La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards II: La negociación
14.10.2009
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14.10.2009
Fueron 17 los avisos clasificados de El Mercurio que transmitieron en clave los términos del rescate de Cristián Edwards. Su padre resultó un duro negociador. Agustín Edwards fue asesorado por un ex agente del servicio secreto británico, quien le aconsejaba cuánto ceder. Su primera oferta publicada en el diario fue de US$ 420 mil. La cifra distaba de los US$ 4 millones que le exigían. Las tratativas se tradujeron en un largo regateo que culminó en enero de 1992. Exasperado y presionado por la delicada salud de su rehén, el jefe del comando -«Ramiro»- se comunicó personalmente para lanzar la más dura amenaza. El ultimátum le reportó un millón de dólares. Los cinco meses de cautiverio culminaron con la intermediación del jesuita Renato Poblete y tras una angustiosa grabación en que Cristián Edwards rogaba a su familia que pagara. Según uno de sus captores, llegó a ofrecerles financiar su propio rescate.
Vea también:
– La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards I
– La historia secreta del secuestro de Cristián Edwards III
Era la tarde de un 11 de septiembre y la secretaria seguía preocupadísima. Su jefe no se había presentado a trabajar el día anterior y la familia tampoco tenía noticias de él. No era su estilo. Cristián Edwards, gerente de los diarios regionales de El Mercurio, era responsable y puntual. Jamás faltaba a una reunión sin avisar y, menos, se desaparecía así como así. Algo tiene que haber pasado con él, pensaba la mujer. Por eso, auque era feriado, fue hasta las oficinas de El Mercurio en Providencia y comenzó a revolver papeles en busca de alguna pista. Así, hurgando entre la correspondencia del día anterior, encontró una carta extraña. No tenía remitente, data, folio ni sello postal, y estaba dirigida a Agustín Edwards, en circunstancias que esas cartas llegaban al domicilio del diario en Vitacura. Guiada por la intuición, la mujer abrió el sobre y encontró la cédula de identidad de su jefe y una carta escrita a máquina que leyó en el acto:
SEÑOR A. EDWARS (sic)
PRESENTE
Su hijo Cristián fue cautivo hoy y en estos momentos se encuentra en un lugar seguro e inaccesible. El se encuentra bien de salud y su integridad (física y síquica) en el futuro dependerá de ustedes. El objetivo de su detención es negociar su VIDA.
Deben cumplir extrictamente (sic) nuestras indicaciones;
NO comunicar de esta situación a la prensa, policía, amigos y parientes. Cualquier paso que ustedes den en ese sentido nos enteraremos, entorpeciendo excesivamente el desarrollo y culminación de esta empresa.
Somos PROFESIONALES EXPERIMENTADOS y estamos decididos a cumplir con nuestro objetivo.
NO realicen movimiento alguno.
Tengan paciencia.
Nos volveremos a comunicar.
Nos encomendamos al SEÑOR, rogando llegar a términos satisfactorios para ambas partes.
La carta llegó a su destinatario esa misma tarde, y a las pocas horas, pese a las exigencias explícita de los secuestradores, el ministro del Interior, Enrique Krauss, se enteraba de las novedades por un llamado de Agustín Edwards Eastman. “Me expresó que me pondría lo mejor de sus hombres para lograr la ubicación de mi hijo”, dijo el dueño de El Mercurio en sus declaraciones judiciales, que hasta ahora se mantenían inéditas.
Empezaba así una etapa de pesquisas y negociaciones cruzadas por tensiones, desconfianzas y una fuerte incertidumbre por el destino de Cristián Edwards. El actual vicepresidente de El Mercurio, que hasta julio último dirigió la División de Servicios Noticiosos de The New York Times, tenía 33 años y permanecía encerrado en una caja-cubículo de dos por tres metros, expuesto a sedantes, música y una luz intensa. Estaba en manos de una fracción del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), la misma que había dado muerte al senador Jaime Guzmán, y a cambio de su liberación pedían cuatro millones de dólares. Pese a su crítica situación, que irá agravándose con el correr de los meses, no estará ajeno al curso de las tratativas: informado por sus captores de que su familia ofrecía una cifra muy inferior a lo exigido, cifra que aquéllos consideraron “una miseria”, el propio rehén se ofrecerá a ayudar a pagar su rescate.
