Nuevo marco regulatorio de la Educación Superior: el caballo de Troya del lucro
10.04.2013
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10.04.2013
La discusión parlamentaria en torno a la acusación constitucional contra el ministro de Educación Harald Beyer, ha transitado por caminos excesivamente pequeños y particularistas, centrándose en los atributos del personaje y olvidando su agenda legislativa.
Esto le ha permitido al ministro plantear la acusación como un ataque personal, sin fundamentos, pues él habría puesto en marcha una legislación que permitiría fiscalizar el lucro en la Educación Superior. Así lo hizo el domingo pasado en el programa Tolerancia 0: “Se me acusa de incumplir una ley que no existe, y por lo tanto lo que realmente hay que hacer es resolver por la vía legislativa los vacíos regulatorios que tiene la Educación Superior en Chile”.
La agenda que ha promovido el Ministerio de Educación (MINEDUC) constituye una reforma al marco regulatorio en Educación Superior, que es presentada como una solución a los vacíos que hoy no permiten fiscalizar el lucro como es debido. A través de este repaso por los tres proyectos estrella de dicho ministerio pretendemos mostrar que la mencionada agenda no solamente no busca cumplir esa misión, sino que en realidad apunta en sentido contrario: construir un marco regulatorio donde el lucro sí esté permitido por ley.
En muchas intervenciones públicas el ministro acusado ha depositado las esperanzas de poner fin al lucro a través de la creación de una Superintendencia de Educación Superior. Sin embargo, el contenido del proyecto que le da vida a este organismo es absolutamente inconsistente con dicho propósito. En primer lugar, la propuesta del gobierno no faculta a la Superintendencia a fiscalizar todo incumplimiento a las normas aplicables a las universidades, sino solamente una pequeña y restrictiva lista, dejando al resto de las posibles operaciones como plenamente legales y libres de toda regulación.
Esto resulta particularmente crítico respecto de las operaciones con sociedades relacionadas: el proyecto permite abiertamente que las universidades sostengan relaciones comerciales con entidades con las cuales pueden potencialmente tener conflictos de interés, estableciendo como única condición el que estas se realicen “a precio de mercado”.
Esta condición carece totalmente de sentido de realidad. La práctica con que se ha funcionado en las últimas décadas ha consistido en contratos directos entre la universidad y la sociedad relacionada para extraer la ganancia, lo que implica que no existan realmente sociedades compitiendo por prestar estos servicios a instituciones de Educación Superior (nunca se ha visto un aviso de estas características en los “clasificados” de El Mercurio). Es decir, no existe un “mercado” propiamente tal como para que sea posible siquiera hablar de “precios de mercado”. Como resulta lógico, además, los valores en torno a los cuales se han realizado históricamente estas operaciones se ven absolutamente inflados ante la inexistencia de un mercado.
Otro aspecto conflictivo del proyecto de Superintendencia dice relación con qué es lo que se entenderá por estas “personas relacionadas”. La lógica más elemental nos dice que es posible tener conflictos de interés con cualquier persona con que se establezca un acuerdo de intereses mutuos. Sin embargo, el proyecto de ley establece que se entenderá como “operación con personas relacionadas” única y exclusivamente aquellas que se realicen entre una universidad, y un pariente de alguno de los directivos del plantel hasta un “segundo grado de consanguinidad”, es decir, siendo un hermano o cuñado el máximo de lejanía posible.
Finalmente, un cuarto aspecto a considerar del proyecto es la notable debilidad de las sanciones que establece. Amonestaciones escritas, multas, inhabilitación de un directivo hasta por cinco años, y revocación del reconocimiento oficial del Estado si se reincide en un plazo de 24 meses. A todas luces, un esquema tan débil y fácilmente sorteable, que resultaría incluso más rentable lucrar y recibir sanciones, que dejar de hacerlo y cumplir con la ley. En ningún caso se establecen cuestiones tan básicas dentro del esquema de sanciones como el poner frenos al aumento de la matrícula del plantel involucrado, o introducir la figura de un administrador provisional, por poner un par de ejemplos.
A modo de síntesis: si se realiza una operación con un precio absolutamente inflado (pero “de mercado”) con un primo o un socio comercial de un director (que no serían “personas relacionadas” según la ley), y a través de esta operación se logra extraer las ganancias de la universidad, estaríamos frente a una situación de lucro completamente legal. En otras palabras, de aprobarse este proyecto, se establecería que con un poco de esfuerzo y papeleo, los controladores de las universidades podrán lucrar legalmente. Y aún si no realizarán el esfuerzo y papeleo suficientes, las sanciones son tan débiles que las consecuencias no les resultarían tan graves.
