LA HISTORIA TRAS LA DESTITUCIÓN DE FERNANDO LUGO (III)
Curuguaty, la masacre que derrumbó al ex presidente de Paraguay Fernando Lugo
05.12.2012
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LA HISTORIA TRAS LA DESTITUCIÓN DE FERNANDO LUGO (III)
05.12.2012
Vea también:
– La historia tras la destitución de Fernando Lugo (I): “El obispo y sus tiburones”
– La historia tras la destitución de Fernando Lugo (II): “La destitución vista desde el palacio”
– La historia tras la destitución de Fernando Lugo (IV): “Las claves de la destitución de Lugo en Paraguay: Los EEUU y el Impeachment”
Detrás de las gruesas y oxidadas rejas de la penitenciaría nacional de Tacumbú, en la capital paraguaya de Asunción, en medio de más de tres mil detenidos –la capacidad es de 1.500–, el campesino Rubén Villalba carga un peso infinito. Bajito, barrigón, de ojos pequeños y piel morena típica del interior paraguayo por los lados de Mato Grosso do Sul, está acusado de ser el principal causante de la matanza de Curuguaty, motivo utilizado para destituir al presidente electo Fernando Lugo en junio de 2012 por el Congreso.
Contra Villalba pesa no sólo el papel que se le atribuye en la Historia, del cual intenta huir desesperadamente, sino la realidad de que está solo. Nunca hubo en la prensa paraguaya una sola voz que lo defendiese: los demás dirigentes de la ocupación de los sin tierra que, como él, decidieron resistir la reintegración de la posesión el 15 de junio están muertos; su esposa está en prisión domiciliar a 400 kilómetros con su hijo de siete meses. Todas las evidencias consideradas por la investigación de la Fiscalía, especie de ministerio público de Paraguay, sobre la masacre apunta a él. El presidente de su país, Federico Franco, lo llamó asesino y afirmó que protagonizó una emboscada a policías que resultó en la muerte de seis de ellos. Ese día murieron también 11 campesinos.
Su captura, en octubre (de 2012), fue celebrada no sólo por el presidente. “Claro que me golpearon cuando fui preso”, cuenta a Pública en su español mezclado con guaraní, mientras esquiva la mirada de los guardias en un rincón del presidio –le está terminantemente prohibido hablar con la prensa.
“Había mucha tortura psicológica, ‘vos sos el que mató al fulano, vos sos del (grupo guerrillero) EPP, decían. Se me sumió encima del lomo, en la espalda, y dijo ‘Hurra’. Me parece que era un trofeo, me parece…”.
Y en ese momento Rubén comienza a llorar, a relatar lo poco que recuerda de la desocupación del terreno de 2.000 hectáreas. No eran poco comunes las desocupaciones de ese tipo ni que los sin tierras decidieran resistir el intento de reintegrar la posición, como hicieron Rubén y los demás dirigentes. El hecho de que el grupo poseyera escopetas de caza (entre 17 y 20) también era algo común en las desocupaciones, según muchos testimonios oídos por Pública de policías, campesinos, periodistas, militares. Pero todo lo que siguió fue absolutamente atípico.
“Yo esperaba que habría una conversación, o para presentar un título de propiedad o para hablar con la Fiscalía y otros autoridades”, recuerda Rubén. “El compañero Pindu, ese compañero Avelino Espínola, que conversaba, pedía los documentos de propiedad. Cuando comenzaron los disparos, yo recibí el primero. Me fui al piso y no entendí más nada, estaba inconciente”. En medio del tiroteo, Rubén fue asistido por otro integrante de la ocupación –“Los compañeros ya se murieron todos”, recuerda haber oído– y permaneció escondido en una región montañosa hasta ser capturado, tres meses después.
Cerca, en el ala del hospital del centro de detención, de nombre “Esperanza”, está Néstor Castor, otro de los aproximadamente 70 que ocupaban las tierras conocidas como Marina Cué. Aunque contra él no pesa la acusación de haber provocado la masacre, Castor tenía una horrible herida: su maxilar izquierdo fue destruido por una bala y desde aquella mañana su rostro está parcialmente desfigurado. En la época de la entrevista, la parte inferior estaba atada por una suerte de aparato dentario con elásticos. Néstor tenía dificultad para hablar y comer –aún se alimenta a base de líquidos. La operación sólo fue realizada el 23 de noviembre, cinco meses después de ser herido. Ahora está en recuperación.
