La «réplica», los nervios, la piocha y el escaso protocolo que deslucieron el cambio de mando
12.03.2010
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12.03.2010
El momento exacto en que la Concertación le traspasó el poder a la derecha estuvo más plagado de nervios, imprevistos, increíbles descuidos y emociones, que de símbolos y gestos republicanos. Si se toma en cuenta la tensión propia del momento histórico que ocurrió ayer; los entendibles nervios de un Presidente que esperaba este momento hace por lo menos 20 años; el ánimo de un país terremoteado y la violenta seguidilla de sismos antes, durante y después del solemne instante, tal vez se entienda la escena iniciada a las 12.18, que pasó inadvertida:
Con dos tremendas réplicas a cuestas que por poco hacen pensar en suspender el acto, Michelle Bachelet Jeria se despide del poder, sacándose la banda presidencial y entregándosela al flamante presidente del Senado, Jorge Pizarro. Apenas segundos antes ha retirado la réplica de la piocha de O’Higgins, el verdadero símbolo del traspaso. Tanto, que muy pocos olvidan que en 1925 Arturo Alessandri escondió en el camafeo un papelito que decía “Volveré”, y que lo halló ahí mismo siete años después, cuando efectivamente regresó a La Moneda. Desde entonces, todos se preguntan si cada mandatario(a) saliente sigue el ejemplo, y por lo mismo es poco probable que alguno lo haya hecho.
En una sucesión de movimientos que pasan inadvertidos, Pizarro deja la banda sobre la testera y recibe la de Piñera, de manos del edecán de éste. Es la que le han regalado sus ex compañeros del colegio Verbo Divino, hecha de una exclusiva tela francesa que costó cerca de $800 mil. Pizarro le cruza la banda al nuevo mandatario sin problemas, y sus adherentes estallan en aplausos y vítores largamente contenidos. Piñera susurra una pregunta:
– ¿Me quedó bien?
Pizarro asiente, y casi al mismo tiempo Bachelet –en su último movimiento como Presidenta– se acerca a colocarle la célebre piocha. Recién ahí la aún Jefa de Estado, el presidente del Senado y Mandatario entrante caen en la cuenta de que en la fina banda no hay dónde colgar el símbolo del poder. Idealmente debiese tener un alfiler de gancho u otro mecanismo, pero no hay caso: semejante detalle se pasó por alto. Se sucede un diálogo invisible e inaudible para todo aquel que no esté en la testera, con la tierra aún temblando.
– Pero no tiene broche…– musita Pizarro.
– No la puedo poner– agrega Bachelet.
– ¡Amárramela!– murmura amablemente Piñera, intentando controlar los nervios.
Pizarro –siempre en bajo volumen– mira al resto de los ocupantes de la mesa y pide “un alfiler” o algo que le ayude a salvar la republicana y telúrica situación. Rápidamente, el edecán del Senado, comandante Sergio Jaman, se saca una de sus condecoraciones y usa el alfiler de gancho que la sostiene para afirmar él mismo el poder presidencial. Pero el naval alfiler cae y el edecán debe recogerlo del suelo para que, ahora sí, termine en la banda del –ahora sí– nuevo Presidente de la República. Así y todo, la piocha cae al suelo, y allá va nuevamente el edecán a salvar la situación, asegura un testigo que presenció toda la escena.
Piñera, Bachelet, Pizarro y todo el salón ya están cantando el Himno Nacional cuando la piocha aún no termina de afirmarse.
Todo sucede rápido y se suma a la complicación previa que tuvo Bachelet al dudar en qué momento sacarse la banda, aclarar que la que llevaba puesta era suya, complicada por el lugar en que debía pararse para el traspaso, y la sensación de la tierra, los ornamentos y los jarrones con flores del Salón de Honor aún moviéndose.
Para entender mejor la tensión acumulada al momento mismo del traspaso del poder, también hay que dimensionar cómo se vivieron en el Salón de Honor del Congreso los movidísimos minutos inmediatamente previos.
Como se sabe, la primera y gran réplica –o terremoto en sí mismo– ocurre a las 11.41, cuando Bachelet y Piñera aún van rumbo al Congreso. Para entonces la mayoría de los invitados y público se encuentran en sus puestos; presidentes extranjeros, ministros entrantes y salientes, más diversas autoridades conversan hace un buen rato en grupos sobre la alfombra roja. Andrés Allamand saluda a Jorge Arrate; el fiscal nacional, el contralor general y el presidente del tribunal constitucional parecen muy concentrados, mientras a su lado un mudo José de Gregorio se cruza de brazos.
