Senador Chahuán y Cristián Precht no irán más a Punta Peuco
Punta Peuco IV: Las historias no contadas de familiares y presos
02.05.2012
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Senador Chahuán y Cristián Precht no irán más a Punta Peuco
02.05.2012
Vea la serie completa:
–Punta Peuco I: La fallida operación de inteligencia de Álvaro Corbalán.
–Punta Peuco II: Los cachureos del Guatón Romo.
–Punta Peuco III: El otro muro que divide a militares y carabineros.
Punta Peuco no aparece en los mapas pese a estar a 50 kilómetros y a sólo 30 minutos de Santiago. Pero sí tiene tradición carcelaria: un terreno abandonado entre las pocas viviendas del pueblo era el último vestigio de una antigua colonia de presos de baja peligrosidad que allí funcionó. El terreno quedó como propiedad de Gendarmería y en enero de 1995, ante la inminente primera condena al general (r) Manuel Contreras por el crimen de Orlando Letelier (perpetrado en Washington, en septiembre de 1976), sería el lugar escogido para construir allí la nueva cárcel especial para el ex jefe de la Dina y los uniformados condenados por crímenes de derechos humanos.
Tras sortear una crisis política provocada por el rechazo de Ricardo Lagos, ministro de Obras Públicas de la época, a firmar el decreto que daría inicio a su construcción, y luego un conato de rebeldía del ex jefe de la DINA, finalmente en octubre de 1995, Contreras ingresó a Punta Peuco en calidad de preso. Durante meses tanto el militar condenado como la nueva cárcel acapararon la atención del Ejército, de la inteligencia del gobierno, de las policías y de los medios.
Quince años más tarde, cuando el ex suboficial de carabineros Francisco Toledo ingresó a Punta Peuco por un delito que cometió en 1985, todo era distinto. Manuel Contreras ya no estaba recluido allí, sino en el Penal Cordillera, un recinto militar más exclusivo e íntimo. Ya no había integrantes del Ejército en la custodia, sino sólo gendarmes; y los presos veían transcurrir sus días sumergidos en el olvido. Muchos de sus hijos, en cambio, vivían afuera otra historia: sentían constantemente temor al rechazo social provocado a veces al sólo escuchar su apellido en público.
Eso fue exactamente lo que le ocurrió a la única hija del carabinero Francisco Toledo: perdió una beca en la universidad en la que estudiaba. Según cuenta su madre, bajó sus notas porque sentía pánico de que algún compañero le enrostrara: “¡Tu papá mató a los hermanos Vergara!”. Su pesadilla era que precisamente la encararan durante una disertación.
Francisco Toledo fue condenado a siete años como uno de los autores del homicidio de Rafael Vergara Toledo, un muchacho de 18 años que el 29 de marzo de 1985 recibió 8 balazos (entre ellos, uno en la nuca y otro en la región lumbar) durante una jornada de protesta y cuyo cuerpo fue encontrado en la vía pública al lado de su hermano, Eduardo (23 años), también asesinado. Veinticinco años se demoró la justicia en arrojar su veredicto.
Los hermanos Vergara Toledo vivían en la Villa Francia, una población de Santiago que fue epicentro de masivas protestas contra la dictadura en esos años. Ambos militaban en el MIR y su muerte se transformó en un símbolo para los jóvenes que luchaban contra el régimen militar. Con los años, ese símbolo varió para representar el descontento social con la democracia y siguió mutando hasta llegar a nuestros días transformado en una amalgama de protestas y brote delictivo. Lo cierto es que desde ese primer 29 marzo de 1985, en que los hermanos Vergara fueron víctimas de la violencia política, ningún aniversario ha dejado de ser violento.
Elisa, la esposa del ex suboficial de carabineros Francisco Toledo, le explicó a su hija que “el papá cumplía órdenes y ese día estaba trabajando”. Al igual que la mayoría de las esposas de uniformados presos por crímenes cometidos durante la dictadura, Elisa cree en la inocencia de su marido y está en desacuerdo con el desarrollo de los juicios.
