Incendio en la Torre 5: Las 81 muertes que gendarmería quiere olvidar
24.10.2016
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24.10.2016
Por Tania Tamayo
En la torre cinco del penal, la pieza chica del cuarto piso sur medía 28,81 metros cuadrados y tenía cinco camarotes. Era cómoda y ventilada en comparación con la grande, que incluía 19 literas y seis subdivisiones artesanales conocidas como “casas” o “carretas”. Al frente se encontraba el baño, con cinco lavamanos, tres inodoros, dos duchas y una pileta. El total de internos en esa área el día del incendio era de 71 personas.
En el ala norte del mismo piso, en tanto, existía la misma infraestructura. Al fondo, después de la tragedia, se encontraron siete cuerpos reconocibles gracias a sus huellas dactilares, tatuajes y cicatrices. Otros tres quedaron en el baño, inflamados, y cinco —a quienes se les hizo labores de reanimación sin resultados— yacían en el patio de carga al lado de los camiones de basura. Fueron 15 los fallecidos en ese lugar por inhalación del humo y gases tóxicos, mientras que en el ala sur murieron 66. De ellos, 51 quedaron calcinados y de los 15 restantes solo se encontró restos. Piernas, fémures, tibias, cráneos. La edad promedio de los fallecidos por el incendio de la cárcel de San Miguel era de 24 años.
Desde el ala norte se escuchó que le habían pegado al Taita Mario, que se movieron camas, que hubo forcejeos. El Chocolo también gritó. “¡Me metieron mano!”. Un puntazo con arma blanca. Desde lejos se veía que peleaban otros también: el Bryan, el Cototo, el Monstruo Julián. Todos, dicen, de la población José María Caro. Los del grupo de la pieza uno se refugiaron allí, junto a otros dos internos avezados de los cuchillos. El Diego Portugués, hábil con las lanzas como nadie y tan asiduo a las riñas que ya había sufrido la pérdida de medio riñón; y el María de los Perros, amante de los animales y privado de libertad reiteradas veces desde la adolescencia. Ambos renombrados personajes del piso, los que tras ser acorralados se parapetaron, y comenzó la batalla con estoques que se acrecentó con un cruce de una litera de tres camas en la zona de la puerta.
El grupo del Chocolo había logrado encerrar a los otros. Sin embargo, el infierno comenzaría segundos después. El reo denominado el Aguja, Juan Escanilla Leiva, junto al Alan, Alan Ñanco Soto, los dos de la pieza cuatro,tomaron un cilindro de gas y lo transformaron en lanzallamas.“Se te acabó la playa”, fue uno de los últimos gritos de batalla mientras por el hueco del metal avanzaba el gas. En el momento se sintió un fuerte golpe en una lata y el sonido de la válvula del cilindro que junto a la llama—cuentan—fue disminuyendo con el tiempo.
Lo primero que prendieron fue un colchón de litera que los atrapados pudieron atravesar con sus lanzas y botar hacia adelante separándolo de la estructura, pero el colchón nuevamente fue ingresado a la pieza chica por el Aguja, el Alan y los otros. Y en cosa de segundos, adentro y fuera se prendieron las cortinas, las sábanas, los cables de conexiones hechizas y todo el material de plástico que había en el sector y que comenzaba a caer como líquido hirviendo en el cuerpo de los detenidos.
—Está mi hermano, loco, déjenlo salir —gritaba el Palito que con un cuchillo en cada mano trataba de hacer entrar en razón a sus amigos—. Me van a matar a mi hermano, conchesumadre.
El interno Víctor lo escribió así en su relato del día siguiente en un cuaderno que guarda hasta hoy como tesoro:
Y prendio [sic] el fuego y a punta de lansa [sic] se empeso [sic] a llevar a cabo la tragedia. Cada vez encendían mas cosas: frazadas, colchones, ropa, biombos. Y lo peor fue el lanzallamas en nuestro piso todos gritábamos: loko no peleen, conversen alovio, se van a matar entre ustedes. Era algo que se había salido de control y se empesaba [sic] a incendiar el piso completo.
En la penúltima pieza del ala sur, un perquin, llamado Rasputín, informaba a los otros que permanecían acostados que afuera de la carreta había gente encapuchada encendiendo balones de gas. “¡Hay un machuca’o prendiendo fuego con una capucha amarilla!”. Esa alerta sirvió para que el resto reaccionara y saltara de los camarotes al suelo tratando de salvarse.
