Con extractos del libro "Los secretos del imperio de Karadima"
Imágenes inéditas de Fernando Karadima
12.07.2012
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
Con extractos del libro "Los secretos del imperio de Karadima"
12.07.2012
Vea entrevista a Óscar Karadima: “Entiendo y me hago parte del sufrimiento de las víctimas de mi hermano”
Ver originales de los certificados de notas de Fernando Karadima
Uno de los usos conocidos que Fernando Karadima le daba a las donaciones de los fieles de su parroquia eran los viajes que con un grupo de sus predilectos emprendía cada año preferentemente a Europa. El sacerdote era siempre el principal financista de esas excursiones que a veces duraban tres meses. Del Viejo Continente, su destino favorito, volvía cargado de regalos santos y de relojes. Y nunca olvidaba pasar por alguna tienda de lujo para comprarle un regalo a su madre.
Un hermano del sacerdote recuerda que el primer tour lo hizo en 1961 en barco. Toda la familia lo fue a dejar a Valparaíso. Karadima se había ordenado hacía apenas tres años. Su madre y sus hermanos vivían en una casa en El Bosque con todas sus necesidades cubiertas, gracias a la buena voluntad de Alejandro Huneeus el párroco de esa iglesia. Evidentemente el sacerdote no podía pagarse un viaje como ese al que por entonces sólo accedía la clase alta. Nadie tiene claro cómo se lo financió. Pero es claro que Huneeus, que por entonces gobernaba El Bosque sin contrapeso, autorizó la partida de Karadima esa vez y los años siguientes, pues desde entonces Karadima no paró más de viajar.
A veces lo hacía con su madre, como lo recuerda Rodrigo Serrano Bombal, apodado El rey pequeño por el poder que tenía en la parroquia, y a quien algunos identifican como agente de la DINA. «He viajado en dos oportunidades con el padre Karadima. Primero, en un viaje en que él y su madre doña Elena Fariña fueron invitados por el almirante Merino y a mí se me asignó su compañía y estuve en comisión de servicio. En otra oportunidad cerca de Buin por el día», declaró Serrano ante la justicia.
Pero esos no eran los viajes importantes, sino los otros, los que organizaba con los jóvenes más cercanos a los que convencía que tenían la marca de la vocación.
En 1971, durante su gira anual pasó a ver a su hermano Óscar, el único de todos los Karadima que terminó el colegio y que estudiaba en Inglaterra. Lo acompañaron su madre y Felipe Bacarreza. El mismo grupo se repitió en la expedición que Karadima organizó a Estados Unidos el verano de 1974, cuatro meses después del Golpe de Estado. Bacarreza, quien más tarde sería obispo y que no fue citado a declarar por ningún tribunal pese a haber sido un «favorito» de Karadima, también lo acompañó en su viaje a Egipto en 1978, junto a sus entonces otras «regalías máximas»: el doctor Jorge Álvarez y Gonzalo Tocornal.
Un año antes, el actual obispo castrense Juan Barros también fue incluido en el tour. Barros relató ante la justicia: «Entré a estudiar Economía e ingresé al Seminario el año 1977, después de un viaje a Estados Unidos que duró un mes, junto al padre Karadima, el actual obispo de Talca Horacio Valenzuela, el hoy obispo Felipe Bacarreza y Guillermo Ovalle».
Los viajes con sus seguidores no eran solo de recreación, sino que tenían un rol central en la estructura que diseñó Karadima para controlar la voluntad de quienes le interesaban y se ponían a su alcance. Cuando llegaba un joven nuevo, una de las primeras cosas que presenciaba eran las conversaciones en el comedor de El Bosque sobre los viajes pasados, las anécdotas y los encuentros místicos en las iglesias europeas. En esas mismas conversaciones Karadima comenzaba la planificación del siguiente tour, establecía los recorridos, hacía la lista de los hombres y mujeres santos con los que se confesarían y de sitios sagrados donde harían misa y, finalmente, elegía a sus acompañantes. Hamilton, que nunca había viajado fuera de Chile oía estas historias y se preguntaba «¿por qué no me invita, si soy tan cercano a él?». Lo pensaba a pesar de que ya había empezado a ser abusado.
Esa función instrumental de los viajes la intuyó el promotor de Justicia Eliseo Escudero cuando recomendó al Arzobispo Francisco Javier Errázuriz hacer una auditoría de los dineros de la Parroquia El Bosque, y del uso que se les dio para promover los abusos. El sacerdote se refería a los viajes que le habían narrado James Hamilton y José Murillo. El primero fue a Estados Unidos con Karadima y con Gonzalo Tocornal y Karadima no reparó en gastos. Según contó la madre de James al tribunal, su hijo no tenía dinero para costearse ese viaje y el sacerdote lo pagó todo. Incluso lo llevó a recorrer Manhattan en helicóptero.
Un paseo como ese en los años 90, debió hacer sentir a Karadima todopoderoso y al joven, muy afortunado. Durante ese viaje Hamilton compartía la habitación con Gonzalo Tocornal, pero muchas madrugadas debía pasarse a la pieza del sacerdote y amanecía con él.