Elisa y Francisco se conocieron cuando ella tenía 14 años. Juntos construyeron una familia que Elisa describe como “ejemplar”: su esposo siempre fue un padre preocupado, “que llevaba a nuestra hija a la universidad todos los días. La niña era su regalona”. Elisa siente dolor y rabia por esta separación.
Cada domingo ambas visitan a Francisco Toledo en Punta Peuco, quien está recluido en el “Módulo 2”, donde comparte con otros ex uniformados a quienes Elisa no conocía, con excepción del subteniente (r) Alex Ambler, el ex jefe de su marido que también está condenado a siete años por la muerte de los hermanos Vergara Toledo. A todos ellos Elisa los encuentra “excelentes personas y buenos compañeros de presidio”.
-Yo puedo evaluar a estas personas por como están ahora, yo no sé los casos en que se vieron involucrados –explica Elisa.
No es extraño que Elisa no conozca los delitos por los que están presos los compañeros de módulo de su marido. Al igual que en todas las cárceles del mundo, en Punta Peuco los motivos del encierro son tema tabú entre los internos. Ese mecanismo de defensa no funciona igual para todos los familiares de los presos. Entre los hijos la pregunta ronda. Un día su hija le contó a Elisa que en Internet había una página donde sólo con el apellido de una persona era posible saber por qué delito estaba condenado. La joven le dijo que así podían saber las acusaciones en contra de los compañeros de encierro de su padre.
Elisa la paró de inmediato:
-¿Por qué lo vas a hacer?, le dije. ¿Por qué mejor no conoces a la persona como es ahora y te fijas en cómo te saludó? Lo demás, respétaselo. Si algún día él te quiere decir “yo estoy involucrado en esto o me enjuiciaron por esto”, lo escuchas. Pero ahora, no corresponde.
Elisa le planteó el secreto como una forma de respeto, lo que implica suponer que la verdad es una ofensa. La hija de Francisco Toledo, aceptó: “Mamá, tienes toda la razón”, le respondió.
Para este reportaje alrededor de una veintena de familiares de militares presos (entre esposas, madres, hijas y hermanas) fueron contactados, pero la mayoría se negó a hablar. Algunas esposas, evidenciando en sus palabras y tono de voz mucha rabia acumulada, aprovecharon de repetir una y otra vez: “La historia está tergiversada”.
Sandra Contreras (42 años) no está de acuerdo.
Sandra Contreras sí cree en los hechos que se probaron en tribunales y que condenaron a su padre, el ex suboficial de Ejército Manuel Contreras Donaire, a 8 años de prisión por haber degollado al líder sindical y presidente de la Asociación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), Tucapel Jiménez, en febrero de 1982.
A Sandra, a sus tres hermanos y a su madre, Manuel Contreras Donaire los golpeaba cuando gozaba de la libertad. Lo hacía si lo contradecían o si se reían cuando él quería descansar. Una vez le dio un combo a su hija Sandra y la botó por la escalera. “En el Hospital Militar tuve que contar que me caí en una bicicleta”, recuerda la mujer. Nunca lo denunciaron. La madre y todos los hermanos soportaron en silencio. Por eso, cuando Sandra supo que su padre se iba preso a Punta Peuco, se alegró:
-Yo me decía que de alguna forma este huevón va a tener que pagar –recuerda.
Sandra dejó de ver a su padre a fines de los ’80, cuando Manuel Contreras Donaire se separó de su mamá. Sus hermanos, en cambio, mantuvieron el contacto. Sandra era la única que no sólo le tenía rabia por lo violento que había sido con ellos, sino por haber asesinado a Tucapel Jiménez. Durante la dictadura, Sandra participó de la pastoral de una iglesia en Renca y conoció las poblaciones:
-Vi hambre, injusticia, vi a los milicos ahí. Yo era la oveja negra de mi familia.
En julio de 2005, el ex Presidente Ricardo Lagos le otorgó a Contreras Donaire el indulto presidencial con beneficio de remisión condicional de la pena. El presidente argumentó que el indulto se debió a la ayuda que prestó para resolver el caso. “Gracias a él, en buena medida, pudo aclararse el crimen”, dijo Lagos. El hijo del dirigente sindical le respondió al Mandatario: “Le pediría al Presidente y al ministro de Justicia, que antes de tomar una medida así leyeran el fallo, porque el indultado es uno de los autores materiales. Carlos Herrera Jiménez fue el que efectuó los disparos a mi padre y este asesino (Contreras Donaire) fue el que lo degolló”.
