon. Salvador tenía un terrenito que era un terrenote. Aquí cerquita. Entonces lo quisieron cazar. Como era astuto el condenado no se dejaba manipular. Ni dinero ni nada quería. Él era feliz, decía. Pero los coyotes lo cercaron. Un día se enteraron que su terreno se podía encerrar haciendo mañas. Entonces compraron las manzanas de los alrededores, unos pedacitos de tierra insignificantes, apenitas ni parcela eran. Pero cabía al menos una pared, mal hecha, pero una pared al fin de cuentas. Todo era legal. Salvador ya no pudo salir de su terrenito ni por delante ni por atrás, ni por la izquierda ni por la derecha. Y cómo no sabía nada de abogados, tampoco, como nosotros, que ahora podemos quejamos con los diputados, o que nos organizamos, o le vamos a tocar la puerta a la Secretaría de Asuntos Agrarios (SAA), Salvador empezó a alegar como podía. Alegó con armas, alegó a puño limpio, pero Salvador ya tenía 89 años. Dicen que terminó vendiendo por Q20 mil su terrenito de mil hectáreas. Aquí cerquita. Allí donde hay palma. Don Salvador hoy ya murió. Era una buena persona”.
El encierro puede producir claustrofobias particulares. Entre los bosques de palmas africanas hay varios de estos trastornos desde perspectivas muy peculiares. En su mayoría son casos de ansiedad colectiva, con sentido comunitario. No es el miedo al espacio cerrado en sí mismo, sino a las posibles consecuencias negativas de no poder salir. Se produce cuando la palma africana no te deja salir.
Comunidades como Santa Isabel o El Pato, cerca de Alta Verapaz, otro departamento de Guatemala, al sur de Petén, han quedado perdidas como pequeñas islas en algún lugar del océano de palmas africanas. Antes, para los habitantes de estas comunidades les bastaba recorrer unos cuántos kilómetros de terracería para salir a la carretera con asfalto y llegar a la cabecera municipal de Sayaxché. Era un recorrido de media hora. Hoy, tardan casi 4 horas para hacer esa peregrinación. José Cabnal es el director de la escuela primaria de la comunidad Santa Isabel, y uno de los que se siente encerrado. Él explica que deben driblar las vastas extensiones de cultivo de las empresas de palma africana y los enormes portones con garitas y guardias de seguridad armados, cuando alguien de su comunidad se ve en la necesidad de hacer algún trámite legal o municipal, o ir al hospital, o salir a comerciar y vender alguno de sus productos.
El encierro les ha causado migración. A veces incertidumbre sobre cómo sobrevivir. Y otras veces pleito. Cabnal dice que lo que experimenta es un sentimiento al que él podría comparar a cuando sientes ansiedad de estar en un solo lugar y que no puedas moverte. “Cercados, encerrados, es como ahora vivimos”.
A veces la claustrofobia en estas carreteras de rectas interminables no hace distinciones entre la sensación de estar afuera o estar adentro. Es tan grande el territorio que si hay un muro en medio de esta nada, no sabes ubicar si has quedado adentro o fuera de la palma. Adentro o afuera de una empresa del aceite. Juan Xol es un ejemplo de ello. Viste botas de hule, una gorra color naranja y va todo sucio de lodo. Varado en la carretera, intenta llegar a casa, lo cuenta mientras esperamos juntos un autobús sobre la carretera. Acaba de atravesar uno de los muros perimetrales de una de las empresas de monocultivo, Repsa S.A., del grupo HAME, en el kilómetro 355, frente a la comunidad de La Torre, e indica que no le pagaron lo que habían acordado. Por eso, en la carretera, ofrece su teléfono celular, “lo vendo para poder pagar mi pasaje; voy para Cobán (Alta Verapaz, a casi 100 kilómetros de Sayaxché)”, explica. Su encierro, su forma particular de claustrofobia, de sentirse encerrado, ha sido un poco distinto a cómo lo sienten los comunitarios de Nueva Esperanza o La Torre o Santa Isabel o El Pato, pero un encierro al final de cuentas, sólo que adentro de una empresa. Si le preguntas a Xol sobre cómo es allí adentro, en la empresa, es algo de lo que no quiere hablar: “Yo no regreso allí dentro”, específica.
