Las fallas del sistema de salud mexicano que abrieron la puerta a la influenza
07.05.2009
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07.05.2009
Encontró la puerta abierta y entró sin llamar. Nadie previno su llegada. Al menos nadie avisó con tiempo a los mexicanos que se toparon de frente con el virus de la influenza humana y no pudieron reconocerlo porque avanzaba encubierto: disfrazado de gripe, mostrando síntomas que en los hospitales subestimaron y confundieron. Aun para los muertos, no hubo diagnóstico acertado. “Neumonía atípica” o “insuficiencia respiratoria aguda”, se consigna en el acta de defunción de cientos de fallecidos, los que entre marzo y abril no alcanzaron a conocer el origen de su enfermedad ni llamaron la atención de las autoridades sanitarias mexicanas.
-Váyase a su casa, es sólo una gripa –le dijeron a Viviana Zaragoza Reyes en el hospital público Enrique Cabrera, de la Ciudad de México, el jueves 9 de abril, tres días antes de su muerte por influenza humana.
La suya no fue una muerte suave. La joven de 23 años, que estudiaba para ser educadora y cantaba en el coro de la Iglesia, pasó sus últimas horas entubada en una cama del hospital, después de vomitar flemas con sangre toda una noche y con una fiebre que la quemó por dentro.
Ahora lo sabe su familia, que se unta el luto de otra víctima del virus: el nieto Pedro, de 25 años, fallecido el 26 de abril ya con el diagnóstico del virus y encendida la alerta sanitaria en el país.
A Pedro sí lo aislaron en el hospital público Balbuena. También la administraron un antiviral, el Tamiflu, que ya nada pudo hacer por él, pues a falta de seguridad social y sin saber el origen de su malestar, había peregrinado antes por farmacias donde venden medicamentos “similares” a los más pobres y a un hospital donde le pedían mil 500 dólares por asegurarle el ingreso.
Sólo el 23 de abril, cuando el gobierno federal presentó al mundo un virus nuevo que provoca la influenza, la familia Reyes supo que eso era lo que había matado a Viviana –la menor de sus nueve hijos– y lo que tenía en cama a su hijo Mariano y a su nieto Pedro. Y como ellos, a cientos de jóvenes sanos.
Pero en los primero días de abril, cuando la joven se quejó de fiebre, dolor de cabeza y garganta, no hubo quien advirtiera el origen de su enfermedad. Paracetamol, napromexeno, un jarabe para la tos y enjuagues bucales fueron la receta. Tres días después, luego de baños con agua fría para aplacar su temperatura, agonizaba en el mismo hospital público que la había devuelto a su casa. No la aislaron ni se tomaron precauciones sanitarias para tratarla. Murió el 12 de abril. Su certificado apunta que fue de neumonía.
Para entonces, médicos y enfermeras de ése y otros hospitales de la red del sistema de salud pública de la Ciudad de México, epicentro del virus, trataban apenas con sorpresa el inesperado aumento de enfermos por padecimientos respiratorios.
Durante las primeras semanas de abril, en el hospital Enrique Cabrera, donde murió Viviana, la enfermera Liliana Durán recibía pacientes con extrañas manifestaciones de influenza que primero se creía que era estacional. Pero llegaban graves y en menos de un día, o a las pocas horas, morían. Fue hasta el día 20 que al personal médico lo vacunaron, pero las dosis no alcanzaron para todos.
El 23 abril, a las 11 de la noche, el ministro de Salud mexicano, José Ángel Córdova, apareció con cara larga en televisión para anunciar la mortal epidemia y las primeras medidas de seguridad sanitaria, entre ellas, la suspensión de clases y la veda de besos y caricias para cortar la cadena de contagio. A hospitales como el Cabrera llegó tarde la advertencia: hasta el 27 de abril tomó precauciones, como restringir servicios de urgencias, cancelar cirugías y suspender partos y habilitar un área para recluir a los enfermos con síntomas de “posible influenza”. Sólo hubo equipo especial y tapabocas de alta seguridad para el personal de esa área. No para el resto.
