Reconstrucción paso a paso de la mayor tragedia carcelaria de latinoamérica
Impactantes testimonios del incendio en la cárcel de Honduras: Que se quemen los reos
23.02.2012
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Reconstrucción paso a paso de la mayor tragedia carcelaria de latinoamérica
23.02.2012
| Fotografía:Frederick Meza |
“¡Dios santo! ¡Dios los perdone a todos!”. Carlos Alfredo García, reportero ciudadano que grabó el incendio en la granja-penal de Comayagua, Honduras. Minuto 1:30 de la grabación que subió a Youtube.
Coli subió hasta la cuarta cama de la litera, se acostó boca arriba y comenzó a presionar con las piernas, a dar patadas con las plantas de los pies contra la lámina que le impedía escapar del infierno. Antes de subir, le había dicho a su amigo Quique que aguantara, que abriría el techo de su celda y luego regresaría para sacarlo de ahí. El problema era que Coli dormía en la celda 5, ubicada enfrente de la celda 6. El problema era que los separaban dos rejas de hierro, cerradas con candado. El problema era que solo uno de los dos tenía verdaderas posibilidades de sobrevivir, porque en la celda 6, donde inició el fuego y donde dormía Quique, las llamas estaban a punto de consumirlo todo.
No se dijeron nada, solo se miraron a los ojos. Muy adentro sabían que era mejor así. ¿Qué podían haberse dicho? Si a Quique las llamas ya estaban lamiéndole la diminuta espalda, y Coli sabía que por más que intentara doblar los barrotes de su propia celda, ubicada frente a la de Quique, jamás lo conseguiría. Lo único que lograba era que su cabeza rapada sudara cada vez más, mientras el fuego se esparcía hasta la celda 10, que ya ardía como el infierno, y ahora lanzaba lengüetazos hacia los barrotes desde donde Coli miraba a los ojos, quizá por última vez, de su amigo. Cuando Coli desapareció en medio del hoyo que había en el techo, Quique cerró los ojos, apretó los barrotes de su celda y sintió que iba a morir.
* * *
Quique y Coli se habían conocido hacía muchos años, luego de que Coli desertara de la Policía -para lucrarse con el tráfico de drogas- en 2002. Coli cayó en 2006, y Quique -por robo- ingresó a la Granja-Penal de Comayagua en 2007. El reclusorio está ubicado a 90 kilómetros al noroeste de Tegucigalpa, la capital del país más violento del mundo. Decir que dentro de la prisión Quique y Coli eran los mejores de los mejores amigos quizá no sea del todo cierto. Pero es significativo que pasado el incendio, a Coli se le empañen los ojos cuando recuerda esa escena trágica: Quique vencido, aferrado a los barrotes, con el naranja y amarillo de las llamas al fondo, a punto de tragárselo.
En el penal, Quique y Coli se las arreglaban igual que el resto de presidiarios. En las cárceles de Honduras, como en las de El Salvador o Guatemala, se sobrevive si se tienen buenas relaciones con los carceleros, si se consiguen privilegios derivados de la buena conducta o dinero para pasarla. Un reo vale lo que vale cada centavo que carga consigo, y en Comayagua esta regla también se cumplía.
Para tener un celular al alcance, por ejemplo, se necesitaban 500 lempiras (26 dólares). Dormir en litera se ganaba con el tiempo o el respeto, dormir en el suelo era para los más nuevos o los menos afortunados. En todas las celdas había conectores, extensiones y cables de televisores o de cargadores de celular. Si no fuera porque Comayagua tenía un sistema de rehabilitación “modelo”, esta cárcel sería como cualquier otra: una donde se compran voluntades, se sufren muchas carencias y donde los derechos de los reos le importan solo a los reos. El sistema de rehabilitación, por el otro lado, consistía en tener los siete días de la semana mano de obra barata para que regentaran una porqueriza, una granja pollera y un invernadero. En medio de esas paredes, y del día a día de ese presidio, de ese estira y encoge, dos viejos conocidos se hicieron muy buenos amigos. Quizá no los mejores de toda la granja-penal, pero es significativo que a Coli, de 36 años, le afecte recordar que su amigo estuvo a punto de morir, y que Quique, de 40, conmovido por su amigo, le diga que no se preocupe, que nada podía hacer por él.
