Crisis en el sistema de protección de niños abandonados: el rostro invisible del Bicentenario
02.09.2010
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02.09.2010
Benjamín murió en julio del año pasado tras recibir una golpiza de su madre. Andrea Contreras ( 26 años), sostuvo que el niño había caído por la escalera de su casa y solo confesó en mayo último, acorralada por un informe de la Brigada de Homicidios en el que familiares y vecinos relataron lo violenta que era con el pequeño. Como cuando se orinaba en la cama y ella lo metía vestido a la ducha fría. O lo cacheteaba con fuerza. O lo mordía sin piedad y le dejaba pequeñas cicatrices que formaban un círculo en su piel, como cuentas de un rosario. Las mismas que el tanatólogo describe en la autopsia. En el clímax de su ira, lo lanzaba por la escalera.
A veces el resto de la familia rescataba a Benjamín de esas palizas. Pero no siempre.
Una hermana de la mujer contó ante la fiscalía que un día vio al niño con la boca hinchada. Cuando le preguntó qué le había pasado, él balbuceó: mamá botó escalera a mí.
-Lo abracé y le hice cariño, pero cuando llegó mi hermana, me fui a la pieza para evitar problemas –dijo la joven.
Interrogado sobre el día del crimen, el padrastro del niño contó a la fiscalía: “Ese sábado me levanté a las 10. Fui a ver a Benjamín y me di cuenta que se había orinado, por lo que le dije despacio, “¡te measte, huevón!”. Él tomó la frazada y se escondió bajo ella. En ese momento llegó Andrea y comenzó a retarlo como siempre. Yo ya sabía lo que venía y para no calentarme la cabeza salí de la casa”.
Lo que “venía” lo confesó la propia madre ante Investigaciones:
“Le grité que se bajara de la cama. Benjamín me miraba fijamente, no me decía nada. No lloraba. Ahí me vino la cosa. Todo se me juntó. Lo tomé con los dos brazos, lo levante de la cama y lo zamarreé muy fuerte, más que otras veces. Y como estaba cerca de la muralla de ladrillo, se azotó la cabeza contra el muro, súper fuerte. Dos o tres veces…”.
Cuando el padrastro regresó ya era tarde: “Lo encontré con los ojos abiertos. Le dije, ‘qué pasó papito, ¿se hizo pipí?’. Pero no me respondió. Le tomé las manos para sentarlo, pero se desvanecía. Lo tomé en brazos y lo bajé. Lo senté en un sillón y se caía para el lado”.
Benjamín tenía tres años. La mayor parte de su vida la pasó internado en un hogar para niños abandonados. Y fue una institución colaboradora del Servicio Nacional de Menores (Sename) la que avaló, con un informe, que el pequeño regresara a casa, con Andrea, a la que le decía “tía”, como a los adultos del hogar en el que había crecido.
Benjamín alcanzó a estar ahí tres meses antes de morir. Según los antecedentes recopilados por la fiscalía, los tres hermanos del pequeño también habían sido internados en 2006 a consecuencias de la violencia de la que fueron víctimas por parte del conviviente de su abuela, en cuya casa vivían. En ese período el padre fue condenado por robo y Andrea partió sola al norte a buscar fortuna. Volvió embarazada de Benjamín y apenas lo parió, también lo entregó al hogar.
Cuando al padre le dieron la salida dominical, en mayo de 2008, los niños estaban en un hogar de la Fundación Koinomadelfia. La pareja empezó a visitar a sus hijos intentando rearmar la familia. Pero en la fundación opinaron que ellos no estaban aptos para recibir a los niños.
Por ello el juez de familia puso como condición que los padres entraran a un programa de fortalecimiento parental: debían recibir educación y asesoría para, fundamentalmente, aprender a cuidar a sus hijos.
La institución a cargo de ese proceso fue la Corporación Chasqui. Y el resultado lo registra un informe de Koinomadelfia entregado al tribunal: “Chasqui trabajó en especial con la madre a fin de potenciar las habilidades maternales necesarias para revertir la causa de ingreso de los niños”. Y como los especialistas de Koinomadelfia “no observaban una vinculación estrecha entre la madre y los hijos”, no aceptaron el regreso de los niños con su madre.