La misma semana que desapareció su hijo, Agustín Edwards conformó un comité asesor. Estaba integrado por él, que lo presidía, por el editor de redacción de El Mercurio, Juan Pablo Illanes; por el abogado Enrique Montero Marx y el empresario Jacobo Ergas. Un quinto integrante demoraría unos días en sumarse: Hugh Bicheno, un ex agente del servicio de inteligencia británico MI6, especialista en negociaciones de secuestros y con estudios en Chile.
Hugo León, como se hacía llamar el inglés que tenía también nacionalidad estadounidense y había nacido en Cuba, fue una figura decisiva de las negociaciones. Para bien o para mal. Permaneció en Chile durante gran parte de los cinco meses que se extendió el plagio y participó de casi todas las reuniones que se celebraban a diario en la casa de Edwards Eastman en Lo Curro. Fue Bicheno quien sugirió la presencia de un intermediario, que resultó ser el sacerdote Renato Poblete. El jesuita apareció junto a Agustín Edwards en El Mercurio (la foto que encabeza este reportaje) para dar a entender a los secuestradores su misión. Bicheno también previno a la familia sobre una larga negociación. El problema fue que en un principio no estaba claro quién sería la contraparte.
El gobierno y las policías no descartaban ninguna hipótesis, incluyendo la posibilidad de un autosecuestro o desaparición voluntaria. Ambas cosas eran inconcebibles para la familia, además de ofensivas. No respondía a su personalidad, razonaban, y en el caso remoto de que algo así hubiese ocurrido, jamás hubiese enviado una carta con su apellido mal escrito: Edwars.
La carta era todo lo que había sobre la desaparición y en apariencia decía poco y nada sobre los autores del hecho. Pero quienes conocían de lucha antisubversiva, y en eso la Dirección de Inteligencia del Ejército aportó su parte en este caso, sabían que la clave estaba en la primera línea de la carta: “cautivo” fue también el término usado por el FPMR para comunicar el secuestro del coronel Carlos Carreño, ocurrido en 1987. La diferencia es que ahora, lejos de reconocer la autoría del hecho, los plagiadores desviaban la atención encomendándose al Señor.
Lo segundo fue un asunto de confianzas. Es cierto que los viernes por la tarde Agustín Edwards recibía a autoridades del gobierno y de las policías en su casa de Lo Curro. Por el gobierno asistían Krauss, Marcelo Schilling y Mariano Fernández, estos dos últimos del Consejo de Seguridad Pública, organismo conocido como «La Oficina». Por Carabineros e Investigaciones participaban sus directores y jefes de Inteligencia. En teoría se trataba de reuniones de coordinación en que se intercambiaba información y se trazaban estrategias. Pero a decir del dueño de El Mercurio ante la justicia, “estas reuniones no tuvieron en la práctica mayor resultado, y sólo sirvieron para mantener en alto la moral de la familia”.
Aconsejado por Hugh Bicheno, el ex agente del MI6, Agustín Edwards se guardó información relativa al curso de las negociaciones. La decisión no sólo obedecía a un problema de seguridad, tendiente a resguardar la vida del secuestrado. Desde un comienzo el dueño de El Mercurio tuvo predilección por Carabineros en desmedro de Investigaciones, que tenía mayor vinculación y dependencia del gobierno. Sus contactos con la policía uniformada incluso eran personales, saltándose los cauces institucionales.
Una vez que el secuestro se hizo público, abundaron los llamados de gente que decía tener noticias al respecto. No fueron pocos los que también aseguraron tener al joven en su poder. Pero nadie más que los verdaderos secuestradores podían haber tenido acceso al nombre y número telefónico de Diego Fernández, primo de Cristián Edwards y uno de sus mejores amigos. Fernández fue el primero de la familia en ser contactado. Sin embargo, siguiendo instrucciones del comité, se negó a entrar en tratativas, sugiriendo el nombre del abogado Montero Marx.
