Muertos de nadie (III): El misterio de las dos vidas de Juan Alberto Silva
27.11.2008
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27.11.2008
El 8 de agosto de 2007 el cuerpo de un hombre de barba y cabello entrecanos y sin ningún documento que acreditara su identidad ingresó al Servicio Médico Legal de Santiago. La autopsia determinó que su muerte fue provocada por un edema pulmonar originado en una falla hepática. El parte respectivo señala que fue encontrado en avenida España y que portaba mocasines café, una chaqueta polar negra, un chaleco rojo, una camisa azul a cuadros, un pantalón de cotelé verde, un cinturón y un par de calcetas negras. Como marca distintiva se indica que tiene la nariz desviada hacia la izquierda además de una quemadura antigua en la cara interna de su pierna derecha.
En las tres semanas siguientes su cuerpo fue diseccionado dos veces. Primero, por un grupo de estudiantes de educación física de la UMCE. Después, por unos alumnos de kinesiología de la Universidad Mayor. Hasta que el 29 de agosto, desde el subdepartamento de dactiloscopia del SML, llegó el informe que lo identificó como Juan Alberto Silva Leal. Así se consignó en su certificado de defunción.
Juan Silva había pasado 21 días en una cámara refrigerada del SML caratulado como «N.N.» y con una edad estimativa de aproximadamente 60 años. Un error, porque sólo tenía 44 años al momento de fallecer. No sería el único episodio extraño que convertiría su caso en un misterio a resolver.
Porque al rastrear las historias de los 12 muertos que salieron identificados desde el SML para ser inhumados el 9 de abril en el Patio 129 del Cementerio General sin que ningún familiar los reclamara, CIPER descubrió en Impuestos Internos (SII) que Silva Leal era el único que registraba una actividad comercial. Su giro: «Otras actividades de entretenimiento N.C.P.», iniciado en noviembre de 2005. Hasta allí todo era normal. Fue al seguir investigando que empezó el problema: Juan Silva aparecía con boletas de honorarios timbradas en 2008 a pesar de haber fallecido en agosto de 2007.
Fue su registro en Dicom el que aportó un nuevo misterio: sus deudas bordeaban los $17 millones. Aparecía además un domicilio en Maipú. Decidimos ir hasta su casa para intentar descifrar cómo un muerto podía seguir haciendo compras y contrayendo deudas.
No se trataba de un alcance de nombres. Tenían el mismo rut, los mismos registros. Pero un Juan Alberto Silva Leal estaba enterrado en el Cementerio General desde agosto del año pasado; el otro, vivió en esa casa de Maipú hasta enero de este año, hizo asados, habló poco pero se endeudó mucho para luego desaparecer sin decir ni siquiera hasta luego.
Dos personas distintas, aunque con un mismo nombre. Porque el Juan Alberto Silva Leal enterrado en el Cementerio tenía la nariz visiblemente chueca, en cambio el que vivió en Maipú hasta enero de este año la tenía «respingada y muy derecha», según nos dijo la dueña de casa, Margarita Pavez. Había que reconstruir ambas historias. Empezamos por la del hombre enterrado en el Patio 129.
Berta Leal tiene 79 años. Y cuando camina, lento y apoyada en un bastón, en cada paso que da en su casa de la población San Gregorio en La Granja, va contando su agobio. Su cuerpo la delata, pero mantiene el control en su rostro. Hasta que sus ojos se humedecen y las lágrimas se le escapan. Le acabamos de informar que Juan Alberto Silva, el menor de sus cinco hijos, está muerto. Y a pesar de que falleció hace más de un año, ni ella ni nadie de su familia fueron informados. Pero lo temían.
-Me hizo sufrir mucho -dice Berta Leal cuando al fin puede hablar.
Haciendo memoria, Berta dice que la última vez que lo vio fue hace cuatro o cinco años. Recuerda muy bien que apareció en la casa borracho y drogado junto a un amigo. No era la primera vez. Ya antes su hijo Juan llegaba muy de vez en cuando. Y cada vez en un estado más deplorable.