Muchos de los que se van y llegan recién le toman el peso al momento. Todos están pendientes de lo sucede dentro del edificio y ajenos a escenas anecdóticas que ocurren afuera. Como un grupo de manifestantes apostados en la esquina de Avenida Argentina con Pedro Montt –justo al frente del Congreso- que con más entusiasmo que otra cosa gritan “¡Viva Chile y Pi-no-chet!” y “¡El que no salta es Ba-che-let!”
A esas alturas Pizarro, ya instalado en la testera, recibe informes iniciales del primer remezón de boca del edecán del Senado: hay alerta de tsunami, pero se decide esperar un poco más. El segundo sismo –que algunos perciben aún más fuerte- amenaza con descuadrar las cosas. Los presidentes Evo Morales (Bolivia), Fernando Lugo (Paraguay) y Rafael Correa (Ecuador) miran de nuevo al techo, tal como fueron fotografiados. Pero Álvaro Uribe (Colombia) no puede más y parte rumbo a la salida junto a un grupo de asustados; a poco deberá volver a su puesto por razones de seguridad.
Bachelet se instala en la testera luego de recorrer la alfombra roja bajo aplausos, vítores y gritos aislados del tipo “¡Vuelva lueguito, Presidenta!”. Cuatro años antes, cuando ella asumía, a Lagos le gritaban frases similares que despertaban la envidia de invitados como el entonces mandatario trasandino Néstor Kirchner, quien soltaba un “Ojalá a mí me despidieran así”. Con Lagos ya se sabe lo que pasó; en vez de Kirchner ahora está su mujer, Cristina, en su lugar.
Ya instalada en su puesto, Pizarro le informa de la emergencia a Bachelet, en un acto casi surrealista, considerando que a la Presidenta le quedan con suerte dos minutos como tal. Ésta lo tranquiliza: de 7,5 grados para arriba sí habría que preocuparse, aún no. Los minutos pasan con las formalidades del caso y llega el momento de llamar al aún mandatario electo al plenario.
Otro problemón. Una cosa es que justo en ese momento el portón de acceso esté bloqueado por una tarima móvil llena de cámaras; eso se arregla en un santiamén. Pero considerando las circunstancias, otra muy distinta es que una de las puertas inmediatas a la testera –y que en casos extremos se usaría para evacuar– se halle inexplicablemente cerrada con llave. Rápidamente se resuelve que personal de seguridad la abra casi a la fuerza.
Luego el protocolo sufre otro traspié. Piñera ingresa y saluda de entrada a la alcaldesa de Viña del Mar, Virginia Reginatto, y a la madre de Michelle Bachelet, Angela Jeria. Pero en vez de seguir directo a la testera, se alarga en saludar a todos y cada uno de quienes figuran en primera fila. Varios parecen perder la paciencia, pero hasta en la Concertación hay quienes se lo atribuyen sólo a los nervios.
Con Piñera y Bachelet ya instalados en la testera y listos para la escena decisiva, aún sigue temblando en forma intermitente; ya van tres sismos grandes. En las graderías hay inquietud, pero casi nadie se mueve. En una de ellas están instalados juntos íntimos del nuevo mandatario, como Pedro Pablo Díaz, Carlos Alberto “Choclo” Délano y el nuevo intendente metropolitano, Fernando Echeverría, quien no quiere saber nada más del edificio de su constructora dañado y desalojado en Huechuraba. Cuando los dos últimos se retiren al final del acto, lo harán murmurando algo sobre “se acaba el mundo”.
Justo antes de comenzar el juramento de Piñera, el edecán del Senado se acerca por enésima vez a Pizarro y le informa:
– Presidente, la Escuadra dio orden de zarpar a alta mar. Apenas podamos tenemos que evacuar aquí.
– ¿Qué significa exactamente que tengan que zarpar a alta mar? –pregunta casi inútilmente el senador.
– Pues eso mismo. Que la Escuadra zarpa– remata con el mismo tono el comandante Jaman.
Pizarro y los dos mandatarios casi no tienen tiempo de dudar. Suspender la sesión sería un caos inmediato, un precedente republicano insólito, una avalancha de críticas y una crisis que pulverizaría la broma posterior de Piñera, cuando comente que la ola de sismos fue una maniobra de la Concertación “que me quiere mover el piso”. Se decide seguir adelante, lo más rápido que se pueda dentro de las formas.
