EL CRUDO ANÁLISIS DEL CIENTISTA POLÍTICO DEL MIT, BEN ROSS SCHNEIDER:
«El capitalismo jerárquico de Chile difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado”
04.05.2016
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EL CRUDO ANÁLISIS DEL CIENTISTA POLÍTICO DEL MIT, BEN ROSS SCHNEIDER:
04.05.2016
El bajo crecimiento económico y la desconfianza hacia la elite política y empresarial dominan hoy el debate en Chile. El martes 19 de abril, prácticamente a la misma hora, se expusieron en Santiago dos formas muy distintas de encarar estos problemas. La prensa económica no reparó en esta curiosa coincidencia porque solo cubrió uno de los eventos.
En la CEPAL la economista Mariana Mazzucato, autora del superventas El Estado Emprendedor, ofreció una conferencia en la que rescató al Estado en su rol de motor de la innovación. Contra las ideas dominantes que lo pintan como arcaico e inútil, Mazzucato mostró que buena parte del éxito comercial de Apple, de la farmacéutica GlaxoSmithKline o de Google, tienen su origen en una cuantiosa inversión pública en investigación y no, como se cree, en el espíritu de aventura de algunos inversionistas. El capital de riesgo, afirmó, llegó a esos negocios cuando el riesgo ya había pasado.
Para tener crecimiento sostenido -argumentó Mazzucato- es clave que el Estado asuma financieramente grandes “misiones” (al estilo del desafío norteamericano de llevar un hombre a la Luna), pues muchos sectores económicos se activan al intentar dar solución a los problemas que esas misiones plantean. Mazzucato dijo a CIPER que, si en este modelo no se reconoce el aporte del Estado, “no solo entendemos mal cómo ocurre la innovación, sino que alimentamos la desigualdad, permitiendo a las firmas recibir mucha más recompensa de la que les corresponde si tomamos en cuenta lo que pusieron en el proceso”.
En paralelo, los empresarios convocados por ICARE exponían en el Hotel Haytt su visión y propuestas para reactivar la economía, cuyo lento crecimiento el Banco Central proyecta entre 1,25% y 2,25% para este año. Expusieron: Alberto Salas, presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio, organismo que llegó con 109 propuestas; el economista Joseph Ramos, presidente de la Comisión Nacional de Productividad, que aportó 21 propuestas. Y la Presidenta Michelle Bachelet, cuyo gobierno hizo otras 22 propuestas.
En esa reunión, las ideas de Mazzucato habrían sonado extrañas, pues el Estado solo fue mencionado como culpable de poner trabas burocráticas al crecimiento. De hecho, de las 152 propuestas, la mayoría de las que aluden al Estado buscan cambiar normas laborales o financieras y bajar impuestos, es decir, achicar y redirigir la burocracia para que la inversión privada vuelva a ser el motor de la economía. El abogado Juan Carlos Eichholz, uno de los expositores, anotó que varias de esas propuestas llevaban años sobre la mesa. Dijo que no se concretaban por la existencia de grupos de poder dentro del Estado, por ejemplo, los funcionarios públicos del Registro Civil o los notarios.
La débil formación de la fuerza de trabajo también fue mencionada en ICARE como responsable del bajo crecimiento. Desde hace tiempo hay acuerdo en ese punto (ver informe del BID de 2001), y eso ha justificado un sinnúmero de políticas educativas, como el Crédito con Aval del Estado (CAE) o la actual política de gratuidad universitaria. Sin embargo, eso no ha sido suficiente: un tercio de la fuerza laboral es analfabeta funcional, recordó Joseph Ramos, por lo que no sólo nos toma más tiempo producir sino que hay muchas cosas que simplemente no podemos hacer.
Probablemente, porque estaba la Presidenta presente, no se mencionó con la intensidad usual la otra gran causa que los empresarios esgrimen para el bajo crecimiento: la incertidumbre que habrían creado entre los inversionistas las reformas estructurales del gobierno, especialmente la tributaria y la laboral.
En su discurso, la Presidenta celebró los puntos de acuerdo de los paquetes de propuestas, entre ellos, la simplificación de trámites para facilitar el emprendimiento; fomentar el vínculo entre empresas y universidades para generar respuestas innovadoras a los problemas productivos; y hacer coincidir la educación de los colegios e institutos con las necesidades productivas. Bachelet llamó a los empresarios a una convergencia: “ya no meros diagnósticos y análisis, sino pasar a la acción”.
