Se necesita muchacha
14.02.2008
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14.02.2008
Es sabido que la discriminación hacia las trabajadoras del hogar peruanas existe en Chile, pero parece ser mucho peor en el propio Perú. El problema se hizo visible luego de que la prensa local diera cuenta de que en playas cercanas a Lima las empleadas no se podían bañar y estaban obligadas a usar uniforme. Este reportaje, ganador de la beca Avina de Investigación Periodística, vincula el maltrato a las trabajadoras con la institucionalización privada del racismo a través de dramáticos testimonios de mujeres explotadas desde la infancia.
No me perturbé cuando mi madre inspeccionó por primera vez delante de mí la maleta de una criada que se iba. Maleta era mucha palabra para el atadito de trapos que llevaba en la mano. Detrás del sillón, a mis 8 años, yo espiaba. Ella fue, tímidamente, sacando una a una sus pertenencias delante de nosotras: camisas, pijama, ropa interior. Mi mamá me miraba diciendo “puede llevarse algo”. Tres mujeres en una pequeña sala y un acto de humillación que aún me pesa en la conciencia: mi propia madre contra la persona más débil que una pueda imaginar, una empleada que, embarazada, se iba para no regresar nunca.
En una sociedad terriblemente injusta como la peruana, la discriminación y la segregación se aprenden desde la cuna: el racismo y la exclusión pasan de padres a hijos, y por eso mismo, se naturalizan con una espontaneidad que debe alertarnos. El caso de las playas de Asia en Perú –donde se desató una polémica porque las empleadas son obligadas a ir en uniforme y se les prohíbe bañarse- ha sido una buena razón para que esta situación aparentemente invisible tome cuerpo y sea un punto en la agenda de ministros y encuestadores.
Precisamente, según una encuesta de la Universidad de Lima (febrero 2007) un 87,9% de limeños considera que hay discriminación contra las empleadas del hogar (41,8% mucha, 46,1% bastante). La percepción más alta de la discriminación se da entre las clases C y D; pero la media atraviesa género y estatus social. Se trata de una constatación gratificante pues durante muchos años el racismo y la segregación han sido percibidos “naturalmente” como una inevitable situación social.
“Yo no soy doméstica, doméstico es un perro o un gato, nosotras somos trabajadoras del hogar”, afirma Natalia Quispe Valeriano, secretaria de defensa del Sindicato de Trabajadoras del Hogar del Cusco, fundado en 1972. A pesar de que las condiciones de las trabajadoras han mejorado en términos relativos desde esa fecha, las mujeres, pero sobre todo las niñas que se dedican a este oficio, siguen siendo utilizadas y maltratadas. La explotación infantil bajo el eufemismo “educar a la ahijada” se ha convertido en una excusa para la esclavitud. “Comencé a trabajar a los 5 años, chiquilla, ayudaba a cocinar para diez personas. Empezaba a las 4:30 de la mañana”, recuerda Natalia. Ahora tiene una hija de 11 años que vive con ella, en la casa donde trabaja, “pero ella solo estudia, la señora nos trata bien. Yo gano 150 soles mensuales (US$ 51 dólares) pero lo más importante no es el dinero, sino el trato, la consideración que me tienen”.
En el Cusco el trabajo como empleada empieza demasiado temprano: a los 5 o 6 años (ver cifras). “¿Pero qué puede hacer una niña de 6 años?”, le pregunto ingenuamente incrédula a Vittoria Savio, la directora de Yanapanakusun, institución que mantiene un colegio, una casa refugio y una serie de talleres para las niñas domésticas que escapan, por azar, a su destino. Ella exhala el humo de su tercer cigarrillo para explicarme pacientemente: “Hay algunos trabajos que puede hacer una niña: pela papas, barre más o menos la cocina, da de comer a los animalitos que crían, limpia el sucio de los perros, juega con los niños, les lava su ropa. Y vive una vida de esclavitud y no tiene con quién quejarse”. Carmen Escalante, antropóloga, recuerda que “un observador de la OIT, de origen cubano, tampoco lo creía… Fuimos al hogar refugio de niñas Vicenta María. Una de las niñas trabajaba en una picantería (local de comida criolla) de Pomacanchi, su papá la dejó porque la mamá murió y él formó otra familia. Ella debía pelar hasta un balde de papas por día, y por eso tenía su manito llena de cicatrices, a la dueña de la picantería no le interesaba que se cortara o no. Se la habían dejado y era como un favor que ella le diera comida”.