Lo que ninguna de las dos instituciones detectó fue la violencia a la que era sometido Benjamín. Una violencia tan extrema que la doctora que lo recibió en el servicio de urgencia graficó así: “Es como si al niño le hubiera pasado un camión por encima. Tenía muchas lesiones internas, atribuibles a ese momento. Pero también tiene gran cantidad de lesiones externas que son antiguas”.
Ese informe, la autopsia y los testimonios recogidos entre los familiares por la Brigada de Homicidios de la PDI, muestran que Benjamín fue torturado durante sus últimos tres meses de vida, exactamente el tiempo que vivió con su madre luego de salir del hogar de menores. Durante ese tiempo, la familia de Benjamín vio y escuchó sus llantos, pero miró hacia el techo. Para “evitarse problemas”, como dicen el conviviente y la hermana de la mujer.
Tan grave como esa actitud es que los organismos que debían velar por la integridad de Benjamín, y también de sus hermanos, no percibieron la violencia y el peligro que lo acechaba a pesar de sus huellas externas. Una responsabilidad mayor le cabe a los profesionales de Chasqui, los que según los informes, visitaban a la familia y debían enseñarle a Andrea “habilidades parentales”. CIPER contactó a dicha corporación, la que declinó explicar lo ocurrido.
Las indagaciones realizadas por CIPER en la fiscalía indican que según la normativa vigente no habría antecedentes para imputar responsabilidad penal a la institución encargada del proceso de reeducación de los padres. El Sename tampoco ha sancionado a nadie por este crimen. Su director, Francisco Estrada, piensa que no sería justo hacerlo. Cuando el niño murió -antes de que se constatara que era un crimen-, se citó a los supervisores del Sename, de Koinomadelfia y de Chasqui para saber qué había pasado:
-Quedó en evidencia que la persona encargada de evaluar y trabajar con la familia de Benjamín, no tenía los conocimientos necesarios. Por ejemplo, hablaba de “apego” sin saber qué era eso ni cómo se fortalecía. Ahora, el problema es este: el Sename le paga a organismos como Chasqui, alrededor de $40 mil mensuales por niño atendido en este tipo de programas. Con esa plata, las instituciones no pueden tener gente calificada, con post título, sino recién egresados. Por ello, no me parece justo crucificar los programas, porque el problema también pasa por cuánto pagamos y cuánta capacitación ofrecemos -explica Estrada.
Lo grave es que la historia de Benjamín se repitió sólo unos meses después: en diciembre de 2009 murió en similares circunstancias el pequeño Daniel Maldonado, de tan sólo 2 años (ver recuadro).
G. no quiere vivir. G. tiene 14 años y para matarse ha ingerido hasta veneno para ratas. También se ha cortado las venas. Y cada vez que puede huye de los hogares donde ha sido internada. Ya en la calle, tiene sexo con desconocidos y se droga. La jueza que ha seguido su historia desde que llegó al tribunal a sus 11 años, dice que G. tiene los ojos más tristes que haya visto en una niña.
A esa magistrada, G. le ha dicho una y otra vez que no quiere vivir más.
A los 11 años G. tuvo una hepatitis fulminante y su hígado quedó inutilizado. Desde entonces le han hecho tres transplantes para salvarle la vida. En cada ocasión, por su grave estado, ha ocupado el primer lugar en la lista nacional donde esperan con angustia quienes requieren un hígado y sí quieren vivir.
G. no toma los remedios y tampoco come la dieta especial que necesita un trasplantado. Por boca de la propia doctora que atiende a G., la jueza supo que la niña ya no resistirá otro transplante. El tercero fue su última oportunidad.
Con excepción de su condición de transplantada, la biografía de G. tiene muchos puntos comunes con la vida del grueso de los niños abandonados. Apenas nacida, su madre la dejó en la casa de sus tíos, en el sur, para probar suerte en Santiago. A los 11 años, cuando la trajeron en medio de su crisis hepática, reveló haber sido abusada por un pariente. Los exámenes mostraron que presentaba lesiones genitales compatibles con tal abuso. A partir de ahí empezó a deambular por hogares del Sename para luego escaparse una y otra vez. A su paso dejó huellas de intentos suicidas y de ataques a otros niños hasta convertirse en una niña cada vez más incontrolable.