-Llegaba sólo para pedir plata y robarle cosas a mi mamá -dice Patricia, la hermana mayor de Juan.
La madre relata que Juan dijo que tenía dos hijas, una de 15 y otra de 18 años. Pero nadie le creyó. Cuando Juan llegó por última vez a la casa familiar, les dijo que vivía en la calle y pedía para poder comer. Eso sí le creyeron.
Juan pasó su infancia en la casa de una tía. Berta cuenta que tuvo que mandárselo «para evitar que pasara por lo mismo que el resto de mi familia». El problema era su marido y el padre de Juan: alcohólico y violento. Casi en un murmullo Berta cuenta que le pegaba a ella y a sus hijos.
La madre dice que de niño Juan era obediente y respetuoso, que decía que cuando grande trabajaría junto a su hermano Carlos en la confección de ventanas de aluminio. Que era alegre y bueno para la talla, no le gustaba bañarse, pero iba al colegio.
Los recuerdos de su hermana Patricia son distintos. Dice que de niño apenas lo vieron, que no se portaba bien, que nunca fue al colegio, que su tía lo echó a los 12 años porque se robaba cosas de la casa, que entonces volvió al hogar familiar en la población San Gregorio.
En lo que ambas concuerdan es en cómo fue la vida de Juan a partir de ese momento: comenzó a pasar sus días en la calle bebiendo alcohol o aspirando neoprén con amigos. Hasta que cuando tenía 15 años, Carlos, su hermano mayor, lo echó de la casa por haberle robado y vendido una radio para comprar drogas.
Desde que Carlos lo echó de la casa en 1978, Juan empezó a vivir en la calle. Patricia cuenta que no saben dónde se quedaba, pero que a veces lo veían por la calle 10 de Julio.
Cuando aparecía por la casa se quedaba unos días, pero su hermana y su madre dicen que sólo era para sacar cosas y pedir plata. «Desaparecía y volvía, vendía todo lo que pillaba», dice Berta. Nunca le conocieron un trabajo. Y se puso violento. Su madre cuenta que sólo a ella no la agredía, que sólo a ella le decía que la quería. Hasta que en una riña en la calle, la nariz le quedó desviada. Las pocas veces que volvió seguía en lo mismo, más viejo, pero igual: sucio, borracho, drogado, sin un peso y sin trabajo. Adicto al neoprén y a la pasta base, sus ojos estaban cada vez más rojos. Hace cuatro o cinco años ya no volvió.
Esa descripción es totalmente distinta a la que hace Margarita Pavez, en su casa en la comuna de Maipú. Ella conoció a otro Juan Alberto Silva Leal, el hombre que no tenía la nariz chueca. Ella sí supo de su muerte. Pero las fechas no calzan.
Buscamos entonces la historia del otro Juan Alberto Silva Leal, el que arrendaba una habitación en Maipú y desapareció de allí medio año después de la fecha que registra su certificado de defunción.
En junio de 2007, Margarita puso un anuncio en un kiosco de diarios del vecindario informando que arrendaba una pieza de su casa. Un hombre llegó. Le contó que antes vivía con su mamá en Estación Central, pero que la casa le quedaba muy lejos de la panadería en Cerrillos donde se desempeñaba como maestro pastelero. Le mostró su carné de identidad. Lo revisó con detención. Mal que mal, le abría la puerta de su casa. No encontró nada extraño en la cédula que llevaba el nombre de Juan Alberto Silva Leal. Y como le pareció «un tipo decente», le arrendó la pieza por $45.000 mensuales.
De inmediato Juan se instaló en la casa con un bolso y algo de ropa. Le anunció que sólo se quedaría por un tiempo. Durante ocho meses, Silva Leal fue su arrendatario. Casi siempre le pagó por adelantado y en efectivo y más del precio convenido: a veces $60 mil, otras $75 mil. No sólo eso. Margarita recuerda que siempre llegaba con cosas para la casa: aceite, huevos, leche. Y en algunas ocasiones traía pasteles. Le decía que eran de la panadería donde trabajaba.