Castor fue detenido al día siguiente del enfrentamiento, cuando entró en un hospital de otro municipio, después de huir del fuego cruzado. En pocos minutos llegaron los policías. “Me sentía mal y, una vez que los policías me ataron a la cama, no podía salir, no podía ni ir al baño”. La enorme dificultad para hablar lo vence y en ese momento de la entrevista también Castor llora.
Pero su dolor no es sólo físico. Castor carga la culpa de haber inadvertidamente delatado a todos sus compañeros. Es que días antes del conflicto escribió de su propio puño una lista de nombres de los que ocupaban el terreno “para pedir víveres a la Secretaría de Emergencia Social” del gobierno federal. La lista, encontrada por la Policía, es una de las principales piezas de la investigación conducida por la Fiscalía. A todos los que constan en ella –estuviese o no en el momento del conflicto—se les dictó prisión preventiva y fueron acusados de homicidio doloso agravado, homicidio doloso en grado de tentativa, lesión grave, asociación criminal, coacción grave e invasión de inmueble ajeno.
Procesar indiscriminadamente a todos los nombres registrados en una lista garabateada con lapicera no es la única fragilidad de la investigación sobre el evento más importante de la historia reciente de Paraguay. En verdad, la investigación está bajo creciente crítica de la opinión pública.
Incluso después de que se dio por concluido el informe de la investigación, en octubre de 2012, no se sabía aún el resultado de los exámenes de las autopsias ni de los de balística. De las cinco escopetas capturadas, las supuestas armas del crimen, apenas una se demostró capaz de disparar; decenas de casquillos de armas automáticas simplemente desaparecieron. Hay indicios de adulteración de la escena del crimen y de los cadáveres; un arma apareció de la nada; testimonios anónimos; y policías que cambiaron sus versiones de los hechos.
La investigación en sí, conducida por un joven integrante de la Fiscalía, de nombre Jalil Rachid, 33 años, hijo de Bader Rachid, ex-presidente del Partido Colorado, así como por el empresario Blas N. Riquelme, que usaba el terreno e desde 2004 reivindicaba ante la justicia la posesión, pidiendo la retirada de los sin tierra.
Riquelme, empresario para unos, falsificador de títulos de tierras, para otros –la Comisión de la Verdad sobre la dictadura de Stroessner señaló irregularidades en los terrenos que adquirió en ese período– falleció dos meses después de la masacre por una complicación cerebrovascular. Fue enterrado con gloria y honores a “Don Blas”, homenajeado en el mismo Congreso que destituyó a Fernando Lugo y en la sede del Partido Colorado –el mismo que votó en pleno por el impeachment.
Pública viajó hasta la región de Curuguaty para intentar entender que pasó aquel 15 de junio. Oyó diversos testimonios –de un jefe policial a campesinos fuera de la ley— y encontró, en poco más de dos meses de investigación, uno de los casquillos de una bala 5,56, usada en fusiles M16, que estaba en el lugar del conflicto. La Fiscalía afirma que esas vainas no existían.
Para llegar hasta la humilde casa de una familia de tres hijos que están entre los acusados de la matanza es preciso comer tierra. Son cuarenta minutos de calle asfaltada y una hora de suelo revuelto en un pequeño ómnibus que recorre la ruta local, y después otros cuarenta minutos en moto –el único transporte accesible a los moradores de la pequeña comunidad que conquistó el sueño de ocupar al final de la dictadura de Stroessner terrenos que el Estado había entregado a los hacendados –las “tierras mal habidas”.
La señora de la cabaña de madera, una enfermera, llevaba comida hasta el campamento de Marina Cué, donde dos de sus hijos acampaban. Cuando supo que habría una desocupación, apoyó al hijo, Pedro (el nombre es ficticio), que decidió quedarse. La hija, una muchacha bonita de 26 años con nariz grande y dientes separados, se quedó sólo 15 días en la propiedad y se fue. Se enteró de la masacre por la radio. Aun así, dado que su nombre estaba en la lista encontrada por la policía, está acusada de asesinato.
Pedro, que estaba algo apartado del lugar donde comenzó el tiroteo, recuerda haber escuchado el primer disparo. “Oímos un barullo, dimos una vuelta y miramos para el otro lado. Ahí salimos corriendo por el pasto, nos escondimos en la bajada al otro lado de un arroyo”. Junto con otros sin tierra, corrió luego hacia un monte donde se quedó hasta las cinco de la mañana del día siguiente, cuando regresó a su casa y se convirtió en fugitivo de la justicia.