-Mejor agradezcamos que podemos contar la historia, y que vamos a seguir viéndonos la cara.
* * *
La colcha en la que se había envuelto ya se había desintegrado: Quique moría parapetado en el suelo, junto a la reja. En su celda ya nadie gritaba, el olor a carne quemada era el de su propia carne, quemándose, y aquello que no alcanzaba a distinguir bien eran los gritos en las celdas 7, 8, 9 y 10. Él no lo sabía, pero Coli ya se había brincado del techo hacia una pulpería (una tienda) que otro reo tenía en un corredor contiguo a las celdas. Quique no lo recuerda, pero en el momento en que los reos comenzaron a abrir los techos de las celdas, y a escapar del fuego brincando entre las láminas, y luego entre los muros, los guardias de la prisión dispararon al aire una y otra vez, previniendo una fuga.
Quique no lo supo al principio, pero el que llegó con una banca de madera a romper el candado de su celda no era ningún guardia, sino otro reo.
Quique todavía no entiende cómo es que los guardias dejaron que se quemaran vivos.
Adentro de esos cuatro módulos se respira un olor que penetra hondo, pero al cabo de un rato el olfato se acostumbra. Tres días después del incendio en Comayagua, en medio de uno de esos módulos, uno de los sobrevivientes toma un huevo y lo coloca en un cartón. Luego otro, y otro y otro. Unas 400 gallinas ponedoras cacarean a su alrededor.
Es la primera vez desde la tragedia que a Jhony le autorizan salir del penal. Jhony no ha dormido bien. Dice que nadie ha dormido bien allá adentro. Apesta a carne quemada, y cuando cierran los ojos todos recuerdan lo que ocurrió la noche del 14 de febrero. “Nadie puede dormir. Hay unos que todavía se levantan gritando: ¡Abran, que me quemo, me quemo!”.
Jhony es uno de los reos que ha ganado privilegios a fuerza de buena conducta, según dice. Entró a Comayagua cuando tenía 20 años, en 1999. Lo condenaron por un asesinato. Este año cumple su decimotercer año preso.
Por trabajar en la granja ponedora recibe 1,600 lempiras al mes, un poco más de 84 dólares. Al mediodía del viernes 17, Jhony tiene una docena de cartones llenos. Este viernes, por la mañana, había respirado aire fresco por primera vez en tres días.
Jhony estaría mejor si en la pollera estuvieran todos los que ahí trabajaban, pero dos de sus compañeros murieron en la celda 7, en la noche del incendio. “Acabo de darme cuenta de que perdí a los dos compañeros con los que más platicaba aquí adentro”, dice.
Uno de ellos era «Ventura». Le faltaban nueve meses para salir libre. El otro era «Ponce». Este todavía no estaba condenado. En Comayagua solo el 40% de los 852 reos tenía condena.
* * *
En la tarde del 14 de febrero, Jhony, Ventura y Ponce terminaban un partido de futbolito macho junto con otros reos antes de que el centinela los llamara para el encierro. Aunque era día del amor y la amistad, en la cárcel nadie celebró nada, excepto un reo que consiguió que los guardias dejaran entrar a su mujer, para que pasara la noche con él en la celda número 10. Horas más tarde, ese reo se salvaría de milagro, y su mujer moriría, hervida, adentro de una pila.
Los guardias llamaron al encierro a las 6 de la tarde, y como era costumbre, contaron uno por uno a los reos de la celda 1 a la 12. También se cercioraron de que los reos con privilegios se metieran en sus cuartos, ubicados contiguo a las celdas 6 y 5, cerca de la comandancia de guardia.