El tour de José Murillo tuvo como excusa la ceremonia de beatificación de Alberto Hurtado en el Vaticano. Aprovecharon el viaje para recorrer Alemania, Austria y partes de Italia. Aunque Karadima no se propasó en ese momento, pues el acoso empezó de regreso en Santiago, Murillo entendió después que esa invitación —donde el sacerdote pagó todo — había sido parte de un proceso para hacerlo aceptar el abuso que vendría.
Karadima usaba los viajes para que los jóvenes rompieran con sus familias, como en el caso de Francisco Prochascka, a quien obligó a partir con él y sólo le permitió avisarles a sus padres cuando ya estaban en Argentina rumbo a Europa. Incentivando la rebeldía juvenil, hizo algo parecido con Gonzalo Tocornal, cuando la familia del joven se negó a financiar el periplo y Karadima incentivó al muchacho para conseguir parte de la herencia de su abuelo y hacer su voluntad.
Más brutal fue el caso de Juan Esteban Morales, a quien se llevó de viaje a Europa en 1985, cuando su padre había caído en la cárcel por deudas. A Juan Esteban, como a los otros jóvenes que convertía en sus favoritos, Karadima le había ordenado decirle «papá».
Con Morales y el sacerdote Eugenio de la Fuente fueron también a las cataratas de Iguazú, a las que llegaron por el costado de la frontera paraguaya. Karadima cumplió así con un deseo largamente acariciado pues había ido a Paraguay a visitar a Juan Luis Bulnes Ossa cuando éste huyó a ese país después de atentar contra la vida del comandante en jefe del Ejército, René Schneider, pero no llegó hasta las cataratas.
Así como viajar con Karadima metía a los jóvenes definitivamente en su mundo, negarse a ir con él era una forma de salir de su influjo. De ese modo se alejó Hans Kast, quien poco antes de partir a un nuevo viaje a Europa le dijo por teléfono que no lo acompañaría. Karadima gritaba al otro lado del auricular, pues seguramente contaba con pasar algunos días en la casa de la familia de Kast en Alemania. Al colgar, Kast se sintió por primera vez aliviado.
El mismo efecto producía iniciar un viaje por iniciativa propia, persiguiendo las obsesiones personales y no las de Karadima. Ese fue el caso del entonces vicario de El Bosque, Eugenio de la Fuente, quien pese a la oposición del sacerdote realizó un viaje a Polonia solo, para conocer los lugares importantes en la vida de Juan Pablo II, a quien admiraba. Karadima se opuso con fuerza, criticó su obsesión por el Papa, pero De la Fuente insistió y le desobedeció.
Desobedecer, hacer el propio camino, era la forma de liberarse de Karadima.
Uno de los grandes secretos de Fernando Karadima es que no terminó el colegio. Llegó solo hasta segundo de humanidades Humanidades en el Instituto Alonso de Ercilla de Santiago, lo que equivale a octavo básico de hoy. Tenía entonces 16 años, por lo que iba bastante atrasado en sus estudios cuando los abandonó. Según los registros del colegio, en diciembre de 1946 se presentó a sus últimos exámenes con las siguientes notas: Matemáticas, 4; Ciencias Naturales, 3; Castellano, 3; Historia, 3; Francés, 3; Inglés, 2; Música, 4; Trabajos Manuales, 3; Historia del Arte, 3; Educación Física 4 . (Ver originales de los certificados de notas de Fernando Karadima)
Su calificación más elevada fue un 5 en Religión. Enrique Mc Manus, un compañero de esos años, recuerda que los Hermanos Maristas que dirigían el colegio «te ponían un 7 en Religión si ibas a misa». Raúl Mella, otro compañero, precisa que «era difícil que te fuera mal porque los curas estaban muy pendientes de los alumnos y te hacían ir a reforzamiento los miércoles y también los sábados».
A pesar de eso, Karadima estaba entre los alumnos con peor promedio.
A fines de diciembre de 1946, antes de rendir todos los exámenes, Fernando Karadima cayó enfermo. Le diagnosticaron «complejo primario», una infección pulmonar parecida a la tuberculosis que se le complicó y lo obligó a guardar cama durante casi un año. Cuando se recuperó, ya no volvió al colegio. Tenía casi 18 años y empezó a trabajar en una lechería que durante un tiempo tuvo su familia en Manuel Montt con Irarrázaval.
A un amigo de esa época, que luego fue feligrés suyo, le contó que tenía una vida muy dura, que se levantaba temprano y no paraba de trabajar hasta la noche.
Años más tarde, cuando ya reinaba en la Parroquia El Bosque, Fernando Karadima —quien disfrutaba mucho hablando de sí mismo—, evitaba contar pasajes de su vida antes de ser sacerdote. A veces mentía descaradamente al afirmar que había estudiado derecho Derecho en la Universidad Católica, lo que es imposible pues para ello debió haber terminado previamente el colegio. Otras veces relataba historias vagas, en las que había un poco de verdad y mucho de lo que le hubiera gustado vivir. Por ejemplo, decía que a los 16 años le rezaba con fervor a la Virgen para que lo aconsejara sobre qué debía hacer con su vida y que fruto de estos rezos un día se encaminó a ver al padre Alberto Hurtado, a quien no conocía.