La familia no lo sabe, pero en los días anteriores a la desocupación, se entabló una pequeña batalla adentro de la Policía Nacional que acabaría sellando su destino. Según un jefe policial que participó en la operación –cuyo nombre no será identificado a su pedido–, la Policía sabía que los campesinos tenían escopetas. “Yo se lo dije incluso al comandante (de la Policía, Paulino Rojas), que se tomase más tiempo (para entrar) porque era peligroso, porque si moría un policía también caería la cabeza del comandante. Y si moría un campesino, lo mismo”, explica el jefe, que participó en las discusiones de la cúpula. “Yo le dije que enviase más gente de inteligencia al lugar para obtener más datos, para que hubiese más informaciones (antes de actuar)”. Según él, otros jefes policiales también querían postergar la desocupación, que al final ocurrió por presión de la Fiscalía.
“Yo le dije al comandante: ¿quién está detrás de esto? ¿Por qué quieren tanto hacerlo si tenemos tiempo para cumplir con la orden de desocupación? Podíamos habernos tomado hasta un año, inclusive… Podíamos argumentar que la Policía no estaba en condiciones de operar, podíamos decir muchas cosas”. Su relato es corroborado por la deposición de un policía del Grupo Especial Operativo que consta en la investigación oficial, al que Pública tuvo acceso.
Según los documentos, Erven Lovera, comandante del GEO, también quería postergar la desocupación. “El jefe Lovera no quería hacer ese procedimiento, tenía ese fin de semana libre y quería pasar el Día del Padre con sus hijos en Asunción. Trató por todos lados de suspender, llamaba de acá para allá, pero de todos lados había mucha presión de que se tenía que hacer ese procedimiento de cualquier manera”. Lovera fue el primer policía muerto. Era hermano del jefe de seguridad personal del entonces presidente Fernando Lugo.
Desde el punto de vista del gobierno, sin embargo, la atención tendría que haber sido redoblada –y no lo fue. Porque había informaciones sobre la posibilidad de que se armase un problema, un teatro de conflicto en la región, que llegó a altas autoridades del gobierno de Lugo. Miguel Lovera, entonces director del Senave (Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y Semillas), cuenta que recibió informaciones ya en abril (de 2012). “Yo ya había oído rumores semejantes antes, pero esta información vino completa. Ciertos elementos de reputación muy negativa habían sido vistos en la zona. Matones. Gente al servicio de los dueños de la tierra. Bueno, la cuestión no era sólo que había allí elementos sospechosos; el rumor ya estaba completo. La información era: quieren producir un derramamiento de sangre para llevar a Lugo a juicio político y sacarlo del poder”.
Otras fuentes del gobierno de Lugo confirman que, meses antes, hubo una situación semejante durante la desocupación de un terreno en Ñacunday, ocupado por cerca de 8 mil familias sin tierra. En la ocasión, los campesinos fueron transferidos a un terreno vecino, bajo la intensa crítica de la prensa nacional. “Cuando ocurrió el caso Ñacunday, nosotros denunciamos que había armas de guerra, que había grupos que se habían infiltrado y que iban a usar cualquier acción de la Policía para responder. Se generó unas situación muy delicada que lamento que no haya sido tomada suficientemente en serio, porque hace tiempo que gente que quiere desestabilizar al gobierno está buscando provocar este tipo de hecho”, afirmó a la prensa López Perito, jefe del Gabinete de Lugo, al día siguiente del conflicto (lea aquí). El líder campesino José Rodriguez, presidente de la Liga Nacional de Carperos, confirma: “el fiscal General de Estado, Javier Díaz Verón, y el propio Presidente de la República, Fernando Lugo, fueron advertidos, pero no tomaron las precauciones correspondientes”.
La reintegración se realizó al final, pese a que no hubiese mandato legal para ello. La orden, emitida por la fiscal Ninfa Aguilar, extrapoló una orden emitida por el juez José Benites, que era de “allanamiento”, una especie de “averiguación” para verificar si había personas armadas o invasores. Ninfa Aguilar, que estuvo durante años al frente de la Fiscalía regional, hizo repetidos pedidos de reintegración de posesión a lo largo de los años. Su vínculo con Don Blas es conocido, según un informe de la organización Plataforma de Estudio e Investigación de Conflictos Campesinos. Ella habría actuado como abogada de él en procesos de requisición de posesión de la tierra.
El 14 de junio de 2012 ya estaban en la región 324 efectivos de la Policía Nacional de cuatro jefaturas de la policía local, incluyendo los miembros del Grupo Especial Operativo (GEO), de la fuerza de élite de la Policía (FOPE), la policía montada, antimotines y un helicóptero Robinson para cumplir la orden de Ninfa Aguilar.