Jhony no recuerda a qué hora inició el incendio, porque cuando se despertó, el humo lo sofocaba y una llamarada se había metido por el techo de su cuarto, un diminuto espacio en donde solo cabía una cama y un taburete de madera. Jhony intentó alcanzar sus llaves y su celular, pero una lengua de fuego lo empujó hacia afuera, al patio que conducía hacia la hilera de celdas que se incendiaban.
Desde el patio, Jhony vio cómo el cuarto que estaba contiguo al suyo se desplomó por completo, y desde la celda 6 escuchó unos gritos: «¡Auxilio! ¡Fuego! ¡Guardia!»
Cuando Jhony escuchó esto, corrió hasta el portón de la comandancia de guardia, gritando para que los ayudaran, para que los dejaran salir. Por la ventana de la comandancia de guardia no se asomó ninguna cara ni tampoco se vio una tan sola sombra.
Lo normal, si todo hubiese sido normal esa noche, es que por el pasillo que divide las hileras de celdas, un guardia del penal hiciera rondas cada 30 minutos, y que un llavero (otro guardia) estuviera atento ante cualquier emergencia, desde la comandancia de guardia. La comandancia de guardia es la única entrada y salida que tiene el penal.
Aquella noche, sin embargo, y desde que inició el incendio en la celda 6, la celda en donde se quemaba Quique, ningún guardia hizo sus rondas, y el llavero había desaparecido de la comandancia. Cuando Jhony se percató de que nadie les ayudaría, corrió hasta el patio ubicado detrás de las celdas que se incendiaban. En ese patio había unas pilas, y cerca estaba el centinela de una de las cuatro torres que custodian el penal. En el patio también había otros que, como él, habían escapado de sus cuartos.
-¡Hey! Denos cancha para brincar por el muro. ¡No nos deje perder! –le gritó Jhony al guardia, pero el guardia le respondió moviendo la cabeza en señal de negación. Tres veces le rogó Jhony y las tres veces el guardia impidió que los reos se las arreglaran para trepar el muro que los alejaba de la zona del incendio.
* * *
En las celdas todavía se escuchaban gritos cuando Jhony y los otros reos refugiados en el primer patio del recinto se echaron agua los unos a los otros, y echaron agua en el piso del patio, para mitigar el calor. Cuando la torre de fuego ardía con más fuerza, estar parados adentro de la prisión era como si estuvieran parados, con los pies descalzos, encima de una plancha caliente.
Al cabo de unos minutos, los reos privilegiados, ilesos, vieron llegar al patio a otros compañeros que caminaban lento, como si estuvieran congelados. Al primero que vio Jhony fue a uno de sus excompañeros en la granja ponedora de huevos. Se llamaba Nery Padilla.
-Venía lento, con la calzoneta caída, medio desnudo. Le aventamos agua, y cuando le cayó en la cara, se la cayó un pedazo del cuero (cabelludo).
“¡Ay, Dios mío!”, murmuraba Nery Padilla, con el cuerpo desfigurado. “¡Ay, Dios mío!”.
Jhony se acercó a Nery para ayudarle, para vestirlo, para que no agonizara desnudo, y cuando terminó de ponerle una calzoneta jeans medio chamuscada, nadie más se le acercó a Nery.
-Cuando lo toqué se le caían los cueros del abdomen –recuerda Jhony.
Al rato llegó otro, también quemado. Ese sí venía completamente desnudo, irreconocible. Luego otro, y luego otro… en las celdas que se consumían ya nadie gritaba nada.
* * *
A las 12 del mediodía del 17 de febrero -dos días y medio después de la tragedia-, Héctor guardó la carretilla con la que se deshace de la basura que desechan las gallinas de la granja ponedora de huevos. Héctor es el único compañero que le ha quedado a Jhony. Héctor se dedica a alimentar a las gallinas y a limpiar la granja.