Como la posibilidad de éxito de cualquier acción depende no solo de la calidad de datos que se consideren, sino también de la información y de los actores que deja fuera el análisis, hay que decir que en el encuentro de ICARE lo que se omitió fue lo que estaba más presente: la empresa y sus decisiones productivas, la forma de pensar de sus dueños tanto en los negocios como en la sociedad. Se habló del impacto de grupos de poder dentro del Estado, pero no de cómo se ve afectada la productividad cuando las empresas tienen una posición dominante en el mercado y ejercen control de los precios a través de acuerdos con la competencia. Una violación a las reglas del mercado que se investiga respecto de los pollos, los supermercados, el papel tissue, etc.
Se habló de la burocracia como freno, pero no se analizó nuestra dependencia de la explotación de materias primas, ni se discutió cómo abrir sectores nuevos y qué rol le cabe al Estado en esa apertura.
El análisis que hacen importantes investigadores internacionales -que se presenta a continuación- indica que no mirar a las empresas hace comprender mal las causas del problema productivo y genera respuestas incompletas. Un asunto que se vuelve capital cuando la Presidenta anuncia que ya no es tiempo de más análisis sino de actuar.
Hace pocos meses, Ricardo Hausmann, economista de la Universidad de Harvard, dijo a CIPER que Chile sabe muy poco para ser desarrollado: “El problema es que el precio del cobre cayó y la economía chilena no tiene otra cosa que la empuje. Y las cosas que no son cobre son los mismos arándanos que están vendiendo hace 30 años”. Para Hausmann, si casi no crecemos no es principalmente por las reformas que está haciendo el actual gobierno -como han argumentado el ex Presidente Sebastián Piñera o el economista Sebastián Edwards-, sino por nuestra incapacidad de crear nuevos negocios y actualizar los viejos para que sigan siendo rentables.
En contra de nuestra obsesión por el Producto Interno Bruto (PIB) como indicador de cuán cerca estamos del desarrollo (nuestro PIB per cápita es de US$15.000 y nos faltan US$7.000 para alcanzar a Portugal), Hausmann argumenta que esa cifra es sólo el reflejo de lo que de verdad nos separa de los países prósperos: la variedad y complejidad de los productos que sabemos hacer. Los números de nuestras exportaciones le dan la razón: el 65% son materias primas, y de ellas, el 80% es cobre. Más grave: la mitad de ese cobre se exporta sin refinar, es decir, vendemos una arena negra 30% cobre, 70% escoria (ver columna de Felipe Correa en CIPER)
Cuestionando la convicción chilena de que mejorando la educación mejoraremos nuestra productividad, Hausmann argumenta que lo que saben hacer los países, lo saben en sus empresas, no en sus escuelas o universidades. Es decir, el desarrollo no pasa –no solo- por mejores mallas curriculares o mejores profesores, sino por lo que ocurre y no ocurre al interior de las empresas: qué producir, cuánta tecnología ponen en ello, cómo se organiza el trabajo, etc. Y afirma que, en muchos casos, son las empresas que quieren producir algo las que forman a sus trabajadores.
Desde un punto de vista productivo preguntarse por qué Chile no es Finlandia, equivale a preguntarse por qué la Papelera (empresa estrella del Grupo Matte) no es Nokia, como afirmó en 2006 el rector de de la Universidad Adolfo Ibáñez, Andrés Benítez en revista Capital. El ejemplo es certero porque la finlandesa Nokia partió siendo una empresa forestal como la Papelera, pero tras una fuerte y constante inversión llegó a dominar el mercado de los celulares.
Esta dependencia de las materias primas, que en Chile no se discute, es para varios investigadores un freno central para el crecimiento. Ha-Joon Chang, economista de la Universidad de Cambridge, describe la debilidad de este tipo de desarrollo en su libro Malos samaritanos (2007 RH business books). Dedicarse a explotar bienes primarios, explica, puede ser buen negocio durante un tiempo, como lo fue para Argentina que llegó a ser el quinto país más rico del mundo a comienzos del Siglo XX gracias al trigo y la carne. El problema está en el largo plazo. Primero, porque la productividad de los commodities crece más lento que la de las manufacturas y es fácil quedarse atrás (usted puede inventar una forma de ensamblar un refrigerador en la mitad del tiempo que su competidor, pero difícilmente logrará que en un mismo terreno quepan mas vides para producir más vino).