Exactamente esta es la idea que tienen las patronas de las niñas trabajadoras: las están ayudando. Briseida tiene 6 años y no habla español. Lleva en la frente una cicatriz; pero a diferencia de Harry Potter, ésta es la señal de una historia que no querrá recordar. Aquí no hay magia, sólo una patrona que, vestida con delantal, le ha cortado las trenzas y le ha puesto un buzo nuevo para que acarree el agua sin problemas. Briseida —¡el mismo nombre que la esclava de Agamenón!— tendrá en el corazón la esperanza de haber salido de Paucartambo, zona de extrema pobreza, y la ilusión de que la patrona cumpla con enviarla al colegio y enseñarle a leer. “Generalmente esto es imposible”, comenta Escalante, “porque para ello habría que llevarlas y traerlas a la escuela o tener a alguien que lo haga. Pero también porque la educación es en castellano, y como estas niñas hablan quechua, los empleadores dicen ‘primero que aprenda castellano’ y no las educan”. El círculo vicioso parece nunca acabar.
Las condiciones de pobreza de los padres de Briseida y de otras niñas similares a ella, son la razón para llevarlas a la capital del Cusco o a otras ciudades de provincia, o en todo caso, para “encomendárselas” a policías, profesoras rurales, ingenieros o quienes se movilicen entre la ciudad y el campo. “Un compadre de la etnia Q’ero nos trajo a su hija y le dijimos no la debes dejar, llévatela, aquí no las tratan como a hijas sino como a esclavas. Pero estaba muy desesperado”, recuerda Escalante. Las familias cusqueñas de ingresos económicos bajos, sin presupuesto para pagar un sueldo aunque sea de 50 soles (US$ 17), son quienes tienen niñas trabajadoras del hogar en edades entre 5 y 12 años de edad. Precisamente la terrible historia laboral de Sarita Montiel (ver recuadro) empieza a una edad incierta, en la que ella sólo recuerda que la llevan cargada a una casa y la dejan en Quillabamba.
Los turistas que visitan los domingos el mercado de Pisac no tienen la menor idea de las formas que usan aquellas artesanas para salir de la pobreza. Raimunda Colloqui no puede evitar el llanto cuando nos cuenta su historia: a los 7 años una prima de su padre la llevó a Lima para trabajar “en una casa”. A los 11 años se escapó del trabajo en San Juan de Miraflores y pudo regresar a su hogar en Pisac; pero su madre la volvió a entregar a su tía y regresó a Lima para quedarse hasta los 15 años, trabajando y sin poder estudiar. Nuevamente se vuelve a escapar y regresa al Cusco, donde pudo terminar su secundaria. Ahora, dirige un programa de radio para trabajadoras del hogar: “nuestros oyentes son la mayor parte trabajadoras. Los temas que tocamos en el programa son de todo, no solo tocamos sobre lo que son las trabajadoras del hogar pero sí son nuestra base”, sostiene. Raimunda insiste en que se debe testimoniar sobre el sufrimiento porque “sí es cierto que de niña he sufrido, he llorado, pero hay muchas cosas que aprendí. Y eso hay que contarlo, para que las otras, y los varoncitos también, sepan”.
Cristina Goutet nos comenta que el Sindicato de Trabajadoras del Hogar ha presentado una propuesta a la Municipalidad del Cusco para formar parte del presupuesto participativo y que se espera una mayor gestión, sobre todo en la reglamentación de las leyes que no benefician a las trabajadoras. “En la ley actual hay derecho a quince días de vacaciones, ¿por qué si los demás trabajadores tienen derecho a un mes? La ley no instituye un sueldo mínimo, entonces la madrina dirá ‘yo no te puedo pagar porque tú eres como mi hija, aquí en la casa tienes todo’. Y le da su ropa vieja”, acota Goutet. Ella es asesora del sindicato y autora del libro «Se necesita muchacha» (la primera versión se llamó “Basta”) que bajo el seudónimo de Ana Gutiérrez publicó hace 20 años en el Fondo de Cultura en México.
El sindicato cusqueño fue iniciado por Egidia Laime —quien murió poco después— y ha tenido muchas sindicalistas, luego ha decaído como todo el sistema sindical peruano: al momento son 120 afiliadas. “El sindicato es sagrado porque nació de las lágrimas de las empleadas, de los golpes”, sostiene Egidia en el texto de Goutet. Ahora está demostrado, con la presencia de la cochabambina Casimira Rodríguez como Ministra de Justicia del primer gabinete del Presidente boliviano Evo Morales, que las trabajadoras del hogar tienen algo más que aportar: “Yo sé que a muchos, verme de ministra sentada con mis polleras en el despacho, les dará bronca. Pero es contra eso que debemos luchar: contra la discriminación”, ha dicho.