Luego del más accidentado que solemne traspaso ya descrito, y de la aplaudida salida de Bachelet, se produce otro imprevisto. Increíblemente, el recién investido Presidente no tiene a mano el texto para tomar juramento a sus ministros. El secretario del Senado, Carlos Hoffman, y Pizarro alcanzan a musitarle las frases de rigor. Haciendo gala de su memoria, Piñera apenas anota unas frases sueltas en un papel y sale del paso cumpliendo la fórmula con una versión improvisada.
Luego de ello, el acto termina aún más rápido de lo pensado, con la casi inmediata orden de evacuación del Congreso. No falta quien comenta con humor que, “finalmente Allamand se salió con la suya: nos desalojaron del Parlamento”.
El brusco y forzoso desenlace deja a algunos piñeristas con un cierto sabor amargo: pese a la emergencia y a estar conscientes de que el acto ya era austero, lo ocurrido deja nulo margen para saborear el momento. La seguidilla de cambios en la agenda más tarde –incluyendo un recorrido más corto al ingresar a La Moneda y una Plaza de la Constitución que pareció tardar en llenarse- hará el resto, hasta que todo se olvide con el ingreso triunfal de Piñera a Palacio.
Como si fuera poco, el anecdotario cierra con una escena casi digna de lo vivido. Con el Congreso ya evacuado, unos pocos políticos y periodistas aún circulan en el frontis que da a Avenida Pedro Montt. Justo entonces cruza un sujeto disfrazado de Viejo Pascuero -con una barba igual a la de Juan Somavía- pedaleando un triciclo rojo, con renos y todo, mientras saluda y grita algo ininteligible. La inevitable carcajada grupal llega justo a tiempo para relajar la tensa jornada.
Suele quedar en segundo plano el otro ceremonial en el Congreso, y previo al cambio de mando: el juramento de los nuevos diputados y senadores. Como ocurre en cada ocasión, mientras los legisladores departen amistosamente –como en un primer día de clases– sus familiares e invitados recorren un edificio que les parece extraño y toman posición en las tribunas.
En el Senado se reúne una curiosa mezcla de nombres con pasado. Por un lado, varios se alegran de ver llegar al nuevamente senador Andrés Zaldívar, como un compañero que hubiese estado de vacaciones o ausente un semestre. La nueva senadora Lily Pérez ingresa toda de blanco y varios la saludan. Pero durante un largo rato nadie ve que ella y la senadora UDI Evelyn Matthei lo hagan: Pérez era asesora de Matthei en la época del Piñeragate y luego rompieron relaciones. “En algún momento sí se saludaron”, aclararán poco después.
El derrotado Eduardo Frei ingresa muy poco tiempo antes del inicio de sesión, y es recibido cordialmente. La ceremonia comienza y todos reparan en que el ex PS y hoy MAS Alejandro Navarro no aparece. Varios sacan cuentas para aclarar si su ausencia deja a la Concertación con o sin los votos para asegurar la presidencia del Senado. Aunque los restantes votos sí alcanzan, Camilo Escalona no puede esconder su molestia. Pocos saben que Navarro ha avisado la noche anterior, a última hora, que no llegará, y que ofrece enviar una declaración escrita apoyando a Pizarro para que reemplace al UDI Jovino Novoa en la testera. “Lo que importa es que votes”, le han respondido con malestar.
A esas alturas los asesores directos de Piñera difícilmente pueden esperar más para ocupar sus nuevos puestos en Palacio. Ya días antes María Luisa Brahm, ahora jefa del segundo piso y antes directora del Instituto Libertad –donde ayer sólo quedaban secretarias– había recorrido La Moneda supervisando qué ubicación, qué oficina tendrá cada uno. Algunos deseaban ingresar por fin ayer temprano, pero la administración Bachelet no está para deferencias: antes de las 11.30 es imposible, se les ha dicho.
El cambio es casi tan simultáneo como el traspaso de la banda y la piocha. Tanto es así, que Brahm ha llegado al Congreso junto a Hernán Larraín Matte, hijo del homónimo senador UDI y hoy miembro del directorio de “La Nación”. En el auto de este último se ha traído toneladas de carpetas y discos duros, lista para partir a instalarse a su oficina apenas su jefe se convierta en Presidente de la República.