A las siete de la mañana todo el contingente ya estaba en sus puestos. Erven Lovera sobrevoló la zona con el helicóptero para hacer el primer reconocimiento y averiguó que los campesinos tenían armas. Entonces la fuerza entró dividida en dos, cada una por un lado del terreno ocupado
Roberto –el nombre es ficticio–, otro campesino buscado por la Policía, estaba en el asentamiento para dar apoyo a su hijo de 18 años, que deseaba un lote de tierra.
“Tempranito por la mañana, el helicóptero ya estaba sobrevolando la estancia. Había un grupo con escopetas y un grupo con machetes. Nosotros estábamos con machetes. Quisimos hablar con ellos, pero no había conversación posible”.
Desde lo alto, el helicóptero gritaba por el megáfono que saliesen del lugar y hacía sonar una sirena fuertísima. “Me sorprendió la cantidad de policías, porque había muchos chicos y nosotros pensábamos que sólo íbamos a conversar”, dice Ruben Villalba, cuya esposa e hijo, entonces de 3 meses, estaban en el lugar a la hora en que empezó la confusión.
Roberto recuerda el momento exacto en que vislumbró la primera fila de policías. “Llegaron, abrieron el portón y entraron. Yo no oí muy bien, porque estaba en el medio, pero vi cuando entraron. Hubo un señor que fue a conversar con ellos, pidiendo ver el título de la tierra. En eso, escuché los disparos que venían del otro lado”.
El motivo de la insistencia de los sin tierra en ver el título de propiedad del terreno era simple: el tal título no existe. Desde 2004, el terreno es objeto de un tremendo embrollo jurídico que tiene de un lado a la empresa Campos Morumbi SA, del fallecido Blas N Riquelme, y del otro a Indert, el Instituto de Tierras paraguayo.
El terreno fue otorgado en 1967 a la Armada del Paraguay por la empresa Industrial Paraguaya. En 2004, la tierra fue transferida oficialmente al Indert. “Es cuando el Poder Ejecutivo, a través de un decreto, declara el terreno de interés social y se destina para la reforma agraria”, explica Ignacio Vera, ex-director regional del Indert. Poco después, la empresa Campos Morumbi entró en el asunto con un pedido de usucapión (NdR: “adquisición de una propiedad o de un derecho real mediante su ejercicio en las condiciones y durante el tiempo previsto por la ley” –RAE) –y el pedido fue aceptado. Al mismo tiempo Blas N Riquelme presentó otro pedido a la justicia para transformar el terreno –totalmente desmalezado y con plantaciones de soja – en una reserva natural. Este pedido también fue aceptado en la justicia local.
“Hubo una complicidad de varios funcionarios del Indert y de la Escribanía Mayor del gobierno para adquirir la tierra de manera irregular para luego encubrir la maniobra”, dice Ignacio Vera. Desde entonces, el Indert apeló la decisión, habiendo presentado reiterados pedidos para que no se expulsase a los sin tierra, puesto que el terreno ya debía haber sido destinado a la reforma agraria –como muestra este documento dirigido por el asesor jurídico a la Fiscalía en agosto de 2011 (vea aquí).
Los pedidos del Indert seguían siendo ignorados por la justicia local y la pretendida propiedad de Riquelme era evocada en todas las órdenes de desocupación, como muestras los documentos revisados por Pública (vea aquí , aquí y aquí ).
El día 4 de enero de 2012, la comisión permanente de la Cámara de Diputados, en sesión ordinaria, emitió una declaración instando al ministro del Interior del gobierno de Lugo, Carlos Filizzola, a cumplir con la demanda de la fiscal Ninfa Aguilar, que pedía la desocupación del terreno de 2.000 hectáreas que, según ella, pertenecía a la empresa Campos Morumbi.
La declaración fue resultado de un pedido del diputado colorado Oscar Tuma para que el Congreso diese una ayudita a la Fsicalía. El motivo alegado para una intervención de alto nivel –armada por el propio Congreso Nacional—sería la preservación del medio ambiente. “Quiero resaltar que esa masa boscosa es valiosa para la República del Paraguay, porque en la zona se genera el 60 por ciento de los manantiales del Río Acaray”, escribió Tuma en su requerimiento oficial (cliquee aquí y aquí para leer).