El DFL-1 de 1981, conocido como “Ley General de Universidades”, marcó entre otras cosas el inicio de una política de Estado de apertura y fomento a la proliferación de instituciones de Educación Superior privada sin mayores requisitos, pasando e3l sistema en su momento rápidamente a estar formado por 50 instituciones en lugar de las ocho anteriores.
Los fundamentos de dicha política, de expansión indiscriminada de las instituciones privadas sin mayor regulación ni requisitos, se han mantenido intactos hasta nuestros días. La respuesta institucional durante los años 2000 a este respecto fue el establecimiento de un sistema de control de calidad “ex post” a través de la creación de la hoy transversalmente cuestionada Comisión Nacional de Acreditación (CNA), entidad que en teoría sería la depositaria de “construir” la calidad de las instituciones que se van creando. Los resultados son por todos conocidos: basta con remitir a las lamentables imágenes recientes de autoridades universitarias desfilando por tribunales para ahorrarse las palabras.
El proyecto de reforma a la Ley de Acreditación no altera en absoluto los fundamentos antes mencionados. Se establece como condición para constituir una institución de Educación Superior la presentación de un Proyecto de Desarrollo Institucional (PDI), sin embargo, el proyecto no impone requisitos mínimos sobre qué debe considerarse una universidad (extensión, docencia e investigación), instituto profesional o centro de formación técnica, con lo cual resulta escasamente posible plantear un PDI coherente.
Además de lo anterior, el proyecto establece la prohibición de que ingresen nuevos estudiantes a una determinada institución en caso de que no esté cumpliendo el PDI. Sin embargo, dicha prohibición opera solamente en el proceso de licenciamiento (no así en la acreditación posterior), cuestión que implica una distinción arbitraria que no establece una fiscalización adecuada para instituciones que a lo largo de su vida académica pueden alejarse del cumplimiento de sus metas, las que ya de por sí son formuladas de manera poco clara ante la ausencia de requisitos, como fue señalado en el párrafo anterior.
Otro aspecto, que ha sido quizás uno de los más publicitados por el gobierno a la hora de hablar de las bondades de este proyecto, es el hecho de que establece la pérdida del reconocimiento oficial para aquellos planteles que pierdan su acreditación, incorporando además un plazo de tres años para que la institución pueda otorgar títulos a quienes sean alumnos regulares o egresados de esta al momento de perder el reconocimiento.
Esto, que puesto así representa aparentemente una importante solución a la problemática de la eventual clausura de una institución cuando se han cometido irregularidades, resulta insuficiente y en la práctica escasamente distinto a que lo ocurre actualmente, por ejemplo, con la Universidad del Mar. Aún existirán estudiantes egresados de una institución no acreditada y, peor aún, sin reconocimiento oficial del Estado, con la devaluación del título que esto implica. Por un rechazo únicamente ideológico al “intervencionismo estatal”, el proyecto no incorpora figuras más eficaces como la de un administrador público provisional que continúe el giro de las instituciones y tenga potestades amplias para reubicar estudiantes en otras instituciones, convalidar ramos, cancelar pagarés, etc.
En resumen, el tan bullado proyecto de Acreditación se trata de una iniciativa que mantiene intacta la política de proliferación indiscriminada de instituciones privadas de dudosa calidad (y muchas de las cuales lucran ilegalmente), iniciada en 1981 y que se ha visto continuada y profundizada hasta nuestros días. Además de lo anterior, es una iniciativa que no se hace cargo de los efectos brutales que tiene para cientos de familias el que su institución pierda su reconocimiento. Más que con el hecho mismo de que exista un sistema de acreditación, el gran problema resulta la regulación en su conjunto, que se mantiene como un mero mecanismo ex-post para regular la competencia, y que no se hace cargo de un sistema con una profunda desigualdad en la calidad de las prestaciones educativas.
El proyecto de reforma al financiamiento de la Educación Superior puede prestarse para algunas confusiones debido a la relativa mejoría que supone para algunos bolsillos el establecimiento de un interés de 2%. Se trata de un proyecto que mantiene el paradigma de concebir la educación como una inversión privada con un retorno individual, versus la idea de esta como un derecho social. Pero además, la mejora concreta que introduce a los bolsillos de las familias es relativa. Sería motivo de otra columna desarrollar con detalle el por qué de esto, pero valga esbozar a modo muy general dos aspectos.