La gente entró en pánico. En pocas horas las farmacias agotaron los tapabocas, las vacunas, los antivirales. Los supermercados agotaron sus garrafones de agua, latas de atún, sacos de arroz. Los mexicanos se uniformaron con el tapabocas azul y se encerraron en sus casas. Afuera de los hospitales familias enteras esperaban noticias de los suyos. El gobierno se otorgó facultades extraordinarias para ingresar a los hogares, acompañado del Ejército, para aislar enfermos.
Pronto se conoció que una mujer en Oaxaca, estado del sur del país, había muerto el 13 de abril por la nueva cepa a ojos de las autoridades sanitarias mexicanas. Su muestra había sido enviada a Canadá para comprobar que se trataba del enemigo enmascarado. Para entonces, la capital mexicana ya había registrado 108 fallecimientos por causas respiratorias, desde el primero de abril.
Después se supo que en marzo, en la comunidad La Gloria, ubicada en el municipio de Perote, del estado de Veracruz, 400 de sus 3 mil habitantes habían padecido un brote epidemiológico que tuvo como síntomas fiebres altas, tos severa, dolor intenso en los huesos, flemas y náuseas. El origen de la “extraña enfermedad” se adjudicó a los desechos porcinos de la trasnacional Granjas Carroll de México.
Hasta el momento las pruebas científicas no son suficientes para señalarla como origen del virus la influenza A H1N1. Mientras, La Gloria aprovecha la fama de su “paciente cero” -un niño de cinco años de nombre Edgar Hernández que sobrevivió a la enfermedad- para llamar la atención de las condiciones sanitarias que enfrenta a causa de las granjas porcinas.
Desde marzo, en silencio, la epidemia se expandió progresivamente por el país, donde las autoridades sanitarias locales siguen reportando muertos y contagios por la nueva cepa de un virus que tomó al país con la guardia baja. De poco sirvieron las recomendaciones que en 1999 lanzó la Organización Mundial de la Salud para que las naciones, entre ellas México, elaboraran sus propias vacunas ante el riesgo de una pandemia de influenza. Tampoco sirvió el Plan Nacional de Preparación y Respuesta ante una Pandemia de Influenza, que presentó en 2005 el gobierno mexicano ante el organismo internacional. No tuvo la reserva de antivirales consideradas en el papel.
El virus de la influenza humana reveló ante el mundo las carencias de un país que se sienta a la mesa del selecto grupo de la OCDE y vuelve a casa sólo para encontrar que en la alacena y el botiquín falta lo indispensable. Vacunas, por ejemplo. Un reportaje del periódico El Universal, da cuenta de ello: hace 30 años, el país producía 90 por ciento de las vacunas que requería su población. Actualmente, sólo elabora dos de las 12 que componen el cuadro del Programa Nacional de Vacunación.
Aunque en 2008 el gobierno compró una planta para la elaboración de vacunas contra la influenza, ésta comenzará su producción recién en 2011.
-El gobierno federal gasta en la compra de vacunas en el exterior, pero al mismo tiempo, como lo revelan las estadísticas oficiales, en los últimos seis años hubo una disminución en la cobertura de vacunación y lo que se ve claramente es que los casos de influenza aumentaron en los primeros meses de este año. Ahora, se deberá investigar si el sistema falló en detectarlo tempranamente -dice Mario Luis Fuentes, ex funcionario y director del Centro de Estudios de Investigación en Desarrollo y Asistencia Social (CEIDAS).
Las autoridades sanitarias dicen que no. Incluso celebran su “oportuna” actuación y la suficiencia de dosis de vacunas contra la influenza estacionaria. Lo dicen en público, porque en privado el balance es negativo. El martes 28 de abril, en una reunión que convocó a 12 eminencias de la virología en México, se admitió que el país carecía de técnicas rápidas de diagnóstico de influenza tipo A y de personal capacitado para realizar esas pruebas, relata la doctora Leticia Cedillo, quien acudió a esa reunión realizada en las instalaciones de Birmex, la paraestatal que en 1999 creó el gobierno mexicano para la elaboración de vacunas y que se devoró en su organigrama a los institutos nacionales de Higiene (encargado de hacer vacunas) y Virología.