La parte real de esa historia es que a los 16 sí rezaba con fervor, pues estaba a punto de repetir octavo y su padre le había advertido que de ser así tendría que trabajar en lo que fuera. La parte falsa es que no conoció al jesuita Alberto Hurtado sino mucho después y de manera más superficial de lo que a él le gustaba decir.
Justamente sobre su padre, Jorge Segundo Karadima Angulo, contaba otra historia bastante extraña. Decía que en 1949 sufrió un ataque cardiaco fulminante y que él salió a la calle a toda carrera a buscar un doctor. Sin embargo, en la puerta de la casa se encontró a un sacerdote y entendió que en ese hallazgo había un mensaje: era más importante salvar el alma que el cuerpo. Regresó a casa con el presbítero y cuando salía nuevamente a buscar al médico, su padre murió.
Con esos relatos Fernando Karadima pretendía hacer creer a los jóvenes que lo admiraban, que Dios había estado siempre a su lado, guiándolo. A la vez protegía su verdadero milagro: cómo había logrado, con su precaria educación y casi sin contactos sociales, dominar al sector más conservador de la sociedad chilena y quedar a cargo de formar espiritualmente a sus hijos.
De acuerdo a los datos públicos disponibles, Jorge Segundo Karadima Angulo era hijo de un inmigrante griego llamado Jorge Karadima Franco. En los años en que Fernando fue un cura famoso y respetado, uno de sus siete hermanos intentó seguir la huella de la familia en Grecia, pero solo descubrió que originalmente el apellido terminaba en «s». No pudo precisar ni cuándo llegó al país ese primer Karadimas, ni la zona de la que venía. Y tuvo que admitir que la familia partía con su padre y que más atrás los Karadimas se perdían en las sombras de la historia.
Jorge Segundo vivía en una pequeña casa en Talcahuano, frente al fuerte Punta Larga, donde se ubicaban originalmente los cañones que defendían la ciudad. En 1908 se ganaba la vida gracias a un contrato con la Armada para lavar las prendas de las enfermerías y de las secciones sanitarias. La Armada tenía acuerdos similares en otros puertos, normalmente a cargo de viudas, lo que refleja lo precario del negocio.
Karadima Angulo trabajó en eso durante 10 años, hasta que en 1918 no le renovaron el contrato. Se desconoce qué hizo a partir de entonces. Solo reapareció en 1927 como miembro de un tribunal de arbitraje en La Ligua, ciudad donde vivía la que sería su esposa, Elena Fariña Amengual.
Elena era la mayor de cuatro hermanos. Cuando se casó con Jorge en 1927, ella tenía 28 años y él casi 40.
A diferencia de su esposo, Elena Fariña sí podía remontarse en su historia familiar por lo menos tres generaciones y encontrar un pasado del que se enorgullecía y jactaba, situación que marcó su personalidad en muchos aspectos.
En la parte más brillante de ese pasado estaba su abuelo materno, Santiago Amengual Balbontín, uno de los héroes de la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana y también de la Guerra del Pacífico. Conocido como el Manco Amengual, comandó el regimiento Esmeralda, más tarde bautizado «Séptimo de Línea», en cuya historia se basó la novela homónima de Jorge Inostrosa.
Hasta fines del siglo XIX la suya era una familia influyente y acomodada, pero en la revolución de 1891 el general salió en defensa del Presidente José Manuel Balmaceda. Tras la derrota, saquearon las propiedades de los Amengual y ellos fueron relegados socialmente. Aunque tiempo después Santiago Amengual fue reconocido como el héroe que era, el apellido comenzó a declinar. Y muchos descendientes terminaron viviendo literalmente de su memoria reconocida por el Estado, pues las hijas y nietas del héroe tenían derecho a pensiones de gracia. Ese fue el caso de dos hermanas de Elena que solicitaron el beneficio fiscal debido a su frágil situación económica.
Los Fariña, la familia paterna de Elena, tenían una historia de similar decadencia pero sin ninguna cuota de heroísmo: una serie de malas inversiones acabaron con la fortuna que tuvieron a fines de 1800 y solo alcanzó para que el padre de Elena, Miguel Fariña Fariña, viviera su infancia en una mansión en Avenida Vicuña Mackenna y pudiese educarse en un colegio de elite.
De joven, Miguel Fariña entró al Seminario y aunque finalmente optó por la vida laica, lo que aprendió de latín y de religión le permitió ejercer como profesor en la escuela de La Ligua. Su condición era tan precaria, sin embargo, que su antiguo compañero de colegio, el latifundista Carlos Ossandón, le tendió una mano llevándoselo a trabajar de administrador de la hacienda Pullayes, una de esas propiedades que existían antes de la Reforma Agraria y que iban desde la cordillera hasta el mar, en este caso, hasta el balneario de Zapallar.