Para la fecha del indulto, julio de 2005, Contreras Donaire llevaba seis años en la cárcel. Le faltaban dos años para cumplir su condena. Según consta en el expediente judicial, el suboficial jamás reconoció su participación en los hechos pese a que el ministro Sergio Muñoz probó que fue él quien degolló a Tucapel Jiménez.
Dos años después de haber recuperado su libertad, el ex sub oficial se divorcio legalmente de la madre de Sandra y las dejó sin nada. Como la hija quería que su mamá recibiera una pensión decente decidió llamar a Tucapel Jiménez hijo, que ya era diputado PPD. Sentía que su familia y la de él habían sido víctimas de la misma plaga: malos hombres. Como si la pertenencia de las personas no fuera un asunto de sangre ni de raza ni de patrias, sino de calidad humana.
Sandra lo llamó sin pensarlo mucho: “Hola, soy la hija del hombre que mató a su papá”. Tucapel escuchó su infierno y la ayudó a conseguir abogados.
Cada cierto tiempo toda esa historia regresa, como el crimen de los Toledo regresa en cada violento 29 de marzo, día del joven combatiente.
El año pasado, por ejemplo, Sandra no se perdió capitulo de las series “Los archivos del cardenal” (TVN) y “Los 80” (Canal 13), dos producciones con las que la televisión chilena intentó saldar parte de sus deuda de silencio sobre lo vivido por miles de compatriotas en los ’70 y ‘80. La ficción les permitió mostrar ese mundo desde una óptica que al periodismo le resulta muy difícil: a través de la vida cotidiana del torturador, el increíble doblez del alma humana capaz de electrocutar a un hombre en la mañana y en la tarde partir de buen humor a elegir regalos de Navidad para los hijos. Mostrar la violencia como una actividad laboral con una “terrorífica normalidad” de la que habla la filósofa Hannah Arendt, cuando describe al criminal nazi Otto Adolf Eichmann.
Para Sandra, la hija de Manuel Contreras Donaire, mirar esos personajes fue verse a sí misma. A veces no era capaz de terminar los capítulos:
-Yo miraba “Los 80” y decía: mi papá era así, él trabajaba en eso. Ver el programa me producía tanta angustia… no hay palabras… Me lo imagino electrocutando personas, forzándolos con golpes… y no podía dejar de pensar que cuando era chica viví bien gracias a todas las aberraciones que él hizo, gracias a todas las familias que él hizo mierda –dice Sandra.
Fernando Valdés Cid, teniente (r) de Carabineros, estuvo preso durante tres años en el “Módulo 2” de Punta Peuco.
Valdés era policía de calle. Ingresó a la institución en 1977, tres años después del Golpe. Practicaba kárate, judo y su pasatiempo era salir a cazar. En 1982, siendo subteniente, Valdés fue encargado reo por la Fiscalía Militar de Valparaíso como autor del delito de violencia innecesaria causando lesiones leves a Oscar Uribe. Posteriormente fue absuelto. En 1984 lo acusaron de matar al obrero del POJH Nelson Carrasco, detenido en San Bernardo el 27 de marzo de ese año por un piquete de 19 carabineros que encabezaba Valdés. La madre del obrero denunció la desaparición de su hijo y el cuerpo fue encontrado a la orilla del canal “El Espejino”, el 11 de abril.
El Segundo Juzgado Militar de Santiago determinó que Carrasco fue golpeado en el furgón policial brutalmente y luego fue lanzado al canal junto a otros detenidos donde se ahogó.
A Valdés lo condenaron a seis años de presidio por “violencia innecesaria con resultado de muerte”. En 1988 ingresó a la Escuela de Carabineros a cumplir prisión preventiva por alrededor de tres años, tiempo que se le abonó cuando llegó a Punta Peuco a cumplir su condena el año 96.