Seis meses después, el mismo Tuma fue el principal abogado de la acusación contra Lugo realizada por el Congreso. “Un juicio político generalmente se hace cuando hay muertes”, declaró en la televisión en vísperas del impeachment. “Podemos aguantarnos muchas cosas, venimos aguantando muchas cosas que están entre las causales de la acusación, que se dieron años atrás. Pero cuando hay muertes …”.
En la región de Canindeyú, el entonces director del Indert, Ignacio Vera, era cercano a los movimientos campesinos –demasiado cercano, en la visión de la Policía y de los hacendados de la región. Tanto que, el 15 de junio, día en que ocurrió la confrontación, tuvo que salir huyendo del lugar bajo amenaza de muerte. El relato oficial que Vera envió a su superior en el Indert – vea aquí el documento– revela la fragilidad del Estado paraguayo, que poca autoridad mantiene en la región fronteriza.
“Fui a hacer la verificación en el lugar mencionado, llegando aproximadamente a las 11 horas. En un control policial sobre la ruta de asfalto, pregunté la dirección exacta para llegar al lugar de los hechos, junto con un vehículo del Ministerio de Salud”, escribe Ignacio Vera. “Al salir por un camino transversal, tomamos un atajo que no era correcto y mientras tanto recibí una llamada por teléfono para que me fuese de la zona, porque los policías estaban planeando matarme, específicamente los del GEO (operaciones especiales). Fuimos al campamento de ellos y comentamos con una mujer policía la gravedad del caso, que se tenía que evitar un enfrentamiento entre paraguayos; al salir de la propiedad, donde había varias personas y policías, me apuntaron con escopetas y me dijeron que me fuese de allí porque era por mi culpa que estaba ocurriendo este enfrentamiento”.
Vera recuerda que salió corriendo del lugar, con el consentimiento de sus superiores en el gobierno federal. Tuvo que dejar la camioneta del Indert en su casa y contar con la ayuda de su hermano, que lo llevó, con la familia, al municipio de Caaguazú. “Estaba muy preocupado por la situación, porque comprendí que era un problema de persecución política y que podía haber violencia en cualquier parte”, dijo en entrevista con Pública. Vera se quedó algunos días escondido hasta poder volver a la región. Un mes después, ya bajo el nuevo gobierno del liberal Federico Franco, fue apartado de la dirección del Indert.
Miguel Lovera, director del Senave, también visitó la región ese mismo día –y también tuvo que marcharse rápidamente. “Me comuniqué con los otros ministros y consulté si debía ir a Curuguaty, y como no tuve respuesta, fui para allá antes que cualquier otro y me reuní con dirigentes campesinos. Tenían mucho miedo, creían que la matanza continuaría. Temía mucho por mi integridad física. Pedían que no saliese a los caminos, ‘no salimos y esperamos a ver qué pasa’, me decían”.
Poco después, la ministra de Salud, Esperanza Martínez, considerada la ministra fuerte del gobierno de Lugo, llegó a Curuguaty para prestar asistencia a las víctimas. El escenario que encontró, según contó en entrevista con Pública, era desolador. “Cuando llegué, la Policía estaba rodeando el hospital porque había una amenaza de que los campesinos invadirían para llevarse los cuerpos de sus parientes. Los periodistas andaban libremente por los corredores”, recuerda. “Los cadáveres de los campesinos estaban tirados al lado de la entrada y los de los policías estaban en un cuarto en el fondo, resguardados. Después me enteré que la Policía solamente transportó en los aviones que llegaron por la tarde a los policías heridos y muertos hasta Asunción, donde se haría la autopsia”.
Esperanza recuerda el pánico de un funcionario de su ministerio. “Un profesional de la salud me llamó: ‘Va a oscurecer, dejaron todos los cadáveres de los campesinos y tengo miedo de que se los lleven’”, recuerda. “Ahí llamé al Fiscal General del Estado y le dije que me parecía muy sospechosos que solamente se llevasen los cadáveres de los policías y no de los campesinos. ¿Cómo se investigaría? Dije que haría una denuncia internacional”. Al final, los cadáveres de los campesinos fueron llevados en las ambulancias del Ministerio para poder someterlos a autopsia al día siguiente. Sin embargo, hasta mediados de noviembre los resultados no se conocían.