El hombre que Margarita y su familia conocieron como Juan Alberto Silva Leal parecía no tener historia. Hablaba muy poco. Y de lo poco, lo único que contó fue sobre su madre: «dijo que sólo la tenía a ella». Nunca mencionó hijos. En una sola oportunidad lo escucharon hablar de mujeres: se refirió a una que lo abandonó. Tampoco traía amigos, con una sola excepción. Margarita y su familia se convencieron de que la vida de Juan giraba en torno a su madre.
-Le compraba alimentos, medicamentos y pañales… La única vez que me acompañó al supermercado, lo vi gastar más de $100.000 en cosas para ella. Lo pagó todo con un cheque y guardó tarjetas en su billetera -relata Margarita.
La mayoría de los fines de semana Juan Silva no se aparecía por Maipú. Lo veían salir los viernes y no llegaba hasta el domingo en la noche. Todos los días salía a las 8:30, volvía tarde y solía desaparecer días e incluso semanas enteras.
-Casi siempre él venía, se cambiaba y se iba. No sé para qué me arrendaba la pieza, si casi no pasaba aquí. Cuando volvía, contaba que había estado donde su madre -dice Margarita.
La casera de Maipú sí recuerda otro dato: Juan Alberto era bueno para el trago. Aunque asegura que no era alcohólico y menos drogadicto. «Era curaíto no más», dice.
Lo describe como un hombre de ojos grandes, contextura media, canoso y de bigotes. También dice que era serio y letrado, aunque «no se daba para hablar». Ella nunca le preguntó la edad, «pero parecía tener más de 50 años».
Cuando Juan Alberto se fue de la pieza que arrendaba, se llevó su bolso. Pero dejó su ropa: «unas cuantas camisas y unos pantalones, nada de marca, ropa de feria». Al cabo de seis meses que Juan Silva desapareciera, Margarita le regaló la ropa a los basureros de su barrio. Fue en julio pasado. Para entonces, Margarita ya tenía muchas preguntas sin respuesta. Porque en noviembre y diciembre del año pasado, sorpresivamente su arrendatario se atrasó en los pagos. Y cuando se fue sin despedirse, le debía $60.000.
Como no volvía, Margarita lo llamó días después al celular donde siempre lo ubicaba. Para su sorpresa, otro hombre le contestó: muy cortante dijo no conocer a ningún Juan Alberto Silva.
Dos semanas después, Margarita recibió la última noticia de su arrendatario. Darío, un contador que Juan Alberto presentó como un amigo, la única persona que alguna vez lo visitó, le avisó por teléfono que «Juan Silva había muerto el 12 de febrero». Dijo haberse enterado por casualidad, que lo habían encontrado en la calle y que parecía haber muerto de un ataque. Ella no preguntó más. Era febrero de 2008.
Para esa fecha un fiscal ya había firmado la autorización que le permitía al SML deshacerse de 13 cuerpos que nunca fueron reclamados. Entre ellos estaba Juan Silva Leal, el de la nariz chueca. Pero nadie había buscado a su familia y menos su rastro.
Cuando Juan, el de la nariz desviada, nunca más volvió a la casa familiar, su madre dejó constancia en el retén de Carabineros más cercano. Ahí le dijeron que lo iban a buscar. Nunca tuvo respuesta. Hasta ahora, que CIPER llega a su casa. Porque nadie le avisó que su hijo había muerto en agosto del año pasado.
-Él me hizo mucho daño, pero cómo no me va a dar pena si igual era mi hijo -dice llorando y con la voz casi en un hilo.
En el informe máxilofacial que se elaboró el mismo día de su ingreso al SML, dice: «De los dientes normalmente visibles, los anteros superiores, no se presentan por ausencia casi total de ellos. Persistencia de la pieza Nº 6 (canino derecho), con pérdida de sustancia extensa. En tanto a los inferiores, se presentan completos, diastemizados por paradentosis, disparejos. Los grupos dentarios posteriores (molares y pre-molares) se presentan muy parcializados y sin signos de intervención profesional rehabilitadora, compatible con bajo nivel socio cultural».