El crimen cometido por Valdés es probablemente el más actual de todos los reseñados en esta serie. El delito se ha mantenido en el tiempo, en dictadura y en democracia: el uso de la fuerza policial del Estado sin freno es lo que reclamaron los habitantes de Aysén este verano, lo que vienen reclamando los mapuches por décadas y lo que probaron los estudiantes en las manifestaciones del año pasado.
Sobre su responsabilidad en la muerte del obrero Nelson Carrasco, Fernando Valdés dice:
-Siempre lo he recordado como una pena grande…Para una familia perder un hijo no es fácil, ¿cierto? Yo perdí a mi madre hace poquitos días, yo sé lo que es, puedo sentir lo que es. Pero antes, igual sentí siempre pena. Lo llevó en mi corazón, es una cosa… el haber estado o no ahí, el haber hecho o no, el haber ayudado o no, el haber cooperado o no, o haber evitado o no, todas esas cosas me las preguntó…
Valdés habla de Carrasco y finalmente, cuando ya no puede eludir más el punto clave de su muerte, pareciera que aquello que el mismo se pregunta por alguna razón prefiere no respondérselo:
-Yo no lo maté. Hablan de que al lanzarlo al agua, después este chiquillo se murió ahogado. O sea, que yo le pegué solo, le pegué a los otros cuatro o cinco que andaban ahí, hice todo esto solo. Eso es lo que pienso. Pregúntese usted qué pasó. Yo no me voy a preguntar más que pasó. Yo para mis adentros tengo mis propias responsabilidades, culpas o como se llame…
Cuando Fernando Valdés ingresó a Punta Peuco, su hijo mayor sabía dónde estaba: una prisión militar. Pero al que tenía 6 años le dijo que el papá trabajaba en el campo y que Punta Peuco era el lugar donde dormía cuando la noche se ponía peligrosa. Valdés le explicó así al niño la presencia de los barrotes y los gendarmes armados las tres veces que lo fue a ver. Los malos estaban afuera.
Ahora que ese hijo creció, nunca le ha vuelto a preguntar. Valdés es de la idea de olvidar. “Lo que pasó ya fue, ya pagué”, dice.
Si su memoria ha bloqueado la fecha exacta en que salió de Punta Peuco, las imágenes de lo que pasó ese día las tiene bien vivas: su esposa y su hermano lo fueron a buscar y le pasaron una botella de whisky que se fue tomando de a poco al recorrer libre nuevamente las calles. Al lunes siguiente volvió a trabajar a la misma empresa en la que se desempeñó luego de su retiro de Carabineros el ’87. Nadie le puso problemas por su prontuario, como les ocurre a todos los que salen de la cárcel.
Así, el oficial de Carabineros -bajo, macizo, calvo, de brazos peludos, al que le decían “El Mono”– volvió a pasearse por los campos de la Sexta Región como si los tres años en la cárcel no hubieran existido. Salvo por la pistola.
-Yo tomé precauciones. Me hice de un arma porque tenía temor que me llegara alguna represalia aquí afuera. Y aunque como ex preso no tenía permiso para portar armas, anduve con una ilegalmente durante un año.
Es muy probable que las represalias que temía Fernando Valdés Cid cuando salió en libertad no fueran sólo de los opositores a Pinochet. Y ello porque a fines de 1995, cuando empiezan a llegar a Punta Peuco los primeros condenados del Caso Degollados, este oficial de Carabineros se convirtió en el primer preso de esa peculiar prisión en denunciar -a la revista Qué Pasa– los privilegios para el día de Año Nuevo que tenían el ex jefe de la DINA y su segundo en el organismo de represión: Pedro Espinoza.
“Las fiestas del Mamo Contreras y los cumpleaños de Espinoza eran verdaderos carnavales. Porque a ese sector no entraba Gendarmería, era exclusivo para el Ejército”, dice hoy Valdés, quien además recuerda que estaba molesto porque los militares tenían teléfonos en sus habitaciones y visitas fuera de horario:
-Pero para nosotros, los carabineros, no había nada de eso. Entonces, lo que yo decía era que si estamos todos en la misma, apechuguemos todos en igualdad de condiciones –afirma el oficial retirado.