“No sólo se debe dar a conocer a las trabajadoras sus derechos, sino sensibilizar a las empleadoras sobre los mismos”, dice Carmen Escalante, advirtiendo sobre la necesidad de esta doble entrada. “Como las trabajadoras son niñas, a veces ni siquiera saben que no deben aceptar que les den las sobras de la mesa”, agrega. Marleni Palomino, del Centro Bartolomé de las Casas, sostiene que “si el gobierno no asume su responsabilidad y sus funciones como tal (operadores de justicia y policía), esto jamás va a ser sostenible. Con la Demuna (Defensoría Municipal del Niño y del Adolescente) del Cusco se trabaja bien, pero hay otras que ni siquiera se dignan de hacer una visita domiciliaria cuando denunciamos maltrato”, acota. La OIT mantiene en el Cusco un proyecto de erradicación del trabajo infantil cuya segunda etapa concluye en pocos meses, y ahora es imprescindible no dejar a estos niños sin apoyo. “Nos tienen de banderitas las ONG’s muchas veces, ¿no? Hacen proyectos pero en realidad, en la práctica, nos marginan bastante”, confiesa Natalia Quispe Victoriano sentada en el patio de la Casa Campesina. El resentimiento ante las empleadoras, aunque sean activistas, tiene un peso específico en esta encrucijada de exclusión y sometimiento.
Según una de nuestras fuentes existe una red de tráfico de niños para trabajo doméstico que opera incluso a sabiendas de la policía y de la Defensoría, compuesta por maestros rurales y policías. “Los traen de diferentes lugares engañándolos, les dicen que van a ganar dinero y van a estudiar. No sé si habrá tratos de por medio, pagos ocultos, o si lo que funciona ahí es la indiferencia de las autoridades”, nos comenta y agrega: “El problema es que no tenemos pruebas y por eso no podemos denunciar”.
El abuso sexual de los varones que habitan la casa es asimismo muy frecuente: una secuela del machismo de las relaciones feudales del hacendado que se imaginaba propietario de todos los cuerpos de su feudo, incluyendo el de las sirvientas. En el famoso cuento de José María Arguedas, Warma Kuyay, el niño Ernesto llora cuando se entera que Justina ha sido “forzada por don Froylán”. Pero como siempre, la realidad supera a la ficción: Vittoria Savio recuerda que a Yanapanakusun llegó una adolescente que trabajaba en una casa desde los 6 años; a los 12 el patrón la había violado, salió embarazada y dio a luz. La patrona la obligó a “deshacerse del niño”, a quien esta adolescente atormentada tuvo que hundir en la misma tina donde lavaba la ropa. ¿Cómo poder remontar este dolor y esta humillación?
La OIT tiene una definición de trabajo infantil doméstico que implica también el reconocimiento de “condiciones que afectan el desarrollo psicológico, físico, moral o social de los niños”. Por eso, en el proyecto de erradicación de trabajo infantil proponen que, además de aprender sus derechos, los niños deben conocer otro tipo de vida. Vittoria Savio coincide en que “si no conoce el cariño, la tranquilidad, entonces, ¿cómo pueden comparar?”. Raimunda Colloqui lo confirma: “Ya no me siento sola porque hay alguien, si me retiro de tal trabajo, sé adónde llegar, tengo dónde dormir. Tengo no sólo comida, sino también cariño, puedo contarles mis cosas, tal vez, y conversar. He cambiado bastante”.
Cuando sacó su DNI (tarjeta de identidad) no sabía ni su apellido ni su fecha de nacimiento. Un médico le computó la edad por la dentadura. Sarita escogió su nombre y el 10 de abril como cumpleaños, pero al parecer nació en febrero “cuando florece la papa”. Ahora tiene 31 (ó 33), dos hijas, un esposo y apoyo de psicólogos para evitar que la indignación le merme el corazón. Es trabajadora del hogar y gana 200 soles.
Comencé a trabajar a los 5 años
Yo me recuerdo que me han traído cargada a los 5 años. De ahí me han llevado al valle, mi madrina y mi hermano y unas personas que no conozco. Entonces mi hermano me dejó ahí en una casa, me metió a lavar platos y yo los rompía. Tenía mi cabello larguísimo hasta acá, la señora me agarraba de mi cabello y agarró una tijera y me cortó y de ahí me hacía trabajar. Y como era en Quillabamba entonces me hacía levantar tempranito, yo me dormía y la señora me tiraba agua fría. Yo tenía que cocinar para ir y como era pequeña no podía, no hacía bien, entonces me pegaba. Dormía sobre un cuero de chivo, al costado del catre donde dormían ellos… me han dado una manta y me hacía frío, no podía dormir. A las 3 de la mañana me estaban llamando, levántate, levántate y me levantaba. Me recuerdo que ponía agua y como era la caja más grande que yo, entonces la pesaba y me dormía en la tienda. Tenía que pelar comote, yuca o plátano, entonces me dormía. Pero la señora se levantaba y me daba duro [solloza].