La descripción no concuerda en nada con la del otro Juan Silva, el que arrendaba una pieza en la casa de Margarita Pavez y tenía su nariz derecha: «Me llamó la atención su chequera y sus tarjetas, porque no parecía hombre de esas cosas, pero tampoco era un hombre de la calle», afirma.
Uno de los Juan Alberto Silva Leal era drogadicto y alcohólico, nunca trabajó ni estudió, robaba y golpeaba a sus hermanos, vivió en la calle por más de 30 años. Tenía la nariz desviada, usaba barba y no tenía dientes. Su madre no lo veía hace más de cuatro años. Murió el 8 de agosto de 2007 y nunca nadie lo reclamó.
El otro Juan Silva apareció en Maipú en junio de 2007, arrendó una pieza, tenía chequeras, tarjetas de crédito, pasaba los fines de semana con su mamá, trabajaba, era educado aunque un poco «curaíto». Tenía dientes y la nariz derecha. Y desapareció en enero de este año para morir en febrero. Pero ambos tenían el mismo nombre y rut, los mismos datos en el Registro Civil.
Si para Berta fue difícil olvidarse de su hijo, para su casera, Margarita, tampoco fue fácil dar vuelta la hoja de su historia con el otro Juan Silva. A pesar de haber desaparecido sin aviso, su presencia en la casa de Maipú seguía dejando huellas.
Después de que Juan Silva desapareció en enero de este año, Margarita empezó a recibir cuentas de múltiples casas comerciales a nombre de su ex arrendatario. Dice que casi todos los días llegaba alguna hasta que empezó a botarlas. Muestra dos que aún conserva: las tarjetas Presto (Líder) y Más (Jumbo) a nombre de Juan Alberto Silva Leal hablan de movimientos en septiembre y noviembre de 2007, respectivamente.
Entre las otras que llegaron, Margarita cuenta que muchas superaban los $700.000 de deudas. Lo que Margarita no sabía era que, según el registro en Dicom, Juan Alberto Silva Leal acumula deudas por casi $17 millones.
No sólo cuentas recibió Margarita. También le llegaron varias notificaciones de cheques de Silva protestados. Algunos eran por tres millones de pesos, otros por cuatro. Según recuerda, firmados entre octubre y noviembre de 2007. En marzo o abril de este año llegaron a su casa cuatro hombres muy bien vestidos a buscarlo. «Tenían buen desplante, así que debían ser detectives». Ella les dijo que había muerto.
-Lo buscaban por algo relacionado con una carnicería de la esquina de El Huaso con avenida Las Naciones. Yo no entendía nada, porque él dijo que era maestro pastelero por Cerrillos- dice Margarita.
Después, por ahí por abril, lo irían a buscar otros hombres que dijeron ser «del banco». Esas dos visitas serían claves para descifrar más tarde el misterio.
Ella no entiende qué hacía Juan con las cosas que compraba y por las que le siguen llegando cuentas. En su pieza sólo tenía su ropa y un bolso, exactamente con lo que llegó a su casa en junio de 2007. No tenía ni televisor ni radio. Y le pareció raro porque Margarita recuerda muy bien que en septiembre del año pasado, Silva llegó una mañana con un televisor plasma de 19″. Pero esa misma tarde se lo llevó.
Un segundo episodio agrega más confusión. Margarita recuerda que Juan Alberto Silva no llegó durante varios días para la Navidad de 2007. Hasta que el 27 de diciembre -después de cuatro días ausente- apareció con una botella de champagne y carne para hacer «un asado a lo grande». Le preguntó a Margarita si sabía dónde conseguir «falopa» para un amigo que venía de Temuco. Quería celebrar, anunció, el fin de año.
Lo que Margarita no sabía era que Juan Alberto Silva estaba celebrando otro acontecimiento. Uno ocurrido entre el 24 y el 26 de diciembre, precisamente en los días que estuvo ausente.