No fue esa la opinión de todos sus compañeros de Módulo. Para algunos de los carabineros del Caso Degollados, las denuncias de Valdés fueron una deslealtad hacia Manuel Contreras ya que era gracias a él que estaban en esa cárcel y no en una con todos los presos comunes. Pero Valdés no se arrepiente:
-Yo he sido mucho más leal que muchos de ellos. Ahí tú tienes al Mamo Contreras gritando como condenado, involucrando más gente. ¿Por qué no se queda callado? Eso no corresponde. ¿Va a salir en libertad con eso? Que muera callado, como buen soldado no más –dice a CIPER.
Mientras allí estuvo recluido, Manuel Contreras siempre hizo valer que gracias a él existía esa cárcel especial, custodiada por miembros del Ejército que se cuadraban ante ellos y los trataban como sus superiores.
-Yo fui a una cárcel que la tuvieron que construir especialmente para mí. Si no, no voy a la cárcel –dijo Contreras en una entrevista con Chilevisión hace dos años.
Y esta vez Contreras sí dice la verdad. Porque fue la anunciada primera condena al ex jefe de la DINA la que gatilló en enero de 1995 la decisión de construir una cárcel especial para el general. El arquitecto socialista Claudio Martínez, entonces director de Gendarmería, le propuso al Ejército el terreno que tenía la institución en Punta Peuco.
El Ejército, que presionaba por esa cárcel especial, aceptó. No así el ministro de Obras Publicas, Ricardo Lagos, quien rechazó la orden del Presidente Eduardo Frei de firmar el decreto de emergencia para iniciar la construcción. No estaba dispuesto a quedar como el autor de un penal especial para militares. A Frei no le quedó otro camino que enviar un proyecto de ley al Congreso. En febrero de 1995 se inició la construcción. Cuatro meses más tarde, el 14 de junio de 1995, el gobierno de Eduardo Frei despachó el Decreto 580 que creó el «Centro de Detención Preventiva y Cumplimiento Penitenciario Especial Punta Peuco».
Claudio Martínez recuerda que siempre en las conversaciones que tuvo sobre la nueva cárcel había oficiales del Ejército presentes:
-Ellos estaban detrás de esto, y no podría haber sido de otra forma. Hacer una cárcel especial en ese momento no era para darles privilegios a los militares, era por seguridad de la ciudadanía. Pinochet, el ex dictador, era el comandante en jefe del Ejército todavía. ¿Qué habría pasado si al jefe de la policía secreta de la dictadura le daban muerte adentro de una cárcel común? –explica.
Contreras fue condenado por el ministro Adolfo Bañados el 30 de mayo de 1995 a 7 años de presidio como uno de los autores del asesinato del ex canciller de Allende, Orlando Letelier. Pero no inauguró la nueva cárcel. Argumentó estar enfermo. El primero en llegar a Punta Peuco fue el brigadier en servicio activo Pedro Espinoza Bravo, el segundo hombre operativo de la DINA, quien también fue condenado por el crimen de Letelier. Y lo hizo el 19 de junio, el mismo día que el Ejército lo llamó a retiro, despojándolo de su escudo protector.
Espinoza dijo a la prensa: “El Ejército me entrega”. El traslado se hizo en la madrugada. Claudio Martínez, director de Gendarmería y quien lo recibió en Punta Peuco, recuerda que Pedro Espinoza llegó acompañado de una comitiva de familiares, amigos y militares:
-Eran como 50 personas y la escena fue bien dura, porque Espinoza llega a una reja y yo estoy adentro esperándolo. En dos segundos tuve que pensar: lo dejo entrar a él o los dejo entrar a todos. Y los dejé entrar a todos. Y cuando entraron, ¡empezaron a sacarle fotos a la cárcel!
Una vez que Espinoza se quedó sólo allí dentro, Martínez dice que “el ambiente era igual al de un velorio”. Y se mantuvo durante cuatro meses con el brigadier como el único preso de la nueva cárcel. El 22 de julio de ese año, unas 300 personas, entre militares y civiles, se manifestaron en Punta Peuco para apoyarlo: cantaron el himno patrio e hicieron un pic- nic en los alrededores.