Al frente, los que gritaban y se apegaban a las ventanas para respirar entre las celosías de metal, se desmayaban de a poco por la inhalación de los gases y caían con sus cuerpos sobre los de sus compañeros. Ahí estaban el Henry, el Ampolleta, el Ale, el Jorgito, el Churreja. Los últimos dos habían tenido hace unas horas una pequeña discusión porque el Churreja, sin pedir permiso, había prestado un equipo de música, propiedad del Jorgito, al Ricky de la pieza sur.
Dentro del baño sur los internos se pisaban unos a otros y cuerpo a cuerpo luchaban por conseguir acercarse a alguna llave desde donde saliera un hilo de agua. Hubo quienes entraron gateando y otros que ya en el lugar se estiraban acostados entre la pileta y las duchas. Se revolcaban, se quemaban con el agua, ahora caliente, que se había juntado como una piscina en el suelo de cerámica. Los que estaban en las piezas, al ver llegar a los gendarmes, se asustaron sin pensar que era una ayuda. Corrieron hacia el fondo creyendo que los iban a castigar por participar en la gresca. “¡Vienen los pacos!”, gritaban. Y muy pocos se acercaron a la entrada.
Un sobreviviente del cuarto sur describió que al salir vio mucho humo negro y que por eso se tiró al piso. Que había olor a gas. Que encontró una bacinica y metió la cabeza. Que cuando llegaron los funcionarios, uno de ellos trató de abrir los candados, pero el candado de arriba fue imposible. Que otro gendarme metió su bota haciendo palanca y el primero gritó que empujaran la reja. Que con algunos reclusos hicieron fuerza en la parte inferior de las latas. Que en la parte de arriba el fierro de la reja estaba de color rojo. Encendido, incandescente.
El gendarme que generaría el espacio y que luego lloraría en el juicio al recordar lo ocurrido era Cesar Gómez Antipe. Después de que el cabo Bravo intentara hacer funcionar el equipo IFEX contra incendios desde la escalera tres veces y que el teniente Hormazábal ocupara en dos ocasiones el extintor, Veroíza —que posteriormente pasaría todo un día hospitalizado por la fuerte exposición al calor— entregaba las llaves del manojo a Gómez. El manojo era grueso y tenía doce llaves. Gómez encontró el cartón que decía “4”, pero al acercarse al candado e introducir por completo la llave, tras varios intentos esta no giró. El calor ya impedía respirar.
Ahí ordenó:
—¡Péguenle pata’ a la reja!
—Échenle las camas encima —gritaban otros funcionarios hacia adentro.
Y en uno de esos tantos intentos Gómez visualizó un movimiento en la parte inferior de la reja, gracias al cual algunos internos pudieron salir. El primero fue Fernando Panaguirre, seguido por Jaime Hernández. No obstante, un recluso que venía atrás no pudo pasar por el espacio de 20 centímetros que quedó entre puerta y puerta. Por eso retrocedió para que salieran Patricio Bastías, Nicolás Cáceres y Juan Carlos Ramírez. Ese hombre solo salió horas después sin vida y cubierto de hollín.
La estrategia de embriagar a los avezados del colectivo, cual táctica de guerra para luego expulsarlos, había llevado a los dos bandos a la muerte. Las peleas con arma blanca en recintos penitenciarios nunca dejarían de existir. Solo en los tres años siguientes (de 2011 a 2014), de 563 muertes en las cárceles chilenas, 290 serían por enfermedad, 79 por suicidio y 194 por riña. Hoy los porcentajes no varían.
El siete de diciembre de 2010, día anterior a la tragedia, se realizó en ese piso y esa torre un allanamiento a las 15.30 horas. Inspecciones que se intensificaban en el mes de diciembre por los feriados, las fiestas de fin de año y la recordada fuga de cuatro integrantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez en helicóptero el 31 de diciembre de 1996. Con ese objetivo, los internos del Centro de Detención Preventiva de San Miguel (CDP de San Miguel) eran bajados en forma rápida y reducidos por los guardias en columnas al medio del patio.
La Unidad de Seguridad Especial Penitenciaria (USEP) no vendría ese día con sus uniformes especiales y sus perros, pues aquello era solicitado solamente cuando el procedimiento se realizaba en una torre completa.
En aquel allanamiento, a cargo del teniente Eduardo Medel, encargado de la cruceta —nombre que se les daba a las torres por su forma de cruz—, se encontraron 40 litros de chicha en un balde dentro del baño, 16 estoques de distintas dimensiones y dos teléfonos celulares en el pasillo. No había chips ni carcasas de teléfonos como otras veces. Y nada comparado a los uniformes de Gendarmería descubiertos en la torre tres, un par de meses atrás, dentro de las tazas turcas de los baños. Un hallazgo que dejó a los vigilantes con la idea de una fuga inminente y la necesidad de remodelar los baños con inodoros normales, un cambio que estaba en pleno proceso y tenía la escalera caracol de la torre cinco inutilizada, llena de materiales de construcción. Además, trascendía una información de carácter “informal” sobre la tenencia de armas de fuego a manos de la población penal.