Ese mismo día, Esperanza tuvo que volver corriendo a Asunción –“ya se estaba hablando del juicio político en el Congreso”, dice–, pero intentó, todavía, ayudar a algunos moradores con los que tuvo una rápida reunión. “Hablamos con los campesinos, y ellos decían que mucha gente estaba siendo detenida simplemente por preguntar sobre los heridos”. No consiguió hacer nada en los días siguientes, enfrascada en las negociaciones políticas para evitar la destitución de Lugo. Esperanza fue, con el jefe de Gabinete López Perito, la única ministra en ser mencionada específicamente en el libelo acusatorio presentado en el Congreso. Los diputados afirmaron que los ministros actuaron de forma “absolutamente equivocada” en Curuguaty al “tratar de manera igual a policías cobardemente asesinados y a aquellos que fueron protagonistas de estos crímenes” –o sea, los campesinos.
Todavía en Curuguaty, en la tarde del 15, el joven Miguel Ángel Correa, de 20 años, técnico del Ministerio de Agricultura, fue detenido al llegar al hospital municipal, donde buscaba información sobre el pariente de un amigo suyo, herido durante el conflicto. Según la denuncia de Amnistía Internacional, Miguel Ángel no sólo fue detenido sino torturado por la Policía: en la Cárcel Coronel Oviedo, fue golpeado y amenazado de muerte.
Aunque no puso un pie en el lugar donde ocurrieron los crímenes, su nombre consta en el dudoso relato policial como detenido por tener relación con la ocupación y el conflicto. Por ello, los primeros pedidos de su abogado (cliquee aquí para descargar el recurso de la defensa) para que fuese liberado –por no tener absolutamente nada que ver con el hecho– fueron denegados por el juez. Sólo fue liberado un mes después.
Otros campesinos presos por la Policía tuvieron peor suerte, como Felipe Neri Urbina, detenido cuando intentó asistir a un sin tierra que había sido baleado en el tórax y que intentaba escapar por la Ruta 10. O Lucía Agüero Romero, empleada doméstica que pasaba algunos días con su hermano en una cabaña de madera en el terreno ocupado, atendiendo el trabajo en la casa. “A las ocho horas, aproximadamente, vi que venían muchos policías a lo lejos y salí de la casa para curiosear; encontré a un señor con su hijito cuyo nombre no recuerdo, que preguntó si podía cuidar de la criatura para ir a escuchar lo que decían los policías, dejando conmigo al chico”, cuenta en el testimonio que consta en la investigación de la Fiscalía. “Luego de media hora, más o menos, escuché varios disparos, tirando al chico en el matorral (…) cuando me quise acercar me hirieron en el muslo izquierdo y cuando me tiré encima del chico para protegerlo la Policía llegó y me agarró” (cliquee aquí, aquí y aquí para leer).
Lucía, junto con otros campesinos presos aquel día, está en huelga de hambre hace 60 días, en protesta contra la prisión preventiva sin pruebas ni juzgamiento que se prolonga desde hace cinco meses. El estado de salud de los huelguistas es débil –algunos perdieron más de 20 kilos—y, en la última semana, fueron transferidos a un hospital para recibir tratamiento forzado. La situación de los presos generó protestas en Asunción, en las que decenas de manifestantes acamparon delante de la Fiscalía General. Pero, a las cuatro de la madrugada del 21 de noviembre de 2012, los manifestantes fueron despertados por bombas de gas lacrimógeno y balas de goma, y expulsados del lugar. En un comunicado, la Policía afirmó que la acción se realizó porque “una vía pública no puede ser bloqueada”.
Una cápsula de proyectil dorada, hecha de latón militar, con 9,50 mm de diámetro, puede ser la evidencia definitiva de que la investigación del fiscal Jalil Rachid está ignorando muchos elementos cruciales.
El 2 de octubre, en una conferencia de prensa , Rachid divulgó la conclusión de la Fiscalía de que los agentes policiales cayeron en una emboscada “previamente preparada y planeada” por sin tierra armados con rifles, escopetas, hoces y machetes. Rachid afirmó también que Rubén Villalba es el principal responsable de la tragedia.
En poco más de dos meses de investigación, sin embargo, Pública tuvo acceso a la cápsula de una bala 5,56, utilizada en fusiles M16 y carabinas M4 –armas usadas tanto por grupos de elite de las fuerzas de seguridad de Paraguay, como por traficantes que contrabandean marihuana, artículos electrónicos y agrotóxicos a Brasil.
Según los testimonios, la cápsula fue encontrada en el terreo de Marina Cué poco después del conflicto. Se trata de una cápsula de bala fabricada en 2007 en Salt Lake City Army Ammunition Plant (LCAAP), en un complejo militar perteneciente al gobierno norteamericano en el Estado de Utah y administrado por la empresa militar privada Alliant Techsystems (ATK). La ATK exporta armas y municiones a Paraguay a través de la empresa SAKE SACI, según registros del gobierno norteamericano compilados por la consultara Import Genius. La ATK envió al menos 18 cargamentos hasta 2012, según Import Genius –que, en tanto, no precisó qué tipo de materiales fueron exportados. Contactada por Pública, la ATK se negó a decir si exporta sólo a las fuerzas militares de Paraguay o también a grupos privados. “La ATK no revela esas informaciones sobre cada uno de sus programas”, afirmó la oficina de prensa.