Toda la gremial de agrocombustibles está presente en esta zona. Las empresas que intervienen en Petén, ciertamente llenan una lista muy corta. Olmeca y Reforestadora de Palmas (REPSA) del Grupo HAME, es unas de las que se expandieron hacia el municipio de Sayaxché, donde hoy cohabitan con otras del mismo cultivo: Tikindustrias S.A., por ejemplo, es una de ellas y es propiedad de la familia de azucareros Weissenberg y del Grupo Pantaleón, propiedad de la familia Herrera. Guatemala es el cuarto exportador mundial de azúcar, y tiene 13 ingenios. Nacional Agroindustrial (NAISA), de la familia de aceiteros Köng Hermanos, es otra ubicada en este lugar. Palmas del Ixcán, de las familias Bolaños Valle y Arriola Fuxet es otra en expansión. Y más recientemente, en proceso de adquisición de tierras en el Petén, está Naturaceites S.A., en el municipio de San Luis, y es propiedad de la familia Váldes y Maegli. Algunas de las familias más poderosas de Guatemala.
Una vez más te has desviado de la cómoda carretera con asfalto. Una vez más estás en un camino de terracería, otro pasaje solitario, lleno de charcos, hoyos y piedras. Te han dicho que la palma se está expandiendo hacia el municipio de San Luis, justo en el lado oriente de Sayaxché, y es lo que estás buscando: un momento previo a todo lo que has visto que le ha ocurrido a ciertas comunidades. Imaginas un instante antes de que se siembre la palma, de que lleguen las máquinas, los muros de monocultivo, el encierro, la claustrofobia a causa de la palma. Los coyotes de la tierra en infraganti, comprando propiedades, concentrando tierra, amenazando. Quizá, en esta nueva búsqueda, en San Luis, te topes con una gran antesala que pueda explicar las consecuencias de lo que has visto: los reacomodamientos, desplazamientos y la desaparición de varias comunidades.
Aquí, en este nuevo terreno, amplio, una octava parte de Petén, todos los bandos están a punto de encontrarse. O desplazas o te pueden desplazar tiene un detalle coyuntural. El detalle de lo actual.
En San Luis, te comentan, ya se están preparando. Hay una región que intenta identificarse como Territorio Indígena Q’eqchí’ y te quieren mostrar que se están organizando. Andrés Ixim, en la comunidad de Bolojshosh, es uno de los líderes que te hace un balance, un recuento de su planificación, y en confianza, te explica que una de las cosas que se ha empezado a hacer es demarcar cada una de sus fronteras. El espacio, te das cuenta, será grande, aunque difícil de conseguir. Implicará, definitivamente, el plano del uso político, lo legal y lo legislativo. Y será un área que tratará de incluir al menos 20 micro-regiones, cada una con 10 comunidades en su interior, desde Bolojshosh, cerca de la cabecera de San Luis, hasta la comunidad de El Naranjal, la última frontera de Petén con Alta Verapaz. “Los territorios indígenas son un derecho heredado por nuestros antepasados. Es crear una unidad, un sentido de comunidad importante, donde la gente, antes que nada, asuma un compromiso con los de su propia sangre”, Ixim resume así el inicio de su resistencia.
La resistencia que es en contra de la siembra de la palma.
Pero aquí, en el interior de este municipio, existen otros problemas. Incumbe al nuevo territorio indígena por su cercanía, pero incumbe a la siembra de la palma y a narcotraficantes.
Has llegado a esta zona justo en un momento de tensión. Aparentemente hay calma en El Naranjal, esa última frontera de Petén, pero la presencia militar y los patrullajes policiales –algo que no notaste ni en Flores, Poptún, Dolores, Sayaxché, La Libertad, Melchor de Mencos–, hacen activar una discreta alerta dentro de ti. Te enteras que hace apenas 2 meses el tableteo de las metralletas horadó y trastocó este lugar. Cuando la balacera amainó, el saldo silencioso fue la muerte de cuatro personas. El enfrentamiento, te dicen los vecinos, lo evalúan como algo que se dio entre supuestos miembros de bandas del crimen organizado. Es lo que todavía hoy se comenta en el pueblo. En El Naranjal dicen que la pugna se originó cuando uno de los dos grupos armados pretendía invadir una finca propiedad de otro grupo armado en esta localidad. Es esa misma finca, justo por donde ahora vas pasando, en el centro, donde los muertos quedaron sobre la superficie de la tierra, y sorpresa, en ella, señalizados, a cada lado de la carretera, hay 10 lotes de palma africana para cultivar.
Por supuesto, aunque no es prudente, quieres detenerte para hacer unas fotos. Consigues frutos de la palma, abandonados sobre la carretera, son frutos feos desde luego, son frutos que parecen poco cuidados. Tomas uno de los frutos, color corinto-sangre, cuando los balazos suenan imaginariamente adentro de tu cabeza.
–Esa finca es de Ottoniel Turcios Marroquín. Eso no es un secreto por acá–. El sargento, Felipe Villalobos, intenta explicarte en dónde exactamente te has bajado, lo imprudente e ingenuo que fuiste, lo peligroso que pudo haber sido todo. Él, el sargento, es el encargado del destacamento militar que fue instalado en El Naranjal apenas dos días después de aquella balacera. Está acá, junto con otros cinco militares, desde el pasado 2 de junio.