Fue en la fiscalía Centro Norte donde encontramos el cabo suelto que faltaba en esta historia. Fue allí que se recibió la denuncia del Banco Estado que involucraba a un tal Juan Alberto Silva Leal. En abril de este año se inició una investigación. Al menos eso aparece en el expediente.
El mismo día de la Navidad, el 24 de diciembre de 2007, hasta la sucursal del Banco Estado en Quinta Normal, llegó Juan Alberto Silva Leal acompañado de Paulo Soto Pinochet, esposo de Roxana Muñoz Díaz, funcionaria del banco. Silva se acercó al jefe de plataforma y le pidió un crédito por $8.000.000. No hubo problemas. Además de estar acompañado por el esposo de una funcionaria de la entidad bancaria, Silva presentó todos los documentos requeridos: carné de identidad, boletas de honorarios, declaración anual de impuesto a la renta, iniciación de actividades y comprobante de domicilio. Se verificaron los datos. Todo estaba en regla. Se le aprobó el crédito.
A los dos días Silva volvió nuevamente junto a Paulo Soto a cobrar el vale vista. Sacó $4.000.000 en efectivo y el resto lo dividió en dos depósitos -uno por 3 millones y el otro por un millón- en la cuenta RUT de Edmundo Eusebio Lillo Ceballos. Un día después regresó a la casa de Margarita para hacer su gran asado. Al mes desapareció. A las dos semanas Margarita recibió un llamado anunciándole la muerte de Juan Silva.
El 15 de abril, la gerencia del Banco Estado elaboró un listado con las personas que no habían pagado las cuotas de los créditos. Juan Alberto Silva Leal no había pagado ninguna. Lo buscaron en la casa de Margarita. Ella dijo que se había ido y que había muerto. Corroboraron la información con el certificado de defunción en el Registro Civil: 8 de agosto de 2007.
En ese momento en el banco se percataron de que habían sido estafados. Y presentaron la denuncia «teniendo fundadas sospechas que las personas involucradas en esta estafa son Paulo Soto Pinochet, el cual no apareció más por el banco, su esposa, la señora Roxana Muñoz Díaz, quien se encuentra con licencia médica indefinida, y el sujeto al cual le depositaron la otra parte de lo girado, Eusebio Lillo Ceballos, el cual suplantó la identidad de Juan Silva Leal».
Lillo tenía historia. O prontuario. El 11 de junio del año pasado, casi dos meses antes de que el verdadero Juan Alberto Silva falleciera, salió en libertad desde Santiago I luego de pasar tres meses preso por asociación ilícita, estafas y uso de instrumento privado mercantil. Tres años antes, en junio de 2004, registra otro período de reclusión en la Penitenciaría por giro doloso de cheques. Según Dicom, tiene deudas por más de $23 millones.
Durante 2003 y 2004, Lillo fue administrador de dos carnicerías en Cerrillos y, según la ejecutiva del banco, registra dos domicilios en Maipú: uno es la carnicería por la que los detectives buscaban a Juan Silva Leal en la casa de Margarita.
CIPER fue hasta la carnicería. Su dueño, Manuel Jerez, no estaba. Más tarde, lo contactamos por teléfono. Le preguntamos si conocía a Juan Alberto Silva. Dijo que no, que nunca había escuchado ese nombre.
Hace algunos días, CIPER fue nuevamente a la casa de Margarita Pavez. Le mostramos la foto de Juan Alberto Silva Leal -el hijo de Berta-. La ex arrendataria del hombre que hablaba poco, la miró con detención.
-Se parece mucho, pero no es el hombre que estuvo en mi casa. Estoy cien por ciento segura que no es el mismo. El que yo conocí no tenía patas de gallo junto a los ojos, su rostro era más rechoncho y tenía la nariz recta y más respingada -afirma.