Héctor recuerda que la noche del 14 de febrero, como a las 9 p.m. se vino un apagón, seguido de otro apagón. Héctor no duerme adentro de los muros de la cárcel, sino justo detrás del muro, adentro de una carpa levantada con sacos de yute, en el interior de una bodega. Aunque no lo puede precisar, cree que el incendio y los gritos de los reos empezaron alrededor de las 10:45 de la noche. Unos 15 minutos después el cielo ya estaba iluminado, y luego comenzó a escuchar disparos.
A un costado del penal, frente a la granja ponedora, hay un terreno baldío extenso, un campo cercado en la lejanía por una alambrada que nadie custodia. De tanto moverse entre la granja y el basurero que hay detrás de la granja, Héctor ha concluido que fugarse de la prisión sería una tarea sencilla, porque solo hay dos centinelas en las dos torres del flanco derecho del penal, a quienes les costaría apuntarle a un blanco en movimiento, entre los arbustos, de noche. Héctor, sin embargo, prefiere salir libre “en orden”, y por eso nunca esa reflexión se ha convertido en plan de fuga para él, que va por la libre en la parte trasera del penal.
Cuando escuchó los disparos, la noche del incendio, se asomó al muro, y vio en dirección de los talleres de cerámica cercanos al dormitorio de los custodios.
-Los compañeros se estaban brincando el muro, huyendo del fuego. Ahí caían, medio quemados, adoloridos, unos se quebraron. Ahí afuera también había una fila de guardias esperándolos. Entre esos que brincaron y se quebraron estaban Coli y Quique.
* * *
Los que se salvaron recuedan los mismos gritos: ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Llavero! ¡Llavero! ¡Se está incendiando! ¡Sáquennos! ¡Llavero! ¡No nos dejen morir! ¡Llavero! ¡Nos estamos quemando! ¡Vengan a abrir! ¡Abran los portones! ¡Llavero! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Sáquennos de aquí! ¡Llaverooo!
Los que se salvaron también saben que hubo uno que tuvo que auxiliarlos. Al menos uno. Héctor, el limpiador de la granja de gallinas ponedoras, conoce al llavero que estuvo de turno esa noche.
-Pobrecito -dice Héctor-, él al final seguro tuvo que seguir órdenes, y ahora le está cayendo todo el clavo. Recuerde que así es eso. Ellos reciben órdenes de arriba. Él es buena gente. Era de los pocos que acá se interesaban por ayudarle a uno. Yo creo que no lo dejaron. Como que la orden fue que no dejaran salir a nadie.
Al llavero le decían “El brujo”, solo por el sobrenombre lo conocía Héctor. El nombre verdadero de ese policía está en reserva por la Fiscalía de Comayagua. Es, en la investigación del incendio, uno de los más investigados, junto al comandante de guardia, que mandaba por sobre el llavero, y el director del penal, Wilfredo López.
Junto a ellos, otros 27 policías que había en el penal están siendo investigados por negligencia. En Honduras los centros penales son regentados por la Policía Nacional, una institución ahora tildada de corrupta, que ha cambiado dos cúpulas en menos de dos meses, y que ahora tiene a 80 elementos investigados por la Fiscalía. 52 están siendo investigados desde octubre por colusión con el crimen organizado, las pandillas, el narcotráfico, por sicariato, estafa, secuestro y asesinato. La otra treintena ahora ha comenzado a ser investigada por un posible acto de negligencia, al permitir que un incendio se convirtiera en la peor tragedia del sistema carcelario no solo de Honduras, sino de toda la región latinoamericana, con 359 fallecidos y decenas de heridos.
Esta no es la primera vez que se le señala a la Policía como responsable directa por la muerte de decenas de reclusos. En 2003 murieron decenas de presos en la ciudad de La Ceiba, y en 2004 murió un centenar de reos en San Pedro Sula. Entre esos incendios y el de Comayagua, las víctimas mortales han sido más de 500.