-Ahora, México no sólo carece de capacidad científica y tecnológica para la producción de vacunas. También carece de centros de reacción rápida contra la influenza, que pueda producir diagnósticos y vacunas, dependiendo del patógeno que se está teniendo -afirma Selene Zárate, investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Médicos y enfermeras son el otro rostro de esta peste moderna. A tientas, sin aviso, intuyeron que algo raro había en el ambiente y comenzaron a implementar medidas de protección, muchas veces tardías.
Irma Inés Cabello trabaja desde hace 18 años en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias del DF. Es terapeuta fisiológica en el área de rehabilitación, donde enseña a los pacientes a respirar, toser y sacar flemas. Como el resto de los trabajadores del hospital, supo a finales de marzo del aumento de muertes por neumonía atípica (o fuera de temporada) por los comentarios entre médicos. Sólo se enteró de dónde estaba parada a fines de abril, por los noticieros de televisión.
Cortos de equipo, el personal médico de los hospitales capitalinos, lo mismo de la red federal que local, improvisaron medidas para aislar la avalancha de pacientes con neumonías atípicas y, en algunos casos, dieron la pelea para exigir equipamiento especial. Al cabo de cuatro días de emergencia sanitaria, Irma Inés y una docena de trabajadores del INER denunciaron ante la prensa la falta de insumos de protección básicos: cubrebocas de alta eficiencia (N95), gorros quirúrgicos, goggles, batas, guantes, gel y hasta jabón.
“Pedimos insumos porque no tenemos”, dijo Maru Vargas, enfermera con 35 años de servicio en el INER cuando salió a protestar el lunes 27 a medio día con varios preocupados colegas. Se quejó de que llevaba cubrebocas como única protección, a pesar de que atendió a los enfermos de Urgencias.
-Todos los pacientes se mezclaron, los que tienen crisis asmática, tuberculosis o influenza. Y allí los tienen, esperando juntos, contagiados o no contagiados, hasta que se desalojen las camas -dijo Vargas.
La influenza humana, antes porcina, desnudó ante el mundo las debilidades del sistema de salud mexicano, donde los pacientes tienen que mendigar un turno para una diálisis de riñón, las listas de espera para recibir tratamiento son infinitas y cada paciente tiene que llevar sus gasas y bisturí para su operación. Donde los doctores marchan por falta de insumos.
-Los médicos sí estábamos preparados para esta contingencia, pero todo se atoró en el sistema organizacional: no se dieron órdenes desde oficinas centrales, apenas se están armando los espacios en los hospitales, no hay un seguimiento epidemiológico para los infectados y sus familias, no se ha armado al equipo de atención médica de cada hospital y no aparece el equipo esencial que teníamos -se quejó un médico del servicio público capacitado para el control de epidemias. Ahora está aislado en casa, porque resultó contagiado.
Este es el sistema de salud que tienen que enfrentar las personas contagiadas por influenza. El mismo que gana anualmente el primer lugar en recomendaciones por violación de derechos humanos; en el que se venden los exámenes para residencias médicas, las licitaciones las ganan los amigos de los gobernadores y los compadres ocupan secretarías de salud y direcciones de hospitales.
Este es el argumento de algunos especialistas para explicar por qué el virus, extendido en 22 países y salvo una excepción, sólo ha cobrado vidas de mexicanos. Su fuerza, en este país, se alimenta de un sistema de salud enfermo, que el virus dejó expuesto.
-Si la prestación de los servicios de salud ya tenía retos mayúsculos con la pobreza y las enfermedades crónicas, esta epidemia lo llevó a su prueba de fuego -dice Mario Luis Fuentes, director de CEIDAS.