Segundo, dice Chang, porque el crecimiento de los países está basado fundamentalmente en las habilidades que tienen sus empresas y trabajadores para organizarse en tareas complejas y transformar sus formas de producir. Un país que depende de la mano de obra barata o de la explotación de materias primas no desarrolla esas habilidades y queda a merced de que lo que produce hoy sea reemplazado por la tecnología de países más hábiles.
En ese sentido, para Hausmann, el elemento que impide a Chile dar un salto hacia nuevas industrias está en la cultura de nuestra elite, la cual carece del know how para producir cosas nuevas, pero además, no usa las herramientas de que dispone para revertir esa situación. Hausmann lo ejemplifica con el uso que las empresas hacen del Fondo de Utilidades Tributables (FUT). Desde 1986 el FUT les permite a las firmas posponer el pago de impuestos cuando reinvierten sus utilidades, lo que ha hecho que se acumulen cerca de US$200 mil millones, la mayor parte de ellos en la última década. Sin embargo, en el mismo periodo la inversión privada en Investigación y Desarrollo (I+D) ha sido poco más del 30% del gasto nacional: alrededor de US$300 millones por año.
-Me sorprende lo bajísima que es la inversión en investigación y desarrollo de las empresas chilenas, a pesar de contar con este tratamiento fiscal especial que es el FUT -dijo Hausmann a CIPER.
Durante la última década, Ben Ross Schneider, cientista político del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), ha investigado por qué a pesar de la riqueza que se ha acumulado en algunos sectores, seguimos sabiendo tan poco.
Parte de las respuestas que ha encontrado están contenidas en su libro Capitalismo Jerárquico en Latinoamérica (2013, Cambridge University Press) y en un trabajo más reciente: Diseñando política industrial en Latinoamérica(2015, Palgrave). Para Schneider, la poca variedad de productos que producen los latinoamericanos –y la poca tecnología que agregan a los procesos- está vinculada a la existencia de grandes conglomerados familiares que dominan la economía.
Schneider repara en que pese a su relativo tamaño pequeño, “Chile tiene un desproporcionado número de grandes firmas”. Algunas están especializadas, como Lan; pero la mayoría tiene presencia en tres o cuatro sectores básicos, como los grupos Matte (forestal, minería, energía, banca), Angelini (forestal, minería, pesca, combustibles) o Luksic (minería, energía, bebidas, banca). Schneider los llama “grupos diversificados”.
Para Schneider, los grandes conglomerados no son necesariamente negativos. Al contrario, la experiencia internacional le indica que, en la tarea de buscar nuevas áreas de desarrollo que permitan diversificar la producción de los países, ellos son buenos partners “debido a que conocen el espacio productivo y fácilmente pueden identificar un sector interesante al que moverse”.
Sin embargo, los grupos latinoamericanos operan de otra manera. Primero, invierten muy poco en investigación: mientras Corea invierte el 3% de su PGB en Investigación y Desarrollo (I+D), Chile destina sólo el 0,4%. Y mientras en Corea la mayor parte de ese gasto lo hacen las empresas, en Chile solo aportan poco más del 30%. Es decir, el empuje para lograr un salto tecnológico es débil “y lo hace mayoritariamente el Estado”, enfatiza Schneider.
Además, su poder sobre la sociedad es tan grande que tienden a transformarse en monopolios u oligopolios en los sectores que dominan, lo que significa que tienen capacidad de controlar los precios en el mercado. Debido a eso, afirma Schneider, aunque nuestra economía se llama “de mercado”, muchas decisiones cruciales no se toman en el mercado, sino al interior de los “grupos diversificados” y de acuerdo a sus intereses.
Esto constituye un tipo de capitalismo muy distinto al que hay en Estados Unidos o el Sudeste Asiático. Schneider lo ha bautizado como “capitalismo jerárquico” y dice que Chile es el caso clásico. Dado que estas grandes empresas están controladas por unas pocas familias, el académico del MIT piensa que este “capitalismo familiar”, como también llama al modelo chileno, “difícilmente puede ser defendido por los partidarios del libre mercado”.