Adentro de la granja-penal de Comayagua, entre la comandancia de guardia y las celdas que se incendiaron, no hay ni 30 metros de distancia. Si el El Brujo hubiera evacuado a los internos, muchos más se hubieran salvado en el patio en donde Jhony y otros más se echaban agua para mitigar el calor. Pero el llavero no llegó, y todos los sobrevivientes no se explican por qué. ¿Por qué los dejaron quemarse vivos?
Las celdas de la cárcel de Comayagua que se quemaron eran unas galeras de unos 25 metros de largo por siete de ancho. En las orillas estaban ancladas dos filas de literas con cuatro pisos cada una. Un colchón por reo. Por las noches, entre las filas de las literas, y debajo de ellas, también había reos durmiendo. La del 14 de febrero no fue la excepción. Liro, un peseta (pandillero retirado) de la pandilla Barrio 18, dormía en la cuarta cama de la litera número cuatro, en la celda 10 de Comayagua.
La celda 10 fue la última en quemarse por completo. Álex, un joven de 18 ingresado hace dos meses, por posesión de libra y media de marihuana, dormía en la cama tres de la litera numero tres. A ambos los despertó el humo que se colaba entre las rejas y los gritos que provenían de las celdas contiguas. Liro, en su cama, se puso los zapatos y pegó un brinco hacia el suelo. Álex vio que las llamas ya habían entrado al corredor principal, y Liro descubrió lo mismo cuando cayó al suelo. Como si fuera un gato, brincó de nuevo de la cama dos a las tres, y de regreso a la cuatro, cuando sintió que Álex le rozó la espalda con las piernas. Liro decidió salvarse en el techo y Álex en las rejas de la puerta.
Desde la cama cuatro, Liro comenzó a hacer lo mismo que allá cerca de la entrada, en la celda cinco, había conseguido Coli: romper el techo. Se afanó rompiendo la madera, pero para cuando llegó a una canaleta, y al techo de zinc, había perdido las fuerzas, el colchón de su cama se había desintegrado y la celda entera, debajo de él, estaba envuelta en llamas. Liro, entonces, se dio la vuelta, boca abajo, trabó los pies entre los barrotes y se sostuvo de la canaleta ardiente para no caer al río de fuego que ahogaba todo.
Mientras tanto, en la reja, Álex luchaba con otros por mantenerse en los barrotes. Otros reos querían ocupar esa posición, para salvarse del fuego que les lamía la espalda, como también lo había hecho con Quique, que en la celda 6 estaba a punto de salvarse.
Detrás suyo tenía a Tiberio, el dueño de una de las pulperías del penal. Tiberio jalaba al flaco Álex, quería arrancarlo para ponerse él ahí, pero Álex se había hecho nudo con los barrotes, y no aflojaba.
-En poquísimo tiempo, mire, de a uno por uno fueron aflojando, y yo sentía cómo caían a mis espaldas -recuerda Álex.
Luego volvió a ver hacia atrás, y observó que un grupo hacía lo mismo que los del portón a los que se habían refugiado cerca de la pila ubicada en los baños de la celda. En ese grupo estaba Katya Figueroa, de 30 años, quien esa noche había llegado a pasarla con Jaime Aguirre, un nicaragüense de 49 años que coordinaba esa celda, y tenía buenas relaciones con los guardias y con los reclusos.
En lo que llevaba preso, Jaime había equipado un gimnasio en el reclusorio, y tenía los contactos para dejar que su mujer llegara a quedarse a dormir, cuando lo normal es que las visitas íntimas lleguen solo los miércoles, porque las de sábado y domingo están destinadas para los familiares.
Álex y Liro recuerdan haber visto entre el grupo que corrió hacia la pila a Jaime y a la mujer.
-Todos corrían del portón para los baños, para salvarse en el baño, pero era de balde. El agua estaba hirviendo y ahí murieron cocidos -dice Liro.
