Desapariciones de jóvenes y secuestro de bebes
Las acusaciones que llevaron al juez Romano a huir de Argentina y pedir asilo en Chile
21.09.2011
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Desapariciones de jóvenes y secuestro de bebes
21.09.2011
Cuando a Luz Faingold se la llevaron sólo tenía 17 años. Ella no figuraba en la lista de personas que debían ser detenidas ese día por orden del juez federal Luis Francisco Miret, pero tuvo la mala suerte de haber llegado ese 28 de agosto de 1975 a la casa donde estaban León Glogowski, Ismael Calvo y otras ocho personas que sí aparecían en su nómina como presuntos subversivos. Apenas tocó a la puerta, los seis policías que alcanzó a ver y que habían ingresado a la fuerza la jalaron hacia adentro, la encapucharon, la encañonaron y la tiraron al suelo junto a los demás. Así había sucedido con cada una de las personas que llegaban a ese domicilio. Jamás apareció en la escena una orden de detención, pero eso no importó: a todos se los llevaron al Departamento de Informaciones de la Policía de Mendoza.
Cuatro días después, el papá de Luz acudió a la justicia para pedir la restitución de su hija. Como era menor de edad y no existía una orden de detención con su nombre, la ley argentina establecía que debía ser entregada a sus padres. Pero el juez Miret, que sabía desde el mismo día del allanamiento que entre los detenidos había una menor, no hizo nada. A sabiendas de que la detención era ilegal, la mantuvo detenida e incomunicada. El fiscal de la causa, Otilio Romano, también sabía lo que estaba pasando con Luz, pero no investigó y el mismo día que presenció la audiencia de la joven, dictaminó que debía seguir encerrada e incomunicada.
Durante los días que Luz estuvo secuestrada, los policías la golpearon, la torturaron y la violaron. El 5 de septiembre de ese mismo año, tanto Miret como Romano participaron en los interrogatorios a algunos de los detenidos. Entonces les contaron de golpizas, torturas y robos que habían sufrido desde el momento del allanamiento. También les relataron que los habían hecho firmar con los ojos vendados documentos con confesiones en medio de golpes y amenazas. Les mostraron ahí mismo sus magulladuras. Pero los magistrados sólo se limitaron a formular preguntas formales. Ninguna de sus declaraciones fue investigada. Ni siquiera la de León Glogowski que además dijo que “escuchó a la señorita (Luz) Faingold a gritos reclamar que no la ultrajaran”.
El 19 de septiembre de 1975, después de pasar por un centro clandestino de detención y un hogar de menores, Luz volvió a la casa de sus padres. Ni Miret ni Romano hicieron algo para investigar y determinar lo que le había pasado.
De eso han transcurrido 36 años y hasta hace sólo unos meses, los dos magistrados formaban parte de la cúpula del Poder Judicial argentino. Tanto Miret como Romano eran miembros de la Cámara Federal de Apelaciones de Mendoza, pero ya no. Luis Francisco Miret fue destituido en marzo por el «mal desempeño» de su función durante la década del ‘70, cuando estuvo implicado en crímenes de lesa humanidad. Lo mismo pasó hace menos de un mes con el juez Otilio Romano, aunque con él, la cosa ha sido un poco más complicada, sobretodo desde que escapó a Chile.
La tarea que tenía que cumplir en Mendoza a fines de agosto el secretario del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados, Marcelo Bová, era sólo un trámite. Su misión era llegar hasta el domicilio del juez Otilio Romano y entregarle la notificación de la suspensión de su cargo y de la apertura de un proceso judicial en su contra. Pero no pudo hacerlo. Cuando llegó, el conserje del edificio le dijo que Romano ya no vivía allí.
Apenas Romano supo que ya no rendirían frutos las medidas cautelares y otros recursos legales que interpuso para dilatar durante un año y medio el proceso de su destitución, optó por huir. El 25 de agosto el Consejo de la Magistratura de la Nación aprobó suspenderlo y abrir un juicio político en su contra por haber sido “funcional” al terrorismo de Estado que imperó durante la última dictadura en Argentina, entre 1975 y 1983. Así, Romano quedó sin fuero y disponible para ser detenido o al menos quedar con arraigo en su país. Pero el juez se anticipó a todo eso: un día antes de que se aprobara su suspensión, Romano subió a un avión, cruzó la cordillera y aterrizó en Chile con la idea de radicarse como refugiado político.
Desde entonces, lo de Romano se ha convertido tanto en un asunto diplomático entre Chile y Argentina como en una cuestión política que enfrenta a la UDI con el gobierno. Especialmente desde que el fin de semana pasado se emitiera desde Argentina una orden de captura internacional en su contra.