Sin embargo, incluso entonces los Fariña seguían siendo pobres y con un pasado que les hacía sentir que esa no era la vida que se merecían. Elena se formó creyendo que lo más digno y lo más acorde a la moral que les correspondía era imitar las prácticas de sus patrones, idea muy propia de las clases medias venidas a menos.
«Mi tía desde joven fue arribista», afirma un primo de Fernando Karadima que piensa que el influjo de la mujer fue central en la obsesión por el dinero que desarrolló el sacerdote.
En ese cuadro es muy probable que la decisión de casarse con un hombre 12 años mayor y sin oficio conocido, haya sido determinada por la precaria situación de su casa: Elena debía abandonar el hogar y para ese efecto Jorge Segundo era tan buen candidato como cualquiera.
Elena Fariña nunca estuvo dispuesta a reconocer esa parte de su historia. Desde el inicio de su matrimonio se fabricó una mejor: a sus hermanas les decía que el padre de Jorge había llegado a Chile como cónsul griego y que su marido no había nacido en estas ingratas tierras sino en Europa. Copiando los parámetros que ella conocía, estaba convencida de que ser europeo, incluso si se era un pobre campesino griego, tenía mucha más alcurnia que ser un hombre nacido y criado en Talcahuano.
Así, la pareja partió su vida juntos sin ningún otro capital que el carácter fuerte de Jorge Segundo y el hambre de Elena por recuperar el mundo que sus antepasados no le habían legado.
Se instalaron en Antofagasta, donde había una nutrida colonia griega y croata, y donde —según cuenta uno de sus hijos— Jorge Segundo trabajó como empleado del Banco de Chille. La familia tuvo un primer golpe cuando su primera hija, Elena Cenobia, murió a los tres años aparentemente de leucemia. Hasta el final de sus días Elena Fariña hablaba de esa niña con los jóvenes de la Acción Católica que su hijo Fernando le enviaba para acompañarla.
Jorge Segundo cuidó su carrera funcionaria, que era el sueño de muchos en esos años, y durante las siguientes dos décadas el matrimonio se fue trasladando de ciudad en ciudad, de acuerdo a las necesidades del banco, el cual les proporcionaba una casa para vivir.
En cada nueva destinación la familia fue creciendo hasta llegar a los 8 hijos . Fernando Miguel Salvador fue el segundo y nació en Antofagasta el 6 de agosto de 1930 a las 15 horas. Sus padres vivían entonces en la calle San Martín, a cinco casas de la catedral, en una propiedad que ya no existe.
A partir de 1940 la familia llegó a residir en la capital, en una casa que compraron en el barrio Salvador, frente a la parroquia San Crescente, inmueble que en la actualidad tampoco existe.
Lograr una casa propia fue un gran salto. Y se consiguió a costa de disciplina y privaciones, pues los recursos no crecían al mismo ritmo que las bocas. Amigos del colegio de Fernando recuerdan que, ya antes de abandonar los estudios, este debía ir a trabajar a la lechería con la que el padre trataba de mejorar la economía familiar.
Los vaivenes obligaron a los padres del futuro sacerdote a tomar una decisión que, por lo demás, era frecuente en esos años: el padre apostó por el primogénito, Jorge José del Niño Jesús y lo matriculó en el colegio Los Agustinos, que por esos años rivalizaba en la formación de la elite con el Saint George de la congregación de la Holy Cross. Según aparece en un anuario escolar del establecimiento, desde pequeño Jorge José tenía claro que su destino era la Escuela Militar por lo que lo apodaban cabo Karadima.
Fernando, en cambio, fue destinado al liceo Alonso de Ercilla, que no era del nivel del de su hermano, donde fue compañero del cantante Lucho Gatica.
Pero no solo los motivos económicos explicaban esta diferencia. Un familiar cercano relata que el padre tenía hijos favoritos y Fernando no estaba entre ellos. Por el contrario, «su padre lo maltrataba bastante, lo humillaba. Y también era un déspota con su mujer».
Fernando se apegó a su madre y heredó de ella su arribismo y su personalidad magnética, capaz de mantener a las personas atentas a su relato durante varios minutos. Pero también hizo suyos otros aspectos que Elena Fariña desarrolló durante sus 22 años de matrimonio, actitudes y gestos que tuvieron como espectador privilegiado y víctima a Fernando Karadima. Decidida y ambiciosa, Elena castigó a su tosco marido y a su numerosa familia desplegando el llanto cuando era necesario y siendo capaz de permanecer muda durante todo el tiempo que lo necesitara para obtener lo que quería. «Era una mujer increíblemente manipuladora», afirma un primo de Fernando.
La ley del hielo, eso de no hablarle a alguien que no le obedecía y que tanto usó Fernando Karadima con las decenas de jóvenes y sacerdotes que mantenía bajo su control en El Bosque, la aprendió de ella, una mujer que daba y quitaba su cariño para conseguir lo que quería.
Humillado constantemente por su padre, cuando Elena Fariña le mezquinaba su cariño y llegaba al extremo de no dirigirle la palabra, el futuro sacerdote se sentía miserable. No lo soportaba.