De cualquier forma los secuestradores no querían tratar con el primo ni con el abogado. Sólo hablarían de negocios con Agustín Edwards Eastman.
No fue fácil convencerlos de que aceptaran al sacerdote Renato Poblete como único intermediario. Se negaron varias veces. Incluso, una vez que contactaron telefónicamente al sacerdote, siguieron insistiendo: “A usted sólo lo queremos como mero intermediario, de mensajero, seremos intransigentes. Nuestras conversaciones serán sólo con Agustín Edwards. Hágale entender que todo el tiempo que demore el señor Agustín en hablar con nosotros serán más días de cautiverio para el señor Cristián”.
El dueño de El Mercurio, en tanto, aconsejado por el comité privado, no daba su brazo a torcer. “Me negué rotundamente porque no podía ‘negociar’ con una persona que era un mero mensajero que leía recados mandados por otros y que no tenía ningún poder de decisión del que, en cambio, yo obviamente disponía”, declaró luego Edwards.
El 7 de octubre, a casi un mes de producido el secuestro, Renato Poblete recibió un nuevo llamado de los secuestradores. Insistían en hablar con Agustín Edwards. En eso todo seguía como antes. Pero esta vez, en respuesta a una solicitud anterior del sacerdote, anunciaban la entrega de una prueba que acreditaba que ellos tenían en su poder al “muchacho”, según lo llamaban. La prueba estaba escondida en uno de los sanitarios de los baños públicos del centro comercial Apumanque y consistía en una carta manuscrita por el rehén. Junto a ella venía un segundo mensaje dirigido al “Señor A. Edwards”.
Este nuevo mensaje repara en el incumplimiento de las exigencias por parte del destinatario, en el sentido de haber avisado a la policía y dar publicidad al hecho, y advierte sobre los “trastornos psíquicos” y sus “lamentables secuelas” que produce el encierro prolongado. “Está en sus manos hacer menos dolorosa esta situación, accediendo a nuestras exigencias y cumpliendo estrictamente nuestras indicaciones”.
Además de insistir en que la prensa y la policía deben mantenerse al margen, las exigencias se reducen al pago de cuatro millones de dólares que debían ratificarse en los términos siguientes:
“Mediante un aviso en el periódico El Mercurio de Santiago con estas características: sección económicos clasificados, rubro antigüedades y objetos de arte, en recuadro de 4 por 4 centímetros, texto: “Supero ofertas, compro íconos vedas, diríjase a San Agustín N…”. El tiempo que necesite para reunir el US$, días, anótelo como número de la dirección. Publicite este aviso los días martes, miércoles y jueves, 8, 9 y 10 de octubre. De no responder exactamente como le indicamos consideraremos que usted ha cerrado este negocio y sellado el destino de su hijo”.
Fechado el 7 de octubre, el mensaje apela a la paciencia y concluye con nueva invocación mística: “Pido al Señor misericordia para todos”.
La carta adjunta al segundo mensaje con exigencias, que supuestamente fue escrita y redactada por Cristián Edwards, empieza así:
Estimados padre y madre:
Nunca pensé que algo como esto pudiera pasarnos. Me encuentro prisionero y mis captores exigen una recompensa para liberarme. Mi situación es desesperante y más aún sabiendo el dolor que esto les causa. Yo estoy bien de salud, como imaginarán no en las mejores condiciones. Tengo mucho miedo y le pido a Dios que todo esto pronto termine. Yo nunca les he pedido mucho porque sé que han pasado por una crisis económica que todavía los afecta. Ahora les pido que hagan todo lo posible por mí, porque mi vida está en sus manos y estoy sufriendo mucho.
En rigor, según dirá más tarde ante tribunales, la carta fue escrita por él pero dictada por sus captores. “Escribí muchas cartas y me las devolvían porque no me nacía decir lo que querían. Terminó siendo que ellos me escribieron todo y yo copié”, declaró tras su liberación.