La tensión iba creciendo. Y llegó a su punto máximo cuando los dos hijos del brigadier –ambos militares activos- sobrevolaron la cárcel en helicóptero. “Fue una provocación si se quiere”, dice Martínez. Provocación que replicó Espinoza anunciando en octubre una huelga de hambre en contra del Ejército. Pero desistió. Justo a tiempo para recibir al nuevo habitante VIP de Punta Peuco: el general (r) Manuel Contreras.
Después de intentar resistir el encarcelamiento y mantener la impunidad de la que había gozado durante dos décadas, atrincherándose en el Regimiento Sangra en Osorno y en el Hospital Naval de Talcahuano, Manuel Contreras llegó a Punta Peuco en octubre de 1995. Su único compañero de módulo, Pedro Espinoza, lo consideraba un traidor.
-Como la relación entre ambos era tensa, instalaron un sistema de semáforo en los espacios comunes para no encontrarse -recuerda Martínez.
Para custodiar a dos presos, el Ejército designó a cinco oficiales y 66 suboficiales y clases, según informó a CIPER la institución. Ellos formaban un anillo de seguridad interno mientras que Gendarmería quedó a cargo de la custodia externa. “Lo que yo percibí es que el Ejército tenía mucho temor de que Espinoza o Contreras, fruto del encierro, entregaran algún tipo de información” dice Martínez.
Una tesis viable frente al último crimen que la justicia chilena le acaba de adjudicar a Espinoza en noviembre de 2011: fue procesado por el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago Jorge Zepeda como autor material del homicidio del ciudadano estadounidense Charles Horman (cuya historia dio origen a la película Missing), una muerte que el régimen militar siempre negó.
Lo que nadie niega hoy son los privilegios de los que gozó Manuel Contreras mientras estuvo en Punta Peuco y que denunció el carabinero Fernando Valdés Cid. De partida, nunca fue tratado como un preso por el personal militar de custodia, sino como sus subordinados.
-El Mamo trataba a los oficiales de Ejército que lo custodiaban como goma. Siempre hacia peticiones a través de ellos y presionaba a Gendarmería. Por él se tuvo que habilitar una enfermería con médico y hasta se trajo un mozo que le preparaba las comidas –dijo a CIPER un ex gendarme que trabajó en Punta Peuco en esos años.
En 2001 Manuel Contreras cumplió su primera condena y se fue de Punta Peuco a su casa, con detención domiciliaria por los múltiples procesos en curso. Como prueba de su importancia, casi dos años después, en 2003, la custodia del Ejército terminó. Justo en el momento en que Ricardo Lagos creaba la Comisión Valech que investigó los casos de prisión política y tortura. Más de 35 mil personas prestaron testimonio mientras en Punta Peuco recibían a nuevos habitantes de la cárcel especial: Álvaro Corbalán y Hugo Salas Wenzel, ambos de la CNI, entre ellos.
Fue el momento también en que los presos de Punta Peuco iniciaron una batalla por la obtención de beneficios carcelarios. Había que atraer a nuevos socios que apoyaran su petitorio.
En 2003, el sacerdote Alfonso Baeza, vicario de la Pastoral Social, visitó en Punta Peuco a los carabineros del Caso Degollados. Fueron los propios presos quienes le pidieron a Marcelo Mancilla, el sacerdote de Gendarmería que los asistía espiritualmente y con quien Baeza tiene muy buena relación, que lo llevara.
Querían que Baeza intercediera por ellos ante las autoridades de la época tal como lo estaba haciendo por los miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR); el brazo armado del Partido Comunista que en dictadura preparó entre otras acciones el fallido atentado de septiembre de 1986, donde planeaban matar a Augusto Pinochet en la ruta de regreso desde su casa en El Melocotón. En democracia no sólo cayeron en prisión los hombres del dictador, sino que también lo hicieron aquellos que se opusieron a él.
Recluidos en la Cárcel de Alta Seguridad (CAS), los frentistas iniciaron periódicas huelgas de hambre para negociar el indulto presidencial. Por su labor pastoral y su trabajo activo en dictadura, Baeza medió con el gobierno. Y a 30 años del Golpe, los presos de Punta Peuco consideraron que la visita de un sacerdote que congeniaba con la izquierda era una buena forma de levantar la bandera de los otros “presos políticos”.