Estas empresas y también las multinacionales instaladas aquí –afirma Schneider-, “deciden qué se exporta, qué tipo de capacitación se requiere”, y también “cómo se organiza el acceso al capital, a la tecnología y los mercados”. Refiriéndose a la colusión de precios que se ha detectado en Chile, Schneider afirmó a CIPER: “Dado que el capitalismo jerárquico tiende a concentrar mucho poder en pocas corporaciones, puede producir carteles. Lo que hoy estamos viendo no me sorprende en realidad”.
En ese contexto, la posibilidad de corrupción se acrecienta debido a que muchos conglomerados se benefician de sectores regulados por el Estado. Las regulaciones, remarca Schneider, son técnicamente complejas y tanto los ciudadanos como los medios de comunicación y los políticos carecen de la experticia y del interés para estar atentos a ellas. Se produce así lo que el cientista político Pepper D. Culpepper llama “la política silenciosa”, donde al amparo de la complejidad, las empresas obtienen grandes ventajas. De hecho, en los sectores regulados, la única gran amenaza es el cambio en las normas, por lo que los grupos dedican tiempo e ingresos a esta política silenciosa, explica Schneider.
Un punto muy relevante es que el control que tienen estas grandes compañías sobre los precios les permite acumular mucho efectivo, el que usan para expandirse a otras regiones o para saltar a otras actividades económicas. Schneider ejemplifica el impacto de esta práctica en la empresa mexicana Cemex (Cemento y Concreto), que controla alrededor de dos tercios del mercado de su país. La falta de competencia hace que los consumidores mexicanos paguen el doble por el cemento que los consumidores norteamericanos. Eso le permite a Cemex acumular mucho efectivo el cual usa para expandirse agresivamente a otros mercados, arrinconando a la competencia, explica Schneider en su libro sobre el capitalismo jerárquico. Y agrega que el control que tienen estas firmas sobre precios y mercados les hace la vida más fácil y reducen su esfuerzo por mejorar su productividad.
Aplicando este razonamiento a los casos de colusión de precios que se han investigado en Chile, es válido preguntarse si esa es la razón de por qué los “grupos diversificados” chilenos son prósperos y se mantienen atados a las materias primas. En su libro, Schneider aborda ese punto preguntándose por qué la Papelera no aprovechó el boom de las materias primas para transformarse en Nokia. El Grupo Matte –escribe Schneider- es poco especializado, con una gama de inversiones poco innovadoras. Para ese tipo de grupos, explica, “las alzas en los precios de las materias primas se vuelven una tentación irresistible para invertir más en commodities y reforzar su estrategia de desarrollo”.
Pero la estrategia de desarrollo que es buena para los grandes conglomerados, no es necesariamente buena para todo el país. En opinión de Schneider, uno de los problemas más complejos que caracterizan al “capitalismo jerárquico” y que limitan la posibilidad de los países de ser productivos, es lo que llama la trampa de las “bajas habilidades”.
En primer lugar, dice, están las grandes empresas que podrían hacer investigación y desarrollar bienes con valor agregado, pero prefieren dedicarse a la explotación de materias primas. Dada esa elección, ofrecen pocos puestos para trabajadores especializados y muchos empleos para los que se requiere poco o ningún estudio y muy mal pagados. Debido a que los escasos buenos puestos de trabajo tienden a quedar en manos de las clases medias y altas (los economistas Javier Núñez y Roberto Gutiérrez mostraron en 2004 que el apellido pesa más que el rendimiento académico en el ingreso de un profesional chileno), los estudiantes pobres y de sectores medios bajos (la mayoría) corren un mayor riesgo al invertir dinero y tiempo en una formación más compleja. Ese riesgo lleva a que menos jóvenes se decidan a especializarse, por lo que la formación de la fuerza de trabajo mejora lentamente.
En este punto el ciclo se reinicia pues si alguien quiere hacer negocios fuera del rubro de los commodities no encontrará el capital humano necesario. Resultado: las nuevas inversiones se siguen dirigiendo hacia las materias primas y los trabajos continúan siendo malos y mal pagados.