Para evitar que la situación de Romano pase a ser un impasse diplomático, la Presidenta argentina Cristina Fernández le solicitó a su embajador en Chile que el consulado no intercediera en su detención, dejando que todo se solucione a través de la vía jurídica. Aunque oficialmente se negó, se ha especulado que el caso Romano tendría que ver con la cancelación de la visita que tenía agendada Fernández para el 19 de septiembre a la Parada Militar. Aunque en Chile también ha resultado difícil mantener el tema fuera del área política.
El 12 de septiembre la comisión política de la UDI le solicitó a La Moneda que dilate el proceso de refugio político al ex juez Romano, o que al menos no lo agilice hasta que el gobierno argentino le quite la condición de asilado a Galvarino Apablaza, cuya extradición fue solicitada en septiembre del año pasado por ser el principal inculpado en el asesinato en 1991 del ex senador Jaime Guzmán, fundador de la UDI. Al día siguiente, el ministro de Justicia, Teodoro Ribera, militante de Renovación Nacional, dijo que el gobierno no aplicaría ese principio de reciprocidad y que Romano no sería usado como una “moneda de cambio”.
Mientras una comisión presidida por la jefa del Departamento de Extranjería y Migración (dependiente del Ministerio del Interior) evalúa si el caso del juez se ajusta a las exigencias contempladas en la ley que establece las disposiciones legales para la protección de refugiados, Romano goza de una visa de residencia temporal por un máximo de ocho meses, el mismo plazo que tiene la comisión para decidir si le otorga o no el asilo. Ahora, espera la respuesta en la casa que posee en Algarrobo.
-No sé de qué carajo se me acusa –dijo el juez argentino a El Mercurio cuando le preguntaron por las acusaciones que lo llevaron a considerarse un “perseguido político”.
Pero Otilio Romano sabe muy bien cuáles son los delitos que lo complican. CIPER tuvo acceso al documento que el fiscal general Omar Palermo presentó para requerir el juicio tanto de Romano como de otros tres funcionarios del Poder Judicial de Mendoza involucrados en crímenes de derechos humanos. El extenso informe entrega el detalle de al menos 103 casos en que jueces y fiscales de esa provincia recibieron información de secuestros, torturas, allanamientos ilegales y desapariciones ocurridas durante la dictadura en Argentina, y no hicieron nada. El de la detención ilegal y la violación de Luz Faingold es sólo uno de muchos.
Todo comenzó con una denuncia hecha en abril del año pasado que se refería a omisiones de hacer cesar privaciones ilegítimas de libertad o de investigar casos de tortura que habían sido denunciados antes los magistrados. En la acusación también se incluía el caso de Rebecca Celina Manrique Terrera, que sólo tenía nueve meses cuando fue detenida junto a sus padres. Ellos nunca aparecieron. Su hija había sido sustraída. Cuando esos delitos se investigaron en 1987, diez años después del secuestro, los jueces de la Cámara archivaron la causa sin indagar lo que había ocurrido. La decisión fue notificada y ratificada por Romano el 17 de septiembre de 1987.
Una vez recibida la denuncia en la Oficina Fiscal, el fiscal Palermo se dio cuenta de que todo lo relatado era muy similar a lo que ya se estaba investigando desde noviembre de 2009. Por lo mismo, se revisaron todos los expedientes reservados en el Archivo General relacionados con lo que ocurrió durante la época de la lucha antisubversiva, entre 1975 y 1983. Eso dio origen a la revisión de más de 900 sumarios, entre ellos 350 hábeas corpus interpuestos a favor a personas secuestradas. El resultado: “en ninguno de los casos los magistrados intervinientes promovieron medida alguna a los fines de investigar la posible comisión de un hecho ilícito”.
La investigación que dio inicio a la causa contra Miret, Romano y otros dos jueces –Rolando Carrizo y Guillermo Petra–, según consta en el documento, determinó que “el terrorismo de Estado contó en Mendoza con la complicidad de miembros de relevancia de un Poder Judicial que se adaptó sin más al plan sistemático de represión y aniquilamiento de la subversión imperante en aquellos años”. El texto indica:
“Su actuación fue determinante para que, en su conjunto y sin perjuicio de la determinación de responsabilidad individual de cada uno de sus miembros, el Poder Judicial Federal de la provincia de Mendoza evidenció una clara voluntad de no investigar las atrocidades que se cometieron. Esta afirmación está basada en un hecho incontrovertible: pese a las innumerables denuncias de cientos de desapariciones y/o homicidios, torturas, privaciones ilegales de libertad y abusos sexuales, entre otros numerosos delitos que se cometieron durante aquellos años, no hubo un solo funcionario de las fuerzas de seguridad que resultara imputado o seriamente investigado por la comisión de esos hechos”.