Jaime, que metió a su mujer a la pila, se cayó mientras intentaba guindarse del techo. Quedó debajo de muchos otros, y quizá puede ser eso lo que lo haya salvado.
* * *
Hubo un momento en el que Liro pensó que era mejor dejarse caer, porque ya no tenía fuerzas, porque se las quitaban los viejos que se morían debajo de él. Abelino Canales y Mario Guevara, «otro señor que también daba consejos», le gritaban que los ayudara, pero Liro no podía hacer nada.
En la celda 10 también había dos jóvenes a quienes una mala decisión de sus padres les quitó la vida, y verlos quemarse devastó a Liro.
-Hay mamás que por querer enmendar a sus hijos los mandan a que pasen una temporada a granjas como esta. Yo les decía a estos loquitos que les dijeran a sus mamis que los sacaran, porque aquí podían encontrar la muerte…
De esos de los que habla Liro había uno en la celda 7. Se llamaba José Reynaldo Romero, de 22 años. Por drogadicto, vago y borracho, en ese orden, su mamá lo metió a la granja-penal cinco meses antes del incendio. A Noelia Suazo ahora no hay quien la consuele. Sabe que condenó a su hijo a la muerte. Lo lloró el jueves 16, mientras olía los cuerpos que se descomponían en las afueras de la morgue de la ciudad de Tegucigalpa. Dos días después del incendio, solo se habían reconocido tres cuerpos, y los cadáveres, que no cabían en el recinto, seguían apilados adentro de un furgón que intentaba mantenerlos congelados. Pero 48 horas después la descomposición hizo estragos, inundaba el ambiente y de la cama del furgón goteaba un líquido acuoso y rojizo, que luego fue lavado y se escurrió a los pies de los cientos de familiares que esperaban a sus muertos, que respiraban a sus muertos, que miraban irse los fluidos descompuestos de sus muertos por la alcantarilla.
* * *
-¡Liro, Liro, ayúdenos, Liro! ¡Ayúdenos, Liro! –le decían los viejos Abelino y Mario Guevara, extendiéndole los brazos, al peseta que se guindaba del techo, sin poder hacer nada. Liro se retuerce, llora, y se para, con cuidado, porque tiene quemados los brazos, el cuello y la espalda, cuando recuerda esos últimos momentos de los viejos.
-Yo no los podía ayudar, y de paso les caí encima, porque en lo que volteé a ver para abajo, en lo que cambiaba de posición, me resbalé, y terminé de hundirlos.
Cuando se supo entre el suelo, Liro todavía no entiende cómo sacó fuerzas para brincar sobre la litera, y luego al techo. Debajo de él ya nadie gritaba y todo se estaba consumiendo.
En los barrotes, Álex presintió lo peor:
-Esa llama parecía un remolino adentro. Parecía un infierno. La gente que corría se perdía entre las llamas. Por eso no me quise mover del portón. Si me voy, solo a morir voy a ir, pensé. Si me toca morir, aquí voy a morir. Y de ahí solo me acordé de Dios.
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Nadie sabe cómo El Chaparro consiguió las llaves. Hay algunos sobrevivientes que creen que el llavero de turno las tiró, otros dicen que quizá El Chaparro rogó lo suficiente –y justo a tiempo- para rescatar a la mitad de la prisión. Lo cierto es que Marcos Bonilla, El Chaparro, se convirtió en héroe esa noche.
Primero llegó a la celda 6, con una banca, y rompió a la fuerza el candado, liberando a Quique, que ya estaba quemándose, y a otros dos más. Luego hizo lo mismo en el resto de las celdas, hasta que llegó a la 10, donde Álex sintió que Dios lo había escuchado, pero poco le duró la alegría.
-El Chaparro traía una banca y le dio con ganas al candado, pero no abrió. Ahí fue cuando dije: bueno, hoy sí, aquí me tocó morir –recuerda Álex.