Elena Fariña siempre supo sacar provecho de ese dominio que tuvo sobre su hijo Fernando.
***
Puede que haya sido la estrecha cercanía con su madre la que hizo que uno de los tíos de Elena, el sacerdote Pío Alberto Fariña, tuviera un influyente rol ante los ojos del niño Fernando Karadima.
Alberto Fariña era un cura conservador, decidido y ejecutivo. Llegó a lo más alto de su carrera eclesiástica cuando fue investido como obispo auxiliar del Arzobispo de Santiago, José María Caro . El sacerdote Gustavo Ferrari, secretario del cardenal Raúl Silva Henríquez, lo recuerda como un religioso de gran instinto político y con mucho carácter. «Todo el mundo sabía que el que mandaba en el Arzobispado era Pío Alberto y no monseñor Caro, que era fundamentalmente un hombre bueno», explica.
El nombramiento de Pío Alberto como obispo se realizó en septiembre de 1946, cuando Fernando tenía 16 años y pasaba por una angustiosa situación académica. La investidura de su tío abuelo apareció en la primera plana del conservador Diario Ilustrado y se hicieron elogiosos perfiles suyos donde se lo describió como poeta, gran ejecutor de la cítara y un hombre piadoso que rehuía la figuración pública . Una gran cantidad de amigos de su infancia, hombres de gran fortuna e influencia, acudieron a saludarlo y le presentaron sus respetos.
En una de las notas de prensa se informaba:
«“Mi tendencia es esconderme, ocultarme” dice monseñor Fariña y en esto, como en todo, es sincero; conoce las veleidades del mundo y prefiere el franciscano y sencillo escondite buscando el auxilio de María, en el pintoresco barrio de San Miguel, donde vive» .
Ese masivo reconocimiento fue para la familia Karadima-Fariña una señal de que los años oscuros empezaban a quedar atrás: tenían casa propia, todos sus hijos estudiaban y el horizonte se veía promisorio gracias a este familiar que abría una línea de contacto con la elite.
«Solo por ser pariente del obispo Fariña conseguías muchas cosas, se te facilitaba el camino», relata un primo de Fernando Karadima, quien explica que fue así como algunos de los sobrinos nietos de Pío Alberto Fariña obtuvieron educación gratuita en buenos colegios católicos, mientras que a otros de sus parientes se les abrieron oportunidades de empleo a través de las redes de poderosos amigos del prelado.
La familia se arrimó al obispo como antes se había apoyado en las glorias pasadas del general abuelo de Elena Fariña. Y es que el destino de muchas familias de clase media precaria cambia radicalmente cuando un pariente destaca. Es exactamente lo que pasó a partir de los años 70 con la familia Karadima cuando Fernando llevó el apellido a tal altura que parecía a punto de transformarlo en marca registrada de santidad. En esos años decir «soy hermano del padre Fernando Karadima» era sinónimo de confiable para empresarios de gran poder económico, social y político como Eliodoro Matte o Ricardo Claro. Lo mismo para la jerarquía de la Iglesia. Y abría infinidad de puertas. A varios hermanos los colocó en departamentos que compró con dineros parroquiales; a otros los mantuvo viviendo dentro de la parroquia y les daba ayudas mensuales que no pueden tener otro origen que las donaciones que le hacían en su calidad de sacerdote.
Pero Fernando era distinto al general de Ejército y al obispo, y les hizo pagar su ayuda. Uno de los capítulos más desconocidos de esta historia es cómo Karadima manipuló a su propia familia. Uno de los hermanos relata, a modo de ejemplo, que les prohibió hablarle a su hermano Sergio cuando el hijo de este, Felipe Karadima, dejó el sacerdocio. Todos obedecieron y le hicieron la ley del hielo.
Peor suerte corrió la hermana del cura, Elena Karadima, casada con el médico Sergio Udo Guzmán Bondiek. Fernando convenció a uno de sus sobrinos, Rodrigo Guzmán, para que se hiciera sacerdote. Luego, lo alejó de sus padres, como hacía con todos los jóvenes que lo rodeaban.
«Diez años estuvo Elena Karadima sin que su hijo le hablara», relata un familiar. El joven recién regresó a su casa luego de que James Hamilton apareciera en marzo de 2011 entregando su testimonio en televisión, en el programa Tolerancia Cero, un año después de haber hecho públicas las denuncias de abuso sexual contra el sacerdote Karadima.
Al ver a su familia arrimarse al obispo Fariña, el adolescente Fernando tomó nota de lo importante que podía llegar a ser un cura. En los años siguientes se volvió muy cercano al obispo, quien en adelante lo presentaría como «mi sobrinito». Fruto de esta cercanía Fernando replicará lo esencial del estilo de su tío: un sacerdote devoto de la Virgen, que influye mucho en la Iglesia, pero manteniendo un perfil público muy bajo. Su tendencia a «esconderse», como decía su tío, Karadima la justificará acudiendo a los principios del monje renacentista Tomás de Kempis (amar, ser desconocido y no tener reputación), a quien decía admirar .