G. es una prueba de que en este mundo, al menos para algunos, hay mucho más castigo que crimen, como dice Corman McCarthy en su desoladora novela La Carretera. Al igual que el niño de esa historia, G. solo ha encontrado a su paso hostilidad y ningún lugar que la acoja. No es la única niña o niño que vive en Chile en la intemperie.
La crisis que evidencia desde hace años el sistema de protección de niños y niñas vulnerables de nuestro país no es foco de urgencia de la agenda pública. A pesar de que los especialistas y quienes trabajan con ellos saben que las consecuencias las sufren miles: las familias más pobres y, en especial, los niños que viven en los márgenes de nuestra sociedad. En su origen, esa crisis tiene directa relación con la falta de recursos para hacer frente a un tipo de problemas que antes no llegaba a la red del Sename y que ahora es mayoría.
Un estudio de la Unicef dado a conocer en agosto de este año muestra que hasta comienzos de esta década el Sename y su red fundamentalmente atendía a niños y niñas pobres.
-La mayor parte de los menores internados no había sufrido maltrato. El problema era que sus familias no podían mantenerlos. Los hogares eran usados como una estrategia de superación de la pobreza y también como una forma de educar -explica el sociólogo Víctor Martínez, uno de los autores del estudio.
De hecho, muchos niños no eran arrebatados a sus familias, sino que eran entregados por los mismos padres, convencidos de que en un hogar estatal estarían mejor.
Gracias a la Convención de los Derechos del Niño, a la que Chile adhirió hace justo 20 años, las autoridades buscaron solucionar los problemas de pobreza de otra forma. De hecho, los jueces de familia, antes muy proclives a la internación, hoy recurren a ella como última instancia, cuando las redes familiares y comunitarias no dan respuesta al problema.
El resultado ha sido el cierre de muchos hogares por falta de niños. Entre diciembre de 2007 y diciembre de 2009 dejaron de operar unos 60 hogares, lo que equivale a un 15% por ciento de los centros que trabajan con Sename. En lo que va de 2010, se cerraron otros 12 centros, tres de ellos fueron clausurados por decisión del Estado: dos del Ejército de Salvación, a causa de la violencia que recibían los internos; y una residencia de la IX Región por “incumplimiento en los ámbitos técnico y financiero además de carencia de insumos básicos para los niños”. Los otros nueve cesaron en sus funciones por falta de menores.
Hoy más del 70% de los 11 mil niños y niñas que están en los hogares ingresa por algún grado de maltrato en sus familias, afirman en el Sename. El rostro y ritmo de estos hogares también cambió en la misma medida que se comenzaron a poblar por los menores más difíciles: chicos que han vivido en la calle (“socialización callejera” lo llaman los expertos), que son adictos, han sido abusados o tienen secuelas graves en su comportamiento. Como el famoso Cisarro que a sus 10 años puso de cabeza a todo el sistema de protección y sólo recientemente ha comenzado un proceso de rehabilitación calificada.
Hace algunos años el sistema rechazaba a niños como Cisarro. Hoy no lo hace, pero no tiene los recursos para enfrentar el problema con un sistema de rehabilitación eficiente y especializada. En los hechos, los niños que hacen daño a otros o son un riesgo para sí mismos siguen siendo rechazados. La historia de G. que hemos relatado da prueba de ello.
El tercer transplante de hígado de G. ocurrió en septiembre de 2008. La dieron de alta en abril del año siguiente. Fue enviada a la casa de una guardadora que ya la conocía. La mujer no quería recibirla. Y tenía sus razones: G. había atacado a su hijo. Pero igual G. desembarcó en su casa. Poco después G. volvió a la calle. Lo previsible ocurrió: en octubre de 2009 debió volver al hospital. Una vez que se recuperó, el tribunal le buscó cupo en otra institución. Para entonces su compleja situación ya era conocida en el sistema por lo que varias instituciones respondieron que no tenían cupo.