Esta perspectiva permite dar otra mirada a los problemas que ha tenido Chile al buscar impulsar la productividad concentrándose sólo en reformas educativas. Por ejemplo: la crisis del CAE que en 2011 sacó a las calles a miles de jóvenes. Fuertemente endeudados en la educación superior, el 40% de los egresados no conseguía salarios suficientes como para cancelar sus deudas. Las explicaciones más frecuentes apuntaron a las altas tasas de interés del CAE (varios artículos de CIPER examinaron el negocio que hacían los bancos) y a la mala calidad de la formación de muchas instituciones, la que no permitía a los estudiantes acceder a los buenos empleos (como argumentaron Sergio Urzúa y Arturo Fontaine).
El análisis de Schneider sugiere, en cambio, que el problema central puede estar en que el “capitalismo jerárquico”“no ha producido buenos trabajos, ni desarrollo equitativo y probablemente no los pueda producir por sí mismo”. Es decir, el problema no se debería (o no solamente) a que los jóvenes estén más o menos endeudados, mejor o peor preparados, sino que los trabajos para los que estudian no existen o son muy escasos.
“Hay una brecha entre lo que están estudiando los jóvenes y los trabajos que el sistema puede generar”, remarca Schneider. Dado que esa brecha no se ha cerrado, es razonable preguntarse por el destino que tendrá la enorme inversión en formación en capital humano que está haciendo Chile a través de la educación gratuita universitaria, o de programas como Becas Chile. ¿En qué van a trabajar todos estos jóvenes mejor preparados si, como dice Schneider, el modelo chileno probablemente “no pueda producir por sí mismo” mejores empleos?
Más aún, dado que Michelle Bachelet dijo en ICARE que un gran punto de acuerdo es adecuar la formación de los colegios e institutos a las necesidades de la empresa, ¿qué van a enseñar las escuelas si las empresas no se mueven hacia actividades más complejas?
La trampa de la baja capacitación se agrava con la rotación en los empleos que caracteriza al mercado laboral latinoamericano. Schneider resalta que el promedio de permanencia en un empleo en el continente, es de tres años, en contra de los 7,4 años en los “tigres asiáticos”. La economista Kirsten Sehnbruch, del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Diego Portales, aporta cifras peores: el 35% de los trabajadores chilenos cambia de empleo cada siete meses. Y saltan, en general, a una actividad distinta. No es mucha la especialización que se puede lograr así.
Todo esto lleva a considerar desde otra perspectiva el problema de la formación de la fuerza laboral que traba la productividad. No es sólo un problema con el que se encuentran las empresas, sino que ellas también han ayudado a generarlo.
Aunque Schneider reconoce que Latinoamérica ha cerrado algunas brechas macroeconómicas con el mundo desarrollado, y Chile ha sido bastante exitoso en ese plano, cree que el “capitalismo jerárquico” no puede por sí solo llevar a las empresas fuera de la “trampa de las bajas habilidades”. Por el contrario, Schneider explica que el boom de los commodities ha hecho que el modelo jerárquico se consolide sobre todo en el ámbito de las instituciones: grandes y poderosos conglomerados; un Estado replegado y débil; y una fuerza laboral atomizada, atada a malos empleos.
Por ello sugiere que llamar a países como Chile “emergentes” o “en desarrollo” da una falsa idea de que vamos cambiando hacia un modelo más productivo y equitativo cuando los datos que él observa indican que nuestro modelo está estabilizado. Schneider cree que para producir un cambio se requiere una política industrial: la intervención de los gobiernos para favorecer el desarrollo de actividades productivas más complejas que la explotación de materias primas.
-Es necesario algún grado de intervención política para moverse hacia un desarrollo más acelerado y equitativo -insiste.
Las dificultades que implica aumentar la productividad en Chile se aprecian mejor si se considera lo que los economistas llaman “la trampa del ingreso medio”. La mayoría de los países que han caído en esa “trampa” ha salido de la pobreza haciendo algo bien: por ejemplo, explotando materias primas y aprovechando la competitividad que les da la pobreza, es decir, el bajo costo de la mano de obra. Pero a medida que el país crece y las personas mejoran su nivel de vida, el costo sube. Entonces, el país cae en la trampa del ingreso medio: no puede competir con los bajos costos de las naciones más pobres, pero tampoco ha logrado producir bienes complejos para desafiar a los más desarrollados.
Es decir, la productividad se ha gastado en el esfuerzo de moverse al status de clase media, dice Schneider en un reciente artículo en coautoría con Richard Doner (The Middle-Income Trap: More Politics than Economics). Dado que ni la teoría más salvaje propone mantener a la mayoría en la pobreza, la única vía de recuperar la productividad es dar un salto en qué se produce y cómo se produce. Un salto hacia la complejidad que para Schneider requiere de una política industrial.