Pero, aunque esa tarde se incautaran varias especies, en la noche del siete de diciembre y la madrugada del día ocho los teléfonos no dejaron de funcionar en el piso, y la chicha y la pasta base continuaron pasando de mano en mano.
Los presos “del cuarto” tenían estrategias, similares a las del resto del penal. Una era el llamado correo, mecanismo gracias al cual se trasladaban conchos de pájaro verde (bebida alcohólica hecha con fruta y útiles de carpintería que necesitaba por lo menos 15 días de fermentación), cigarros y lanzas. A través de cordones, tiras de género o pitillas, subían y bajaban el elemento prohibido. Pero la estrategia más conocida era la del pelotazo, una bola envuelta en scotch que contenía teléfonos, sierras de diez centímetros para hacer los cuchillos, droga, dinero, dibujos de los hijos o cartas de amor. También chicota, la pastilla conocida como “píldora del olvido”.
Víctor, recuerda:“Todo dependía de la calidad del pelotero. Este se tenía que parar en la calle Frankfurt, cerca de nuestra cancha,y tirar el pelotazo. De esos pelotazos no todos llegaban. Algunos volaban con mucha fuerza y pasaban de largo al patio de la torre cuatro,mientras que otros eran interceptados por los pacos. De un total de diez pelotazos, uno podía alcanzar cuatro, apenas”. Aún así, si no tenían suerte con recibir el envío, los mismos reos compraban en el interior de la cárcel tres pedazos de sierra por diez mil pesos para hacer cuchillos.
Con las herramientas subían a las piezas, cortaban los fierros de los camarotes, medían el arma de acuerdo a la cantidad de baldosas (tres o cuatro), las marcaban en el suelo y terminaban de afilar, demorándose un día en eso. Finalmente, le adherían al cuchillo un palo de dos por dos centímetros de ancho y con ello se transformaba en lanza. Si no quedaba apretada, el fierro afilado se amarraba con elásticos de calzoncillos.
La vida en el CDP de San Miguel tenía mañas y códigos. Si había que armar cuchillos era porque siempre podía ser necesario agarrarse atajos después de que se cerraban las rejas y se pasaba la última cuenta a las 17.00 o 17.30 horas. Los problemas se solucionaban en el momento. Si alguno no tenía el valor de pelear, iba a venir un amigo suyo y lo iba a tajear por poco vivo. El mundo era de los vivos en San Miguel y la limpieza, también. “Limpieza es viveza” se le decía al perquin para que hiciera la pega. Que hiciera las camas, que ordenara los camaros, que limpiara el baño. El dueño del perquin no podía dar muestras de suciedad. Tenía que oler bien, usar ropa de marca, mantener un buen ambiente.
“El perquin te hacía de todo. También le podías llamar ‘hijo’ y él te podía decir ‘papi’ o ‘tío’. Te traía los platos con la cagá de comida del rancho (palabra con la que se denomina la comida entregada por el Estado en prisión). Te cocinaba,o el hueón se echaba la culpa si venían los pacos y te encontraban algo escondido. Pero no era gratis. Había que alimentarlo y vestirlo, porque nunca andaban con plata: no los iba a ver nadie. Lo más seguro es que los perquins estaban ahí por volaos, por andar en la calle paveando. Entonces siempre estaban agradecidos. Yo quería a mi perquin”, asegura Roberto, otro de los sobrevivientes.
Los que saben de estadísticas carcelarias entienden que las fichas de clasificación de los reclusos no siempre daban cuenta de la realidad. Que un reo tuviese, dentro de la Unidad Penal, más infracciones o castigos que otro en los papeles, no significaba que fuera peligroso. A veces eran sus jefes o dueños quienes cometían las infracciones y el perquin asumía la culpa.
Cuando el rancho llegaba a la reja en fondos de comida hirviendo, el perquin se acercaba con los platos y se lo llevaba a los demás que esperaban en las carretas. “Nosotros le sacábamos la tumba (carne) al plato y con eso nos hacíamos algo mejor. O las papas. Cocinábamos tallarines con salsa. Cazuela. Algo rico. Por último, freíamos todo y le poníamos ensalada. Nadie se comía el rancho”, reconoce José, sobreviviente del ala norte. En general, la comida fiscal traía “sopas de misterio”, aseguran. Sopas con fideos, verdura o papas. Todo recocido.
