Adelanto de «Allende en persona», el libro póstumo de Miguel Labarca
01.08.2008
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01.08.2008
Nueve meses después de que el libro “Salvador Allende, Biografía Sentimental” , de Eduardo Labarca, sorprendiera a seguidores y detractores del ex Presidente –no sin que más de alguno de los primeros se escandalizara-, el escritor y sus hermanos anuncian el rescate de la obra perdida de su padre, Miguel. Quien fuera estrecho colaborador del Jefe de Estado dejó tras su muerte la maqueta de una “rica descripción de la personalidad de Salvador Allende, su forma de ver la vida y la experiencia del trabajo con él”. La familia Labarca ha autorizado a CIPER para publicar como adelanto uno de los capítulos del libro, que cuenta dos desconocidas anécdotas del ex Mandatario.
“Hace algunos meses, al ordenar algunos efectos que habían pertenecido a nuestra madre, apareció una caja negra de cartón que no habíamos abierto. Estaba repleta de hojas de papel cebolla ajadas y amarillentas. Era el libro. En realidad se trataba de copias bastante borrosas sacadas con papel carbón. Entre los renglones, en los márgenes y al dorso, abundaban las correcciones y agregados hechos por el autor con lápiz de grafito. Ordenar ese cuerpo fue tarea compleja”.
Así relatan los hermanos Eduardo, Miguel y Margarita Labarca Goddard cómo descubrieron una joya que habían estado buscando desde la muerte de su padre, Miguel Labarca, ocurrida en 1989. La historia de cómo los tres hijos del ex colaborador de Allende y de Lillian Goddard Álamos es interesante por sí sola. Por ello reproducimos acá dicho relato –que además incluye una reseña del autor-, que es a la vez la introducción del libro.
“Allende en persona” será publicado próximamente por la editorial Fondo de Cultura Económica, y en esta ocasión CIPER ofrece como adelanto el capítulo 29, titulado, “Dos guayaberas y una capa castellana”, que relata dos desconocidas anécdotas –ambas en el marco de la actividad política de esos años- protagonizadas por el ex Mandatario.
A alguna distancia, Allende daba físicamente la impresión de ser más pequeño que su real estatura, que superaba a la mediana. Hombros anchos y vigorosos, cuello fuerte y brazos recios y una caja torácica dilatada, imponían a su estampa el aire de un deportista eficiente, siempre en forma y sin exceso de kilogramos. Su actitud alerta y vivaz, no obstante una silueta un tanto cuadrada, aparecía subrayada por su modo de andar, en que la mano derecha hundida, por lo general en el bolsillo del pantalón, imprimía a sus desplazamientos, por la ligera inclinación del hombro, un leve balanceo casi provocativo que llamaría a meditar a cualquiera antes de osar hacerle objeto de una actitud agresiva.
La nota dura de su apariencia se esfumaba al observarle de cerca. Su rostro de piel clara, cuyos matices de cambiante colorido no disimulaban sus impresiones, se veía humanizado por la abundante cabellera ensortijada y obscura, con algunos visos rojizos al trasluz, insertada en una amplia frente de líneas correctas. Una mandíbula cuadrada, rubricada por una barbilla notoriamente breve y aguda, ocupaba el centro del trazo general de ese rostro. Sus anteojos de cristal grueso encajaban en una nariz aguileña atenuada, sobre una boca de línea cordial y predispuesta a la sonrisa, en la que un bigote breve y cano acentuaba su benevolencia.
Según alguien, que lo juzgaba devotamente desde una íntima adhesión femenina, Allende resultaba casi conmovedor desprovisto de sus anteojos. La cortedad de vista tan seria imprimía a su mirada el erratismo doloroso de quien tiene que vencer el desamparo para desenvolverse con normalidad. Deportista múltiple y conductor de automóviles con el placer de la velocidad, desarrolló una asombrosa precisión de reflejos, seguramente por una imposición del subconsciente, que compensaba la inferioridad visual de la que era víctima y que muy pocos observadores descubrían.