Dar ese salto es extremadamente difícil. Los números son elocuentes. Un estudio del Banco Mundial indica que de los 101 países que eran de Ingreso medio en 1960, solo 13 se habían graduado como desarrollados en 2008.
El problema –estima Ben Schneider- está en que ese salto requiere de un enorme esfuerzo institucional. Según muestra la experiencia internacional, los países de ingreso medio gastan gran parte de su capital político en el esfuerzo de llegar a esa posición; y cuando necesitan dar el salto final, sus instituciones se han debilitado. Aunque Chile ha superado la barrera del ingreso medio (entre US$2.000 y US$11.000 per cápita) los problemas descritos parecen coincidir con las dificultades que enfrentamos hoy, como se verá a continuación.
“La política industrial está de vuelta. Muchos países la aplican y son capitalistas”, dijo a CIPER, Ben Ross Schneider. Hasta mediados de los ‘90, la idea de que el Estado tuviera una participación activa en la producción, parecía haber quedado enterrada en la historia. Algunos hechos la resucitaron. Primero, que contrariando las recomendaciones neoliberales, algunas naciones pobres de Asia (Corea entre ellas) alcanzaron la cima del desarrollo con un Estado tan proactivo que determinaba incluso qué debían producir las empresas exportadoras. Segundo, la crisis mundial de 2008, donde el Estado debió salir al rescate de mercados que invirtieron miles de millones de dólares en bonos basura, hizo repensar las bondades del mercado sin control.
En estos últimos años, además, estudios centrados en entender cómo se produce la innovación han mostrado el positivo efecto del rol del Estado. Así, la importancia de la inversión pública ha ido apareciendo en los lugares más insospechados. Por ejemplo, en un Ipad, como ha mostrado Mazzucato.
Las estrategias que describe Mariana Mazzucato, pero sobre todo las que llevaron al desarrollo a Corea, son un tipo de política industrial que Schneider explica así: implican dirección estatal en los objetivos, apoyo financiero, medición constante de metas y, en muchos aspectos, coerción. Este último factor se omite cuando se cita a Corea y Finlandia como modelos a seguir. En su libro Capitalismo Jerárquico, Schneider argumenta que “una profunda consideración de las políticas industriales exitosas en el Siglo XX difícilmente puede ignorar esta característica coercitiva”. El ejemplo extremo es la marcha forzada de Corea al desarrollo, donde el dictador Park Chung Hee solía humillar en público a los dueños de las industrias coreanas que no cumplían con las metas.
Esta política está en el extremo opuesto de lo que en Chile se hace y se debate y que Schneider llama “política industrial pasiva”: generar un marco para el crecimiento pero no intervenir en lo que las empresas deben hacer. El citado FUT es un buen ejemplo. La idea original era que el Estado renunciara temporalmente a una porción de los impuestos de una empresa a cambio de que esta los reinvirtiera. Pero dado que la ley no especifica un tipo de inversión, la señal de la autoridad es que resulta indiferente para el interés público si ese dinero se dirige a inversión tecnológica, a materias primas o a la especulación con el precio del dólar. Libres para decidir, las compañías encontraron más conveniente destinar más del 50% de esos ingresos a sociedades financieras y no a inversión productiva, según un estudio del ex director de Impuestos Internos, Michel Jorratt, situación que no cambió con la reciente reforma.
Hacer política industrial no es fácil, pues se trata de domar al mercado y además dirigirlo hacia un destino productivo. Schneider puntualiza que lo que llevó a que la política industrial se dejara de lado a fines del Siglo XX es que los estados carecen de información suficiente como para diseñar intervenciones adecuadas. Por eso su resurrección ha pasado por implementar sistemas de información más intensos, continuos y complejos entre Estado y empresas. En su libro Cuando los pequeños Estados dan grandes saltos (2012, Cornell University Press), el cientista político Darius Ornston, argumenta que para tener éxito tecnológico países como Irlanda, Finlandia, Dinamarca, Suecia y Corea recurrieron a formas muy dinámicas de corporativismo, que incluyen acuerdos entre empresarios, trabajadores y gobiernos.