La solución transitoria fue enviarla a un Centro de Tránsito y Diagnóstico (CTD) del Sename. G. volvió a huir. La jueza que lleva su custodia dio orden de búsqueda. G. fue encontrada y llevada de regreso al CTD. Pero volvió a escapar. Nueva orden de búsqueda, captura e internación. Y siempre al final la huída. Y en cada escape, G. ingería droga y hasta cloro para borrarse. Porque cada vez que ha vuelto donde la jueza, G. sólo le dice que quiere morir. Ante esa dramática situación, a la jueza sólo le queda “mendigar un cupo” en el sistema para encontrarle un espacio a la niña que ya no quiere vivir.
La jueza y todos los especialistas por los que ha pasado en estos años G., saben que lo que ella requiere, y con urgencia, es un centro psiquiátrico donde pueda, además de curar su depresión, recibir atención para su hígado. Pero algo así no existe en el sistema público. G. seguirá deambulando sin rumbo mientras su hígado y sus intentos suicidas le van acortando los minutos.
La crisis derivada de la falta de recursos para hacer frente a la compleja situación de niños abandonados y en riesgo, no sólo se vive en Santiago. Francisco Estrada, director del Sename, relata el problema que ocurre en la Octava Región por la misma falta de centros especializados. Allí funciona un hogar al que llegan niñas abandonadas, abusadas y también aquellas que son víctimas del comercio sexual infantil. Todas tienen una carencia en común: un vacío afectivo. Un hoyo que genera efectos nocivos.
-Las niñas que han entrado en el comercio sexual son seducidas por adultos manipuladores. Y estas chicas buscan a otras niñas, en el mismo hogar, para llevárselas a los amigos, pololo o parejas. Eso genera situaciones muy difíciles de manejar –afirma Estrada.
Estrada tiene claro que el subsidio que entrega el Sename a las instituciones que colaboran en la rehabilitación es insuficiente. “En el caso de un niño abandonado sin un gran nivel de complejidad, estamos pagando alrededor del 60% de lo que se necesita para brindar una atención de calidad”. Y acota: “Pero en casos de mayor complejidad, donde los chicos están dañados, pienso que estamos pagando un tercio, y con suerte”.
Llevado a números, esa afirmación implica que si el Sename paga $150 mil por atender a un niño abandonado, lo adecuado sería que pagara $250 mil. Cuando se trata de chicos con cuadros más complejos, por los que se cancela $197 mil, lo correcto sería desembolsar alrededor de $600 mil.
Este déficit ha ido generando un enorme nudo ciego en el sistema. Esto llevó a un grupo de jueces de familia de Santiago, encabezados por Mónica Jeldres, a presentarle al ministro de Justicia una docena de casos límite como ejemplo de situaciones a las que el sistema no está dando respuesta.
La reunión fue a fines de mayo. Tuvo alto impacto producto de la foto que acompañaba uno de los casos: una joven con graves problemas neuronales amarrada en un centro de Coanil, en el que era atendida. La imagen produjo escándalo. La jueza Jeldres no culpó al Sename ni a Coanil ni a los profesionales que cuidaban a la muchacha. Argumentó que dado el cuadro clínico de la joven, la que tenía que estar bajo permanente control pues podía atentar contra su vida, ése fue el único cuidado al alcance del presupuesto disponible: amarrarla.
–El problema es que en Chile existen muchos casos dramáticos y no existen los recursos para atenderlos –afirmó a CIPER la jueza Jeldres.
Esa falta de recursos para atender los casos difíciles es la que provoca que las instituciones se “peloteen” a los niños de un lado a otro. Como papas calientes. Una situación que Jeldres conoce bien: “La respuesta del Sename frente a los niños más complejos es que no corresponden al perfil de los que ellos atienden, y que éstos deberían ser recibidos por el servicio de Salud. Sin embargo, el sistema de Salud tampoco responde. Esto genera mucho estrés en los magistrados porque igualmente tienen que resolver el destino de los niños y enviarlos a alguna parte”.
¿A dónde? El proceso de G. lo ilustra: a la deambulación sin rumbo.