La cápsula de bala 5,56, que permanece en un lugar seguro en Paraguay, puede ser el único indicio de que el día del conflicto se utilizaron armas militares –fuera por las fuerzas especiales de la Policía o por francotiradores. Decenas de otras cápsulas semejantes, recogidas en el lugar, simplemente desaparecieron.
En el informe de la Policía, al que Pública tuvo acceso –vea aquí – aparecen sólo dos cartuchos de bala 5,56, que no fueron sometidos a pericias porque no se halló las armas correspondientes. En tanto, delante de una multitud de fotógrafos, el político Julio Colman, poseedor de un poderoso vozarrón que todos los días llena las calles de Curuguaty con su programa de radio matinal, recolectó y entregó a la Fiscalía diversas cápsulas semejantes.
El fiscal Rachid continúa negando la existencia de las cápsulas de balas de fusiles automáticas en el lugar, argumentando que, “en ese caso, el número de fallecidos hubiera sido mayor”, según dijo al periódico ABC Color . De acuerdo con Rachid, ningún arma militar fue utilizada aquella mañana. “Tomé las declaraciones testimoniales de los agentes que intervinieron y ellas están anexadas en el informe oficial. Todos coinciden en decir que no utilizaron armas con proyectiles reales ni gas pimienta”, afirmó .
Desde que presentó sus conclusiones, en octubre, el fiscal ha sido cada vez más criticado. Más allá de las protestas pidiendo la libertad de los campesinos, la verdad es que su hipótesis –que 70 campesinos habrían emboscado a 324 policías con escopetas de caza– no convence a nadie.
La mayor piedra en el zapato del fiscal es un informe detallado, publicado en el mismo mes de octubre de 2012 por la organización PEICC –Plataforma de Estudio e Investigación de Conflictos Campesinos-, fundada poco después de la destitución de Lugo por el político liberal Domingo Laíno, un hombre tranquilo pero de palabras enfáticas, casi dramáticas, con el objetivo explícito de investigar a la investigación oficial.
La PEICC de Laíno –que llegó a exiliarse en Brasil durante la dictadura de Stroessner– también asumió la defensa de los campesinos presos y está pidiendo la completa anulación de la investigación. “Quieren desvirtuar la investigación por motivos políticos”, vocifera el fiscal Rachid. Pero las fallas planteadas por el informe de PEICC son elocuentes.
Primero, el informe – lea aquí la versión íntegra– cuestiona el hecho de que sólo se hayan encontrado en el lugar cinco escopetas de caza y un revólver, armas que difícilmente conseguirían matar a tanta gente en tan poco tiempo. Analizando un video grabado por la Policía, PEICC defiende que se oye una ráfaga de fusil automático en el momento del tiroteo. La evidencia es descartada por el fiscal Rachid.
El mismo video muestra la presencia de mujeres y niños en el lugar de la confrontación, lo que, para PEICC, desmentiría la versión de una emboscada. Ya en la investigación presentada por la Fiscalía, todos los más de treinta testimonios de policías golpean la misma tecla: que no había allí ninguna mujer o niño. Es mentira. Dicen también que los campesinos estaban fuertemente armados. Pero, otra vez, el video publicado por PEICC desmiente esa versión: los campesinos realmente portan escopetas de caza.
La cosa se pone peor. De las cinco escopetas examinadas por la Policía, apenas una se mostró capaz de disparar durante las pruebas de balística. Y una de las armas incluidas en el informe de la Policía fue, en verdad, robada el 22 de junio, una semana después de la masacre, de la casa del general Roosevelt Cesar Benítez Molinas y abandonada atrás de una iglesia en Curuguaty (vea el relato aquí y aquí)
En los días que siguieron a la matanza, relata el informe, el médico forense Pablo Lemir llegó a afirmar que los policías fueron muertos por “disparos de arriba para abajo” y que “la mayoría de los orificios de entrada de los cuerpos de los policías coinciden con las áreas que estaban desprotegidas por los chalecos antibalas (…) con lo que se presume que quien realizó los disparos conocía los lugares que los chalecos no cubrían”. Lemir declaró a la prensa que “las características de los disparos –sería apresurado decir ahora—pero configuran básicamente una emboscada”, afirmó.