Las acusaciones que pesan contra Romano y los demás jueces apuntan a que su actuar durante esos años no sólo fueron casos aislados, sino que una conducta sistemática de protección a las fuerzas de represión de la dictadura argentina. La investigación del fiscal Palermo determinó que la mayoría de las denuncias recibidas fueron archivadas o sobreseídas provisoriamente, lo que en los hechos fue definitivo: sin una investigación que recabara nuevos antecedentes, resultó imposible reabrirlas. Se determinó también que fiscales y jueces omitieron la promoción de una indagación en casi todas las denuncias que indicaban claramente la existencia de secuestros, torturas y desapariciones; los sumarios policiales instruidos para averiguar privaciones ilegítimas de libertad eran archivados inmediatamente después de que los denunciantes decían no poder reconocer a sus victimarios; y si se acusaban torturas en los interrogatorios a personas encausadas por la Ley 20.840, que penalizaba las actividades subversivas en Argentina, la denuncia simplemente era omitida.
La forma más común en que los jueces de Mendoza investigados habrían protegido la impunidad de los represores fue a través del rechazo de cientos de hábeas corpus, el recurso más utilizado por las víctimas o sus familiares para la obtención de su derecho a libertad, sin considerar siquiera si la detención era legal o si incluso existía un decreto que la justificara. Se eliminaban sin otra tramitación que la meramente formal.
Lo último que se oyó de Luis Rodolfo Moriña Jung fueron sus gritos. Unos días antes, durante la madrugada del 22 de noviembre de 1975, catorce hombres con uniforme policial, armas y capuchas sobre sus rostros, entraron a su casa en la ciudad de Mendoza. Jamás mostraron una orden de allanamiento. En cosa de minutos y en medio de gritos y amenazas, encerraron a sus padres y a su hermana en el baño. Moriña tenía 24 años y estudiaba medicina. Así fue que se lo llevaron y lo convirtieron en uno de los cerca de 30.000 detenidos desaparecidos de la dictadura en Argentina.
Ese mismo día, el hermano de Moriña presentó un recurso de hábeas corpus ante el entonces juez federal de Mendoza, Luis Francisco Miret. Al día siguiente, Miret envió un oficio al auditor del Comando de la Octava Infantería de Montaña, Arnaldo Kletz, ordenándole que le informara si Moriña estaba detenido y, en caso de estarlo, dónde se encontraba, por orden de qué autoridad y por qué causa. De todo eso tuvo conocimiento el juez Otilio Romano, que entonces era procurador fiscal.
Pasaron dos días. Como la respuesta no llegó, Miret se comunicó con Kletz y le dio dos horas para contestar. Al mediodía del 26 de noviembre, desde el Comando se informó que Moriña sí estaba “detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) en uso de las facultades que le confería el Estado de Sitio en el país”. Luego de eso, Miret solicitó al Ministerio del Interior una copia autenticada del decreto que ponía a Moriña a disposición del PEN. Ese documento llegó el 1 de diciembre de ese mismo año: Moriña se encontraba detenido “en virtud del Decreto nº 3608 del 27/11/75”. Miret se limitó a dejar constancia de la respuesta, aunque ni siquiera advirtió que la orden de detención fue realizada cinco días después de que Moriña fuera secuestrado.
Un mes y medio después, a pedido del hermano de Luis Rodolfo Moriña, el juez federal Rolando Carrizo solicitó mediante oficio al Comando que se informara dónde estaba detenido. La respuesta llegó el 19 de febrero de 1976 y decía que Moriña estaba prófugo. Antes de eso, el 11 de diciembre de 1975, Romano había solicitado el sobreseimiento definitivo de la causa, lo que, sin haberse diligenciado ninguna medida investigativa, el 6 de abril de 1976, fue acogido favorablemente por el juez Carrizo.
Años después, en otra investigación, Daniel Pina declaró que fue detenido en su casa poco antes que Luis Moriña. Pina era su vecino y compañero de la facultad de Medicina, pero después del secuestro, ambos se encontraron detenidos en la Compañía de Comunicaciones de Montaña Nº 8. Allí fueron brutalmente torturados. Pina dijo que escuchó los gritos de Moriña durante una de las sesiones de tortura. Después de eso, nunca nadie lo volvió a ver con vida.