El obispo Fariña pasó sus últimos años en una casa de tres pisos cerca del centro de Santiago, prácticamente aislado del mundo, sin poder comprender los cambios que había sufrido la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II. Cuando ya era sacerdote, Karadima llegaba al lugar, saludaba al conserje que vivía en el primer piso, pasaba al segundo donde vivía su tía, y ahí hacía algo extraño: se cambiaba de ropa y se ponía una sotana que le llegaba al suelo. Solo así subía al tercer piso a saludar al obispo. Pío Alberto no recibía a ningún sacerdote que no vistiera sotana, al viejo estilo. Una vez que veía aparecer a Fernando, le extendía su anillo para que el sacerdote lo besara.
Era un hombre de la iglesia pre conciliar y en muchos aspectos Fernando Karadima Fariña también lo era.
***
Los dos hermanos mayores, Jorge y Fernando Karadima, desarrollaron personalidades muy distintas. Jorge, el favorito de su padre, era avasallador e impulsivo. De joven aprovechaba cada oportunidad que se le presentaba para mostrar que no se amilanaba con nada.
«Iba por la calle, veía el festejo de un matrimonio y apostaba que era capaz de entrar a la fiesta y en 15 minutos aparecer en el balcón bailando con la novia. Y al rato ahí estaba, muerto de la risa, bailando y saludándonos. O se subía a la micro y le desordenaba el peinado a una señora asegurándole que le había visto una araña en la cabeza», relata un amigo de infancia de los Karadima.
Fernando no tenía ese carácter. La larga enfermedad que sufrió en la adolescencia y el tener que trabajar mientras sus hermanos estudiaban, lo habían hecho más retraído. También lo opacaban las constantes humillaciones de su padre. Amigos de esos años dicen que nunca iba a las fiestas a las que lo invitaban. Tampoco recuerdan que se fijara en alguna niña.
Tenía, sin embargo, una gran cualidad heredada de su madre que resultaba atractiva: el don para relatar historias. Poseía un talento innato para manejar los ritmos del relato y lograr que otros se emocionaran o se rieran con lo que contaba.
«Era muy entretenido oír a Fernando. Tenía un carisma especial que podía hacer que te quedaras horas escuchándolo», explica un hombre que lo conoció de joven y luego fue su feligrés por décadas.
Su gran arma de control y seducción la descubrió más tarde: poseía una formidable memoria que le permitía retener cada detalle de lo que le relataban. Luego, era capaz de juntar distintas piezas de los relatos y completar las historias que no le habían contado.
Mientras su capacidad de narrar la usó desde el púlpito con predicas que entusiasmaban sobre todo a los jóvenes, su memoria fabulosa la aplicó en el confesionario. Karadima jamás olvidaba lo que le habían dicho, ni los pecados ni los lugares ni las personas involucradas. En su cabeza juntaba esos datos y construía las redes familiares, quiénes eran los amigos, qué influencia tenían, qué pensaban los padres, a qué curas conocían, qué muchachos sentían atracción por otros muchachos.
Eso le permitió ser el gran conocedor de los secretos de la elite chilena, situación que ayuda a entender por qué muchas familias muy influyentes salieron rápidamente en defensa del sacerdote.
Cuando ya estaba instalado en El Bosque, Karadima usó su capacidad narrativa para llenar con historias piadosas esos años de su adolescencia opaca y llena de incertidumbre. Decía haber pasado su infancia acompañado de Dios, jugando a hacer misa, mientras su hermano mayor jugaba a las batallas. Y en la pubertad, cuando sus amigos iban a fiestas y conocían a sus primeros amores, él había conocido al sacerdote Alberto Hurtado y había forjado una relación muy profunda y simbólica con él. Contaba que a los 16 años, sin conocerlo, casi guiado por la Virgen misma, fue al colegio San Ignacio de Alonso de Ovalle a buscarlo.
«Antes de decirme nada él me llevó a rezar durante una hora frente al Altísimo. Luego me preguntó: “¿Qué te dijo el Señor?”. Yo le dije: “Que tengo que hablar con usted”», relató en una entrevista.
Karadima aseguraba que a partir de ese momento no se separó más de Alberto Hurtado.
Sin embargo, ninguna de las numerosas personas que compartieron con el santo en esos años recuerda haber visto al escolar Fernando Karadima siguiendo al sacerdote jesuita.
La experiencia marcadora que sí parece haber tenido en esos años formativos es muy distinta. La relató a sus más cercanos en una de las veladas nocturnas que organizaba en su habitación en El Bosque. Allí dijo que cuando era un escolar un sacristán lo había toqueteado. Lo contó riendo.
«No ahondó en el tema», puntualiza Juan Carlos Cruz, quién oyó la historia directamente de Fernando Karadima.
Tiempo después el sacerdote Eugenio de la Fuente le escuchó relatar ese mismo episodio, solo que con un añadido: «Contó que su padre fue donde el sacristán y le pegó».
Por la forma en que Fernando Karadima alteraba su historia en sus relatos, no es posible saber qué parte de esa experiencia es cierta y qué parte es invento. Sin embargo, la tesis de que Fernando tuvo un inicio sexual traumático es plausible y de hecho rondó las mentes de quienes investigaron este caso en la justicia civil, incluyendo a la defensa jurídica del sacerdote.