La magistrada Mónica Jeldres puede decir con propiedad que hay áreas donde faltan recursos. Por orden de la Corte Suprema y con la supervisión del ministro Héctor Carreño, la jueza encabezó durante 2009 una mesa de trabajo bautizada como “Comisión Despeje”. Junto al Sename, lograron racionalizar recursos y bajar las listas de espera sin que se gastara un peso más.
Un ejemplo fue lo logrado con los Programas de Diagnóstico Ambulatorio (DAM), por el cual los jueces envían a los niños para que sean evaluados por especialistas. En Santiago, los DAM tenían una demora de 11 meses y eso implicaba que los magistrados debían posponer durante meses las audiencias esperando los informes necesarios para resolver sobre el destino de los niños.
Un chico golpeado o una niña abandonada en la calle, por ejemplo, podían pasar un año hasta que su solicitud llegara a la cima de la ruma de informes. Y en ese alto de papeles el sistema no daba prioridad a los casos más graves. Sólo operaba el orden de llegada.
Como los niños en alto peligro no podían seguir esperando, los jueces resolvían usando su propio criterio. El informe ya no era necesario, pero se hacía de todos modos. Y cuando llegaba al tribunal, se adjuntaba como un “téngase presente”, sin alterar el destino del menor que, a esas alturas, podía ser muy distinto.
En esa parodia de protección, el Sename gastaba anualmente $4 mil millones.
Lo realmente grave es que la espera a que se sometía a los niños más vulnerables no se debía al cuello de botella que generaba una gran cantidad de niños maltratados, sino a que se realizaban más informes de los necesarios.
–Los encargados del DAM nos decían que teníamos que pedir “un informe sicológico y social respecto del niño y su familia”. Y como lo decía el experto, lo pedíamos de esa manera. Grande fue nuestra sorpresa cuando supimos que eso implicaba dos informes por niño –uno sicológico y otro social– y dos informes por cada integrante de su familia –explica la magistrada Mónica Jeldres.
Cada informe le cuesta al Estado poco más de $100 mil, por lo que en un solo niño se podía llegar a gastar $700 mil, dependiendo del grupo familiar. Y la diferencia entre un informe y otro era mínima. “Era mucho copy paste”, dicen varios magistrados que conocieron esos informes.
Para la institución encargada de hacer estos diagnósticos, el sistema le reportaba beneficios. No ganaban más, pues cada institución licita con el Sename una cantidad fija de informes mensuales, sino que a las instituciones les resultaba más rentable hacer seis informes por niño entrevistando a una familia en una sola casa, que hacer un solo informe a distintos niños, debiendo recorrer la ciudad. Al mismo tiempo, al tener una enorme lista de espera, las instituciones mostraban ante el Sename lo imprescindibles que eran. Un punto clave a la hora de renovar su licitación.
Como fruto del trabajo de la “Comisión Despeje” los magistrados empezaron a pedir a los DAM “informes integrados”. Es decir, uno solo por el niño y su familia. Las listas de espera bajaron de 11 meses a cero.
No ocurrió lo mismo con otros programas destinados a niños con más daños. En la “intervención especializada” y la “reparación de maltrato grave”, por ejemplo, la espera cayó de un año a nueve meses, lo que constituye una falta grave a la protección de los menores en riesgo.
–Sólo imagine lo que ocurre cuando me llega un niño que presenta un consumo abusivo de droga. ¿Qué pasa con ese chiquillo si tiene que esperar nueve meses para recibir atención? –pregunta Jeldres.
Cuando el niño logra un cupo para ser atendido en un programa especializado, no se acaba la incertidumbre. Aunque parezca increíble, no hay estudios que demuestren la efectividad de los tratamientos que hoy se aplican. Los jueces los envían a los diversos programas y suponen que van a salir de ahí recuperados. Pero no les consta.
–Se ha mejorado la gestión, pero ahora hay que hacer gestión de calidad. Ya es hora de que empecemos a preguntarnos cómo están saliendo los niños que han pasado por estos programas. Creo que eso es lo que viene ahora –afirma Mónica Jeldres.