Ellos me iban a adoptar
Ellos me decían que ya habían hecho mis papeles con mi mamá, que yo iba a quedarme como su hijo más, entonces, no me trataban como su hija. Me golpeaban. Y así me mandaban a comprar a la tienda y la señora [de la tienda] me conocía, como iba así con mi cara, todo hinchado, verde [solloza]. Entonces la señora me daba bien el vuelto porque yo no sabía ni leer ni contar, nada. “¿Dónde está?, ¡falta la plata! Te has robado”. Me daba duro [voz entrecortada], me hacía regresar a la tienda. La dueña me decía, «no, es mentira, te he dado completo».
Mi mamá es como una amiga lejana
Ahora que conozco a mi mamá yo le he dicho «¿por qué no me fuiste a buscar?» Y me dijo “tu hermano me ha dicho que tú estabas bien, que tú estabas estudiando” […] No nos llevamos bien. Yo la quiero como si fuera una amiga lejana. Yo no le quiero como una madre, no me nace.
Me escapé porque el señor me violó
Yo me escapé porque el señor, el dueño, se ha abusado de mí [solloza]. Me ha amenazado si la avisaba a su esposa [que] me iba a matar. Me ha apuntado con su escopeta. Mi desesperación era salir de ahí… una vez había tomado veneno, yo no quería vivir. Después que me abusó [estuve] una semana, de ahí me salí. La señora se había ido a Quillabamba por una semana, entonces el señor siempre venía, cuando los trabajadores trabajan, él venía, no sé si a mirarme, no sé pero siempre venía. Una vez apenas se fue yo me salí, así con mi ropa, no tenía nada y como era bosque tenía que caminar sin carro y caminé.
Cusco
En el tren había carga, de yuca, había bastante y ahí me han metido abajo. Me han hecho pasar, y cuando llegamos a Quillabamba igual. De ahí me vine acá, a Cusco. Yo hablaba español poco, dominaba más quechua, entonces ya la señora de la tienda me había dicho “cuando llegues vas a ir a la avenida El Sol”. Como no sabía leer, entonces bajé del carro y después preguntaba en la calle, “¿dónde es la avenida El Sol?”. Un señor me dijo: “por allá”. Caminé, llegué. No sabía leer, entonces habían autos escritos, pero no sabía adónde ir. Como no sabía leer, estaba caminando, tenía hambre, sed y ya estaba diciendo, ¿a dónde voy a dormir? Cuando estaba pasando por la calle a un señor le pregunté por un cartel, ¿qué cosa dice? Era una librería. Me dijo: “Dice necesito una empleada”. Yo entré y le dije a una señorita: “Quiero trabajar”. Me dijo: “No tienes papeles, de repente eres ratera”. Le dije “me he venido de Quillabamba, por favor dame trabajo, no tengo dónde pasar la noche”. Otra señorita me preguntó: “¿Sabes hacer sopa?”. “Sí sé”, le dije. “Que se quede”, dijo.
A veces soy violenta
Yo soy a veces violenta, será porque yo he vivido eso, trato de no hacerlo… [a mi hija] le hablo pero por cualquier cosa llora, entonces reacciono feo. Y a mí me duele mucho, ¿no? Entonces le cuento mi historia a mi hija y le digo que yo no quiero ser así.
Marleni Palomino trabaja en un proyecto de la OIT y del Centro Bartolomé de las Casas para erradicar el trabajo infantil. Ha realizado una encuesta sobre un universo de 289 empleadas y empleados del hogar entrevistados en el Cusco (2006) de 6 a 17 años, con resultados que confirman lo que hemos venido diciendo. Las relaciones laborales se tejen entre parientes: los niños del campo son llevados a rastras por sus padres (20%), empiezan a trabajar por que creen que tendrán acceso más fácil a la educación (39%) o porque necesitan ganar dinero (13%). Pero también hay un porcentaje considerable (11%) que lo hace para escapar de la violencia familiar.
El último censo 2005 del Instituto Nacional de Estadística – INEI considera al “trabajador o trabajadora del hogar” dentro de los cuadros de parentesco (como una especie de no pariente que vive dentro de la casa). En Cusco hay 10.149 trabajadores del hogar que comprenden edades entre 6 y 80 años. La mayoría son mujeres (7.299) pero hay un porcentaje bastante considerable de varones (28%) en comparación con Lima (6%). En el departamento del Cusco hay censados 215 de 6 a 8 años (en Lima 218) y el grueso de los mismos (2.380) se encuentran entre los 13 a 17 años. En Lima se encuentran en los 20 años (5.329). La mayoría de trabajadores del hogar del Cusco tienen secundaria incompleta (2.577) pero un alto porcentaje (16%) no tienen ningún nivel de educación. El 63% no asisten a ningún tipo de escuela.
*Con la colaboración de Daniela De Orellana y León Portocarrero