La hipótesis de que hubiese francotiradores en el área fue, después, descartada por la Fiscalía, y los resultados de los informes del forense no fueron presentados en público cuando Rachid anunció sus conclusiones.
Tampoco consta en la investigación de la Fiscalía el hecho de que el helicóptero usado por la Policía, que hacía sonar una sirena ensordecedora, disparaba durante la confrontación. Todos los policías entrevistados afirman que el helicóptero no estaba sobrevolando el área durante el tiroteo. Pero un video filtrado en YouTube muestra, de hecho, el disparo del helicóptero (cliquee aquí). El campesino Roberto (nombre ficticio), entrevistado por Pública, recuerda bien este detalle. “Los heridos estaban corriendo y les disparaban del helicóptero, que estaba muy bajo”.
El informe de PEICC muestra, además, a policías manipulando los cuerpos de los campesinos, tirando sobre ellos cartuchos de bala y escopetas, para posar ante las fotos que ilustrarían los periódicos de los días siguientes. Las fotos de montaje de la escena, según Laíno, fueron cedidos a PEICC por fotógrafos “que no están de acuerdo con lo que ocurrió” –y no salieron en la prensa paraguaya.
Coincidentemente, es una foto fuera de foco, sin autoría definida y filtrada a PEICC, la que fue utilizada para identificar a Rubén Villalba como el hombre que tiró contra Erven Lovera, dando inicio a la llamada “emboscada” contra la Policía.
Según los testimonios de los policías –que dicen no identificar a los campesinos porque estarían con el rostro cubierto por pañuelos–, el hombre que tiró a Lovera portaba un revólver calibre 38, niquelado, que habría sido sacado después de que otro hombre (o el mismo, dependiente del testimonio) intentara alcanzar a Lovera con una hoz. El arma no aparece en la foto, pero la hoz sí. Rubén niega que el hombre de rojo sea él.
A mediados de julio, un policía de nombre Anoni Paredes prestó una segunda declaración a la Policía en la que afirma que, “confirme con las diversas fotografías que pude observar en los medios de comunicación y teniendo en cuenta que conocí a Rubén Villalba, puedo decir que él no se encuentra entre los invasores que murieron en el lugar y que ese que viste una camiseta roja tiene la misma complexión física”.
Más allá de ello, la investigación guarda contra Rubén, como clave para su condena, un testimonio “confidencial” anónimo, datado el 26 de junio de 2012, en el que el deponente afirma que se unió al grupo veinte días antes del flamígero 15 de junio. “El señor Villalba era el encargado de dirigir las reuniones, todas las reuniones se realizaban permanentemente en el sitio, daba instrucciones de cómo resistir a las fuerzas del orden, decía que ‘no es que los policías sean culpables de la pobreza de los campesinos, pero son los elementos utilizados por el gobierno de turno’. En sus disertaciones hablaba mucho del guerrillero Che Guevara y del comunista ruso Lenin, pero a la vez se declaraba analfabeto. Tenía consigo siempre una buena pistola y a veces efectuaba disparos, revelando muy buena puntería, además de mostrar ciertas habilidades tácticas en el uso del arma y en la práctica de combate”. La deposición –cliquee aquí y aquí para leer- dice, además, que Rubén compró balas “por un valor aproximado de dos millones de guaraníes y que en el lugar siempre estaba una persona que se decía armero, encargado de la manutención de las armas”. El deponente anónimo afirma que, asustado, resolvió salir de allí antes de la reintegración de la posesión.
En su celda hacinada de Tacumbú, Villalba tiene pocas esperanzas de escapar al papel de gran verdugo de la masacre de Curuguaty, en caso de que la investigación siga el mismo rumbo. O de tener un juicio justo. Contra él están el fiscal, el juez y el breve presidente Federico Franco, cuyo mandato termina en agosto de 2013 y que depende, en gran parte, de que se mantenga la versión de que los campesinos emboscaron a los policías porque “el presidente Lugo se mostraba siempre con las puertas abiertas a los líderes de estas invasiones, dando un mensaje claro sobre su apoyo a esos actos de violencia y comisión de delitos”, como declara el documento del impeachment.
* Con la colaboracion de Julio Benegas Vidallet y Susana Balbuena
Vea la versión original de este reportaje en Agência de Reportagem e Jornalismo Investigativo
Traducción por El Puerco Espin – http://www.elpuercoespin.com.ar