De cualquier forma, no mintió cuando describió la situación que estaba viviendo. A un mes de haber sido raptado, seguía padeciendo vómitos, calambres y alucinaciones, entre otras molestias, producto de sedantes que le administraban, del encierro permanente y de la exposición a un foco de luz y un parlante que emitía música y sonidos de helicópteros y sirenas. “Creo haber oído pajaritos, su cántico, también grillos, aunque esto puede deberse al zumbar de mis oídos. Me es particularmente difícil definir los ruidos reales que percibí, pues solía tener sueños con motores de helicópteros y cosas de ese tipo”, dijo ante el juez.
Dijo también que, pese a su estado, era consciente de su situación. Que jamás lo golpearon ni insultaron. Que recibía una dieta balanceada y procuraba comer de todo, “no obstante el dolor de estómago que usualmente tenía debido a los nervios”. Que pese a no tener ánimo para ejercitarse daba pasitos cortos de un lado a otro de la caja, “intentando no anquilosarme”. Que procuraba llevar una cuenta de los días. Y que las únicas dos personas que le hablaban simulaban ser argentinos.
Uno de ellos era “Rodolfo”, el jefe de la casa. El otro, Ricardo Palma Salamanca, “el Negro”, que establecerá una relación cercana con el rehén. Palma, quien había regresado a la casa-retén tras reponerse de un disparo accidental en una pierna, cumplía a cabalidad su papel de celador bueno. Procuraba animarlo y a veces le hablaba de política. De acuerdo con un cercano a Palma, que lo visitó en prisión una vez que cayó detenido en 1992, en un momento el celador bueno comenzó a compadecerse de la situación de Edwards, al punto de llegar a poner en duda el sentido de la operación.
Por lo demás, Palma tampoco podía salir de esa casa, ubicada en un pasaje de la comuna de Macul, en la cual había sido testigo de la crisis protagonizada por Florencio Velásquez, el otro celador, quien desertó en medio de la misión. Junto con generar un grave problema de seguridad, que traería consecuencias, había dejado una vacancia que debió ser suplida por José Miguel Martínez Alvarado, alias “Palito”, que no respondía al mejor perfil para el puesto: al igual que Velásquez, Martínez había pasado recientemente por la cárcel por hechos subversivos y, además, tuvo que congelar sus estudios para incorporarse a la casa-retén. Eso lo convertía en una presa de más fácil captura para la policía.
A lo anterior se sumó otro hecho fuera de pronóstico. Agustín Edwards no sólo seguía resistiéndose a negociar directamente, sino que desatendió la primera fórmula exigida por los secuestradores. En ese estado de cosas sobrevino el llamado telefónico recibido el 25 de octubre por el abogado Enrique Montero Marx:
“Escuche, ya, comuníquele a la familia de don Cristián que por la actitud que tomaron de ninguna colaboración hemos tenido que llegar al desenlace fatal. Entregaremos indicaciones para que encuentren el cuerpo del señor Cristián”.
Cinco días más tarde, Renato Poblete recibió un nuevo llamado de los secuestradores. Esta vez le indicaban que se dirigiera al mausoleo de la familia Del Río, los parientes maternos de Cristián, en el Cementerio Católico. Ahí Poblete encontró un nuevo mensaje acompañado de la cédula de conducir del rehén. Era el comienzo formal de las negociaciones tal como lo habían exigido los plagiadores.
El primer aviso clasificado de El Mercurio, ubicado en la sección Antigüedades y Objetos de Arte, apareció el domingo 3 de noviembre de 1991. Decía: “Compro iconos vedas, mejoro precios. Favor llamar 6981417”. Era el primer contacto y el número de teléfono comunicaba con Poblete. Tres días después sería seguido por una oferta concreta: “Compro iconos vedas. Perfecto estado, pago contado. 420.000”.