Antes de ser Presidente, por lo general prefería conducir personalmente su automóvil en las rutas, dirigiéndose con urgencia de un punto a otro del territorio a altas velocidades. Cuando tenía verdadera confianza con quien se sentaba a su lado, le advertía: “No te descuides. Fíjate bien en al camino: tú, pones los ojos; yo, las muñecas…”, con lo cual aludía a la habilidad que se le atribuía en política, de ser “la mejor muñeca del maquineo parlamentario”. El sistema de colaboración automovilística arrojó siempre excelentes resultados. Después de años y años de recorrer incesantemente miles de kilómetros en todo tipo de circunstancias, jamás tuvo un accidente mientras hacía de chofer.
Al iniciarse el viaje, sus pasajeros se inquietaban cuando escuchaban las recomendaciones que daba al improvisado oficial de ruta. Pero una vez que apreciaban su manera de desenvolverse tras el manubrio, se creaba una atmósfera de tranquilidad. Además, solía rubricar su actitud afirmando: “¿Ven ustedes…? Para mala suerte de mis adversarios, soy inmortal…”
En el orden físico, como en todos los demás aspectos, personificaba el esfuerzo y la constancia. La madurez de la edad ennobleció sus rasgos y modales, dotando sus gestos de serenidad y atenuando las reacciones agresivas o desafiantes. Vestía cuidadosamente, pero deslizando un sello juvenil y aun de alegría de colores. No podía menos que reconocerse que, en las circunstancias y actos que lo requerían, hacía gala de una corrección hasta solemne en su presentación y comportamiento. En una ceremonia, se presentaba con la genuina dignidad cívica de la autoridad republicana.
Después de visitar reiteradamente Cuba, cobró devoción por la guayabera, ya que por naturaleza era sensible al calor. La adoptó sin reticencias para el verano. Su convencimiento de que se trataba de algo esencialmente lógico si la temperatura era ardiente, le hizo presidir algunas sesiones del Senado, cuando el aire acondicionado aún no se instalaba, en guayabera tropical. Salvo el secretario de la corporación, funcionario permanente que identificaba la respetabilidad parlamentaria con la gravedad vacua, nadie se indignó.
En general, en la vida diaria, usaba chaquetas de tipo deportivo, así como abrigos de cuero o chaquetones de paño grueso o jerseys amplios y cómodos. En muchos casos, una camisa de color, sin corbata, acentuaba su despreocupación aparente. Al principio, se consideró su falta de formalismo en la vestimenta como una afectación. Con el correr de los años, esta circunstancia pasó a ser connatural a su imagen, tanto más cuanto sabía distinguir con claridad las diferenciaciones impuestas por los convencionalismos razonables.
Después de visitar reiteradamente Cuba, cobró devoción por la guayabera, ya que por naturaleza era sensible al calor. La adoptó sin reticencias para el verano. Su convencimiento de que se trataba de algo esencialmente lógico si la temperatura era ardiente, le hizo presidir algunas sesiones del Senado, cuando el aire acondicionado aún no se instalaba, en guayabera tropical. Salvo el secretario de la corporación, funcionario permanente que identificaba la respetabilidad parlamentaria con la gravedad vacua, nadie se indignó.
La guayabera se difundió y el dueño de una gran tienda de artículos para hombre que mantenía excelentes relaciones con Allende, le pidió prestada una de las suyas para copiarla y producirla comercialmente. Al devolvérsela, el amigo le hizo llegar dos ejemplares de los producidos en sus talleres. El comerciante anunció que pondría la marca “Chicho” a sus guayaberas. Allende –que difícilmente perdía el buen humor– tomó el teléfono y manifestó al fabricante: “Temo que te vaya a ir mal con la venta de las guayaberas. Tu tienda es de lujo y sólo para ricos. La epidermis de tus clientes se va a erizar cuando se den cuenta del significado de la marca… Si quieres ganar dinero, fabrica un tipo popular y véndelas barato en las poblaciones. No te cobraré participación alguna”.
No se supo más de las guayaberas de la gran tienda, que al parecer no se llegaron a fabricar. Allende me regaló las dos muestras. Al poco tiempo llegó una factura con un precio sumamente alto por las guayaberas. El pago se hizo de inmediato.