Por un lado, el proyecto establece un sistema único de créditos transversal a todas las instituciones, y que posee condiciones peores a las del Fondo Solidario que existe hoy para las entidades tradicionales, en tanto establece un plazo máximo de pago de 15 años (en comparación a los 12 del Fondo) y un porcentaje del ingreso que se puede destinar a pagar cuyo tope asciende a un 10% (versus el 5% del Fondo Solidario).
Por otra parte, introduce como un componente significativo en el cálculo del arancel de referencia la empleabilidad, y establece que la diferencia entre dicho arancel y el valor real de la carrera sea costeada total o parcialmente (de acuerdo al quintil de ingreso del estudiante) por las propias universidades. Ambos aspectos, sumados a que no existe regulación alguna sobre los aranceles, entrañan peligrosos incentivos: por un lado, al incremento de los aranceles en carreras más rentables (estudiar Ingeniería costará más); por otro, a la contracción en la oferta de carreras con menores niveles de empleabilidad (no es rentable para una universidad privada tener una carrera de Historia y que a ella ingresen estudiantes de los primeros quintiles).
Además de todo lo anterior, y retomando nuevamente la idea de cómo se relaciona esto con la transformación en el marco regulatorio de la educación superior, el proyecto de financiamiento representa una estocada a la idea de educación pública. A través de esta iniciativa, el gobierno apuesta de manera decidida por diluir cada vez más la diferencia entre instituciones públicas y privadas, estableciendo un mecanismo para, a través de los estudiantes (“subsidio a la demanda”), subsidiar con recursos públicos indiscriminadamente a cualquier tipo de institución, sin importar por ejemplo si se trata de instituciones que lucran, lo cual sería permitido “gracias” al proyecto de Superintendencia, como fue señalado con anterioridad en párrafos anteriores.
Cabe también consignar, como guinda para la torta, que la rebaja hacia un interés del 2% será asumida por el Estado, con recursos de todos los chilenos. A modo de referencia, de acuerdo al Informe Financiero emitido por la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados a finales de 2011, un proyecto de estas características habría implicado solamente al año 2012 cerca de $2.491 millones por concepto de recompra de deuda de estudiantes que ya poseían CAE, y $18.392 millones en el caso de futuros estudiantes que accederán al crédito único. De acuerdo al mismo informe, todo esto conforma un sistema en que en los años sucesivos el Estado chileno gastará en promedio cerca de $100.000 millones de pesos al año. Recursos de los cuales parte importante se irá a instituciones en entredicho por las razones señaladas en el párrafo anterior.
Como señalamos en la introducción, la discusión generada en torno a la acusación constitucional al ministro Beyer, y la figura de este en particular, por momentos se ha entendido equivocadamente separada del debate en torno a su agenda legislativa. Una consecuencia de esto ha sido el nacimiento incipiente de un mito: “el ministro quizás ha fallado en fiscalizar el lucro, pero sus proyectos de ley sí que lo hacen”. Expresivo de aquello resulta el hecho de que, mientras la Cámara de Diputados votaba estrechamente a favor de la acusación al ministro, pocos días antes el Senado aprobaba con amplísima y transversal mayoría el proyecto de ley de Superintendencia de Educación Superior.
La concentración en la figura de Beyer no debe llevar a la ciudadanía ni al movimiento social a dejar pasar una agenda legislativa encaminada a profundizar un lucro que la sociedad chilena en su conjunto hoy reconoce como abusivo
El presente artículo busca contribuir al debate introduciendo una voz de alerta respecto a dicha situación. La concentración única y exclusiva en la figura de Beyer no debe llevar a la ciudadanía ni al movimiento social a dejar pasar libremente una agenda legislativa orientada a perfeccionar un sistema en el cual la educación es un bien de consumo que se transa en el mercado, una agenda encaminada hacia la profundización y blanqueamiento de un lucro que la sociedad chilena en su conjunto hoy reconoce como abusivo e ilegítimo respecto de los derechos de las grandes mayorías.
Un emplazamiento de similares características es el que cabe realizar a los políticos de oposición. Si en algo esperamos que el presente artículo contribuya es en dejar un aspecto claro: la misma fuerza y vehemencia con que se apoya una acusación constitucional motivada por la ausencia de fiscalización del lucro, necesariamente debe también estar puesta en rechazar e impedir el avance legislativo de un marco regulatorio que lo legitima e institucionaliza. Entender ambas cosas como separadas e independientes implica, en los hechos, una complicidad con el lucro en la educación que la sociedad chilena no puede ni debe estar dispuesta a permitir.
* Este artículo es fruto del trabajo de todo el equipo del Centro de Estudios de la FECh (CEFECh), y en especial, de su Comisión de Estudio de Proyectos de Ley.