Otra dificultad mayor es que un modelo como el coreano implica que el Estado elige a los ganadores. Samsung fue financiada y apoyada por fondos fiscales coreanos así como Toyota fue respaldada durante 20 años con inversión pública japonesa. En ambos casos los gobiernos eligieron a esas empresas y no a otras. Esa discrecionalidad, que puede tener razones técnicas, genera inevitable recelo.
En esta nota se ha preguntado por qué la Papelera no se transforma en Nokia, ¿pero sería aceptable que la Papelera, acusada de acordar con su competencia el precio del papel tissue durante 10 años, recibiera una fuerte inversión pública para transformarse en Nokia?
En su último libro, Schneider analiza un modelo que puede desplegarse tanto activa como pasivamente, dependiendo de las condiciones políticas de cada país: los consejos públicos-privados. En Argentina ese tipo de consejo fue crucial para desarrollar la industria vitivinícola en Mendoza. En Chile se hizo un intento con el Consejo Nacional de la Innovación para la Competitividad (CNIC), pero no prosperó. Creado durante el primer gobierno de Bachelet (2006), este organismo recibió el 3% del “royalty minero” con la tarea de desarrollar un plan y una estructura institucional para hacer inversiones en desarrollo tecnológico.
Schneider opina que el CNIC tuvo cierto éxito inicial determinando sectores en los que hacer innovaciones y colocando algunos recursos. Sin embargo, “el gobierno de Piñera, opuesto a una política industrial vertical, suspendió las actividades del CNIC y traspasó los recursos a educación”.
Lo ocurrido con el CNIC muestra que las políticas industriales requieren un liderazgo que las impulse y también de acuerdos nacionales. Las mejores políticas –afirma Schneider- no pueden progresar mucho si no están alineadas con los intereses y visiones de otras instituciones (Poder Legislativo) o con las organizaciones de los grupos de poder (partidos, asociaciones empresariales y redes). Más aún, dada la posición privilegiada que tienen las grandes empresas en muchos sistemas políticos latinoamericanos, al intentar fijar una política global los gobiernos deben tomar muy en cuenta las preferencias y capacidades de estas empresas.
En un escenario donde las personas desconfían de las relaciones entre políticos y empresarios aplicar estas políticas es muy difícil. Aludiendo a ese problema. Bachelet dijo en ICARE: “No es tiempo para sospechas, es tiempo para el encuentro de los compatriotas. Quienes siembran desconfianza no solo le niegan a Chile lo que más necesita, sino que cosecharán mas desconfianza aún”.
En su análisis, Schneider también opina que la confianza es clave. Pero al mismo nivel ubica otro requisito: que los actores cambien su forma de actuar. Schneider argumenta, por ejemplo, que la credibilidad de los consejos públicos privados depende de que los acuerdos sean respetados por todos. Si una empresa se salta los acuerdos y obtiene beneficios para sí misma (como SQM que logró una norma tributaria de la que se benefició solo ella), la credibilidad del consejo se desploma.
La sugerencia de Schneider sobre este punto es: el prestigio de las políticas industriales depende de que se altere la forma en que el poder económico normalmente garantiza resultados favorables para sí mismo. Esto es, que cambie la forma en que se financian las campañas políticas y se usa el lobby para influir en la política económica.
-En el contexto de los casos de corrupción que se han descubierto en Chile en los últimos años, ¿es posible pensar en hacer una política industrial? ¿No será necesario que la justicia limpie primero?
-Históricamente la política industrial, incluso la que ha sido muy exitosa, como en Corea y Japón, ha estado acompañada por mucha corrupción. El punto importante es que la corrupción no se instale en el área de la política industrial. Y eso es posible de conseguir: incluso en el caso del escándalo de Lava Jato en Petrobras, otras partes de Petrobras han promovido el desarrollo local. El punto es que, al mismo tiempo que una parte del gobierno lleve adelante una política industrial en serio, otras partes sean competentes persiguiendo la colusión y la corrupción.
* Esta entrevista es parte de una serie de diálogos con investigadores como Mariana Mazzucato, “RM Phillips Professor” en Economía de la Innovación en la Universidad de Sussex (ver entrevista en CIPER) y Ha-Joon Chang (Universidad de Cambridge) que busca ampliar el debate actual de por qué Chile crece poco y que vías hay para enfrentar ese problema.
Vea aquí todos los diálogos con académicos realizados por el periodista Juan Andrés Guzmán