Si el episodio de la guayabera amarga un poco la boca, otro, el de la capa española, demostró que los hombres abiertos de alma pueden desempeñar un papel positivo en las relaciones entre los Estados.
Una noche, cerca de las doce, concurrí a Tomás Moro a hablar con el Presidente acerca de un serio problema causado por la Corfo que me parecía urgente resolver. España había abierto sus fronteras desde antiguo al nitrato de Chile, nuestro abono natural, cuya empresa productora yo dirigía. El Presidente estaba ya enterado a grandes rasgos de ciertos tropiezos que habían surgido en las transacciones y ni siquiera interrumpió su partida de ajedrez. Me dijo: “Te encuentro toda la razón. España es un gran cliente para nosotros en materia de salitre. Nos otorga facilidades excepcionales, a pesar de contar con una buena industria para producir salitre sintético. Tenemos que cumplir el compromiso contraído y que yo he patrocinado. Hay que realizar la operación de la que me hablas, la cual, además de ser adecuada para Chile, implica reciprocidad hacia un país que nos trata bien, no obstante su posición política tan distinta. Por lo que me explicas, veo que en los obstáculos que han puesto a última hora algunos servicios chilenos hay un prejuicio político explicable, pero que yo no acepto”.
“Resulta –respondí– que ya se ha comunicado la negativa a la Embajada de España y creo que se originará un problema personal para el embajador, quien se ha esmerado en buscar una solución conveniente, y una tirantez de fondo con el gobierno español”. “No te preocupes… yo arreglaré en el acto las cosas. El embajador, como buen español, debe acostarse tarde y me parece un hombre llano y muy cordial. Voy a telefonearle de inmediato”, dijo Allende.
Ante el insólito requerimiento, el telefonista de guardia de la casa presidencial le debe haber dicho algo sobre la hora, porque el Presidente insistió: “Échele, échele para adelante, no más…” La respuesta fue muy rápida. El señor embajador aún no se había retirado a sus habitaciones. El diálogo telefónico resultó cordial, pero breve. Se resolvió celebrar una entrevista de inmediato, aceptándose la proposición del Presidente de que yo fuera a buscar al diplomático a su residencia. Así se hizo. Durante el breve trayecto, nos abstuvimos de cambiar impresiones. Al llegar a la residencia de Tomás Moro nos aguardaba el Presidente en los jardines, arrebujado en su capa azul de médico chileno.
El desarrollo de la entrevista no tuvo complicaciones. Allende repitió más o menos lo mismo que antes me manifestara. El diplomático reaccionó con firmeza y claridad, lo que puso en evidencia que, por desgracia, no me había equivocado al apreciar las proyecciones adversas del cambio de frente chileno. La negativa de la Corfo, que acababa de comunicársele, significaba desentenderse de un convenio que se había logrado tras vencer obstáculos administrativos en Madrid y hacer frente a intereses españoles atendibles. Pero, en fin, todo se dio por superado, comprometiéndose el Presidente a impartir las órdenes de rigor en la mañana, y yo experimenté el tremendo alivio de saber que las 80 mil toneladas de salitre que España recibía, tendrían acceso al mercado.
La conversación se prolongó en un terreno de extrema simpatía y derivó hacia el tema de la capa que lucía Allende. El embajador aseveró que, sin ánimo de herir al Presidente, debía decirle que su capa no era digna de alguien de su categoría. En seguida, al apreciar el entusiasmo auténtico de Allende por el tema, el diplomático, buen psicólogo, explicó las características, preciosismos y secretos para iniciados que han de reunir las capas castellanas de prosapia.
El Presidente arguyó, algo desolado, que en la época de juventud de nuestra generación sólo vestían capa los poetas, entre ellos Neruda, que lo hacía en la bohemia santiaguina con especial autoridad. Allende explicó que posteriormente, en sus viajes por España, no había osado comprarse una por temor a parecer figurante de cine. El embajador replicó: “Presidente, permítame darme una satisfacción muy sincera. Tengo yo dos capas auténticas. Esta misma noche, cuando me mande a dejar, le haré llegar una”. En el clima de cordialidad que se había creado, habría sido impertinente rechazar. Una importante negociación había alcanzado una solución caballeresca que superaba los convencionalismos de la razón de Estado.