Los datos oficiales sostienen el diagnóstico: 20.767 unidades médicas, muchas con más de 30 años en servicio; 2.462 laboratorios clínicos; y para cada mil habitantes, el servicio de 2,1 médicos y 1,1 camas hospitalarias a su disposición. Cifras que la OMS considera insuficientes para los casi 107 millones de mexicanos.
-Seis de cada diez mexicanos quedan afuera del servicio de salud -agrega la doctora Nashieli Ramírez, directora de la Organización no Gubernamental Ririki.
Frente al rezago en la cobertura de servicios médicos, en la década de los ’90 se planeó un sistema para incorporar a la gente sin seguridad social, pero no se preocuparon por mejorar y dar mas estructura y servicios de salud.
Actualmente, la mayoría de los médicos están en las ciudades y los hospitales de especialidades, concentrados en la ciudad de México. Con la epidemia, las cirugías se postergan para reservar las camas a los enfermos de gripe porcina que llegan graves. «Y en el abandono quedó el Estado proveedor, que garantiza el acceso a la salud», agrega Ramírez.
Aunque hubo medidas para romper la cadena de contagio, queda pendiente cómo harán los mexicanos para seguir las recomendaciones sanitarias, entre ellas lavarse las manos con frecuencia, en un país donde el agua es casi un lujo. Una tercera parte de los 38 millones de menores de 18 años vive en una casa sin agua corriente. 40% de las escuelas primarias tienen baños en pésimo estado.
Queda también contar el número de muertos en los estados, porque las cifras apenas comienzan a llegar.
El miércoles 6 de mayo, con autorización gubernamental, la Ciudad de México y el resto del país retomaron progresivamente el ritmo de su actividad. Luego de una semana de embozo y paro obligado en escuelas, restaurantes y algunos comercios y empresas, por fin el retorno a la normalidad, aunque bajo normas sanitarias que prevengan el contagio.
La emergencia pasó, afirma el gobierno federal, que sigue con las cuentas de los muertos: 42 hasta el corte del 6 de mayo, a partir de tres mil 452 muestras analizadas, y mil 112 casos confirmados. México, a la cabeza de los países con casos reportados.
Sin embargo, bajo las cifras oficiales, se quedan perdidos los casos ya imposibles de comprobar: los de neumonía atípica, bronconeumonía o neumonía comunitaria, como decretan cientos de actas de defunción: 264 registradas entre el primero y el 26 de abril, sólo en la Ciudad de México. Los muertos que hay detrás de cada una de ellas comparten un historial de diagnósticos errados o tardíos, el peregrinar previo entre clínicas (públicas, privadas o “similares”), el purgatorio en salas de espera, la indisposición de fármacos que les salvarían la vida.
Son las muertes que desnudan las debilidades de un sistema de salud colapsado. Un sistema que en algunos casos terminó por darle a la gente un puntapié al abismo. Si lo sabrá la familia Zaragoza Reyes, que en 15 días vistió luto dos veces. Primero por Viviana y luego por Pedro. Y ahora espera la recuperación de Mariano, el tercero de los hijos que enfermó por el virus de influenza humana, internado en la clínica 8 del Instituto Mexicano de Seguro Social, de donde lo habían rechazado antes dos veces. Pudo ingresar gracias a una carta extendida por el INER en la que decían “que lo tenían que atender en su clínica”, relata Amada Reyes, su madre.
Ahora los sobrevivientes de la familia Zaragoza Reyes permanecen en encierro, en una pequeña casa de interés social, sin cubrebocas para no contagiarse. Bajo vigilancia médica y epidemiológica que consiguieron después de relatar su caso en radio. Las autoridades sanitarias dieron con ellos, los vacunaron y, de paso, los regañaron por recurrir a los medios. Optaron por el silencio a cambio de una buena atención para Mariano. La familia sigue en cuarentena y la ciudad ha regresado a su rapidez cotidiana. El virus deja de ser noticia.