Porque comer comida de cárcel era y sigue siendo de poco estatus. Que el rancho lo comieran los que no sonaban en el piso, los que tenían poca ficha y no buena ficha, como se le denominaba al choro, al más vivo. Comer rancho implicaba que ningún familiar les ingresaba comida o no había dinero para comprar en las movidas con los presos que trabajaban en el casino, que vendían a escondidas los kilos de porotos, tallarines, arroz y carne. Por eso el choro acogía a quienes tenían “buena situación”, porque este recibía más encomiendas y así alimentaba a los demás y a sus jefes.
Las casas o carretas— espacios en los que se organizan los reos para vivir— estaban separados por sábanas, frazadas fiscales, forro de colchones fiscales celestes, y toallas, afirmadas en cordeles. Así se juntaban grupos por amistad, por barrios, poblaciones o afinidad. Y cuando no había cocinilla con balón de gas, se quemaban zapatillas o ropa, todo lo que fuera combustible, en un fogón. La espuma de los colchones tenía además la utilidad de funcionar como papel higiénico, aunque con esto se tapara el alcantarillado. Losgendarmes se quejaban con ellos, pero nunca hubo cambios de conducta.
En la noche se jugaba a las cartas mientras tomaban mate. Algunos apostaban con billetes. Sobre esas jornadas, Roberto, uno más de los sobrevivientes del incendio, describe: “Generalmente era tranquilo, no hacíamos tantos carretes, más bien compartir. Porque pa’carretear tenías que preparar la chicha como tres semanas y, si te la pillaban antes, el copete se iba en cana, o sea, se lo llevaba el paco y ahí uno perdía no más. Pero sí poníamos música fuerte o veíamos tele. Jugábamos carta hasta bien tarde”.
Ahí se conversaba sobre las parejas, sobre las peleas con ellas. Se decían “andabai con el carro”, “andai con el trineo”, “andai con el trineo salvaje”. Si habían hablado con las novias y discutían, los otros se burlaban. “Quedaste bravo con la bruja”, en son de broma. Pero si se veía alguna riña el tono de la discusión cambiaba, porque además de cuchillos, se manejaban cilindros de gas en casi todas las casas, cilindros que eran comprados con el sistema regulado de Economato, aprobado por el jefe interno, el director regional y admitido a nivel nacional por la institución. Aún cuando en el cuarto piso de la torre cinco de San Miguel el uso de los balones en peleas no se daba por primera vez.
Para eso se mandaba a un perquin al patio de carga con el balón de gas vacío y tras el pago de 5.900 pesos por uno de cinco kilos o 10.900 pesos por uno de once, el interno volvía con combustible para cocinar. Práctica criticada por riesgosa, al igual que el uso de parafina dentro de las celdas porque facilitaba los levantamientos en los penales. En los motines, los internos también se monreaban. Ese término significaba amarrar las rejas con cables y paños para que Gendarmería no pudiera ingresar. También introducir palos de fósforos en los candados. Mientras que para transformar el balón en un “soplete” solo había que adherir una manguera o tubo a la válvula y prender la punta con un encendedor. Lo otro era lanzar el balón completo en medio del fuego por si soltaba gas y aumentara sí el tamaño de la hoguera.
En las mañanas, la vida comenzaba temprano con la cuenta. Entraban los gendarmes, los internos salían de las carretas y se volvían un número. Una ficha pequeña de cartón con un timbre del Gobierno de Chile se completaba con el número de internos de cada colectivo, de cada piso, de cada torre. Luego, los que participaban de la escuela municipal “Hugo Morales Bizama”, que funcionaba dentro de la cárcel, se levantaban. De los que murieron en el incendio, 19 privados de libertad estudiaban en ella.
El alcalde de la comuna, Julio Palestro, el mismo ocho de diciembre después de la tragedia, comunicó a los medios que lamentaba “la muerte de los 19 alumnos de la escuela municipal”, pero inmediatamente a ello afirmó que desde el 2000 estaba haciendo gestiones con los vecinos para trasladar el recinto penal de su comuna “por la delincuencia”.
El edil Palestro se refería a la escuela que funcionaba de lunes a viernes, con ciclos y capacitaciones en la mañana y, en la tarde con dos primeros niveles (de 1º a 4º básico), cuatro segundos(de 5º a 6º) y cuatro terceros (de 7º a 8º). Eran 303 alumnos en total, con cinco profesores, un jefe de la Unidad Técnico Pedagógica (UTP) y un director de Escuela. El CDP en total albergaba 1.956 prisioneros el día del incendio y su capacidad era de algo más de 700. No hubo forma de esconder el hacinamiento aquel día.