Baeza recuerda la visita: “Querían decirme que se estaba cometiendo una injusticia con ellos porque también eran presos políticos y no tenían acceso a la libertad condicional ni a ningún beneficio carcelario”.
A primera vista, la exigencia del empate de los presos de Punta Peuco parecía de justicia básica. Pero en lo medular, para Baeza había diferencias profundas con los presos políticos del CAS. La primera y más importante era que los frentistas se habían comprometido a no volver a ocupar jamás los medios violentos:
-Pero los presos de Punta Peuco ni siquiera habían dejado en claro ante los tribunales lo que habían hecho ni quienes les dieron las órdenes. En Punta Peuco me di cuenta que no se podía discutir con ellos, que ahí no había conversión. La verdad, me parece que hay algunos como Manuel Contreras, el jefe de la Dina, y otros, que volverían a hacer lo mismo -dijo Baeza a CIPER.
El lobby de los presos de Punta Peuco siguió. Mediante las visitas de sus familiares al Congreso y las cartas que enviaban desde la cárcel a diferentes políticos, lograron cierta acogida e incluso eco a su situación. Fue así que en septiembre de 2005, meses después de que el entonces Presidente Lagos le otorgara el indulto presidencial a Manuel Contreras Donaire, los senadores Hernán Larraín (UDI), el almirante (r) Jorge Arancibia (UDI), Baldo Prokurica (RN) y Enrique Silva Cimma y Edgardo Boeninger, ambos senadores designados de la Concertación, presentaron un proyecto de ley que favorecía a los uniformados condenados con dos tipos de beneficios.
El primero fijaba una pena única de 10 años de presidio por la totalidad de los delitos cometidos, quedando sujetos a arraigo y al régimen de libertad vigilada por el resto de la condena original; y el derecho de la remisión condicional de la pena a los sentenciados que durante el cumplimiento de la condena cumplieran 70 años de edad.
Dos años más tarde, en noviembre de 2007, el Senado lo rechazó. La polémica que provocó el indulto de Lagos a uno de los asesinos de Tucapel Jiménez no dejó espacio para nuevos beneficios.
Las razones del ex Presidente para otorgarle indulto a Manuel Contreras Donaire fueron finalmente de Estado. Algo que Lagos explica hoy como un gesto oportuno. Durante su gobierno había indultado a varios frentistas. Era hora de hacerlos con “los otros”:
-Había que decir, bueno han pasado 15 años desde la recuperación de la democracia y ahora mandamos nosotros. Porque cuando yo llegué a La Moneda y salía al extranjero me preguntaban: “¿Usted efectivamente es el Presidente o sigue mandando Pinochet?”. Yo ya había nombrado a una mujer socialista y torturada por los militares en el Ministerio de Defensa, se habían dictado las reformas constitucionales que permitían destituir a los altos mandos. ¿Por qué no hizo una cosa de ese tipo Frei? Porque iban a creer que seguían mandando los militares. Pero esta decisión era mía, y era mía porque había cambiado el país.
Los cambios sociales son sutiles, complejos de precisar. Y lo que Lagos describe como “cambio del país”, el juez Joaquín Billard lo ve mucho más restringidamente. En todos estos años investigando los crímenes de la dictadura, al único militar que el juez Billard ha visto cambiar es a Carlos Herrera Jiménez, oficial de Ejército, ex miembro de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE) y de la CNI, quien ha pedido públicamente perdón a la familia de Tucapel Jiménez, a quien asesinó junto a Manuel Contreras Donaire:
-Herrera Jiménez siente que los mandos de la época lo engañaron, que lo convencieron de que lo que estaba haciendo era por el bien de la Patria. Y él ahora, sentado y mirando el techo, se da cuenta que todo eso era una estupidez –afirma el juez Billard.
Pero al inicio, el juez Billard cuenta que los militares acusados llegaban a tribunales altaneros porque no creían que iban a ser juzgados: “¡Ellos pensaron que no los iban a procesar nunca! ¡¿Cómo pudieron pensar eso?! ¿Cómo pudieron creer: “yo mato a este gallo y nadie me va a hacer nada”? ¡Qué manera de estar endiosados!”.