Desahuciado, vio cómo El Chaparro desapareció entre el humo del pasillo, y segundos después vio cómo venía de regreso. Pero Álex solo reaccionó hasta cuando escuchó el tintineo de unas llaves. Cuando El Chaparró logró abrir, Álex corrió hacia el patio, y todavía recuerda que echaba humo de la espalda. Detrás suyo venía Liro, que al ver el portón abierto se tiró a las llamas porque sabía que esa era la única ruta para escapar de la muerte.
* * *
Marcos Bonilla, El Chaparro, es un reo de la cárcel de Comayagua que a fuerza de buena conducta, de ganarse méritos, se ganó el respeto de las autoridades, estudió medicina y se dedicó a curar a sus compañeros de prisión. Tiene ocho años como enfermero. El Chaparro llegó al penal hace 17 años, y le faltan cinco para purgar una pena por homicidio.
En el penal, El Chaparro vivía afuera de las celdas, en un cuarto contiguo a la clínica de la prisión, con acceso a medicamentos. Si alguien se enfermaba o necesitaba atención en las noches, todos sabían a quien acudir: al llavero de turno para que este llamara a El Chaparro.
El Chaparro tiene ese apodo por su estatura. Tiene 50 años y hoy se ha convertido en héroe.
No ha querido decir cómo obtuvo las llaves de las celdas porque dice que no quiere recordar y porque no ha cesado de trabajar. El Chaparro pasó las 72 horas después del incendio atendiendo a los heridos.
El Chaparro, el reo-enfermero, hizo lo que no pudieron hacer los guardias de la prisión, porque los guardias de la prisión recibieron la orden de no dejar salir ni dejar entrar a nadie para evitar una fuga.
El presidente hondureño, Porfirio Lobo, es uno de quienes aseguran que algunos reos aprovecharon para escapar. No se sabe de dónde saca esa información, porque los fiscales a cargo de la investigación lo niegan de manera rotunda.
Entre la estación de bomberos de Comayagua y la granja-penal hay una distancia que en vehículo se recorre en menos de cinco minutos. Un kilómetro -calcula el comandante de bomberos Leonel Silva- es lo que separa a la estación de bomberos del peor incendio que muchos de sus hombres han visto en toda su vida.
El comandante Leonel Silva es un hombre de 50 años, con 35 dedicados a los bomberos. Sí él con tantos años dice que el fuego de Comayagua es lo peor a lo que se ha enfrentado, qué decir de sus hombres, un nutrido grupo de fornidos jóvenes que sin quererlo, para muchos de los familiares de las víctimas, se han convertido en villanos.
“¿Por qué no llegaron a tiempo los bomberos?”, se preguntaban las hermanas de Rubén Garrido Machado, Elsa y Gloria María. Su hermano, que ahora se presume fallecido, tenía 52 años, y recién había cumplido cinco años de una pena de 15 por secuestro.
“¡Mirá los bomberos a qué horas aparecen, vo!”, se escucha que cuestiona el reportero ciudadano que grabó seis minutos del incendio de la granja-penal de Comayagua, mientras al fondo se ve el voraz fuego y se escucha una sirena.
Pero eso pasa, según el comandante Silva, porque muy pocos saben lo que en realidad pasó: y lo que pasó fue que a las 10:56 de la noche los bomberos recibieron la primera alerta, y esta no venía de la granja-penal.
En la cárcel, mientras todo se quemaba, y los reos clamaban auxilio, no solo no había ningún policía en la comandancia de guardia, sino que ninguno de los agentes, ni el director, se tomaron la molestia de levantar el teléfono para pedir auxilio a los bomberos.
-¿La llamada que recibieron venía del penal?
-No. Era de un ciudadano de la localidad –dice el comandante Silva.