El sargento Villalobos te ubica –justo donde platicas con él y sus soldados– y te dice que este es territorio Zeta.
Entre 2006 y 2010, Otoniel “el Loco” Turcios, según información oficial, manejó una de las cuatro columnas de poder que los Zetas utilizaron para entrar en Guatemala, y su jefe absoluto, en aquel momento, el encargado de la toda la zona en Guatemala, era Miguel Ángel Treviño Morales, el Z-40. Turcios, dice Villalobos, siempre operó entre Alta Verapaz e Izabal al sur de Petén (tenía empresas de transporte y construcción, e incluso recibió contratos del gobierno), hasta que lo capturaron en Belice en octubre de 2010 y lo extraditaron a EE.UU. El sargento indica que Turcios dejó arrendada esa tierra en la que quedaron algunos muertos recientemente, la misma que tiene señalizados 10 lotes de palma africana.
“Turcios, al igual que muchos otros narcotraficantes de la zona, antes de ser capturados, ya eran todos unos pioneros de la siembra y el cultivo de la palma”, dice el analista político Miguel Castillo, analista y asesor para varias compañías de palma africana. Él te dice que sabe de casos donde las familias del narcotráfico tradicional han intentado vender palma a las compañías de la palma. Y también te comenta que “en nuestros análisis, como empresas de la palma, intentamos no estar cerca de estas personas, no vincularnos con narcotraficantes”.
Trabajar el monocultivo resulta una cuestión de riesgo. Un riesgo donde se pueden accionar las armas.
El sargento Villalobos te indica que la presencia del ejército en esta frontera entre Petén y Alta Verapaz fue algo necesario. Te ha dicho que de la balacera no se tiene información detallada todavía. “Lo que no sabemos es si se trató de una pugna entre mandos medios en la estructura de Turcios Marroquín, o si era una lucha por parte de campesinos en busca de terrenos que no tuvieran dueño”. Ambas cosas son posibles.
–¿Cree que los grupos familiares de narcotráfico tradicional están por completo debilitados en esta área? – la pregunta es dirigida al sargento Villalobos.
–Información de ese tipo no la manejamos. El ejército está en esta zona como medio disuasivo. Es cierto que estamos acá, en Petén, por cuestiones de narcotráfico. Pero también estamos para defender el Estado de Derecho. Invadir una finca, es violar ese derecho– comenta el sargento.
En estas regiones calurosas, un detalle que no deja de saltar a la vista, es que la gente, los soldados, los campesinos, los de a pie, ya ninguno tiene miedo a los narcos. Los nombres impronunciables de hace años simplemente son contexto, anécdota, historias para las tardes soleadas a la sombra de los árboles, han llegado al punto en que incluso pueden ser temas banales. Lugares comunes para la gente y los campesinos. Y como algunos nunca volverán por estar muertos o presos, León, Turcios, Lorenzana y otros, la gente usa sus historias para evitar el tedio de las horas, el ocio de las tardes.
Villalobos menciona todos los nombres de familias del narcotráfico cuando indica que una de sus órdenes (como ejército) es proteger las inversiones de desarrollo. Así el destacamento de El Naranjal, en San Luis, tiene la orden de proteger la inversión de la agroindustria. Y la orden presidencial, la más reciente, no ha sido otra cosa que la coordinación de la sexta y la primera brigada, Petén y Alta Verapaz, para que se combinen, para que ambas puedan incursionar en el territorio fronterizo de los dos departamentos. Justo entre la palma africana, el narcotráfico y los campesinos. En ese lugar de encuentro para todos.
Hablar de cualquier cosa con los empresarios en Guatemala que no sea para hacer publicidad de sus logros es toda una odisea. Tan solo consultar, pedir una cita, para que te cuenten su propia versión de las cosas, o cómo analizan conflictividades o riesgos, es una tarea imposible. Incluso si es algo importante que les afecta: los empresarios se vuelven crípticos. Se atrincheran. Hubo intentos, varios, largos, burocráticos e infructuosos de intentar hablar con Hugo Molina de Repsa S.A, Christian José Weisenberg de Tikiindustrias S.A., también con José María Kong de aceites Ideal y Naisa S.A., y con José Enrique Arriola Fuxet de Palmas del Ixcán. Nada.
Erasmo Sánchez, Gerente de Asuntos Corporativos de Naturaceites S.A., productores de Aceites Capullo, no obstante, sí estuvo anuente a hablar. Sobre todo cuando Naturaceites es una de las empresas que, luego de tener cultivos en San Marcos, Izabal y Alta Verapaz, recién llega a cultivar palma africana en Petén. Sánchez, dice, está interesado en ayudar a entender lo que sucede en ese lugar. En el área de inversión.