Mario Carroza, otro de los ministros que ha investigado violaciones a los derechos humanos a lo largo de lo años, coincide con Billard en la sensación de impunidad con que vivían los agentes: “Eran personas a la que les gustaba tener poder, sentir que el resto dependía de ellos. A otros les gustaba hacer de espías”, dice.
Pero la estructura ligada al sistema que los protegía y les proveía de impunidad, y que estaba asentada también en el Poder Judicial, ya no existe. El juez Carroza trabaja desde esa línea los interrogatorios: haciéndoles ver que ahora son personas comunes y corrientes:
-Trato de hacerles entender que hicieron cosas más allá de lo común y corriente, y cuando eso pasa, las personas entran en la etapa delictual. Si alguna vez ellos pensaron que estaban en una guerra, no soy quién para decir que no es así. Pero después de 1975 ya no hubo guerra. Ahí les digo que deben saber por qué actuaron así. Sopesar si actuaron mal y responder por eso. Cuando los interrogo, yo trato de señalarles que hay un momento donde tomaron una decisión y que la suya fue equivocada -dice el juez.
Por esas equivocaciones, a septiembre de 2011, según la base de datos del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior, había 249 uniformados condenados en última instancia. Una cantidad que en todos los análisis tanto en Chile como en el extranjero se pone al lado de los 3.186 compatriotas desaparecidos y ejecutados durante el régimen militar. Dos situaciones dramáticamente dispares.
El hijo de Tucapel Jiménez jamás pensó que además de todo lo vivido, iba a tener que lidiar con el arrepentimiento de uno de los asesinos de su padre. Con ese perdón que Carlos Herrera Jiménez le ha pedido públicamente a través de los medios de comunicación a lo que se suma su petición reiterada a reunirse con él en Punta Peuco. El diputado ha considerado esa posibilidad. Pero le cuesta:
-No me veo sentado al frente del asesino de mi papá. Como diputado uno quisiera decir “lo hago a cambio de información, para que otras familias tengan esa tranquilidad espiritual”, pero la verdad es que no he llegado a ese grado de convencimiento de que me vaya a servir o le vaya a servir a otras personas. Pero si sirviera de algo, haría el sacrificio -dice el hijo de Tucapel Jiménez.
El padre de Tucapel se había convertido a inicios de los ’80 en una de las voces más importantes en contra del régimen, al punto de iniciar la preparación del primer paro nacional de trabajadores en 1981. Su alta convocatoria y su alianza con el ex presidente Eduardo Frei Montalva, asesinado también un mes antes que el líder sindical, encendieron todas las alarmas en el círculo de Pinochet. De ahí que el diputado PPD quiera honrar su figura enfrentándose a su asesino en nombre de otros, pero es el hijo el que hoy no puede. Ahora Tucapel tiene sus propios hijos que jamás aceptarían algo así.
-Mucha gente piensa que es parte de la estrategia de Carlos Herrera juntarse conmigo para recibir el indulto. Yo soy contrario a los indultos, pero pienso que él debiera tener beneficios carcelarios. Herrera colaboró con la justicia, y si sus peticiones de perdón fueron estrategia y una mentira, no importa mientras haya colaborado –dice el diputado Jiménez, quien asume que es imposible dar vuelta la página.
“Yo me voy a morir recordándolo. Hasta en pequeñas cosas cotidianas, como cuando juega Colo- Colo, el equipo de fútbol que a él le gustaba, no puedo dejar de acordarme de mi papá”, dice Tucapel Jiménez.
Las palabras del hijo de Tucapel Jiménez grafican lo difícil que resulta para los familiares de los presos de Punta Peuco intentar lidiar afuera con el rechazo. Más difícil si lejos de mostrar arrepentimiento, algunos intentan usar antiguas estrategias de extorsión para obtener beneficios. Como lo hizo Álvaro Corbalán, involucrando de paso a otros presos.
Luego de leer el primer reportaje de esta serie, el senador Francisco Chahuán y el sacerdote Cristián Precht, a quien la madre de Corbalán le pedió acogida para su hijo, dijeron a CIPER que ya no concurrirán más a Punta Peuco. Para ambos su rechazo a ser involucrados en cualquier acción que se asocie a una operación de inteligencia, es lo que motiva su decisión.