Ese mismo día, Margarita reactivó su teléfono después de tenerlo tres días inhabilitado. La primera llamada que recibió fue de una ejecutiva de Tricot. Le preguntó por Juan Silva. Aburrida de que le pregunten por un muerto, simplemente respondió que no estaba, que le dejara el mensaje. «Necesitamos ubicarlo. ¿Podría decirle que se acerque a cualquiera de nuestras tiendas?», fue la respuesta que escuchó.
Días después, CIPER fue de nuevo hasta la casa de Maipú. Esta vez, con la fotografía de Edmundo Lillo.
-Ese es. Él fue el hombre que vivió en mi casa -aseguró Margarita al ver la imagen.
Hasta ese momento ningún policía había llegado hasta la casa de Berta Leal, la madre del verdadero Juan Alberto Silva. Y ello porque nadie se encargó de encontrar a los familiares del hombre que murió el 8 de agosto de 2007 en la avenida España y pasó ocho meses en una cámara refrigerada del SML antes de ser enterrado en el Patio 129 del Cementerio General. Y como nadie lo hizo, otro hombre ocupó su nombre, arrendó durante ocho meses una habitación en una casa de Maipú antes de desaparecer y darse por muerto en febrero de este año.
Lo que nadie sabe es cuál es la identidad que adoptó el segundo Juan Silva ahora. Lillo cumplió en agosto una condena de 41 días de reclusión nocturna por estafa. Pero salió libre, sin que pudiera ser formalizado por el fraude en el banco. Y aunque se le está investigando por esa y otra causa, nadie lo retuvo. Bien podría estar hablando muy poco y arrendando otra pieza en algún lugar de Chile.
Nadie sabe si Edmundo Lillo irá a la audiencia programada para el 12 de diciembre en el 6º Juzgado de Garantía de Santiago, donde será formalizado por la estafa de $8.000.000 al Banco Estado.
-No podría asegurar si el tipo va a ir o no, porque si no está preso… -dice el fiscal jefe de la Fiscalía Centro Norte, Leonardo De la Prida.
A pesar de contar en su historial con una condena como autor de una estafa residual, dos causas por estafa y una por usurpación de nombre, Edmundo Lillo no puede ser encarcelado. Los delitos contra la propiedad tienen una pena que va de los 61 días hasta los 5 años: son simples delitos, no crímenes. Para ellos funciona la ley 18.216, la que tiene tres tipos de beneficios: remisión condicional, reclusión nocturna y libertad vigilada.
Si una persona recibe condena de hasta tres años, pero no tiene antecedentes, accede al primero de los beneficios. Si por ejemplo, le dan 61 días de remisión condicional, pero reincide, se le revoca y debe cumplir la pena anterior más la nueva -otros 61 días- en reclusión nocturna. Pero no va a ir a prisión efectiva hasta que la suma de sus condenas complete los dos años.
-Un estafador de poca monta que ha sido condenado dos, tres o cuatro veces a penas de 61 días, puede optar a la reclusión nocturna -explica De la Prida- porque en total no suman los dos años. Podrá ser escandaloso, pero la explicación está en la ley 18.216 y el juego que hacen con ella los jueces, que la aplican de forma casi aritmética. El problema es que en Chile no hemos evolucionado mucho en el «delito de cuello blanco». Aquí le damos duro a los que salen robando collares en las esquinas, pero en realidad, estos tipos producen más daño.
En una fecha próxima aun no determinada se realizará una audiencia para preparar un juicio oral por una causa por estafa, ingresada en marzo de 2007 a la Fiscalía Centro Norte, en la que Lillo es el principal imputado. Y aunque le puedan dar 541 días, y ya tenga antecedentes, la suma total de sus condenas le permitiría optar a la reclusión nocturna. Y, como ocurre la mayoría de las veces, las penas mayores a 6 meses bajo ese beneficio, no se cumplen: el condenado deja de asistir. Ahí el beneficio se le revoca, pero no pasa nada hasta que lo vuelvan a aprehender.
-Lo más probable es que Lillo siga en este momento haciendo lo mismo -dice De la Prida-. Pero así es el sistema. Esa es la verdad.