Una pregunta obligada: –¿Naturaceites S.A. tiene consciencia de los grupos de poder que se disputan algunos territorios en Petén?
–Nos interesa, ciertamente, una expansión en el área de San Luis– responde Sánchez. –Nuestra empresa se especializa en la producción de aceites para consumo humano. Nosotros no producimos agrocombustibles. Tenemos consciencia de que los terrenos son aptos para el cultivo de la palma, para la inversión. Sin embargo, algo como una evaluación de la gente que habita en estos lugares, quiénes son y qué hacen, no tenemos. No tenemos, si se quiere plantear de alguna manera, algo parecido a un “departamento de inteligencia”.
–No obstante, están enterados del conflicto reciente en la aldea El Naranjal (4 personas muertas) en una finca con palma africana, precisamente en San Luis.
–Conocemos de lo sucedido. Pero corresponder o actuar al respecto no es uno de nuestros rubros. Eso es responsabilidad del Estado.
–¿La palma africana de la finca invadida producía para Naturaceites S.A.?
–La información que tenemos es que el cultivo de palma en esa finca no está siendo tratada. No sirve. Son palmas que se van a desperdiciar. Y desde luego, la respuesta es no. No llega al área de procesamiento de nuestra empresa.
–¿Cómo funciona el proceso de la siembra, es decir, la dinámica de las tierras y propiedades con las que trabajan y de dónde obtienen el fruto para producir aceite?
–Existen tres modalidades básicamente. Uno es establecer alianzas con proveedores externos, nos llevan su cosecha, compramos su cosecha, y producimos el aceite. El otro es por arrendamiento. Y luego la compra de propiedades. Si se nos pregunta sobre si evaluamos a quiénes nos traen su cosecha, pues no lo hacemos, el Estado sería el responsable de darnos ese tipo de advertencias en caso sepan que se pueden dar anomalías.
–¿Tienen opinión sobre la manera en que los campesinos han ido vendiendo sus tierras?
–Como te decía el Estado es el responsable de mediar si hay anomalías. La adquisición de tierras, en lo que respecta a nuestra empresa, siempre ha sido legal. Si todo es legal, no veo el problema, estamos en nuestro derecho. Cuando se compra sí debemos estar seguros de que el título de propiedad esté en orden.
–El narcotráfico en Guatemala, en los últimos años, ha tenido importantes capturas. ¿Ven positiva para la inversión las acciones del Estado en el hecho de establecer seguridad?
–Sin duda es un fomento a la inversión. Naturaceites intenta evitar a toda costa mezclarse con personas y negocios de dudosa procedencia. La presencia del Estado al menos nos da una garantía para el resguardo de lo que se invierte.
La palma, está decidido, no piensa retirarse o replegarse en su método de producción. El área de inversión es más importante todavía que los mismos conflictos. La noción de “desarrollo”, el “progreso”, incluso es más grande que todo el territorio de Petén, en Guatemala. “E incluso”, dice Castillo, el analista de la palma, “posiblemente más fuerte políticamente que los otros grupos que están en pugna en ese territorio”.
Estás de regreso en el ferry, en medio del río La Pasión. Todo cruje y todo se tambalea. Petén se corta acá en dos partes, es un impasse, aunque en realidad los cortes de este departamento, piensas, son más profundos y son extensos, históricos, actuales y en definitiva hay disputas sobre cada uno de los territorios que se crean en su gigantesca superficie. Entre q’eqchíes, entre finqueros-ganaderos, familias de narcotraficantes, empresarios de la palma, el oleoducto de petróleo, carteles recientes y violentos, ver los límites entre ellos es algo difícil de abarcar. A los costados observas las dos carreteras que cortan a Sayaxché por la mitad, hay una planicie, en el norte, y hay una pequeña y fea ciudad, en el sur, y piensas que en todo lo que hay detrás de ese paisaje únicamente hay una pieza que hace falta, una pieza importante, relevante, en todo ese rompecabezas que se reconfigura y se disputa a tu alrededor. Apenas te has topado con él y no ha sido relevante. El Estado. Y es cuando te dices que si no existe el Estado, otro, quizá con fuerza –balas, granadas y gasolina–, a lo mejor con intimidaciones –cercar, comprar, amenazar–, u organización comunitaria –territorialidad, tradición–, en definitiva, alguien más, terminará por asumir ese rol. Asumirá el control. Los demás deberán cumplir sus reglas. La duda que te queda sin resolver, desde luego, es lo que podría pasar más adelante. Narcotráfico, palma, campesinos organizados. Todos están allí, cerca, se rozan, respiran uno al lado del otro a la espera de tener que salir a reconocer sus territorios. En el río La Pasión, el ferry apenas deja una estela de turbulencia.