La historia de Daniel Maldonado es parecida a la de Benjamín. Algún eslabón del sistema de la red del Sename debió haber impedido que regresara con su madre. Pero los informes, contradictorios o incompletos, no permitieron que ello ocurriera. Y Daniel abandonó el hogar a donde fue enviado para garantizar su protección.
Apenas nació, Daniel fue dado en adopción. Así lo quiso su madre. Pero la ley obliga a iniciar un proceso. Un tribunal de familia le dio a la madre un plazo de 30 días para confirmar o anular su decisión. Cumplido el plazo, Sandra del Carmen Ampuero se retractó. En ese momento, Daniel estaba bajo la protección de la Fundación Esperanza. Y en su informe, esa institución concluyó que la madre no era apta para cuidar de su hijo: no debían entregárselo.
El tribunal pidió la opinión del Sename. La jueza Mónica Jeldres, que conoció el caso, recuerda que convinieron que en 30 días el Sename tenía que presentar un informe evaluando las aptitudes de Sandra Ampuero. El informe nunca llegó. Daniel fue entregado a su madre.
Antes de dos años se verían las consecuencias. Así relató Sandra Ampuero lo que ocurrió ese martes 22 de diciembre de 2009, cuando su conviviente Cristian Eduardo Palma Yánez, quien trabajaba limpiando vidrios, comenzó a golpear a su hijo.
Todo se inició en la madrugada del domingo 20 de diciembre, cuando Daniel comenzó a llorar…
“Mi pareja lo cacheteó 3 ó 4 veces, fuerte. Yo estaba en el baño con la puerta abierta y tuve que salir para defenderlo. Y vi que además lo estaba zarandeando. El niño estaba sentado en la cama. Lo agarró con ambas manos, de un poquito más debajo de los hombros y la cabeza se movía de adelante hacia atrás, muy fuerte. El niño lloraba, pero no le salían lágrimas. Yo le dije que lo dejara tranquilo. Él lo tiró a la cama y el niño se azotó la parte de atrás del cuerpo y la cabeza contra la pared. Mi pareja se fue a acostar. Lloraba sin lágrimas mi hijo. Era como un murmullo… Tenía la cara colorada. Yo no noté nada extraño. Me quedé con él y a los cinco minutos se quedó dormido, como súper encogido”.
“El domingo, como a las ocho y media, el niño despertó temprano llamando al papá… La cara de mi hijo estaba hinchada y colorada. La espalda estaba roja, la cabeza un poquito hinchada. Estaba afiebrado. No lo llevé a la posta. Le di una aspirina y lo volví a acostar. Se tomó la mitad de la leche. Nos levantamos, tomamos desayuno y salimos como a las 12.30. Nos fuimos a la calle Meiggs con el niño. Volvimos en la noche a la casa, como a las 22: 30. Le limpié el potito y le di agüita de hierba. La leche no me la recibió. Durmió toda la noche. El lunes amaneció normal. Como a las 11:00 despertó afiebrado. Me tomó un poco de leche y la vomitó. Mi pareja se había ido a trabajar”.
“No lo llevé al doctor porque quería tratar de arreglarlo sola, para que no tuviéramos problemas con la justicia porque estaba claro que mi pareja le había pegado y yo lo quería mucho”.
“Le di almuerzo como a la una: vienesas con arroz. Comió un poquito. Quería que yo lo tomara en brazos para dormir. Pero no durmió. Lo dejé acostado en su cama. Cuando lo fui a ver, estaba mirando hacia arriba. Miraba pero ni se movía ni hablaba. Ahí me asusté. Lo levanté. No reaccionó. Lo mojé con agua…, la carita, los brazos, el cuerpo. Le fregué las piernas con alcohol. Llamé a la ambulancia”.
“Jamás pensé que mi hijo se iba a morir. Yo quería a mi hijo y me doy cuenta de que si lo hubiera llevado inmediatamente a la posta se hubiera podido salvar. Tengo rabia. Impotencia.”
Sandra está en la cárcel. Su pareja Cristian Eduardo Palma Yánez, también. La paradoja es que Cristián conocía bien el Sename. A los 17 años estuvo preso en “Tiempo Joven” por robo con fuerza.
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