La propuesta inicial (US$ 420 mil) indignó a los secuestradores. O eso quisieron hacer creer. La calificaron de “miserable” y exigieron elevarla de manera sustantiva. La tercera semana de noviembre un nuevo aviso clasificado elevó el monto a US$ 520 mil y a fines de mes la oferta ascendió a US$ 595 mil.
Cada aviso era seguido por un contacto telefónico entre Poblete y los secuestradores. El jesuita pedía una rebaja considerable en el precio, además de una fotografía actual como prueba de vida. “Lo que ustedes están pidiendo es una cosa imposible, tienen que volver a la realidad”, argumentaba. Los secuestradores, en tanto, no se movían del monto inicial. Las negociaciones estaban en punto muerto. De acuerdo con lo que relata hoy Rafael Escorza, el militante que prestó la casa para el plagio, fue en esos días que Cristián Edwards ofreció a los secuestradores pagar su rescate con dinero que tenía depositado en Estados Unidos.
Según revelará Poblete en su libro de memorias, aparecido en 2005, “La Malú (Del Río, madre de Cristián Edwards) pedía subir la cantidad. Yo creo que ella hubiera pagado al tiro”. Sin embargo, de acuerdo con el mismo testimonio, Bicheno era quien hacía de líder: “El gringo dirigía la operación”.
En una entrevista concedida a un sitio web inglés, Bicheno describe su estrategia para enfrentar secuestros, la que claramente aplicó en el caso de Edwards. “Primero se formaba un comité de crisis. Esto incluía a alguien a cargo de tomar decisiones por la familia, normalmente el padre. Una parte clave era recordarles que estaban tratando con hombres de negocios y que el secuestrado no era más que un monto de dinero”, explicaba el hoy retirado Bicheno. De acuerdo a su relato, lo primero que debía hacer el comité era decidir cuánto estaban dispuestos a pagar, lo que muchas veces coincidía con la cobertura de una póliza antisecuestro, pues Bicheno trabajaba junto a un agente de seguros. También había veces que la familia no quería parecer demasiado fácil y ofrecía una suma más baja. Según Bicheno, siempre intentaba que la primera oferta fuera alta, de modo de evitar que los secuestradores se sintieran insultados y pusieran en peligro al rehén. Lo siguiente era aumentar la oferta mediante incrementos cuidadosamente calculados.
Así ocurrió en la operación que lideró en Chile. Recién el 20 de diciembre, a través de un nuevo aviso económico, la oferta fue aumentada a US$ 650 mil, previa exigencia de una fotografía actual. La respuesta llegó mediante una carta dejada en un baño del Parque Arauco. Estaba acompañada de una cinta y decía:
Señor Agustín Edwards: le comunicamos que no habrá ninguna fotografía actual hasta que la oferta sea aumentada -aumentar la oferta significa hacer ofertas en MILLONES DE DÓLARES y no en miles de dólares- (…) Cada día que pasa y que no cumplen con las indicaciones disminuye rápidamente la posibilidad de que la integridad física y síquica de su hijo se puedan conservar intactas. En estas fechas de unidad familiar dejen de lado su actitud inhumana (mal asesorada) y burocrática. Piensen en la vida de su hijo que se deteriora cada día más, ya que él hoy sólo desea estar con ustedes. Junto a esta nota le enviamos una grabación (lado A) con la voz de él. Por el bien de su hijo Cristián y de su familia, CUMPLA.
Tres días después, en vísperas de Navidad, un nuevo aviso económico anunciaba que la oferta alcanzaba los US$ 700 mil. Era un avance. Mediante un sistema similar al anterior, los secuestradores enviaron una fotografía del rehén, quien sostenía un ejemplar actualizado del diario Folha de Sao Paulo, acompañada de una carta en la que anunciaban que el valor del rescate había bajado a un millón y 500 mil dólares.