En una entrevista le preguntaron a su hermano Jorge si en estos años de formación Fernando había tenido una polola: «No usaría la palabra polola. Le ponía el ojo a dos o tres chicas bien bonitas, pero en él primaba un interés por la vida religiosa…» .
En entrevista con los autores, otro de sus hermanos sostiene que jamás en su casa se sospechó nada «extraño» en torno a la sexualidad de Fernando. Y es claro el por qué: «Mi padre lo habría matado y mi madre se hubiera muerto».
Es posible, sin embargo, que su madre intuyera algo. «Ella siempre decía sobre Fernando: “Si es para ser un buen cura, muy bien. Pero si es para ser mal cura, es mejor que Dios se lo lleve”», cuenta un hermano del sacerdote.
Elena Fariña repitió esa frase por años, incluso cuando su hijo ya era un cura destacado. Tan abiertamente la repetía que en 2010, doce años después de su muerte, la podía citar el nochero de la parroquia, Bernardo Castillo, aunque en una versión más directa: «La señora Elena siempre decía: si no va a ser buen cura, mejor muerto».
Personas que formaron parte de los círculos más íntimos de Karadima atestiguan que la relación de ambos siempre fue tormentosa. Él a veces le gritaba y cuando llegaba a verla su hijo Óscar, la encontraba llorando y quejándose de lo cruel que era Fernando. Pero ella también era implacable con el sacerdote. Por más esfuerzos que él hacía para conquistar su afecto, no lo lograba. Así lo recuerda un cura que formó a Karadima y que convivió durante más de diez años con ambos en El Bosque:
«Desde que el padre Fernando comenzó a pasar sus vacaciones en Europa, a comienzos de los 70, siempre le trajo algún regalo costoso. Pero cuando se lo entregaba, ella no lo tomaba mucho en cuenta. Le decía “déjelo por ahí mijito”, sin mirarlo siquiera».
El mismo cura recuerda que una tarde Karadima lo envió junto con otro muchacho a hacerle compañía a Elena Fariña y los tres se pasaron el rato, como muchas tardes, jugando a los naipes (la canasta era su juego favorito). De pronto, la llamó su hijo Fernando por teléfono y le preguntó cómo estaba. «Ella, sin soltar las cartas ni cambiar de cara, pero poniendo voz lastimera, dijo: “Aquí estoy, pues, solita”», recuerda el cura, riéndose.
El 9 de abril de 1985 Elena Fariña mandó a redactar su testamento en el que nombraba a Fernando como heredero del único bien que poseía: un departamento en calle Padre Restrepo que Karadima vendió en 2010 en 2 mil UF. En el punto tercero del testamento aparecen los motivos que la llevaron a hacer esa elección en desmedro de sus otros hijos:
«(Elena) cree que es de justicia reconocer que ella tiene una deuda para con su hijo sacerdote Fernando aún cuando él nunca la ha cobrado ni mencionado siquiera como tal ni en ningún sentido. El valor de dicha deuda es igual al valor que tiene el departamento que posee en calle Padre Restrepo… En realidad, cree que el valor de la deuda es mayor que este y cree que también todos sus herederos lo saben, pero desea limitarlo a este monto para que todos sus hijos puedan recibir algo, en recuerdo del cariño que a todos por igual ha tenido y que quiere manifestar también de esta manera, como dice más adelante. Por tal motivo dispone que se le pague esta deuda a su hijo Fernando con la entrega del dominio exclusivo, libre de todo gravamen de dicho departamento».
En el documento figuran como testigos el sacerdote Francisco Errázruriz Huneeus, apodado Panchi, quien aún vive en la parroquia y al que Fernando Karadima trataba con desprecio; el abogado Gonzalo Bulnes Cerda, hermano de Juan Pablo, quien ha sido abogado personal de Karadima en los últimos 40 años; y el ingeniero comercial Guillermo Tagle Quiroz, quien llegó a El Bosque en 1975 y tuvo como director espiritual a Karadima desde 1981 hasta que fue sancionado por El Vaticano. Como integrante del Consejo Parroquial y a cargo del control de la administración de los dineros de la parroquia, Tagle Quiroz es uno de los hombres que mejor conoce los secretos de El Bosque.
En 1985 Fernando Karadima estaba en la cúspide de su poder. Un hermano del sacerdote que habló con los autores de este libro cree que este curioso agradecimiento, esta última voluntad en la que le rinde un homenaje a su hijo, no lo escribió Elena Fariña, sino que lo ordenó escribir Fernando Karadima mismo.