Para cuando los bomberos llegaron frente al portón de la cárcel, a las 11 de la noche, según la bitácora de la estación, por supuesto que ya era poco lo que podían hacer, porque ya todo estaba consumido, y ya ni siquiera se escuchaban los gritos que hasta el minuto 1:40 de la grabación del reportero ciudadano todavía salían del penal.
Cuando el equipo de 21 bomberos llegó al portón de la cárcel, con sus tres motobombas, una ambulancia, un pick uno y 12 mil galones de agua, El Chaparro ya había rescatado a los que pudo –una docena de las celdas incendiadas, más los reos de las celdas 1 a la 4– y los guardias seguían disparando para prevenir una fuga.
-¿Por qué no entraron de inmediato, si había gente quemándose?
-Porque no teníamos autorización. Hasta que ellos controlan la situación es cuando nos dejan entrar –responde el comandante Silva.
Cuando los bomberos comienzan a tirar agua, ignoran que el agua está cayendo sobre 356 cuerpos calcinados.
Horas más tarde, con el fuego apagado, el comisionado Danilo Orellana, hasta ese momento director de las cárceles de Honduras, admitió: «Los custodios creyeron en un principio que se trataba de una fuga masiva de reos, por eso cumplieron la ley y no permitieron el ingreso de nadie a la cárcel, para evitar muertes innecesarias».
Hace 22 días, un fuego amenazaba con devorar el invernadero de la granja-penal y esa vez los bomberos sí tuvieron vía libre para ingresar y apagar las llamas.
Al mediodía del viernes 17 de febrero, en la oficina del Ministerio Público de Comayagua, solo cinco de una docena de custodios habían logrado dar su versión de los hechos, frente a un equipo compuesto por cuatro fiscales.
Afuera de la oficina de la Fiscalía -una gran casa de tres plantas, en un barrio alejado del centro de la ciudad de Comayagua- un grupo de custodios, vestidos de civil, bromeaban entre ellos luego de que una motocicleta y su conductor se estrellaran contra un pick up que llevaba el derecho de vía en ese tramo, cercano a una cruz calle.
Minutos antes, ninguno quiso entablar palabra sobre lo sucedido en la cárcel, a sugerencia del defensor que los asiste, que también se negó a comentar nada. Uno de ellos, sin embargo, quería hablar, y se acercó hasta la sala de espera.
-¿Ha leído los periódicos? ¿Es cierto que había un plan de fuga, un pago para matar al “doctor”? –preguntamos.
El custodio, moreno, bajito, fornido, sin nombre, rio. Con una carcajada amplia. La pregunta venía a colación por el gran rumor que se desató en Honduras, luego de que dos supuestos reos-prófugos dieran esta versión a un programa de comentaristas llamado Hable Como Habla: Los supuestos reos-prófugos dijeron que en la celda 6 había un doctor, llamado Constantino Ypsilanti, ex líder de la oposición política en Comayagua, y ex candidato a alcalde en el municipio.
El “doctor”, como le llamaban en el presidio, fue condenado por el asesinato de un ciudadano español en 2009, y en la cárcel era famoso porque cuando alguien se enfermaba le conseguía medicinas, y porque un día aportó plata para mandar poner piso cerámico en todas las celdas de la prisión.
-Esas son tonterías. ¿Se iba a hacer tanto alboroto por un solo hombre? –respondió el custodio.
-¿Qué opina de lo que dijo la gobernadora?
La gobernadora del departamento de Comayagua, Paola Castro, dijo en la noche del 14 de febrero que un reo le había hablado para decirle que provocaría un incendio en la celda 6. El custodio rio de nuevo.
-Mire, solo los que estuvimos ahí sabemos lo que pasó.
-¿Y qué pasó? ¿Por qué no dejaron salir a los reos?
-Se dio esa orden, esa orden se dio. Solo eso le puedo decir…
En eso un fiscal bajó a la recepción, llamó al custodio, subieron al tercer piso y se lo llevó al interrogatorio.
Este reportaje fue publicado en Elfaro.net el 20 de febrero de 2012.