Un hecho fortuito alertó al gobierno de que la familia Edwards había empezado a negociar con los secuestradores. Corrían los primeros días de diciembre de 1991 y el ministro secretario general de Gobierno, Enrique Correa, recibió un llamado de un funcionario de la CIA, dependiente de la embajada de Estados Unidos en Chile, informando que un hermano del dueño de El Mercurio se había presentado en la sede del FBI en Washington para solicitar una prueba grafológica de una carta supuestamente escrita por el rehén. Fue un pequeño escándalo que no tuvo publicidad, como muchas situaciones vinculadas al mismo caso. De las tratativas y mensajes estaba enterado Carabineros, no así el gobierno, la Policía de Investigaciones y el ministro en visita Luis Correa Bulo.
El incidente tuvo repercusiones prácticas. Según la declaración que prestó por oficio Marcelo Schilling, secretario del Consejo de Seguridad Pública, “a partir de ese momento los asesores de Agustín Edwards deciden separarlo de la conducción de las operaciones, enviándolo a descansar a su campo en Graneros por estimar que estaba demasiado alterado y nervioso”.
En rigor Edwards Eastman siguió pendiente de las negociaciones. La diferencia es que desde entonces delegó la conducción en Hugh Bicheno, que insistía en no ceder ante las demandas. Bicheno era un duro en estas materias y alertó oportunamente sobre el manejo emocional que los secuestradores darían a las fiestas de fin de año.
En efecto, la cinta con la voz de Cristián Edwards que llegó a manos de la familia el 20 de diciembre resulta conmovedora. Se trata de un mensaje extenso en que el cautivo se pregunta “cómo pueden ofrecer una miseria” y plantea que “yo les puedo ayudar con eso, yo les voy a ayudar, yo me comprometo, me comprometo a trabajar junto a usted papá para recuperar todo». «Hagan todo lo necesario para sacarme de aquí, hagan todo lo humanamente posible y después yo los ayudo, después nos arreglamos (…), yo siempre he sido una persona que trabaja duro (…) siempre me he esforzado y si salimos de esto me voy a esforzar más que nunca (…) Ya no me quedan fuerzas para seguir adelante”, se queja. “Lo que yo les estoy pidiendo es que me salven, que me ayuden, que me saquen de aquí”.
Refiriéndose a esta comunicación, el propietario de El Mercurio sostuvo en su declaración judicial que “era presumible que los delincuentes aprovecharan ambas ocasiones para presionar en sus exigencias, sobre todo a mi mujer”.
Las presiones en esos días surtieron algún efecto. En la comunicación telefónica del 31 de diciembre, Poblete adelantó a su contraparte que en los días siguientes aparecería un aviso económico con una nueva oferta. Sería la última, advirtió el sacerdote, como ya lo había hecho otra veces, aunque en esta ocasión incluyó un novedoso argumento sobre la calamitosa situación económica de Edwards Eastman: “Si este señor está quebrado, es puro nombre no más, ustedes podrían haber elegido otra persona”.
Dicho esto, y tras insistir en que “no pidan la suma que dicen”, lanza una propuesta: “¿Qué van a hacer con la plata? Podrían donarla al Hogar de Cristo siquiera, pues oiga”.
La última oferta anunciada por Renato Poblete en vísperas de Año Nuevo apareció publicada el sábado 4 de enero en el nuevo formato propuesto por los secuestradores. Destacada esta vez en la sección Instrumentos Musicales, el aviso clasificado decía: “Compro gaita Kennedy, pago contado 740.000”.
El monto terminó de sacar de quicio al jefe de la operación. “Ramiro”, alias de Mauricio Hernández Norambuena, consideró que era hora de tomar personalmente cartas en el asunto. Identificándose como “El Abuelo”, la chapa que usó en esta operación, contactó a Poblete en un teléfono de Plaza Italia:
-Yo soy “El Abuelo” -se oye en la grabación telefónica-. Escuche, usted ha abusado de nuestra ética profesional, pero ahora nos corresponde jugar a nosotros. Daremos a la publicidad toda la negociación, dejando al descubierto la actitud insensible de ustedes (…) Será un gran escándalo. Luego de eso aparecerá el cadáver de Cristián. Usted puede impedir este desenlace. ¿De qué forma? Accediendo a nuestras últimas exigencias. Nosotros esperamos un breve tiempo. ¿Está absolutamente claro?