***
Muchos de los que conocieron a Fernando Karadima lo describen hoy como si hablaran del personaje central de la novela de Robert Luis Stevenson, Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Fernando tenía una cara piadosa, adoradora de la Virgen, un rostro que los viejos vecinos de El Bosque conocían y que era el que mostraba cuando lo invitaban a cenar los Matte, los Ossandón, los García-Huidobro; y otro que emergía en la intimidad de la iglesia, donde era el rey indiscutido. Y lo cierto es que la Parroquia El Bosque, como la casa del doctor Jekyll, tenía dos puertas. La principal, destinada a Dios, que se abría a la nave central y al campanario, a las festividades de la Virgen, que era cuando más brillaba la oratoria de Karadima. Y la trasera, que daba al parque Loreto Cousiño, por donde salían los jóvenes que se quedaban hasta la madrugada con él en su habitación. Cada Karadima tuvo su puerta y su vida. Una daba a la sociedad respetable. La otra a los placeres ocultos. Y la luminosidad de uno hacía increíble pensar en la existencia del otro. Más aun, le daba una inmejorable coartada.
No está claro cuándo empezó a emerger el segundo Karadima, que acabó dominándolo todo, pero es probable que ya en la adolescencia debió haber comenzado a sentirse atraído por muchachos. Y que al descubrirlo, su padre lo despreciara.
Es probable también que haya pasado por momentos de angustia debido a esas inclinaciones y que en la búsqueda de sanarse de lo que sin duda consideraba un pecado o una enfermedad, se haya acercado cada vez más a la idea de ser sacerdote.
Sin embargo, a diferencia de la historia que fue construyendo sobre su fe precoz, cuando fracasó el negocio familiar de la lechería, Fernando Karadima no entró a ningún seminario, sino que encontró un empleo menor en el Banco Sudamericano (hoy Scotiabanc) timbrando cheques de cuentacorrentistas, que era la forma oficial de iniciar una carrera bancaria.
Hasta los 19 años Fernando Karadima parecía haber asumido que ese era su destino. Pero en 1949 su familia vivió una prueba durísima que alteró la vida de todos. En noviembre de ese año el padre murió de un paro cardiorrespiratorio y dejó a su esposa Elena Fariña, que por entonces tenía 41 años, sin recursos y a cargo de ocho hijos. La menor, Patricia, tenía solo 8 meses; el mayor, Jorge José, 21 años, y estaba iniciando su carrera en la Escuela Militar.
A Jorge Segundo Karadima la enfermedad lo consumió en menos de un año. En agosto hizo un viaje a Puerto Montt y regresó con un fuerte resfrío. Se acostó y no volvió a levantarse. Pasó cuatro meses conectado a tubos de oxígeno, «agarrándose el pecho por los fuertes dolores y gimiendo», recuerda uno de sus hijos.
Jorge Segundo era un hombre seco, de pocas palabras, machista, muy estricto con sus hijos y siguió gobernándolos con rienda corta hasta el final. Raquel, la cuarta hija, que tampoco estaba entre sus favoritas, contaba una anécdota: había peleado con una hermana y el padre la castigó dejándola de pie con la cara contra la pared. Él estaba tan débil que rápidamente lo venció el sueño. Al despertar encontró a la chiquilla en el suelo, durmiendo en el exacto lugar donde le había ordenado quedarse. Ella tenía 14 años y su padre estaba muy disminuido, pero ni siquiera en ese estado ella se atrevió a desobedecerlo. Haciendo un gran esfuerzo, Jorge Segundo se levantó y la tapó. Ese mismo día murió.
Jorge José, el mayor de los hijos del matrimonio Karadima Fariña, tuvo que dejar entonces la carrera militar. Sus compañeros de armas hicieron guardia de honor junto al féretro en homenaje al difunto y también como despedida a su amigo. A través de los contactos familiares, accedió a un puesto en el Banco Central. Los contactos fueron buenos pues este joven, que nunca había trabajado en la banca, recibió de la institución —por un arriendo módico— un pequeño departamento en el centro de Santiago, al cual se trasladó a vivir toda la familia.
La casa de Salvador fue arrendada. Con esa renta y el ingreso de Jorge y de Fernando vivió varios años la familia. Pero la ruta en la que ya estaban enrielados se alteró radicalmente y solo uno de los ocho hijos terminó el colegio y fue a la Universidad: Óscar Guillermo, el sexto hermano, quien estudió Sociología. Por ello, todos —salvo Jorge, que logró consolidar su situación, y Elena, que se casó con un médico—, debieron recurrir económicamente a Fernando en muchas oportunidades.
En esos días de tristeza y de falta de dinero, hay evidencia de que Fernando Karadima empezó a pensar más seriamente en ser sacerdote. Jorge José, quien estaba a la cabeza de la familia, le pedía paciencia. «“Sería conveniente que te aguantes un poquito”, le decía yo, porque teníamos un semillero de hermanos y debíamos trabajar para ayudar a la mamá…» .
En 1950, sin embargo, Fernando Karadima tuvo un encuentro que lo convenció de cuál era su camino. Mario Rojas, un compañero del Banco Sudamericano que luego se casó con su hermana María Eugenia, lo llevó a ver a Alberto Hurtado.
Esta es la verdadera primera vez en que Karadima conoció al futuro santo. Y la borró de su biografía pues por entonces él no era un niño guiado por la Virgen —como los pastorcitos de Fátima— sino un funcionario bancario aproblemado. Y esa imagen no le gustaba.