«Ramiro» parecía hablar en serio: ya no había margen para seguir negociando en esos términos. La salud de Cristián Edwards tendía a agravarse, lo que en un momento obligó a que fuera visitado por un médico o enfermero del FPMR, y en la casa-retén las cosas habían vuelto a tornarse críticas. Aquejado de “un bajón anímico”, según lo describe hoy Rafael Escorza, Ricardo Palma pidió dejar su puesto de celador.
La salida de Palma se sumó a la desaparición de Florencio Velásquez, el otro celador que había abandonado la casa-retén, aquejado por el encierro y fuertes conflictos con sus compañeros. Su paradero era un misterio para el FPMR y ponía en riesgo la operación y a sus protagonistas. Además, aunque no lo sabían, el grupo comandado por el subcomisario Jorge Barraza había identificado la casa donde estaba secuestrado Edwards y le seguía los pasos a varios de los plagiadores, entre ellos a “Rodolfo”, “Emilio» y “Ramiro”.
La situación estaba en un punto crítico y fue zanjada con un último aviso publicado el domingo 19 de enero en la sección Instrumentos Musicales. Esta vez no había un monto específico, sólo un mensaje velado: “Compro gaita Kennedy, tengo oferta especial. Llamar lunes 6981417”.
La “oferta especial” consistía en un millón de dólares y fue aceptada.
El primer intento de entregar el dinero del rescate se realizó el sábado 25 de enero. Acompañado de Juan Cancino, el chofer de Agustín Edwards, y siguiendo instrucciones de los secuestradores, Poblete recorrió los cuatro puntos cardinales de la ciudad a bordo de un Volkswagen escarabajo. Al interior portaba la maleta con un millón de dólares en billetes de cien.
La entrega resultó frustrada porque así fue planeado por los secuestradores, de modo de corroborar que no fuesen seguidos por la policía.
A la semana siguiente, cuando volvieron a ser contactados por los secuestradores, Hugh Bicheno estuvo en desacuerdo con que Poblete y Cancino realizaran un nuevo recorrido. Creía que serían engañados. En cambio Marcelo Schilling, el secretario de la Oficina de Seguridad Pública, de acuerdo a su propia declaración, propuso seguir “rigurosamente las instrucciones de los secuestradores”. La entrega quedó programada para el 31 de enero y se extendió durante gran parte de ese día.
Esta vez a bordo de un Fiat 147, Poblete y Cancino volvieron a recorrer la ciudad. Pasearon por Recoleta, Vitacura y Providencia, donde ingresaron a un supermercado y recogieron poleras y un par de jockeys para ser identificados fácilmente a la distancia. Más tarde, después de otro largo rodeo, bajo la mesa de una fuente de soda cercana a Departamental encontraron un sobre. Contenía una fotografía de Cristián Edwards retratado con El Mercurio del día anterior y una última instrucción que los condujo a un paso sobre nivel de la avenida Norte Sur, donde un hombre que apareció de las penumbras recogió el dinero.
Al día siguiente Agustín Edwards se encontraba en su campo en Graneros cuando al anochecer recibió una llamada desde El Mercurio. Su hijo ya iba camino a la casa familiar de Lo Curro a bordo de un taxi. Unos días después, Cristián relató ante el juez Correa Bulo que la noche anterior a su liberación había sido sacado de “la caja” después de cinco meses e introducido a una carpa. Ahí pasó sus últimas horas de rehén, sometido a la música de un personal estéreo y una dosis adicional de sedantes. Recordó haber regresado tal como llegó, encapuchado y envuelto en un saco de dormir, y haber sido introducido en un auto que lo dejó en lo que parecía un sitio eriazo.
Lo último que alcanzó a escuchar de sus secuestradores, antes de ser dejado boca abajo contra el suelo, fue “no te muevas”. Después de un rato logró ponerse de pie, trastabilló en dirección a unas luces y dio con un taxista al que le pidió monedas para llamar a sus padres. Había sobrevivido a un martirio de casi cinco meses y se iniciaba la cacería policial.